Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 18 de septiembre de 2011

"Cartas al Padre Jacob".


Una película finlandesa, de 2009, y 74 minutos de metraje. Una cinta con mensaje espiritual, sumamente sencilla y alejada de toda grandilocuencia.

Cuenta la historia de una condenada por asesinar al maltratador de su hermana, marido de ella, quien recibe el indulto por mediación de un sacerdote ciego que vive solo en una destartalada casa en el campo. El cura –un hombre mayor-- atiende una parroquia a la que no va nadie (símbolo del vacío de fe en nuestros tiempos) y tiene que contentarse con auxiliar espiritualmente por escrito a la gente con problemas. La secretaria que tenía para leer y contestar las cartas se le ha marchado, y necesita una sustituta. Leila es esa nueva secretaria. Es una mujer curtida por la vida carcelaria, hombruna, dura, áspera, distante, descreída y pragmática. No entiende el ánimo altruista del cura.

Al principio, para no tener que trabajar mucho, se deshace de parte de la correspondencia que Jacob recibe tirándola a un pozo. Así al cura solo le lee algunas cartas, que ella debe responder cumplidamente al dictado. Son varios los feligreses que escriben varias veces, bien para insistir en sus dudas, o para dar gracias por las oraciones y los consejos. El P. Jacob guarda todas las cartas que recibe, apiladas en fajos bajo su cama. Son su tesoro. Su única comunicación con el mundo. Su sentido de la vida, su forma de cumplir una misión y de sentirse útil. Leila no comprende esto. No entiende de tratar de ayudar a los demás, cuando uno en realidad siempre está solo y se debe a sí mismo. El hombre está condenado a existir, a ser sin más, y no va a resultar auxiliado por ningún ente extracorpóreo. El mismo P. Jacob vive solo, y está solo: su parroquia está vacía, no se usa para nada. Ella misma está sola: no se atreve a recurrir a su hermana tras su experiencia en la cárcel. Así pues, son dos seres distintos, pero condenados a entenderse por su soledad.


Jacob representa el porqué del sacerdocio en el mundo. Aún hay personas con fe, o con necesidad de ayuda que no dudan en recurrir a un cura en busca de consuelo y de fortaleza. Él, ciego, da luz a otros. Esa “luz” es visión de lo trascendente, y también esperanza y confianza en la providencia divina. Esta cinta nos recuerda la necesidad de la fe y la razón de ser de los hombres y mujeres de fe. Un pequeño canto a la esperanza en medio de un páramo de desolación y de implacable materialismo.

[Guion y dirección de Klaus Härö, basada en el guion original de Jaana Makkonen; interpretada por Kaarina Hazard (Leila) y Heikki Nousiainen (P. Jacob)]

domingo, 4 de septiembre de 2011

Calvinismo y cine.

Robert Louis Stevenson y Herman Melville dieron ya buena cuenta de la obsesión protestante por intentar separar en el hombre el espíritu de la carne. El extraño caso del Dr Jekyll postulaba el fracaso de los ensayos de laboratorio en el intento de librar al alma de su lado más innoble y oscuro (Mr Hyde). La tragedia de Ahab al perseguir infatigablemente al monstruo marino de las profundidades, Moby Dick, el demonio de perversión salvaje que un día le arrebató una pierna, queda también como testimonio de esa locura contra natura.

Ambos relatos han tenido diversas adaptaciones cinematográficas, de las que no vamos a hablar ahora. En cambio, sí vamos a tratar de dos largometrajes bien interesantes, clásicos hoy muy olvidados, que sin embargo merece la pena rescatar. Me estoy refiriendo a Misión en la jungla y Hawaii.

Misión en la jungla (The Sins of Rachel Cade, 1961) está dirigida por Gordon Douglas, un realizador artesano, afín al clan Sinatra, e interpretada por una bellísima protegida del grupo, Angie Dickinson, rubia sensual de maravillosas piernas (ahí está Rio Bravo) y notable actriz. El guion es de Edward Anhalt (responsable de Becket). La película cuenta la historia de una misionera recatada enviada al Congo Belga en 1939. Rachel Cade debe ganarse a pulso la confianza de los nativos, cosa que consigue cuando sus dotes curativas comienzan a hacer efecto frente a la superstición tradicional. Su medicina salva niños. Rachel quiere, además, lograr la santidad en el mundo. Quiere mantenerse pura y sin tacha. Consagra su castidad a una vida de beneficencia y entrega a los demás. Pero su filantropía está reñida con los avatares que impone a la larga la madre Naturaleza. Porque a menudo las cosas no salen tal cual uno las entiende y planifica. La vida las retuerce como raíces y lianas.


Rachel predica el amor dentro del matrimonio y condena las relaciones extramatrimoniales. Desdeña a Peter Finch, el delegado militar en la región, y se retrae conventualmente. Pero todo cambia cuando un apuesto médico norteamericano (Roger Moore) llega caído del cielo --nunca mejor dicho-- al estrellarse su avión en plena selva, y se ofrece a ser por una temporada el auxiliar que la enfermera necesita en los casos más delicados. ¡Qué bien le viene a Rachel un doctor para su hospital de campaña! Entonces hará todo lo posible para retenerlo a su lado, incluso traicionar su decálogo ético. La enfermera se enamora del doctor, cede a la quemazón que persigue a toda criatura, y se acuesta con él. El médico se restablece pronto y es vuelto a requerir para el servicio en la guerra mundial. En su ausencia, Rachel se escandaliza, pues descubre su embarazo. Ya no sirve para su misión tropical de redimir almas perdidas. Ella es tan pecadora como quien más. Sin embargo, la comunidad nativa, que acaba acogiéndola como benefactora, no la juzga en ningún momento. Tampoco permitía Cristo juzgar al prójimo. Cuando el doctor se entera de que va a ser padre, regresa para llevarse consigo a Rachel a Boston. La chica, sin embargo, está casada con su trabajo social en la comunidad y no desea irse. Además descubre que el consorte la quiere solo por la criatura y que alberga fuertes ambiciones elitistas que no van con el lugar. Entonces decide abandonarlo y quedarse en el Congo con su hijo. Madre soltera, pero no sola en la vida, porque en su rescate se supone que llega el agregado militar belga, Peter Finch, sufrido viudo redentor.

Rachel ha tenido que amoldar su código de conducta a las circunstancias adversasque impone la vida. La vida es la que moldea y doblega muchas veces; la que hace que Fortunata quiera a un tarambana como Juanito Santa Cruz, y que no esté enamorada de un hombre bueno e infeliz como Maxi. Por eso es tan difícil alcanzar cualquier "santificación" en el día a día de la existencia. Y por eso se da también la Misericordia de Dios, que no ha venido a salvar a justos, sino a pecadores. Dios perdona los errores humanos, que pueden darse aunque uno luche contra ellos.

Una cinta que apenas ha envejecido, rabiosamente actual, osada, atrevida, meritoriamente avanzada a su época, y sorprendente en su audacia antimoralista.

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El segundo largometraje que comentamos ahora es Hawaii (George Roy Hill, 1966), con guion de Dalton Trumbo (Espartaco, Papillón) y Daniel Taradash, basado en una novela-río de James A. Michener (trad. al español en Plaza & Janés, 1978). Cuenta el afán evangelizador de un clérigo calvinista, Abner Hale (Max Von Sydow) en el archipiélago de las islas Hawaii. Para conseguir el permiso de predicar, se le impone que vaya casado. El hermano Hale es un dogmático zangolotino que tiene que convencer a una abnegada y comprensiva Jerusha (Julie Andrews) de que sea su esposa y le ayude a salvar salvajes. La mujer accede y lo acompaña a conocer a la reina Alii Nui, que quiere a toda costa aprender a leer y escribir y de paso abrazar a Jesús y sus leyes. Jerusha simpatiza de inmediato con los nativos, pero no así Abner, empecinado en imponer sin transiciones la Palabra de Dios. Descarga con áspera virulencia sus ominosos versículos contra las costumbres paganas, como la de casarse entre hermanos de la realeza, adorar a dioses protectores, caminar y retozar desnudos y complacer a los marineros en sus cortas escalas. La intervención de Jerusha aminora esta furia predicadora, y el rendirse a la mano de la Naturaleza, cuyo viento tumba un templo de paja torpemente construido al margen de la sabiduría de los hawaianos.

Jerusha pacifica el rencor fundamentalista de su esposo Abner, y le hace ver que aquellas son buenas gentes, aunque no sigan el código de la Biblia. Dios no se olvidará de los que son buenos y obran buenas acciones, aun cuando no le presten mucha atención ni le sigan al pie de la letra. Hay un lugar en la Salvación para ellos. Poco a poco Abner va cediendo y se va integrando en la comunidad nativa. Con el tiempo, tiene tres hijos con Jerusha, que manda a estudiar a Nueva Inglaterra cuando le separan de su parroquia.



No obstante, los indígenas no llevan la razón en todo. El incesto ritual es causa de cruentas deformidades, y los niños tullidos son ahogados en el mar. Cuando Jerusha va a dar a luz a su primer hijo, Abner impide que la atiendan las parteras de la isla, y es él mismo el que la ayuda valiéndose de un tratado de medicina. Con sobrado acierto, pues el pequeño venía en mala postura y él consigue enderezarlo. Luego se entera de que, en tales casos, las parteras matan al niño para salvar a la madre. También salva la vida de un bebé que venía con una mancha de nacimiento en la cara. Pero cuando fallece la Alii Nui, la bondadosa y oronda reina, se cumple el vaticinio de un viento huracanado que abate todo, como si en verdad tuviera verdadero poder conjurador entre sus dioses.

La más entrañable interpretación del buen actor sueco Max Von Sydow, secundado por unos discretos Richard Harris y Gene Hackman.

Una valiosísima película, candidata a siete premios Oscar (actriz de reparto--Jocelyn La Garde--, fotografía en color, sonido, banda sonora, canción, efectos visuales y vestuario en color). Una superproducción inteligente, emotiva, acertadamente comedida --brillante pero no deslumbrante--, muy digna de ser recordada y recuperada.

sábado, 3 de septiembre de 2011

El Cine del verano (2011).

Deseo felicitar muy sinceramente a las cadenas la Sexta 3 (Todo Cine), Intereconomía, Nitro y 13 TV por las excelentes películas programadas y emitidas a lo largo de los meses de julio y agosto de 2011.
La mayoría, clásicos de primera línea. Hemos podido disfrutar de tres de las mejores interpretaciones del genial y natural Anthony Quinn, que lo mismo hacía de Papa (Las sandalias del pescador, Michael Anderson), que de esquimal (Los dientes del diablo, Nicholas Ray) o de revolucionario mexicano ( ¡Viva Zapata!, Elia Kazan). De una excelente aventura bélica histórica, curiosamente rodada en parte en España, La batalla de Inglaterra, con las mejores escenas de combate aéreo que se hayan filmado nunca. De Espartaco, cuyo guion de Dalton Trumbo aún es una muestra excelente de cine político e histórico de primera línea. De Topaz y Cortina rasgada, de Hitchcock. De Embajadores en el infierno, una casi desconocida e interesante cinta española sobre los prisioneros de la División Azul en la Unión Soviética de Stalin. De Duelo de Titanes, el fabuloso western de John Sturges con Burt Lancaster y Kirk Douglas sobre el mítico OK Corral. De Dos cabalgan juntos, de Ford, con unos inconmensurables Richard Widmark y James Stewart. De la siempre simpática La gran prueba, de Wyler. De la miniserie Karol, de Giacomo Battiato, sobre Juan Pablo II. Del controvertido documental religioso La última cima, y de un olvidado pero muy meritorio largometraje firmado por Georges Roy Hill, Hawaii, que comento en la siguiente entrada.

Por su parte, la cadena Nitro nos ha regalado dos estupendos episodios de la serie Colombo todas las tardes (de lunes a viernes, 17:00-20:15).

Con dichas emisoras de TV, los cinéfilos estamos de enhorabuena, y podemos recordar títulos a placer. ¡¡Que siga la racha!!

viernes, 1 de julio de 2011

La escapada.

Las afueras de Roma, un día caluroso y festivo de agosto. Un play boy, Bruno Cortona (Vittorio Gassman), pide usar el teléfono de Roberto, estudiante de 4º de Derecho que prepara sus exámenes ante el retrato de su madre. Roberto (Jean-Louis Trintignant) es un muchacho retraído, enamorado platónicamente de una joven vecina. No tiene amigos y nunca sale a divertirse. Bruno es un vendedor flemático que desborda cinismo, vitalidad y simpatía. Conduce un pequeño descapotable con una bocina estridente de coche de feria, que hace sonar para llamar la atención. Bruno convence a su nuevo amigo Roberto para que salga a divertirse con él ese día, a correr mil aventuras. Es como si un Quijote jovial decidiera visitar a un sesudo Bachiller Sansón Carrasco para pervertirlo y volverlo mozo ibicenco. Bruno se lleva a Roberto, quien poco a poco va tomando gustillo a las desenfadadas ocurrencias de su loco captor. Como en la magna novela de Cervantes, vemos cómo se entrecruzan gradualmente las dos personalidades, cómo Roberto va adquiriendo las señales de Bruno, y cómo Bruno es capaz de serenarse también y ser celoso padre de la imponente belleza de Catherine Spaak. Porque, al fin y al cabo, Bruno y Roberto no son tan diferentes: ambos arrastran su soledad, aunque la ocultan de un modo distinto: Roberto, enfrascado en sus libros en el cuarto de estudio; y Cortona dando bocinazos por doquier y no teniendo donde caerse muerto. "Mejor que aproveches ahora y llames a esa chica. Si no, mírame a mí; luego se llega a mi edad, y estás más solo que la una", recomienda el play boy a su joven discípulo.


La escapada (Il sorpasso, 1963) es una tragicomedia fresca, lozana, que no ha envejecido un ápice, rodada con aire de tuna y que ensambla las secuencias con inspirada pericia. Sencillamente de antología la escena en que Bruno, que ve a Roberto preocupado por que les pongan una multa por aparcar mal, toma la amonestación puesta a otro vehículo y se la pone al suyo, para protegerlo como ya multado. Y encima ironiza: "Nosotros los automovilistas tenemos que ayudarnos". Después van a visitar a los unos parientes de Roberto que viven en el campo y se las arregla para que el tío le regale un viejo reloj de pared, mientras comenta el carácter afeminado de "Ojo Fino", el mayordomo. Así hasta dar con la que fue familia de Bruno, su mujer --escultural belleza interpretada por Luciana Angiolillo--, y su hija Lily (Catherine Spaak), quien está alternando con un hombre rico que podría ser su padre. Sigue y sigue la diversión, agitada por excepcionales ritmos italianos de siempre, hasta que, en la última curva, yace agazapada la sonrisa agridulce del tragabolas o del payaso triste.

El mismo título de La escapada alude a una huida, a una quiebra de los cerrojos de una prisión: los convencionalismos de la vida moderna de ciudad, la apatía, el corsé de un rol impuesto, trasluciendo a diario la soledad que se lleva consigo allá donde se vaya. "Vamos a escaparnos" de la rutina por unas horas, por unos días; vamos a gritar, a reír, a relajarnos, a dormir al raso en la playa, a quemar las pocas liras que guardamos en los bolsillos. A recordarnos vivos, libres, rotundos, absolutos.

Pero todo ello es efímero, y tiene su precio. Porque los héroes mueren jóvenes para no alcanzar nunca a los dioses. Poco antes de morir, Roberto dice a su amigo que esos dos días han sido los más felices de su vida. Bruno, imprudente, siega la juventud de Roberto, y contempla consternado el herocidio. Roberto se ha ido, se ha marchado para siempre, y ya nunca conquistará a su chica, ni se licenciará en leyes. Pero, a cambio, ha sido feliz. Unas horas de felicidad por una vida entera. ¿Realmente le hubiera compensado una vida entera? Una vida olvidado de vivir. Y deja atrás a Cortona, que quizá ya no vuelva a ser el mismo Bruno, sino otro hombre, aún más hundido en su desgracia.

"El personaje [de Bruno] no era nuevo --anota Terenci Moix en Mis inmortales del cine: años 60--, pero Gassman lo vistió con tantos matices, que marcaría un hito en la comedia cinematográfica italiana. Y el viaje por un país que ya se iniciaba en la società del benesere queda hoy como un documento histórico de gran valor".

La escapada es un verdadero REGALO para todos los gustos, una ola de placer de cine eterno, inmortal, imperecedero. Una obra maestra tocada por el estado de gracia de DINO RISI, su guionista y director. Sin duda, una de las más brillantes películas italianas de todos los tiempos. De obligado visionado.

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[Vittorio Gassman (Génova, 1922) era un hombre de teatro, como se encarga también de recordarnos Terenci Moix. Creó el Teatro Popular Italiano, una compañía ambulante que representaba bajo la estructura de una enorme carpa (que acabó en El Cairo). En sus giras fue Edipo, Hamlet, Ricardo III, Prometeo, Otelo, Yago, Agamenón, Orestes, Stanley Kowalski, y otros muchos personajes. Gassman había hecho cerca de cuarenta obras teatrales cuando le llegó su primera oportunidad en el cine, en 1946, junto a la diva Marina Berti, la guapísima esclava Eunice de Quo Vadis? El melodrama se titulaba Preludio de amor. Después de sonoros tropiezos, comenzó a despuntar en cintas notorias como Arroz amargo (irresistible Silvana Mangano, claro), The Glass Wall (1952, junto a Gloria Grahame), Guerra y Paz (1956), Rufufú (1958), La gran guerra (1959), Fantasmas de Roma (1961), Perfume de mujer (1974; también de Dino Risi, y donde consigue una de las mejores interpretaciones de toda su carrera, al dar vida a un militar ciego y retirado enamorado de todas las mujeres; el remake lo consiguió dos décadas después el gran Al Pacino en Esencia de mujer, 1992). En sus últimos años, dominados por la decadencia y la depresión, volvió al teatro, escribió sus memorias y se dedicó a la reflexión penitente en un convento, donde pasaba largas estancias. Le gustaba añorar el pasado y enaltecer el cine patrio de los sesenta. Falleció en Roma, de un infarto, el 29 de junio de 2000]

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Dino Risi firma también otra curiosa película de 1981, Fantasma de amor (Fantasma d'amore), esta vez con Marcello Mastroianni y Romy Schneider. Un hombre maduro, casado con una mujer tradicionalista y exigente, se encuentra un día en el autobús a una señora ajada que dice conocerlo. Ambos fueron apasionados amantes en otros tiempos. El hombre indaga en su pasado y un amigo médico le comunica que aquella mujer murió tres años atrás. Sin embargo, los encuentros se repiten, y en ellos la mujer recupera su esplendor juvenil de antaño. Nino, que así se llama el protagonista, la visita en su palacete, habla con ella por teléfono, la pasea en barca... Ve cómo cae al agua y se ahoga accidentalmente. Pero, en realidad, ella nunca está ahí, donde se la mira, donde se la ve... Una huella inquietante, fantasmal, que sería algo así como la versión italiana de esa pieza maestra que es Jennie (Portrait of Jennie, 1948, de William Dieterle), donde un pintor bohemio (Joseph Cotten) descubre un filón de oro al retratar a una chiquilla (Jennifer Jones) que entra y sale de su vida. Eben ve a Jennie primero como niña, luego como joven mujer adolescente. Jennie no existe; es un fantasma, y el desenlace tiene lugar en unos acantilados, junto a un faro azotado por la mar en dura galerna. Una deliciosa historia que mezcla el romanticismo con su soporte básico, lo sobrenatural, como igualmente acontece en El fantasma y la Sra. Muir (1947, Joseph Leo Mankiewicz), emotiva como pocas, imprescindible joya en blanco y negro y obra maestra del cine.

Fantasma de amor logra seducir por su aura inquietante y malsana, por sus ribetes de terror gótico. Hay una secuencia, sobrecogedora, con Nino allanando el viejo palacete provinciano y viendo bajar a su amada por la escalera en sombra. Una silueta negra desciende hacia el espectador, que se sobrecoge por momentos ante lo que pueda ser un espectro de tez horripilante y mirada perversa, cuando en realidad es una aún bellísima señora, con las facciones de la aristocrática Romy.

Riz Ortolani firma la banda sonora del filme, cuyo tema principal es casi un solo de clarinete, interpretado de lujo por Benny Goodman.

lunes, 27 de junio de 2011

El "tonto" era un listo.

Adiós al entrañable hombre de la gabardina. Parece que se ha ido, pero nunca es cierto, el inmenso PETER FALK, discreto secundario del cine, pero actor de primera en la TV durante más de 35 años. Nos deja el gran y sagaz detective, el teniente COLOMBO, el hombre tranquilo de nuestra infancia, el ciudadano vulgar e insignificante metido a héroe por profesión de riesgo, que nunca hubo de esgrimir violencia alguna para detener al delincuente. Colombo era el hombrecillo feo e inoportuno, del atuendo raído y manchado, que siempre parecía llegar a la escena del crimen por casualidad (y hasta por error), y con su pinta de tonto despistado acababa dando una lección al más ingenioso de los criminales.


En cada episodio de la serie --que se comenzó a emitir en Estados Unidos, más o menos, en 1968-- se invertía el orden de las novelas de Agatha Christie: no había que descubrir ni al autor, ni el móvil, ni tan siquiera el "modus operandi". Todo eso se nos daba por gratuidad al principio. Primero, la escena del crimen y el delincuente actuando perversamente; después, Colombo entrando en acción y siguiendo las pistas hasta atrapar a un pillo que tenía identificado, "fichado" desde el comienzo, y al cual sutilmente pisaba los talones, para ponerle nervioso en espera de la evidencia definitiva. Entonces, el airecillo vulgar y rancio se mudaba en genio puro, y relucía el ojo postizo de cristal para doblegar al asesino y tenerlo convicto y confeso. Pero, como Hitchcock, Colombo también sentía cierto respeto y admiración hacia la mente criminal. Hay reverencia, señorío en sus detenciones. Un reconocimiento del saber fingir y del saber hacer, como si el derrotado fuera un maestro ajedrecista que hubiera perdido en buena lid.

Colombo, el teniente del pelo ensortijado y revuelto, de cabeza ladeada y talle encogido, de voz ronca pero amable, de llamada humilde pero omnipresente, estará siempre en nuestros corazones por la cantidad --y calidad-- de enormes buenos ratos que nos ha hecho pasar. Señores de Universal Pictures, rindan homenaje y tributo al mayor de sus héroes televisivos. Mil gracias, Peter Falk, arrivederci teniente Colombo.

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[Peter Falk murió a los 83 años el viernes, 24 de junio de 2011, en su residencia de Beverly Hills (California, USA), víctima de una demencia senil]

Pulsa AQUÍ para saber más sobre Peter Falk.

sábado, 14 de mayo de 2011

"Midnight in Paris", en algún lugar del Tiempo.

Se acaba de estrenar --viernes, 13 de mayo de 2011-- la última cinta de Woody Allen, presentada fuera de concurso en Cannes. No por casualidad, festividad de la Virgen de Fátima, ya que va de "milagros". Del milagro de la magia del cine y de teletransportarse a otra época soñada. Midnight in Paris ('Medianoche en Paris') desarrolla durante una brevísima hora y media la fantástica aventura de un escritor en ciernes, que prepara una novela ambientada en una tienda de objetos "retro", cuando en la noche pasea solo por París y suenan doce campanadas en un reloj. Entonces, un coche antiguo se detiene junto a él y alguien lo invita a subir. Lo llevan a una fiesta de finales de los años veinte, donde Cole Porter canta y toca el piano, y Scott Fitzgerald y su mujer, Zelda, espejean y seducen. Por la mañana, el escritor vuelve a su hotel y a la realidad: su novia, una "niña bien" y sus padres millonarios y republicanos. Pero cada medianoche tiene la oportunidad de repetir la experiencia, y seguir conociendo el París de sus ídolos: Hemingway, Gertrude Stein, Dalí, Picasso, Buñuel... Se enamora de una de las musas de Picasso, papel que interpreta una maravillosa Marion Cotillard, y es correspondido por ella, quien lo introduce en su diario. La chica tampoco está satisfecha con su momento y sueña a su vez con la Belle Époque. Se le concede el deseo de frecuentar el Moulin Rouge en plena efervescencia de la bohemia de fin de siglo, y ahí es donde se desata el conflicto, casi al término de la película: porque su escritor no desea retroceder tanto en la rueda del Tiempo. Nadie viene a estar enteramente contento con su presente, sea el momento que sea en que se habite. Al final, solución salomónica, ni una cosa ni otra. Nuestro hombre ni permanece en el pasado, ni se queda tampoco con el presente. El amor verdadero es su futuro, y eso es lo que elige.


Owen Wilson va de Robert Redford, pero de broma. Si uno ve el cartel promocional de la película, que aquí tenéis, le parece estar ante el protagonista de El gran Gatsby y Memorias de África paseando, feliz y a sus anchas, por los muelles del Sena. Seguramente, al director le hubiera encantado poder contar con un joven Redford para interpretar el papel del escritor. Como no tiene una máquina del Tiempo, no puede rejuvenecer al galán treinta años, así que ha tenido que acudir a un "sosias", que de lejos da el pego, pero no de cerca. Owen Wilson asume muy dignamente el rol de pasmarote, de individuo sencillo que se somete a cualquier circunstancia, pero al que la divina Fortuna se aviene a favorecer y recompensar objetivando sus preferencias. No sabemos si Owen sería consciente, durante el rodaje, de que estaba interviniendo en un proyecto llamado a convertirse en un clásico del cine actual, una película con "encanto" y glamour, llamada a ser vista una y otra vez, no tanto si acaso como ¡Qué bello es vivir!, mas sí como Pretty Woman.

Este último trabajo de Allen nos parece muy superior a la sobrevalorada La rosa púrpura de El Cairo, una historia que se antojaba sosa, ñoña y pueril. Tiene la lozanía y la gracia de La maldición del escorpión de Jade (2001), pero es más seria dentro del ambiente de comedia dramática. Se inicia con un generoso repertorio de imágenes fijas de París, tamizadas por un filtro dorado, y un excelente tema musical interpretado con orquesta y saxos. Hay que decir que Allen huye de tópicos musicales e incorpora varios temas soberbios y no manidos (alguno, de acordeón, como corresponde al lugar). Excelente banda sonora, pues, que acompaña muy dulce y románticamente a la quimérica historia. Woody Allen ha conseguido un "pleno" con esta película, un verdadero regocijo para los sentidos de los amantes del buen cine, una historia nostálgica de aire "retro" muy bien contada, y lista para ser recordada y añorada.

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Viajar en el Tiempo ha sido la gran posibilidad que ha ofrecido la Literatura y el Cine. Pensemos en la propuesta de Twain, Un yanqui de Conneticut en la corte del Rey Arturo (1889), pletórica de romanticismo y de diestro humor. O en La máquina del Tiempo (1895), de H.G. Wells, adaptada al cine en El tiempo en sus manos, con Rod Taylor. O en la ucronía de Terry Gilliam Los héroes del Tiempo (1981). El bulevar de los sueños rotos en toda una familia aparecía en el magnífico drama de Priestley El Tiempo y los Conway (1937; La herida del Tiempo, en España). Sin embargo, la mayor inspiración para Midnight in Paris, ideada y escrita por el propio Allen, se encuentra, sin duda, en el esteticismo decimonónico de Henry James y de una cinta de 1980 de aire muy bostoniano, En algún lugar del Tiempo (Somewhere in Time), protagonizada por un inspirado Christopher Reeve tras haber rodado Supermán II, y por Jane Seymour. Recuerdo que descubrí esta sencilla y deliciosa película en un viaje Madrid-Santander, en el autobús de Continental Auto. Cuenta la historia de un dramaturgo que se prenda del retrato de una actriz de los años veinte, y de su viaje hasta ese periodo mediante hipnosis. Una bella aventura, romántica y nostálgica también.

En cuanto a Gertrude Stein, papel que interpreta Kathy Bates en la película de Allen, montó un estudio en el número 27 de la calle de Fleurus, en París, donde residía con su hermano desde 1902. No siendo una escritora de talento, sin embargo era una afamada y venerada crítica de arte, y pronto su casa fue frecuentada asiduamente, como un templo pagano, por un importantísimo círculo de escritores y artistas del periodo de entreguerras. Eran "la generación perdida", norteamericanos refugiados en Europa tras la Gran Guerra, que acabaron monopolizando la literatura de su país en los años veinte.

Muy cierta es la gran amistad que unía a Francis Scott Fitzgerald y a Zelda Sayre con Ernest Hemingway. Ambos novelistas debutaban por aquel entonces, e iniciaron sus carreras, de manera paupérrima, en el periodismo y la publicidad. A los dos les costó publicar y descollar. Hemingway impregnó sus relatos de vitalismo, de un realismo conciso y directo que huía de cualquier disertación. Fitzgerald --niño pobre con aspiraciones señoriales-- admiraba a James, y reflejó una atmósfera decadente de placeres y excesos. Hemingway vivió más vida que Fitzgerald, cuya esposa acabó loca y recluida, y él mismo tísico y alcoholizado. Hemingway viajó más, cazó más y respiró aires distintos. El de París era una fiesta entre ellos.

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Midnight in Paris (EE.UU, España, 2011). Escrita y dirigida por Woody Allen. Producida por Mediapro, Versátil  Cinema y Gravier Productions. Con Owen Wilson, Kathy Bates, Adrien Brody, Carla Bruni, Marion Cotillard, Rachel McAdams, Michael Sheen. Fotografía de Darius Khondji. Distribuida por Alta Films.

martes, 7 de diciembre de 2010

Réquiem por INGRID PITT y ROY WARD BAKER.

Recientemente nos han dejado dos emblemáticos personajes del cine de terror gótico: la actriz de origen polaco Ingrid Pitt, y el realizador británico Roy Ward Baker.

Quizá no eran astros del celuloide, pero los buenos amantes del gótico inglés, artesanal y refinado, siempre los recordaremos con cariño, por habernos regalado momentos emocionantes, fieles al espíritu de la novela victoriana, con esas mansiones rurales rodeadas de blanca neblina y acariciadas por una luz de luna azulada, con sus aldeas de lugareños supersticiosos que miraban con mutismo y desconfianza al viajero, y se angustiaban al oírle preguntar por el castillo próximo o la abadía en ruinas.

Las producciones de la impagable Hammer, y en menor medida, de su rival, la Amicus, hicieron gala de una puesta en escena esmerada y exquisita. Desempolvaron el mito de Drácula en el porte estilizado, imponente y señorial de Christopher Lee, infinitamente más seductor como vampiro que su antecesor en el cargo, Bela Lugosi. Igualmente, encontraron un inmejorable doctor Van Helsing en Peter Cushing, dotado también para interpretar con sobrada credibilidad a Sherlock Holmes. La historia del cine de terror no sería la misma si contásemos solo con las películas de la Universal que, aunque tétricas y logradas, carecían de la hemoglobina de la Hammer, de su vestuario galante y generoso, de su ambientación inglesa, y de su erotismo pícaro y valiente. Quizá anduvo poco acertada en revitalizar el mito de Frankenstein (para siempre, propiedad en el imaginario popular de Boris Karloff y de su director, James Whale), pero logró altísimas cotas al resucitar al Conde rumano y su corte de vampiras, así como al sacerdote egipcio que vuelve del más allá para llevarse consigo a su amada reencarnada. Sólo dos productoras consiguieron casi emular el toque gótico de Hammer: la RKO, con su inquietante exotismo caribeño, bajo la batuta del realizador Jacques Tourneur y el mecenas Val Lewton (La mujer pantera, Cat People, 1942), y por supuesto --amigos de lo macabro--, los zafiros a dos duros de Roger Corman, en sus adaptaciones de Poe de la mano del novelista Richard Matheson (El terror, La caída de la casa Usher, La tumba de Ligeia). Digamos que el periodo 1955-1975 fue la edad de oro del cine gótico, tanto británico como norteamericano.

A mi modo de ver, las películas que juntan a Christopher Lee y Peter Cushing son insustituibles. Comenzando por la mejor de todas: Drácula (o El horror de Drácula, de Terence Fisher, 1958), la más perfecta revisión de los colosales personajes de Bram Stoker. Hay seriedad, majestuosidad, sensualidad a raudales, tratamiento verdaderamente adulto y freudiano del mito del chupador de sangre.


 Esa mirada subyugante e implacable de Lee sometiendo a sus víctimas, su interminable capa negra, su cuello alto, sus ojos venosos terriblemente inyectados de ira, su rictus hambriento, su mordedura coital y solemne. Ante él, las corderas del sacrificio, las damas delicadas, taimadas pero exuberantes, modelos de portada preparadas por la productora para regusto del público masculino más exigente: Carol Marsh, Melissa Stribling, Barbara Shelley, Suzan Farmer, Veronica Carlson, Barbara Ewing, Linda Hayden, Jenny Hanley, y un largo etcétera, que dio razón a Sir James Carreras –hijo del fundador-- a decir: “El público no viene a ver nuestras películas por su terror, sino por sus chavalas”. Hoy, como entonces, casi todas serían bien conocidas en su casa a la hora de comer. Pero, ¡qué mujeres, con qué escotes, camisones translúcidos y miradas de provocación salían! Cumplían con creces su trabajo de motivar al gentleman más puritano, de hacerlo moverse en su butaca para cruzar las piernas y pensar en la hora del sexo.

Ingrid Pitt fue toda una condesa en la Hammer. Nació en Polonia, el 21 de noviembre de 1937, con el nombre de Igoushka Petrov. Era hija de judía polaca y un científico germano, que se negó siempre a colaborar con los nazis en el diseño de proyectiles. En 1943, enviaron a Igoushka y a su madre al campo de Stutthof, donde la pequeña pudo ver horrorizada ahorcamientos de presas y violaciones de menores, es decir, el terror en estado puro, vivo, real y genuino. Tuvo la suerte de escapar durante un bombardeo aliado, y tras la guerra, la familia, reunificada, se instaló en Berlín. Debutó como intérprete en la compañía de Helene Weigel, viuda de Bertolt Brecht, pero, perseguida por la policía de la Alemania oriental, huyó disfrazada y se tiró a un río. Por suerte, la rescató un teniente norteamericano, Lauren Pitt, con quien se casó y se fue a vivir a Colorado. El matrimonio duró poco, e Ingrid se refugió en España, donde rodó junto a Manolo Escobar Un beso en el puerto (1965). Trabajó en Campanadas a medianoche y Doctor Zhivago, ambas rodadas en nuestro país. Después, en Estados Unidos, participó en series de televisión y en el filme El desafío de las águilas. Su gran oportunidad como artista de cierto relieve se la dio, sin embargo, la Hammer, con dos distinguidas producciones de la casa: Las amantes del vampiro (The Vampire Lovers, de Roy Ward Baker, 1970) y La condesa Drácula (1971). En este segundo filme, Ingrid encarnó a la famosa condesa húngara Erzebeth Báthory, quien se bañaba en la sangre de jóvenes aldeanas vírgenes para conservar la blancura y suavidad de su piel. Además, gozaba portentosamente con su refinado martirio.


No era especialmente bella de rostro. Tenía una nariz graciosamente respingona. Pero sus posaderas eran soberbias, y sus pechos abundantes y acabados a un tiempo. Sus ojos azules y sus cejas arqueadas eran bonitos, pero seducía al andar, al balancear sus firmes y turgentes muslos e inclinar hacia delante su busto.

En 1970, protagonizó un simpático cameo para la Amicus en el episodio de cierre de La mansión de los crímenes, dirigida por Peter Duffell, también con Lee y Cushing. Era la vampira que acorrala a un actor de tercera, especializado en el papel de Drácula. La película en sí no valía gran cosa, si exceptuamos, tal vez, el episodio del museo de cera.


Ingrid Pitt publicó su autobiografía en 1992 (Life’s a Scream, La vida es un grito). Ha fallecido en Londres con 73 años, el 23 de noviembre de 2010.

Fue Mircalla / Carmilla en la digna adaptación de la espléndida novelita lésbica de Joseph Sheridan Le Fanu. Carmilla, la mujer vampiro se publicó como cuento en la colección In a Glass Darkly, en 1872, y sin duda sirvió de inspiración directa al famoso Drácula (1897), de Bram Stoker.


Stoker era un declarado admirador de las historias del dublinés Le Fanu, hijo de clérigo anglicano, educado por preceptores y en el Trinity College, periodista de profesión, misántropo acérrimo tras la muerte de su esposa, hasta el punto de ser llamado “el príncipe invisible”. En Carmilla, la historia de una condesa vampira sedienta de la sangre y del sexo de muchachitas, Le Fanu consiguió crear una atmósfera maligna, claustrofóbica, expectante, con la sombra funesta de un enorme gato negro cerniéndose sobre su recostada víctima, claramente homenajeada luego por Tourneur en La mujer pantera (recordemos la inquietante secuencia de la piscina cubierta). Carmilla contiene ya los cánones que agradarían al público de la Hammer: elevado erotismo, transgresión sexual, morbidez… Stoker parece querer rendirla culto en el preludio a Drácula, que después separó de la obra original, bajo el título de El invitado de Drácula, un cuentecito que no tiene desperdicio. Algunas ediciones de la novela aún la recogen como primer capítulo, publicado fuera de la primigenia, como sugiere la traducción de Mario Montalbán para Random House Mondadori (Col. Debolsillo, nº 200). En ese relato, Jonathan Harker es atacado y mordido por un lobo, que se tumba sobre su pecho como lo hace la infernal criatura de Le Fanu. Un animal enfurecido, encarnación del mal y de la condesa Dolingen de Gratz, en Estiria, justo la región donde transcurren los hechos de Carmilla. Quizá fueron esos guiños evidentes a la novelita de Le Fanu los que aconsejaron a Stoker no incluir esas páginas en la publicación final de Drácula(Pincha aquí para leer unos pasajes de "Carmilla")

En la película de Roy Baker, Marcilla es la hija de una misteriosa condesa que tiene la habilidad de colarse en las casas de la alta burguesía rural. De manera misteriosa, las jóvenes inocentes que estrechan lazos con Mircalla palidecen y van perdiendo las fuerzas, no sin antes describir el acoso de un horrible gato negro e inmenso en sus pesadillas nocturnas. Laura, sobrina del general Spielsdorf (interpretado por Peter Cushing), fallece con dos extrañas marcas en la base de su cuello. Mientras, Marcilla ha desaparecido.


Su siguiente víctima es la hija de un amigo del general, Emma. Llegará hasta ella como Carmilla, tras someter a su dominio a la ambigua institutriz Mademoiselle Perrodon. Escarceos lésbicos mostrados a la cámara sin tapujos, con lo que sube en varios grados la temperatura del filme. Bajo la supervisión de un macilento y verdoso Jinete Negro, Carmilla ataca en el bosque al médico que atiende a Emma. El general Spielsdorf y sus camaradas enfilan hacia el castillo de los Karnstein, en un desesperado intento de detener la maldición. Solo destruyendo el sudario que recubre al vampiro, atravesando su corazón con una estaca, o cortando su cabeza, se consigue fulminar al no-muerto. En una de las salas del castillo descubren un viejo retrato de Mircalla Karnstein. Por fin, dan con su sepulcro camuflado y el general atraviesa su pecho y corta su cabeza. Entonces, Emma se libra de tan tremendo acoso. Pero el misterioso Jinete Negro queda libre de seguir obrando el mal en otra parte.


Las amantes del vampiro es una de las mejores recreaciones de la serie Hammer. También, la más lucida aparición de Ingrid Pitt, y una de las más destacables cintas de Roy Ward Baker. A destacar que aquí las vampiras pueden mostrarse durante el día como personas normales, siempre que no reciban la luz directa del sol. Aborrecen –como es debido—el ajo y el crucifijo y se volatilizan ante cualquier riesgo innecesario.

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Vamos a dedicar ahora unas líneas a la memoria del realizador Roy Ward Baker, nacido en Londres el 19 de diciembre de 1916, y muerto en la misma capital, mientras dormía en una clínica, el 5 de octubre de 2010.

Roy Ward Baker fue un artesano del cine. Ayudó a Alfred Hitchcock en la dirección de Alarma en el expreso (1939) y dirigió a Richard Widmark y Marilyn Monroe en Niebla en el alma (1952). También se responsabilizó de Infierno (Inferno, 1953), un discreto thriller donde Robert Ryan encarnaba a un millonario descalabrado, que es abandonado en el desierto por su pérfida esposa (Rhonda Fleming) y el amante de ésta (William Lundigan). El hombre se las ve y se las desea para pedir ayuda y, al mismo tiempo, escapar del acoso de la parejita criminal.

En 1958, rodó una de las mejores adaptaciones cinematográficas del hundimiento del coloso de la White Star, La última noche del Titánic, con memorables efectos visuales y un muy eficaz guion.

Siguió el género de la ciencia ficción, ya en la Hammer, con la mítica ¿Qué sucedió entonces? (1967), en la que unas obras en el Metro de Londres ponen al descubierto una extraña cápsula, venida del espacio exterior. La fantasmal proyección de unos insectos verdes persiguen a la protagonista, que cuenta con la estimable ayuda del doctor Quatermass. (Recuerdo que la visión de este largometraje me causó impacto y más de un espeso mal sueño en mi niñez; después he añorado mucho, y con simpatía, el filme).

En el apartado del cine de nosferatus, e igualmente para Hammer, rodó Las amantes del vampiro (1970) –ya comentada--, uno de sus más celebrados filmes, y Las cicatrices de Drácula (Scars of Dracula, 1970), con un indómito y superior Christopher Lee renaciendo de sus cenizas al absorber la sangre que rezuma de los dientes de un murciélago. Está claro que ese año tan sabroso, Roy Baker se hallaba en estado de gracia. Aunque el propio Lee criticó el filme como extraño e inapropiado, nos parece que es uno de los más impactantes de la serie, junto a otro título realizado por las mismas fechas por Peter Sasdy, El poder de la sangre de Drácula (Taste the Blood of Dracula, 1969). Gustó mucho al público francés. Se ve al malévolo conde trepar por las paredes del castillo, como hace en la novela original de Stoker, y esgrimir una espada calentada al rojo para torturar a su esclavo Klove. Además, las damiselas a las que vampiriza son especialmente atractivas. El libreto es de Anthony Hinds, quien firma como John Elder, responsable de varios títulos en consonancia. Contiene una secuencia memorable donde Baker homenajea claramente a su maestro Hitchcock: grandes murciélagos atacan a un sacerdote dentro de una iglesia, y lo matan a mordiscos. No haría falta mencionar el modelo, Los pájaros (1963), evidentemente.

Roy Baker filmó también La leyenda de los siete vampiros de oro (1974), entretenida cinta de aventuras que transcurre en China, y mezcla las artes marciales con las travesuras de los no-muertos. Peter Cushing es Van Helsing, pero Drácula lo interpreta John Forbes-Robertson (que hizo de Jinete Negro en Las amantes del vampiro). Nos parece que la cinta ha envejecido notablemente, y que hoy levanta sonrisas más que temores. Se antoja una cinta juvenil más que otra cosa.


Cerramos la selección de su filmografía con un título especialmente emblemático: El doctor Jekyll y su hermana Hyde (1971), una fascinante combinación entre los personajes del clásico de Stevenson y los sucesos reales relacionados con Jack el Destripador. En la película, el doctor Jekyll (Ralph Bates) asesina mujeres de la noche para fabricar con sus ovarios un extraño mejunje. La pócima lo convertirá en la sorprendente y perversa señorita Hyde (una escultural Martine Beswick), con lo que ya tenemos una historia de transexualidad explícita. El doctor lucha, no tanto con “su otro yo” –el malévolo Hyde de siempre--, sino con su lado femenino, oculto en el armarito del laboratorio. La insana e inquietante atmósfera de los callejones londinenses está muy bien recreada, la fotografía es magnífica, y el filme ha logrado envejecer con mucha dignidad. Su tratamiento resulta más actualizado que otras adaptaciones de la Hammer, no hay duda. Aun así, no alcanza la altura de Las amantes… o de Las cicatrices…