Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

lunes, 31 de octubre de 2011

"El muelle de las brumas" (1938).


En la década de los años treinta del siglo pasado, surge en Francia una generación de cineastas comprometidos con causas sociales e inmersos en las teorías dramáticas de un primer existencialismo. Se deciden a hacer un tipo de cine testimonial, con la calle y los suburbios como telón de fondo, y argumentos realistas, aunque matizados por un lirismo poético que consigue suavizar lo más sórdido, crudo y doloroso del mundo real. Sus personajes son rebeldes vagabundos marginados, mujeres de dudosa reputación, evadidos de la justicia e hipócritas de moral equívoca. A este estilo de retratar la realidad se le llamó “realismo poético”, y tuvo como precedente destacado a Anatole Litvak en Coeur de lilas (1931), y como seguidores señeros a Marcel Carné, Julien Duvivier y Jean Grémillon. El realismo poético se distancia de lo que luego será, tras la II Guerra Mundial, el neorrealismo italiano, al no abrazar los postulados decididamente dramáticos de éste. En los directores franceses anida el espíritu de acordeón y de café, el impresionismo pictórico, y la luz diáfana de Montmartre, que eclosionará en la obra del gran Jean Renoir, el John Ford francés. Aunque la vida se hace terca y difícil, y a pesar de que hemos sido expulsados a ella, casi “vomitados”, debe haber cierto tacto, una sagrada textura sedosa a la hora de retratarla, como una media puesta delante del objetivo que disimule las arrugas.

Vamos a ocuparnos ahora de una de las películas francesas más extraordinarias de todos los tiempos, y una de las que menos ha envejecido también. Hablamos de El muelle de las brumas (Le Quai des Brumes, 1938), de Marcel Carné. Se basa en una novela de Pierre Dumarchais, adaptada por el eficiente guionista Jacques Prévert. El tema musical, famosísimo y consumado, es de Maurice Jaubert. La historia: un desertor del ejército colonial, Jean (Jean Gabin, actor emblemático y, por su naturalidad, el Spencer Tracy galo) llega a Le Havre sin un céntimo. Allí cae bien a una jovencita de diecisiete años, Nelly, que interpreta una hermosísima e hipnótica Michèle Morgan (por entonces, con casi la misma edad). Ambos se enamoran. Jean, que sopesa huir a Venezuela, decide cambiar su identidad real con la de un joven pintor bohemio que se ha suicidado en el mar. Al mismo tiempo, ha de defender a su novia del acoso de su tutor, un quincallero llamado Zabel, quien a su vez tiene que librarse de Lucien, un maleante de opereta a quien Jean humilla sin dificultades.

El filme, rodado en blanco y negro, se inicia cuando en la niebla un camionero recoge en la carretera a Jean. A los pocos kilómetros, nuestro hombre da un volantazo y salva de morir atropellado a un perrillo vagabundo. Para su disgusto, el animal se convierte en su “alter ego” y se vuelve su sombra. Lo sigue a cualquier sitio. Con el contrariado camionero sostiene una conversación que redunda en el vacío existencial:

“—Disparar es una tontería. Como en la feria, sobre los blancos. Disparas y entonces el hombre lanza un grito, pone las manos en el vientre en un susto divertido, como un chaval que ha comido mucho. Sus manos se vuelven rojas. Y cae. Nos quedamos solos. No entendemos nada. Sólo hay silencio alrededor.”

Esa soledad, innata y consustancial a todo ser, se extiende a las relaciones afectivas, tiñéndolas de inestabilidad y brevedad. En un momento, Jean y Nelly reflexionan sobre ello:

“NELLY: —Es difícil vivir.
JEAN: --Sí, sí. Estamos solos. Sin embargo a veces gente que no conocemos y que quizá no volvamos a ver, nos ayuda. No sabemos por qué. Es curioso…

NELLY: --Es porque la gente se quiere.

JEAN: --No, la gente no se quiere. No tiene tiempo.”

Subrayamos esta sentencia de Jean porque resulta de una rabiosa posmodernidad. La gente no se quiere porque no tiene tiempo “para esas tonterías”, los flirteos, las galanuras, el enamoramiento, la entrega del corazón, la sinceridad. El personaje de Nelly, apenas una adolescente, es de una sólida madurez para su edad. Se guarda de su tutor, un amargado Zabel al que da vida de forma imponente otro “grande”, Michel Simon, con sus barbas a lo Verne, y a quien John Frankenheimer recuperará en 1964 para el maquinista de El tren (en una de sus secuencias más emotivas). Nelly se entrega a Jean –bastante mayor que ella—y está dispuesta a ir donde sea con él. Sólo la fatalidad llegará a truncar su unión, devolviéndonos a la áspera realidad de un tiovivo sin concesiones.

Como todos necesitamos dar y recibir amor, en la película Zabel representa el individuo trágico, ignorado por las mujeres, a un paso de la dulce y delicada Nelly, que se duele de su triste rol: “—Pero, ¿qué os pasa a todos con el amor? ¿No hay nadie que me quiera a mí?”

Zabel no admite su aislamiento. No ha aprendido a no tenerse más que a sí mismo, como sí lo ha logrado el pacífico Panamá, un exbuscavidas que regenta una covacha de mala muerte donde se refugia en principio Jean, y donde cambia su identidad y sus ropas. Panamá es un hombre simple, tranquilo, hecho a todo, que ayuda desinteresadamente a quien lo pide, y que subsiste entonando viejas melodías. Gracias a él, Jean puede contar con otra facha, aunque no se las dé muy de pintor. A un médico de un mercante le confiesa su más que sospechosa técnica de tres al cuarto: “—En general, yo pinto las cosas que están escondidas detrás de las cosas. Por ejemplo, si veo un nadador, pienso que se va a ahogar, y pinto un ahogado.”

La película se cierra con una escapada: la del perrillo callejero que corre en pos de su amito, símbolo de libertad indómita y rayo de esperanza de un porvenir mejor.

En El muelle de las brumas hay “una pareja, unas tablas y un amor”; hay besos, hay abrazos reconfortantes y apasionados. Está llena de ternura y miradas de amor. Los ojos felinos, magnéticos y subyugantes de Michèle Morgan apenas podrán ser emulados de lejos por Capucine en el cine norteamericano. Su elegante sombrero de ala doblada se anticipa claramente al de Ingrid Bergman en Casablanca.

Carné comparte estilismo con el Michael Curtiz de Ángeles con caras sucias, del mismo año 1938. Una fotografía semidocumental que busca dar pulcro testimonio de los ambientes barriobajeros, con sus tipos humildes y los esclavos de su destino. En el caso de la cinta de Curtiz, ya lo sabemos, Rocky Sullivan fingiéndose cobarde y asustado ante la visión de la silla eléctrica, pateando y gimiendo para no ser héroe y mártir de otros chicos de la calle. En el filme de Carné, una ejecución más fácil: el sueño truncado de libertad y de felicidad del desertor Jean.

A destacar un muy poético travelín: del plano de un carguero, a las maromas que lo anclan a tierra, y la pareja de Nelly y Jean sentados en el muelle. El barco es un nuevo mundo, una segunda oportunidad, quizá otra vida; el amor, una ligadura, un condicionamiento. Parece que están reñidos, y que hay que elegir.



* * *
Marcel Carné, crítico de cine, se inicia como realizador en 1929 con Nogent, El dorado du dimanche, un documental de matices líricos. Colabora con René Clair como ayudante de dirección en Bajo los techos de París (1931) y en 1936 debuta en una ficción, Jenny, junto al guionista Jacques Prévert. Con él idea un tipo de recreaciones populares que se alejan del optimismo desenfadado de Clair, dibujando la vida de forma bastante más agria y congelando la sonrisa de payaso en la boca. Pronto comienza a trabajar con Jean Gabin, quien había debutado en el legendario Moulin Rouge. Además de El muelle de las brumas, rueda con él El aire de París (1954), un convencional drama de boxeo, donde lo mejor es la trabajada historia de amistad entre un expúgil propietario de un gimnasio ruinoso, y una joven promesa de los ligeros. (Con el tiempo, pudo haber inspirado la contundente Million Dollar Baby, de Clint Eastwood). De 1945 es la reseñada como su obra maestra, Les enfants du Paradis, un cuidado homenaje de casi tres horas al París de Balzac.

domingo, 16 de octubre de 2011

Las raíces de Terrence Malick.


Más que del tronco y las ramas, habría que hablar de raíces y de savia. Porque El árbol de la vida trata del pasado familiar de este intrincado e introvertido realizador, uno de los últimos ermitaños del cine.

Estamos ante un largometraje denso, muy personal, de dos horas y media de duración, que no todo el mundo aguanta. En algún local de Barcelona, e incluso en Estados Unidos, están devolviendo el importe de la entrada si uno desiste antes de los primeros veinte minutos. Luego es, así mismo, una prueba de resistencia. Uno, en verdad, tiene la impresión de querer admitirlo como una obra maestra contemporánea. Hay que ver esta película, porque es una película “grande”. Como hay que hacer el intento de leer el Ulises de Joyce, por el solo hecho de su monumentalidad literaria y su cierto influjo en la narrativa posterior.

Pero es que ha habido obras enormes que justificaban su envergadura, en páginas o fotogramas, por la complicidad y extensión natural de la historia revelada. No se podía decir más con menos. Pensemos en el Quijote, Los miserables, La Regenta, Guerra y Paz, o en El nacimiento de una nación, Intolerancia, Lo que el viento se llevó, Quo Vadis?, Los diez mandamientos, Ben-Hur, La conquista del Oeste, Cimarrón, Vencedores o vencidos, Érase una vez en América, o el propio El arbol de la vida, título español para el hermoso y poético filme de Edward Dmytrick Raintree County, con guion de Miliard Kaufman, con el que la MGM intentó emular en 1957 lo conseguido por Lo que el viento se llevó en 1939. Otra historia ambientada en la Guerra Civil americana, la destrucción de la armonía de la vida sencilla de un condado, el locus amoenus que se tizna de negro por el pillaje y las matanzas. Pero no todo queda dañado por la acción del odio entre hermanos: allí, en los pantanos, crece un gran árbol dorado, cuyas hojas y ramas reflejan y alimentan la esperanza de las almas nobles. Una banda sonora original espléndida, a cargo de Johnny Green, aunque con un tema central demasiado repetitivo. En aquel reparto, Montgomery Clift, Elizabeth Taylor, Eva Marie Saint, Nigel Patrick, Rod Taylor, Agnes Moorehead y Lee Marvin.

El árbol de la vida deslumbrará muy positivamente a quienes gusten del toque de intelectualidad y parsimonia en cine. Me refiero a ejemplos como Rossellini (Stromboli, 1949), Kazan (América, América, 1963), Bergman (Fanny y Alexander, 1982) o Bertolucci (El cielo protector, 1990).

Malick, nacido en 1945 y natural del reducto texano de Wako, que os sonará por haber sido guarida de los davidianos, con ese Mesías-Luzbel manipulador, propio de la credulidad infantil de la América profunda, nos ha dado una obra verdaderamente deliciosa, digna de una genialidad sensible y de un estado de gracia único: Días del cielo (Days of Heaven, 1978), la experiencia de unos inmigrantes humildes, fotografiada magníficamente por nuestro malogrado Néstor Almendros. No anduvo, no obstante, tan acertado con el remake de La delgada línea roja (1998), drama antibelicista con un rotundo y desquiciado Nick Nolte, que resulta a todas luces plúmbea y sosa. Es un cineasta que madura muchísimo cada proyecto, tal y como hacía también otro maniático de la perfección, Stanley Kubrick. Y podríamos ya asegurar que El árbol de la vida es a Malick lo que 2001, una odisea del espacio es a Kubrick. La misma lentitud, acción morosa, igual parsimonia recreativa en las imágenes, el acompañamiento de coros y sinfonías musicales. La cinta de Malick incluso tendría otro parangón en Fantasía (1940), de Walt Disney. Una explosión del deslumbrante cromatismo de la Naturaleza como trasunto de la Luz de Dios, que Tolstói expresaba así con palabras: “Ante todo, amar la vida; amar la vida por encima de todo y sobre todo; porque la vida es Dios; y amar la vida significa amar a Dios”.

Un padre dictatorial, una madre protectora y apocada, y unos niños sometidos a la autocrática autoridad paterna. El papel que interpreta Brad Pitt nos puede parecer el de un déspota despiadado, muy parecido al que aparecía en El color púrpura, de Spielberg; pero es que así se educaba en muchas familias antiguamente: llamando al padre “Señor”, guardando obediencia y silencio supremos, y no discutiendo la voluntad de esa encarnación del Creador celoso y terrible del Génesis y otros libros del Antiguo Testamento, baluarte y guía de los peregrinos del Mayflower, y del espíritu cristiano de muchas iglesias protestantes de Norteamérica. Así se educaba a los hijos, con la vara de medir traseros. El patriarca demostraba su frío –mas acaso hondo— cariño moldeando a los vástagos como Miguel Ángel a su Moisés, a golpe de cincel. No se entendía otra manera de que esos niños no se perdieran o malograran en la vida. Del mismo modo, los chicos habrían de corresponderle apreciando los poquitos momentos de ternura: en la preparación de las artes de pesca, en una siembra, en la reparación de una valla. En el dios de las pequeñas cosas cotidianas que nos endulzan la existencia y la vuelven más llevadera. Decir “Padre” es como entrar en el tabernáculo sagrado y postrarse descalzo ante las Tablas de la Ley. Pero decir “Padre” no es hablar de “Mi Padre”, que es como solía referirse a Él Jesucristo en su Misión redentora. No se le nombra así, con confianza, sino con aspereza y temor, como por miedo al castigo. No se espera de su juicio misericordia y perdón, sino gritos y golpes. Tal vez –es más, seguramente-- fue esa la educación que recibió Terrence Malick.

A pesar de tanto esmero de buril, un hermano muere. Y el compañero se queda recordando aquella infancia, todos aquellos instantes inapreciables que no la hicieron mísera, imposibles de desmenuzar y de recrear de una vez, pero fantásticamente endosados entre erupciones de volcanes, ríos de lava, simas submarinas, desiertos, y cuantas imágenes de nuestra también maltratada Tierra se puedan rescatar. Un ejercicio suculento de montaje cinematográfico, cuyo esmero queda deslucido por la excesiva duración del resultado final, híbrido desconcertante entre el documental poético (pensemos en El río, 1951, de Jean Renoir) y la obra de ficción. El árbol de la vida es filosofía en forma fílmica, como lo era Ordet (La palabra, 1955, de Carl T. Dreyer) y L’Atalante (1934, de Jean Vigo). Se insinúa que Dios insufló su conciencia a todas sus criaturas, y que hasta un saurio tiene la facultad de perdonar la vida a su presa. Una pieza intimista, íntima, para disfrute preferente de su propio creador, pero no por ello estanca. Posiblemente merecedora de un segundo visionado, para apreciarla en su conjunto, y que solo el tiempo pondrá en su lugar dentro de la Historia del Cine.

"El árbol..." - Críticas de De Prada y Torres Dulce.