Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Tony Leblanc, último de los grandes.

El sábado 24 de noviembre de 2012 se nos fue nuestro Tony Leblanc, nuestro gran galán cómico. Los italianos tuvieron a Vittorio de Sica, Vittorio Gassman, Alberto Sordi, o Nino Manfredi. Los franceses a Fernandel y Louis de Funès. Cada uno en su estilo. Tony Leblanc fue el “chulo” madrileño por excelencia, el que, entre chiste y chiste, defendía el vigor y espíritu saludable del requiebro y del piropo, como aquel que él recordaba gustoso: “Chata, vales más pesetas que merengues se necesitan para romper una campana”. ¡Olé! Esos hermosos dichos improvisados, propios del Madrid más castizo, que varias feministas enfermas de hoy tomarían como algo ofensivo por “machista”.
 
Tony, nacido Ignacio Fernández Sánchez Leblanc, ha sido nuestro varón del cine más castizo. No en vano, era hijo de los porteros del Museo del Prado, en cuya augusta sede él vino al mundo, un 7 de mayo de 1922. Muy jovencito, siguió lecciones de canto y baile, distinguiéndose en claqué americano, y llegando a ser campeón de España de esta disciplina en su única convocatoria (1941). Bailó a menudo en el escenario del antiguo Circo de Price, en la Plaza del Rey de Madrid. Aficionado también al boxeo, se preparó como púgil ligero y obtuvo el título de campeón de Castilla en la modalidad Welter amateur. En fútbol, participó en encuentros de tercera división, donde solía jugar de guardameta. Los sábados por la tarde peleaba, y los domingos por la mañana detenía balones.

Dotado de atractivo indiscutible y buena planta, fue “boy” en revistas de Celia Gámez. En esto se igualó a otros chicos de revista que luego destacaron en la interpretación, como Carlos Casaravilla o José María Rodero. Tony actuó en cincuenta y siete de esos espectáculos. Fue el primer novio que tuvo la actriz y tonadillera Nati Mistral, a quien abandonó por su mujer, Isabel Páez de la Torre, que trabajaba en el teatro con él y con quien ha tenido ocho hijos.

Debutó en el cine como secundario en la cinta panfletaria Los últimos de Filipinas (Antonio Román, 1945). Algunos apuntan, sin embargo, a una primera aparición en Eugenia de Montijo (1944). Pero su talento no comenzó a destacar verdaderamente hasta finales de la década de 1950, encarnando al caradura gracioso en títulos como Historias de la radio (José Luis Sáenz de Heredia, 1955), El tigre de Chamberí (de 1957, junto al excelso José Luis Ozores), Las chicas de la Cruz Roja (1958) y El día de los enamorados (Fernando Palacios, 1959), con ese cariñoso y tierno San Valentín, interpretado por Jorge Rigaud, que nos visita para acabar con las riñas entre parejas.
 
En 1959 rueda, con Pedro Lazaga en la dirección, su mejor película, Los tramposos. Repite reparto con Concha Velasco, que se convierte en su mejor pareja en la ficción (dieciséis filmes juntos). Los tramposos cuenta las peripecias de tres ingeniosos timadores –Virgilio, Paco y Bajito--, que no siempre consiguen engañar a la policía ni tener contentas a sus novias. Por las calles de Madrid ensayan los más variopintos timos clásicos, como el de la rifa de un coche flamante que no les pertenece, el del falso policía al quite de comensales sin fondos, el de los enfermeros de pega con el herido fingido, y, muy esmeradamente, en la que ya se ha convertido en una secuencia de antología, el timo de la estampita, rodado en la rampa exterior de la estación de Atocha. Leblanc interpreta al “Tonto”, mientras que Antonio Ozores es el “Listo”. Ambos consiguen sustraer billetes auténticos a un pobre pueblerino que viaja con boina y su maleta de cartón. Memorable.
 

De 1961 es su segundo gran largometraje, Tres de la Cruz Roja, de Fernando Palacios, con Manolo Gómez Bur y José Luis López Vázquez. Tres forofos del fútbol deciden alistarse en la Cruz Roja para poder acudir gratis a los partidos de los domingos. Les cuesta tomar conciencia del uniforme que visten, pero al final se vuelven unos pequeños héroes, y son condecorados por ello. En la banda sonora de esta película, los magníficos Cinco Latinos, con el pegadizo tema Inseparables.
 
También en 1961 interviene en una adaptación de una divertida obra de Jardiel Poncela (Los habitantes de la casa deshabitada), que se estrena como Fantasmas en la casa. La realiza Pedro Luis Ramírez, y cuenta con Fernando Rey, Luz Márquez, Rafael Bardem, Manolo Gómez Bur y Agustín González en el reparto.

Un año más tarde, Pedro Lazaga lo dirige en la comedia negra Sabían demasiado (1962). Tony interpreta al Señorito, jefe de un grupo de delincuentes de medio pelo, que decide viajar a Chicago para aprender junto a las grandes bandas. Cuando regresa a Madrid, ensaya los nuevos métodos, entre ellos, el secuestro de un héroe de la guerra de Filipinas. Tony compartía cartel con Concha Velasco (Margarita), José Isbert (Don Sebastián), José Luis López Vázquez (Palillos), Ismael Merlo (Don Rafael), Ángel Álvarez (Sésamo), Jesús Colomer (Pianola), Manuel Zarzo (Camborio) y Venancio Muro (Chepa).

Del mismo momento es Torrejón City, de León Klimovsky, parodia del Western donde Tony hace doble papel, ya que es confundido con un primo suyo, malhechor, con el cual guarda gran parecido.

A finales de los sesenta, comienza el declive de este gran actor, sustituido por otros en la atención del público, como Alfredo Landa, Paco Martínez Soria, o la pareja formada por Andrés Pajares y Fernando Esteso. Sus últimos filmes recordados son Una vez al año ser hippy no hace daño (1969) y El astronauta (1970), hilarante comedia sobre unos madrileños que quieren emular la gesta de los norteamericanos y poner un hombre en órbita. Dirigida con pulso por Javier Aguirre, contaba en el reparto con nuestros mejores cómicos de entonces: José Luis López Vázquez (Don Anselmo), José Sazatornil (Saturnino), Rafael Alonso (Hilario), José Luis Coll (Valeriano), Antonio Ozores (Matías), Laly Soldevila (Vicenta).

Tony fue también director de cine y productor, en proyectos como El pobre García (1961) y alguno más, que no tuvieron, sin embargo, buena acogida.

Una de sus facetas menos conocidas es la de compositor de canciones españolas muy celebradas, como Cántame un pasodoble español, Un abanico español y Las piedras del camino, que llevaba siempre consigo en su repertorio Lolita Sevilla. La primera compuesta junto a Lember, y las otras dos junto al maestro Quiroga.

En 1975, tras el estreno de Tres suecas para tres Rodríguez, de Pedro Lazaga, Tony decidió abandonar el cine y concentrar sus esfuerzos en el teatro, pero un gravísimo accidente de automóvil, acaecido el 6 de mayo de 1983, que estuvo a punto de costarle la vida, le dejó secuelas profundas y permanentes. En 1998, Santiago Segura lo rescata para la gran pantalla en Torrente, el brazo tonto de la ley, y Torrente 2, misión en Marbella (2001). A pesar de que gana un Goya como secundario en la primera, no es ya el mismo Tony de siempre. Cuando sube a recoger el premio, la noche del 23 de enero de 1999, Tony, con el público en pie y volcado en una enorme ovación, dedica el Goya a Santiago Segura, que, según sus palabras, "me rescató cuando estaba fuera de combate, y escribió el guion para mí cuando estaba inválido. Gracias porque no te podré olvidar nunca".
 
Ciento cinco películas, más de setenta con un papel protagonista. A lo largo de su carrera recibió numerosos galardones, como la Medalla del Mérito al Trabajo (1980), un Goya honorífico en 1993, la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid, la Medalla de Oro de Amigos de los Teatros de España (2010), la Estrella en el Paseo de la Fama de Madrid (2011), y la Gran Cruz de la Orden del 2 de mayo (2012). Encarnó como nadie al español medio, con sus finas artes de supervivencia, su labia y su resignación. Tony ha sido el buque insignia del humor sano, irónico, sainetero, madrileño. Adalid de un elenco de artistas cómicos sobresalientes, inigualables e irrepetibles. Un tiempo del cine y del teatro españoles que no volverá.

En septiembre de 2007, Tony Leblanc sufrió un infarto del que logró reponerse. Finalmente, el proyector de su corazón se ha detenido en su casa de Villaviciosa de Odón (Madrid). Llevaba noventa años iluminando sonrisas, cargadas también de grandes esperanzas.

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+ANECDOTARIO:

El diario El Mundo, en su edición del domingo 25-11-2012, recoge que Tony había pensado como epitafio: “Aquí estoy, haciendo de muerto”. Genio y figura, hasta la sepultura.

En La Razón (25-11-2012), se detalla su afán por apostar dinero al póquer, y cómo escondía las reservas de billetes de mil pesetas en los calcetines. En los años 60, se arruinó al concertar dos campeonatos de Europa de boxeo. Pero, luchador incansable como era, volvió a empezar.

Uno de sus gags más originales y sorprendentes consistió en sacar de un estuche de violín un cuchillo y una manzana, y dar cuenta de ella con toda naturalidad delante del público. Fue todo un éxito.

ABC (25-11-2012) testimonia su forma de caracterizar: “No hay que meterse en el personaje, sino meterse al personaje dentro. Y es lo que siempre he hecho. Los he estudiado, me los he comido, los he digerido, pero no los he expulsado. Han quedado siempre dentro de mí. Les he prestado la voz, las manos, mi forma de mirar y de escuchar”.

Se dice que quería ser incinerado, y que sus cenizas se esparcieran en los alrededores del Museo del Prado, donde nació.
 

martes, 13 de noviembre de 2012

Berlanga Film Museum.

El diario El País publicaba en su edición del martes, 13 de noviembre de 2013, la noticia de la inauguración del Berlanga Film Museum (Museo Virtual de Berlanga), por parte de la Generalitat Valenciana.
 
Una página de libre acceso donde se pueden consultar detalles biográficos del genio español, junto con referencias sobre su cine. Se pueden ver, por ejemplo, sus dos primeros cortos, Paseo por una guerra antigua (1949) y El circo (1950), realizados como trabajos de graduación para la escuela de cinematografía (Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, Madrid). En el primero, dirigido por cuatro alumnos de dirección, un hombre cojo por herida de guerra visita los escenarios de la Ciudad Universitaria que fueron frente de batalla. En el segundo, ya rodado en solitario por Berlanga, asistimos al montaje de un circo americano a lo Buffalo Bill y a algunos de sus números. Como anécdota, diremos que ya actuaba por allí José Villa, Tonetti. Sin duda, un corto que haría las delicias de Ramón Gómez de la Serna por su temática circense y que anticipaba el tono sainetero y lúdico del cine del director.

Hace año y pico, en agosto de 2011, asistí en la UIMP de Santander a un homenaje a la memoria de Luis García Berlanga, y puedo decir que no hay gozo mayor que ver en pantalla grande Bienvenido Mr. Marshall. Esa voz en off de Fernando Rey enalteciendo de cariño la oscuridad de la sala, esos villanos humildes e ingenuos de cualquier pueblo, continúan, con sus ilusiones y sus sueños, emocionándonos y llenando de sonrisas nuestras vidas.


La página ofrece fotografías de los rodajes, de las películas y de eventos relacionados con Berlanga. Además, existe la posibilidad de consultar en línea los guiones de sus obras. Ese señor Amadeo, enfermo de los bronquios, que no tiene el coraje de dejar el tabaco, y sin embargo ostenta la valentía de ser ejecutor de sentencias. Los guiones compuestos por Berlanga y Azcona no tienen desperdicio. Son una joya de humor negro, de ironía castiza y de filosofía de vida que hay que leer entre líneas. Como el humanismo de Cervantes o Galdós, como  la comicidad elocuente y sabia de Mario Moreno Cantinflas, el genio de Luis García Berlanga es patrimonio español y universal.



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“Luis García Berlanga no es sólo uno de los mas grandes de la historia del cine universal, sino una de las figuras imprescindibles para conocer la cultura de nuestro tiempo. Como Picasso, como Galdós, como Falla, como Ortega...

En lo personal, Luis era la inteligencia en estado químicamente puro. Ante él, como ante el también maestro y amigo Fernando Fernán-Gómez, no cabía la impostura, ni la arrogancia, ni la falsa modestia, ni la impaciencia del mal aprendiz... Ante personas como ellos uno se sentía mejor. Se sentía la necesidad de ser mejor.” (José Sacristán)

 
“En los rodajes Berlanga era riguroso, exigente, minucioso, divertido, con cierta sorna mediterránea, siempre cariñoso y con exagerado talento.

Yo disfrutaba muchísimo en la preparación y ensayos de aquellos irrepetibles planos secuencia, ¡qué manera de tenerlo todo bien clarito!. Berlanga era un director que siempre llegaba con “los deberes hechos”.

Ahora que no puedo seguir disfrutando de su arte y del de su inseparable Rafael Azcona, he notado cómo los poderosos banqueros, clérigos, militares, autoridades, en definitiva los poderes fácticos, han respirado a gusto al saber que ya no serán representados con tanto rigor, sabiduría, buen gusto, inteligencia y humor.” (Guillermo Montesinos)

ENLACE CON EL MUSEO VIRTUAL BERLANGA.

domingo, 28 de octubre de 2012

MARILYN, "Cursum perficio".

MARILYN… MONROE… Sea cual sea la combinación, juntos o por separado, estos dos antropónimos identifican al ser mítico, al sex-symbol por excelencia de la Historia del Cine. Una actriz que eligió ese trabajo para huir de sí misma, sin poder nunca dejar de ser la chica del calendario.

Hace unos cuantos meses veíamos en la 2 de TVE (7-01-2012) un excelente documental francés (Marilyn. Últimas sesiones, de Patrick Jeudy) que nos certificaba que Marilyn, nuestra Marilyn, la Marilyn de todos merced a la magia de este arte de masas, ardió en deseos de ser otra. Pero era Marilyn. La que la catapultó a la fama y que sin embargo no quería representar. No podía huir de sí misma ni siquiera por la ficción. Era la diosa rubia codiciada, el objeto envidiado por taxistas y enfermeros, por escritores y jugadores de béisbol, por cretinos y presidentes. Ser actriz era la oportunidad de salir de sí misma, una forma simulada de huida. Marilyn se pasó sus treinta y seis años de vida escapando de su pasado –una selva sin amor--, pero sobre todo de un presente eterno, que se hacía futurible. Su encasillamiento como rubia tonta que busca millonario, que es justo lo representado en uno de sus últimos e inmortales papeles, la Sugar de Con faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959), la marcó con la cicatriz indeleble del reclamo sexual. Nadie la veía dotada para el drama, como quizá otras artistas más maduras, más hechas, como Ava Gardner, “el animal más bello del mundo”. Sí, en cambio, para la comedia o el musical. Era graciosa, abierta, simpática, a la par que inmensamente frágil y aniñada. Su aterciopelada voz era la de una niña traviesa y golosa. Una Wendy exuberante que no quería crecer y hacerse mayor. Marilyn quedó estancada en una infancia que no disfrutó, una infancia cruel, áspera, dura, ingrata. Su madre, una montadora de los estudios, era “Madre” a secas, como podía serlo la de Norman Bates. No conoció tampoco el amor de un padre, lo que se tradujo después en su definición del amor como una cadena de relaciones fracasadas. El vacío de cariño de la niñez y adolescencia se convirtió en pulsión masoquista, y en una ausencia completa de autoestima, que la conducía a buscar el dolor en lo efímero y superficial. Entendía a los hombres como unas fieras sedientas de su cuerpo. No la miraban, se la comían con los ojos. Lo cual puede ser cierto en la medida en que ella misma así lo creyera y en que no se diera a valer de otro modo. Tal vez no acertó o no pretendió acercarse al hombre idóneo. Tal vez Hollywood era demasiado poderoso como para aspirar a otra cosa. Las revistas, los chismes, las fiestas, la frivolidad, el glamour y los focos. Un mundo artificial, irreal, pero omnipresente e impositiva fábrica de sueños. Marilyn era demasiado bella, demasiado opulenta. Judy Garland, de fabulosa voz y talento artístico, era un coquín: bajita, fea, chata, con orejillas de ratona, aunque piernas más que decentes, que a menudo exhibía en los espectáculos. Las dos, esclavas de los barbitúricos y los sedantes: una por guapa y codiciada; la otra por niña prodigio sin asomo de belleza. Ambas prisioneras de esa jungla de luces. Objeto de masas, producto fabricado marca ACME. Speculum al joder.


 Su amigo Robert Mitchum –uno de los pocos sinceros con los que contó—decía que Marilyn nunca se tomó en serio su parte de icono sexual. Lo interpretaba, porque el público y los estudios lo pedían, pero ella no podía entenderlo. La actriz Celeste Holm, que no la soportaba, la veía más bien como una oportunista con gracejo; una imitadora de Betty Grable hábil para añadir gráciles guiños de cosecha propia.


Marilyn no era una buena actriz, era una diosa de celuloide. No era mala, porque su físico imponía, te dejaba atónito, y su simpatía y carácter frágil resultaban envolventes y seductores. Como cantante, tenía una voz melosa y aterciopelada, dulce al oído. Todos queremos a Marilyn. La miramos con cariño, con ternura, como la joven tímida invitada a la fiesta a la que hay que sacar a bailar. Nos hubiera gustado que hubiese encontrado la felicidad, en su casa, rodeada de hijos, comprendida, y al fin amada y respetada.

Hizo buenas películas, pese a que ella no lo comprendiera así. Trabajó con los mejores: Billy Wilder, George Cukor, Otto Preminger, Fritz Lang, John Huston, Howard Hawks, Joseph Leo Mankiewicz, Henry Hathaway, Tay Garnett, John Sturges, Jean Negulesco, Edmund Goulding, Henry Koster, Walter Lang. Para la mayoría, ella fue un instrumento de tortura: llegaba tarde a los rodajes, hacía perder el tiempo, como se demoraba también en las citas. Otra forma de llamar la atención, de sentirse deseada, de hacerse de rogar, y de que hablaran de ella unos y otros. Marilyn era un futuro imperfecto.

Norma Jean Baker, luego Mortenson, por su padrastro. Gladys Baker había intentado abortar de ella. La niña nació, pero su abuela, una Monroe, estuvo a punto de acabarla con una almohada. Vino al mundo en Los Ángeles, California, un primero de junio de 1926. Murió en la misma ciudad, un 5 de agosto de 1962. O acaso nunca vivió realmente; acaso nunca dejó de morir, perdida en su icono, ser humano relegado. Madre y abuela locas, carne de manicomio. Ella de casa en casa, viendo cómo mataban a tiros a su perrito Tippy, o siendo poseída por el diablo de un padrastro febril. Cuando rodaba su última película, The Misfits (Vidas rebeldes, 1961), se acercó a Clark Gable, en quien veía la figura de un padre protector. El que jamás tuvo. 


 Comentaré los seis papeles que más me gustan de Marilyn. En principio, uno como actriz de reparto: la cabaretera que emparenta con la familia Donahue, en Luces de candilejas (Walter Lang, 1954), la historia de los actores de vodevil, todo el día viajando de una ciudad a otra. La música, maravillosa de Irving Berlin, con ese tema de cierre que da nombre al título original: There’s No Business Like Show Business. La matriarca de la troupe es Ethel Merman, intérprete de poderosa voz, invitada varias veces al programa televisivo de Frank Sinatra. El patriarca, afable, obediente, es Dan Dailey. El afortunado novio de Marilyn es el excepcional bailarín Donald O’Connor. La historia, del eficaz Lamar Trotti. Los cómicos de la legua han dado camino a notables filmes: Cómicos (1954), de Juan Antonio Bardem, y El viaje a ninguna parte (1986), de Fernando Fernán-Gómez, obra maestra (aunque sin la Monroe), y una de las piezas-clave del cine español. En esta última, el personaje de José Sacristán también sueña y especula con el gran actor que pudo haber sido y no fue.


Pero hay otras películas también excelentes de Marilyn que siempre recordaré: Río sin retorno (1954), de melancólica balada, una de las mejores entonadas por su voz; Niágara, donde alcanzó cotas dramáticas muy valiosas que después pulirá en Nueva York, junto a Lee Strasberg en el Actor’s Studio; y, por supuesto, porque nadie es perfecto, Con faldas y a lo loco (1959), posiblemente la mejor comedia de la Historia del Cine. Esta obra de Wilder es un eterno regalo para la salud. Una Noche Buena sin complejos. Marilyn coincidió en ella con su amigo Tony Curtis, con quien compartiera cama cuando ambos eran desconocidos. Cuando canta I Wanna Be Loved By You (Quisiera ser amada por ti), los censores exigieron que los focos dejaran en penumbra su generoso escote. Como la censura siempre ha sido torpe y tonta, se consiguió el efecto opuesto: los senos de Marilyn, más osados y turgentes si cabe.


 Un cariño muy especial lo guardo para El príncipe y la corista (The Prince and The Showgirl, 1956), cuyo accidentado rodaje en los estudios Pinewood de Inglaterra ha quedado documentado en los diarios del novelista y realizador Colin Clark, por entonces muy joven tercer ayudante de dirección de Lawrence Olivier. Clark relata que mantuvo una relación de amor platónico, consentido por la actriz, cuando esta se acababa de casar con Arthur Miller. Marilyn se llevó consigo a Paula Strasberg, su asistente artística y consejera, porque sus constantes inseguridades la hacían apoyarse siempre en alguien. Marilyn exigía alabanzas, necesitaba certificarse a sí misma que era algo más que la máquina de hacer dinero ideada por Hollywood. Llegaba una hora tarde a las escenas, ante la exasperación del portentoso Olivier (quien, sin embargo, terminó encomiándola), pero recibía a menudo el afecto de algún compañero de plató, como ocurrió con la bondadosa Dame Sybil Thorndike. Este episodio de su biografía personal y artística ha sido brillantemente recreado en el largometraje Mi semana con Marilyn (My week with Marilyn, Simon Curtis, 2011), donde Michelle Williams (ganadora del Globo de Oro) interpreta a la rubia genial, y Kenneth Branagh remeda a la perfección los ademanes principescos de Olivier.


En El príncipe y la corista Marilyn seduce con su glamour, pero más que como vulgar sex-symbol  destaca por la dulzura, afabilidad y ternura que desprende su personaje de chica humilde, sencilla y espontánea. Pienso que es uno de sus papeles mejor trabajados, y un verdadero acierto que fuera ella, y no Vivien Leigh, quien hiciera la película. No en vano, es una Marilyn Monroe Productions, otra razón por la que Sir Lawrence tuvo que tragarse su orgullo.

Finalizo recordando Vidas rebeldes, dirigida por John Huston, el bello testamento cinematográfico de Marilyn. Escrita para ella por su marido, Arthur Miller, nos presenta a la verdadera Monroe, la mujer frágil, de delicadeza y sensibilidad extremas que había detrás del mito. Una chica ingenua, sin aspiraciones, emocionalmente inestable, cariñosa, tierna, amante y protectora de los seres vivos y la Naturaleza, que no puede ver cómo apresan a unos caballos para luego convertirlos en pienso. Consigue que los suelten, y con ello da una lección a los rudos hombres de la pradera. Gable se queda sin unos cuantos billetes, pero se lleva a Marilyn bajo un cielo estrellado. Como suele suceder en los filmes de Huston, lo importante no es lo que al final se escapa, sino el aprendizaje y autodescubrimiento que se alcanza en el transcurso de los hechos narrados.


Así pues, recuerdo a Marilyn por cinco o seis películas. Pero también recuerdo a Greta Garbo por cuatro ejemplos (Margarita Gautier, Ana Karenina, La reina Cristina de Suecia y Ninotchka) y, sin embargo, me quedo con Marilyn. Garbo era la Divina. Especialmente dotada para el drama. Pero no tenía el porte de Marilyn, ni su gracia, ni su inocente halo de fragilidad. Marilyn Monroe fue una excepcional actriz de comedia, pues daba en la pantalla todo el cariño y la ternura que de niña nunca recibió. Elogiada por maestros como Billy Wilder o Joshua Logan, su tempranísima desaparición nos dejó sin ver la segunda parte de su carrera: quizá una actriz más temperamental, más dramática, más hecha. Solo quizá, pues no nos atrevemos a asegurar que Marilyn pudiera dejar de ser alguna vez ella misma. En su domicilio, la casa donde apareció muerta, había un escudo en el suelo con una inscripción latina muy reveladora: “Cursum perficio”. ‘Mi carrera ha terminado’.

sábado, 13 de octubre de 2012

El Cine por dentro.

La noche americana (1973) es el título español de Je vous presente ‘Pamela’, realización de François Truffaut que ganó el Oscar de 1974 a la mejor película de habla no inglesa. Además obtuvo otras tres nominaciones: guion (F. Truffaut, Jean-Louis Richard y Suzanne Schiffman) , director y actriz de reparto (Valentina Cortese).
 
Filmar con noche americana es un artificio del cine que consiste en rodar a plena luz del día las escenas nocturnas, mediante la colocación de un filtro oscuro ante el objetivo de la cámara. Este largometraje constituye un emotivo y sencillo gran homenaje al cine como arte, al cine por dentro y desde dentro. A Jonás, que es ahora el espectador, se lo traga la ballena para que vea sus entrañas, no otras que los entresijos de hacer un largometraje: los trucos y el plan de rodaje, las adecuaciones del guion a la filmación, la repetición de escenas por nimios detalles, la preparación del plató y de los decorados, las falsas lluvia y nieve, los trágicos imprevistos… Pero, sobre todo, asistimos a la historia humana: los actores –a veces divos para nosotros-- son presentados como seres de carne y hueso, con sus crisis amorosas, sus fuertes inseguridades y sus debilidades. Les vemos interactuar, también, con los miembros del equipo técnico.
Vi esta película siendo adolescente, y de ella me cautivaron entonces dos elementos: el rodaje en el cuidado plató de exteriores, con la boca de metro, los figurantes y los travelling de la cámara; y, muy notoriamente, el sueño del director, donde aparece cuando era un muchachito y se acerca de noche a la puerta de un cine; con un bastón (seguramente, tomado prestado al abuelo) engancha y aproxima hacia sí un perchero donde se exhiben los afiches de la película programada, que no es otra que Ciudadano Kane (1941), de Orson Welles. El niño va desprendiendo una a una las fotografías del filme, hace con ellas un montón y se marcha apresuradamente con aquel valioso tesoro.

Ese hurto, más que posiblemente veraz y autobiográfico del propio Truffaut, sintetiza todo el amor que se puede sentir hacia el cine como arte. Por otro lado, ¡cómo han cambiado los tiempos! ¿Qué chico de catorce años de hoy se interesaría tanto por una película de corte “intelectual” como Ciudadano Kane? Lo más seguro que ninguno. Pero en aquella época, sí. En aquellos duros, inciertos, vacíos y largos años existencialistas de la posguerra europea los niños maduraban antes, se interesaban con presteza por el mundo de los adultos. Kane no solo cuenta la vida de un magnate de la prensa norteamericana, sino que es, en sí misma, renovadora e innovadora. Los contrapicados que dejan ver los techos, el multiperspectivismo narrativo, los documentos gráficos… Una obra adulta. Y esa propuesta narrativa y visual de Welles es la que cautiva al joven ladronzuelo, futuro director de cine él también.
Por añadidura, era el momento en que los realizadores europeos reconocían una deuda importante con el cine hecho en Hollywood. Con Welles, con Hitchcock (del cual Truffaut es autor de la mejor semblanza, plasmada en una larga pero fascinante entrevista), con Ford, con Mankiewicz, con Lang… El cine norteamericano de aquellos maestros era entendido no ya como un muestrario de estrellas (una de Gable, dos de Grant, tres de Greta Garbo), sino como obra de arte digna de consideración y de meticuloso estudio. Si quieres aprender a hacer cine, fíjate en tal o cual secuencia, en tal o cual plano, en el montaje, la luz, el encuadre y el color. El cine no es solo para pasar el rato; está también para enseñar.
No se puede decir más con menos. La secuencia comentada del sueño del director es una hermosísima, eterna reverencia al universo cinematográfico, no solo campo de entretenimiento, sino monumento visual, sonoro y narrativo.

martes, 11 de septiembre de 2012

La balada de Shinbone.

Se cumplen cincuenta años del estreno, en abril de 1962, de The Man Who Shot  Liberty Valance, la película que más me gusta de JOHN FORD. Ford fue sin duda el narrador que llevó la poesía al Oeste. Sus personajes, héroes que se sacrifican por otros y que pueden no llevarse a la chica. Sus paisajes, naturales, inmensos: los desfiladeros, las colinas, los riscos, la tierra aprisionada y roja de Monument Valley. Sus heroínas, mujeres que sufren por sus maridos o sus hijos, y que en el porche se llevan una mano a la mejilla. Su mirada fuera del plató, contemplando un espejismo. Orson Welles, a quien se atribuyen muchas sentencias, algunas verdaderas, otras apócrifas, preguntado sobre quiénes eran, a su entender, los tres mejores directores de cine, respondió: “John Ford, John Ford y John Ford”.

La película es una visión romántica del Salvaje Oeste americano, cuando la justicia era la ley del revólver y hombres de buen corazón debían medir sus fuerzas con forajidos y facinerosos. Habla de cómo otra ley, la del código del Derecho, viene a imponer orden en una sociedad caótica que se regula a sí misma. Habla de la conversión de un desierto, donde solo crecen las flores de cactus, en un vergel con praderas, regadíos y rosas de verdad. Habla de Hallie, que es una muchacha inocente y sencilla, y de cómo se enamora de un abogado idealista llegado del Este en una diligencia. De Tom Doniphon, un pistolero reconvertido en ranchero emprendedor. De Pompey, su muchacho negro y fiel sirviente. De Dutton Peabody, el periodista sarcástico y borrachín. De Link Appleyard, el comisario cobardica padre de varios mestizos. Habla también del milagro impulsor del ferrocarril, de cómo sustituye a los viejos coches de caballos y expande la civilización, el progreso y la cultura.
La cinta de Ford aparece pletórica de nostalgia. La acción se dispone desde el presente al pasado por medio de un poderoso y largo “flash-back”. El prestigioso senador Ramsom Stoddard, anciano y a punto de la retirada, llega a Shinbone (‘Espinilla’) con su mujer Hallie. Desea rendir tributo al cadáver de un viejo amigo, Tom Doniphon. Unos periodistas le interrogan en un almacén sobre cómo era aquel lugar cuando él llegó por primera vez. Entonces desempolva el nombre del ayer, simbolizado por una diligencia sin ruedas, y parte en el pescante de sus recuerdos. Cómo a mitad de camino fue asaltado y humillado por un matón llamado Liberty Valance, que mantenía aterrorizada a media comarca. Liberty es un golfo muy diestro con la fusta, y mucho más aún con las pistolas. Ramsom está convencido de poder parar eso con la fuerza de sus libros de leyes, mediante la razón, el discurso y la sensatez. Llega a Sinbone y, para pagarse el alojamiento, entra a trabajar en el comedor de los padres de Hallie, a quien pretende Tom, un tirador más rápido que Valance, que se está haciendo un pequeño rancho en las afueras. El espíritu noble y educado de Ramsom conquista pronto el corazón de la chica. Ante la evidencia, pero no sin hondísima amargura y dolor por su derrota, Doniphon decide retirarse de la lid y ayudar en la sombra a Stoddard. Ramsom abre una escuela popular de alfabetización a la que acuden Hallie y otros lugareños. La paz del pueblo se ve una y otra vez quebrantada por las violentas visitas de Liberty y sus dos secuaces, que se abren paso a golpes, insultos y tiros. Stoddard comprende que no podrá parar a Liberty con la sola fuerza de sus palabras. Entonces decide hacerse con un viejo pistolón para entrenar en secreto. Cuando Tom se entera, le demuestra su inutilidad frente a la rapidez de Liberty: “—Entérate de una vez, peregrino, Valance es casi tan rápido como yo”. Y aquí surge la paradoja que plantea Ford sin tapujos: para vencer a la violencia, el Derecho ha de aliarse con los violentos. Solo alguien resuelto y veloz como Tom puede derrotar a Liberty Valance. Nadie más. La paz ha de construirse sobre los restos de la guerra. Así se hizo Estados Unidos: los colonos se independizaron, ganaron terreno a los indios, y liberaron a los negros de la esclavitud.

 
El Oeste parecía hecho para duelistas. Un pistolero no cabía donde ya había otro. Se ve en la maravillosa Raíces profundas (Shane, de George Stevens, 1952), donde también la fuerza se alía con la inocencia de un niño para llevar la calma a unos pobres granjeros. En Shinbone no pueden convivir dos duros como Tom y Liberty. Alguno de los dos tiene que claudicar, marcharse, o perecer. Hay una escena, en la taberna donde sirve Stoddard, que muestra este elevado conflicto: Liberty le pone la zancadilla a Ramsom, y el filete de Doniphon cae al suelo. Tom reta a Valance para que lo recoja: “—Ese era mi bistec. Recógelo, Valance”. Pero el pistolero no está por la labor de obedecer. Entonces “interviene la Ley”:  Ramsom se agacha para recoger lo tirado. Por un momento, Liberty está a punto de desenfundar su arma contra Doniphon, quien aprieta los dientes y masculla: “—Inténtalo, Liberty… Inténtalo”.  Pompey –el chico de Tom (a los negros los blancos les llamaban “boys”, chicos)-- apoya a su amo con su rifle. El matón y los suyos se retiran con una refriega de pólvora en la calle.
Liberty es la sombra alargada de un gobernador corrupto, adalid de los ganaderos y su demanda latifundista. Por eso, no permite asambleas libres en Shinbone. Tampoco quiere que la prensa hable, que se exprese libremente. Dutton Peabody entra una noche bebido en su imprenta y cuando prende un quinqué la llama ilumina a Valance y los suyos, dispuestos a silenciar a golpes al osado editor. La paliza es de antología. Ramsom no puede resistir más y reta a Liberty a un duelo en la calle. Quedan solos los dos. Liberty vuelve a humillar por tercera vez a Stoddard, riéndose de él e hiriéndole en un brazo. Amenaza con que el siguiente disparo irá directamente entre los ojos. Ramsom dispara casi sin apuntar y sorprendentemente acierta. Liberty cae muerto. Los ciudadanos lo celebran y lo cargan en un carro, cual despojo humano. Stoddard alcanza el rango de héroe absoluto: él ha sido quien ha matado a Liberty Valance. Se le propone para representante del condado en las elecciones locales. Hallie no se separa de él, y Tom, desesperado, se embriaga y quema su rancho.
Ramsom acude a las elecciones, donde se le acusa de haber matado a un hombre (lo hace un sujeto que traía un discurso “cuidadosamente preparado” sobre un papel en blanco). Los suyos lo defienden:”--¿Desde cuando es matar a un hombre terminar con Liberty Valance?” Ramsom no se enorgullece de este hecho violento. Se avergüenza de sí mismo y está dispuesto a rechazar su candidatura. Pero interviene Doniphon. En un rincón apartado le cuenta la verdad, no la leyenda: “—Haz memoria, amigo. Tú no mataste a Liberty Valance”. Fue Tom, con el rifle de Pompey, quien terminó en la distancia con Valance. La penumbra de un callejón y lo solitario del entorno acallaron su crimen.  Lo hizo por sentido de nobleza, de justicia… y por Hallie, para que la muchacha tuviera a su chico del Este.
El relato vuelve a la realidad y los periodistas que escuchan al curtido senador permanecen en silencio, asombrados. ¡De manera que Stoddard no mató a Liberty Valance! La historia de emotiva lealtad de Doniphon hacia Hallie y Ramsom les disuade de desvelar la verdad alguna vez: “—Senador, esto es el Oeste, y en él cuando los hechos se convierten en leyenda, no es bueno imprimirlos”.
Ramsom y Hollie se despiden de Pompey y echan una última mirada al ataúd de Tom. Sobre la tapa hay una flor de cactus. En el tren, de regreso al Este, Stoddard le interroga sobre ello a su esposa y le propone mudarse a vivir a Shinbone.  Es Hallie quien, en un arrebato de amor melancólico, ha puesto el cactus sobre la caja de Tom. El encargado del tren mima al ilustre viajero: “—De nada, senador. Todo es poco para el hombre que mató a Liberty Valance”. Hallie y Ramsom se miran en silencio. La cámara sale del vagón y muestra la marcha del ferrocarril dejando tras de sí una nube de humo.
* * *
Si hay algo tan cautivador como las imágenes y los grandes secundarios en las obras de Ford, eso es la música. La banda sonora de El hombre que mató a Liberty Valance es una balada lírica y nostálgica debida a Cyril J. Mockridge, quien repetiría la sensación poética en La taberna del irlandés (Donovan’s Reef, 1963), después de haber entregado también la partitura de Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946). Ford quería ser un bardo, un poeta cinematográfico, y para conseguirlo necesitaba reforzar las secuencias con la música, a menudo, canciones tradicionales piadosas o de la Guerra Civil americana. ¡Qué bien está acompañada la acción en las películas de Ford! Los bailes ceremoniales del regimiento en Fort Apache (1948) o en La legión invencible (1949). El musgo y el muérdago de la verde Eire en El hombre tranquilo (1952), con música de un lirismo imperecedero de Victor Young. Asociamos cada partitura a cada filme, como si fuera la huella del indio o del cazador solitario. Suele ser una melodía cantada en grupo, como el tema principal “She Wore A Yellow Ribbon” (‘Ella llevaba una cinta amarilla’), distintivo del regimiento, escrita por Richard Hageman. O la preciosa “Te llevaré a casa, Kathleen”, incluida en Río Grande (1950), que después cantaría Elvis. La impresión de balada se repite en Centauros del desierto (1956) y El sargento negro (1960).


La mirada nostálgica hacia un pasado dichoso impregna la narrativa de Ford: la sentimos en el rojo atardecer que circunda al capitán Nathan cuando habla a la tumba de su esposa (La legión invencible) o cuando Marthy Maer recuerda a su familia de West Point en Cuna de héroes (1955), creyéndola ver sobre la colina. Ni Ramsom ni Hallie consiguen desprenderse de su pasado y así desean volver a Shinbone, como si debieran eterno agradecimiento a la figura de Doniphon. No es el Shinbone de ahora en el que viven, sino en el enterrado, el del polvo, los cactus, la gente sencilla y las diligencias. Y es que todos deseamos tornar, antes o después, al lugar donde fuimos felices, y que llevamos de ese modo, con nosotros, en el corazón. Si no tenemos otra cosa, que al menos nos quede esa evocación, ese rumor de voces que oímos al ponernos pensativos.

La película es, sobre todo, una maravillosa historia de amor entre Hallie y Stoddard. Hallie, con su mirada tierna al curar a Ramsom, con su sincera entrega y fidelidad, como si fuera un niño necesitado de protección. Un amor que dura una vida entera, sólido, perenne, encomiable, envidiable. Todo el amor que puede sentir una mujer por un hombre queda reflejado en esa secuencia filmada por Ford.

En El hombre que mató a Liberty Valance, rodada después de Dos cabalgan juntos, a partir de septiembre de 1961 y en apenas treinta días (como muchos otros filmes del maestro), no encontramos los grandes espacios de Ford. El blanco y negro (para reducir presupuesto) recrea escenarios reconstruidos en estudio, dando un cariz teatral al argumento de Dorothy  M. Johnson. En efecto, las escenas se circunscriben a ambientes reducidos, cerrados, claustrofóbicos (bien iluminados, sin embargo): el comedor de la cantina, la escuela, el bar, la redacción del periódico, la estrecha sala de la convención. Los espacios son como telones de guiñol: no importan. Lo que interesa es el lado interpretativo: James Stewart en el papel del honrado y pacifista Ramsom Stoddard; inamovible e inconmensurable John Wayne –más comedido y austero que de costumbre-- dando vida a Tom Doniphon; una dulce y angelical Vera Miles como Hallie; el áspero y rudo nervio de Lee Marvin componiendo a Liberty; el gran compadre de Ford, Edmond O’Brien, como Peabody; el recio Woody Strode en la piel de Pompey; el quejoso y obeso Andy Devine en el rol del comisario; el irónico Ken Murray como el doctor. Y varios más, cada uno poniendo su granito de arena para crear esa complicidad, esa familiaridad festiva tan típica de Ford, si acaso reducida aquí por el miedo al sanguinario Valance.
El guion es de Willis Goldbeck (también productor, junto a Ford) y James Warner Bellah, pero la sensibilidad y el romanticismo de la historia son claramente femeninos y parten de la citada señora Johnson. La fotografía la firma William H. Clothier y el montaje Otho Lovering.

 Enlace a Carlos F. Heredero sobre la película.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Avisos para vivir.


En 1554 se publicaba anónimamente en Burgos, Alcalá y Amberes una de las mejores novelas españolas de todos los tiempos: La vida de Lazarillo de Tormes. Se suele defender el Quijote como primera novela moderna. Yo lo pongo en duda, y apuesto por el Lazarillo, libro de cabecera indispensable para todo lector curioso. El Lazarillo parte del “yo” y vuelve al “yo” y su circunstancia. Si me quiero salvar a mí mismo, tengo que salvarla a ella también. La obra es una delicia clarividente de cómo está montada la sociedad occidental: el poder fáctico de la religiosidad mal encarada y peor promulgada, la superstición, el fingimiento, la hipocresía social, la acidia, el salvavidas de los cargos funcionariales. El Lazarillo es cómo opera el cotidiano existir, sin exageraciones, fabulaciones ni ínsulas lejanas. Si quieres superar al prójimo, tienes que espabilarte, y ser más astuto y rápido que él. Mira primero por ti, y si a gusto quedas, no cuides de lo que digan los demás, que quizá hablan por hablar y no tienen lo que tú. La piedad no vale en el mundo de carne y hueso, y los dogmas de fe son un cuento y la perdición material de los ingenuos.

 
Como todo clásico, desvela cosas nuevas tras ser revisitado. Su porfiada hermenéutica ha cautivado a críticos como Francisco Rico, Juan Goytisolo y Rosa Navarro Durán, que vuelven a comentar cada cierto tiempo sus riquísimas ubres.
Adaptar bien al cine una pieza literaria maestra es un reto de altura. César Fernández Ardavín (Madrid, 1921-Boadilla, 2012) lo consiguió en 1959 y su versión gozó del aplauso del público y de la crítica, izando muy alto el pabellón de España en los momentos discutidos y polémicos del franquismo. El Lazarillo de Tormes se llevó el Oso de Oro del Festival de Berlín, superando a cintas como Al final de la escapada, de Godard. Fue el propio cineasta el encargado de elaborar el guion y para ello echó mano no solo de las diferentes versiones del original, sino también de contribuciones poéticas –tanto cultas (Garcilaso) como populares (oraciones de ciego)— que existían en la primera mitad del siglo XVI. Esta labor exploradora enriquece poderosamente la ambientación del texto, además de tornarlo más didáctico y contemporáneo a su momento. Los exteriores, rodados en Salamanca, Toledo y otros lugares emblemáticos, conservados casi como en 1500, y la banda sonora de Salvador Ruiz de Luna, con voz muy cercana a las chirimías renacentistas, contribuyen a realzar este importante fresco vivo de la España del emperador Carlos.
 
Cuenta Lázaro su vida no ya a un personaje principal e ilustre de Toledo, sino a un clérigo confesor, como si decidiera sacudirse del polvo de sus pecados y partir hacia la madurez de su hombría. El ciego (magistral Carlos Casaravilla), primer amo que lo acoge de aquella manera, recita a la orilla de un río el duelo de Nemoroso: “Corrientes aguas, puras, cristalinas,/árboles que os estáis mirando en ellas,/ verde prado de fresca sombra lleno…” Sabe lo que se aplaude en la corte, pero también cómo seducir el corazón de la mujer dubitativa con sermones y monsergas la mar de sustanciosas y oportunas: “Justo Juez Divinal,/ a donde quiera que fueres,/ las armas de Cristo lleves./ Pies tendrán, y no te alcanzarán”; “Ánima sola,/ que en el campo gime y llora,/ que me tengas compasión en esta hora”. Siguiendo la edición de Alcalá de Henares, comenta unos generosos atributos que salen de la pared de este modo: “--Ves esto, Lázaro, pues muchos quieren ponerlo sobre cabeza ajena y nadie quiere tenerlo sobre la suya”. Juan José Menéndez compone, por su parte, la imagen perfecta y elocuente del hidalgo venido a menos, sórdido antecedente de Alonso Quijano y del mismo Cervantes. Margarita Lozano es la moza de taberna de vida despreocupada y ágil que da a su hijo en adopción, no sin sentir que algo se le desgarra en las entrañas al ver al muchacho partir. Y lo más terrible y árido, el acierto consumado del nihilismo que espera al genuino optimista, es el desenlace ideado por Ardavín para su película: Lázaro --niño todavía-- huye de los cómicos a quienes ha denunciado a la justicia y corre por el campo, entre las mieses. Asustado al contemplar cómo los alcanzan y detienen, se abraza a un árbol seco y enjuto. Se suele decir que “a quien buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. Lázaro no ha sabido elegir a sus amos, a cuál peor, pues escapa del trueno para dar en el relámpago. Pero lo malo es que no le espera algo mejor en el futuro. Es decir, que su vida será una repetición constante del infortunio y del desamparo. Con este final tan excepcionalmente gráfico y rotundo, Ardavín burla a la censura, puesto que en la novela el protagonista, ya hecho un hombre joven, acaba casado en Toledo con la manceba de un arcipreste. Una mujer que ha parido tres veces y que va a hacerle la cama al cura. A cambio, Lázaro es heredero de su ropa usada y pregonero de sus vinos. Tan sonada deshonra requiere explicaciones, y Lázaro las da por escrito a un noble que seguramente desea saber si el arcipreste es de fiar como capellán.
 
El Lazarillo de Tormes tiene una diáfana fotografía en blanco y negro y su puesta en escena encandila todavía hoy al público adolescente –inmerso en las nuevas tecnologías y tan difícil de contentar--. Todos los chavales se sienten identificados con el niño, Marco Paoletti, con su aire inocente y frágil, tal y como corresponde a un muchacho tierno arrojado a las desventuras del mundo. No olvidemos que no hay maldad en Lázaro, que no es ningún delincuente, como sí lo serán los posteriores antihéroes del subgénero picaresco.
La película de Ardavín funciona en las clases de Literatura de ESO y Bachillerato y, si os cuento un secreto, también me funcionó a mí cuando hice mi examen de oposición como profesor de Lengua y Literatura de Enseñanza Secundaria, ya que me tocó exponer la unidad didáctica de la novela picaresca del siglo XVI, y para ilustrar mi disertación utilicé alguna secuencia de este filme. Los miembros del tribunal se sintieron conmovidos al redescubrir una obra cinematográfica que formó parte de su infancia o de su juventud, por ser tan buena adaptación de un clásico imprescindible.
Hallé una copia en VHS de la cinta de Ardavín por pura casualidad, hace unos quince años, en una liquidación de películas de vídeo del hipermercado Alcampo. Conocía el filme por algún antiguo pase por TVE y me hizo mucha ilusión poder conseguir esa copia por muy poco dinero. Lo que yo no podía sospechar entonces es cuánto me ayudaría después ese encuentro fortuito en mi trayectoria profesional.
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Hace pocos días nos ha dejado César Fernández Ardavín, quien ha fallecido por causas naturales en su domicilio de Boadilla del Monte (Madrid) el viernes, 7 de septiembre de 2012. Había nacido en Madrid el 22 de septiembre de 1921. Era hijo de pintor, y sobrino de escritor. Debutó en el cine como ayudante de dirección de Botón de ancla (1948). Sus mejores trabajos son las adaptaciones literarias El Lazarillo de Tormes (Aro Films, S.L., 1959) y La Celestina (1969), película donde por primera vez se pudo ver un pecho desnudo, el de la actriz Elisa Ramírez. Se retiró del cine en 1979.
Carlos Casaravilla (Montevideo, Uruguay, 12-10-1900; Cullera, Valencia, 17-02-1981) debutó como actor y cantante de revista, pero pronto demostró su excelente solvencia interpretativa en largometrajes españoles de prestigio, como Cómicos (1954) y Muerte de un ciclista (1955), de Juan Antonio Bardem. En esta segunda, actuaba como extorsionador de la pareja de amantes formada por Alberto Closas y Lucía Bosé. En Molokai (1959), la biografía del Padre Damián, era el leproso que se suicida de un tiro de revólver.
En 2000 los realizadores Fernando Fernán-Gómez y José Luis García Sánchez firmaban un pastiche titulado Lázaro de Tormes, que incluso se llevó el Goya al mejor guion adaptado. No era más que una comedia erótica centrada en las noches toledanas del protagonista de la novela. Estaba interpretada por Rafael Álvarez “El Brujo”, Karra Elejalde, Beatriz Rico, Manuel Alexandre, Agustín González, Francisco Rabal (el ciego) y Juan Luis Galiardo. La producción era de Andrés Vicente Gómez.


Ha rastreado, recopilado, recitado y musicado los cantares de ciego el folclorista Joaquín Díaz en, p. ej., Música en la Calle (Cd de la Fundación Joaquín Díaz y Several Records, 2003; www.funjdiaz.net, www.severalrecords.com )
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Mis reflexiones sobre La vida de Lazarillo de Tormes (1554): pincha aquí.



sábado, 1 de septiembre de 2012

"Prometheus" (2012).


La última película de Ridley Scott, además de ser “precuela” de Alien, el octavo pasajero (1979), plantea una fábula moral: ¿de dónde venimos? ¿quiénes somos? ¿por qué estamos aquí? ¿quién nos ha hecho? En cierto modo, nuestros ocios –la lectura, la escritura, la música, el cine, el deporte—nos procuran el entretenimiento para no pensar todo el rato en quién nos piensa, a quién le debemos esta generosa o dolorosa ficción.

Prometeo era un titán que recibió el encargo de crear la humanidad. Para que los hombres fueran superiores a los animales, caminarían erguidos y dominarían el fuego, un elemento sagrado. Prometeo aprovechó una chispa del Carro del Sol para entregar la llama a los hombres, provocando con ello la ira de Zeus. Como el titán quiso burlar al rey soberano, fue condenado por este a ser parcialmente devorado por un águila en una gruta del Cáucaso. Las entrañas se regeneraban una vez y otra, así durante treinta mil años: “Este buitre voraz de ceño torvo, que me devora las entrañas fiero…” Heracles liberó a Prometeo y mató a la bestia.
Sabemos cómo se adueña la criatura alienígena del ser humano: se introduce por su boca, alcanza el estómago y los intestinos, y comienza el estropicio. El alien lo devora por dentro: desde dentro hacia afuera, casi como el ave que atormentaba a Prometeo. En la precuela diseñada por Scott, un millonario fleta una inmensa nave espacial para que vaya en pos de una civilización perdida, que quizá fuera la responsable de crear la humanidad. La nave llega a un planeta muy parecido a Saturno, por sus anillos, cuya atmósfera es rica en nitrógeno y anhídrido carbónico. Los diecisiete exploradores se topan con una extraña construcción que se parece a un poblado bosquimano: un montículo en el centro, rodeado de una alta empalizada, todo ello de colosales dimensiones. Dentro del montículo hay oxígeno, se puede respirar bien, pero también unas misteriosas cápsulas que parecen guardar materia orgánica. Justo la misma que surgía de los huevos enormes del filme de 1979. Y, por supuesto, está el gigantesco e inquietante “Jinete del Espacio”, montado en su butaca y al frente de su telescopio antiaéreo.
Si aquellos seres que hibernan en sus cápsulas del tiempo nos crearon, abominaron pronto de nosotros, pues nada quieren tener con el hombre. ¿Qué nos cabe esperar –parafraseando a Kant—del Sumo Hacedor? Nada en absoluto según el cuento moralista de Scott. El viaje se convierte en un riesgo sin esperanza. El nihilismo más destemplado y árido.
Alien, el octavo pasajero, es una obra de precisión (y de concisión) maestra. Trepidantemente angustiosa y emocionante en su canónica morosidad. Es una historia de ficción científica bien lograda, ambientada en las cárceles de la invención del surrealista H. R. Giger, que se curró los bocetos, los diseños, las maquetas y los decorados del Nostromo palmo a palmo. Llevó el terror al espacio, al reducto-prisión de una nave. “En el espacio nadie puede escuchar tus gritos”, rezaba el eslogan promocional. Para conseguir suficiente financiación, y subir de los cuatro millones de dólares iniciales a ocho, Ridley Scott tuvo que construir el storyboard de Alien al completo. Eso convenció a los directivos de Fox para hacer la película tal y como la quería su director. En la memoria colectiva, la mirada de un felino pardo aterrorizado ante el ataque del monstruo. El gato va siguiendo con sus ojos el alzamiento cruel en el aire de una víctima, de un pelele. Una secuencia que marca huella en la Historia del Cine.
Eran los tiempos en que las películas del espacio que se preciaran de tener calidad debían rendir culto a Kubrick y su 2001. En el Cosmos no existe la prisa, hay un Mar de Tranquilidad. Todo se mueve como a cámara lenta, despacio, recreándose en la visión de los soles, de las galaxias y las supernovas. Scott imita esta técnica, pero hace que cunda el pánico en la inmovilidad titánica de la nave y en sus abigarrados tripulantes. La cámara no vibra, no corre, no siente el nerviosismo. La acción se toma su tiempo y no peca de vertiginosa, pero no por ello es menos interesante. En la conclusión, vemos a la tercera oficial Ripley evitar al monstruo en el diminuto módulo de emergencia, y cuando creía haberlo dejado atrás para siempre, la criatura se despereza a su lado. Y hasta en ese momento crítico de asombrosa tensión, Ripley, con entera calma, se pone su escafandra aislante, su casco, y descompresiona la nave para que el alien salga rebotado al exterior. Este tempo moderado denota la imitación del academicismo de David Lean en Lawrence de Arabia, homenajeada por cierto en una escena de Prometheus. Hasta los héroes de grandes gestas deben tomarse el té de las cinco con parsimonia áulica. Se puede ir disfrazado de beduino, pero ante todo se debe ser inglés y caballero. Como Ian Holm, que borda a Ash, el impávido androide flemáticamente enfrentado a sus camaradas. Ash es la clave de la partitura que transcribe Jerry Goldsmith, con guiños al clasicismo mozartiano, que pasa al piano de Chopin en la precuela.
Ford decía que había que clavar la cámara en el suelo y dejar que todo sucediera delante del objetivo. Probablemente, tenía razón. Un filme resulta más serio si prescinde del movimiento. Porque eso conlleva la precisa planificación previa de las escenas con mínimo montaje posterior. Los movimientos marean, aturden al espectador, que no se centra así en lo que se le ofrece. Prometheus, la precuela, adolece del ritmo de hoy día: desbocado, lóbrego, difuso. Y aun así, contiene la huella manierista de Scott en esas anchas panorámicas de ríos, de cascadas, de montañas, de suelos agrietados. La técnica digital se perfecciona aceleradamente y va siendo capaz de crear escenarios tangibles, que Scott ordena hacer y que aprovecha con soltura y mecenazgo. Prometheus no es una mala película, pero sí es un filme distinto a Alien. Ahora el público no es tan paciente, no desea las secuencias shakespearianas, sino la rapidez insustancial, lo efímero y consumible. Hoy un aparato no se repara: se tira y se compra otro. Estamos programados para consumir y quemar. Scott lo sabe, pero no se rinde del todo a ello. Por tal motivo, organiza Prometheus con calibrado empaque: hay acción en movimiento, pero también manierismo, impronta clásica: por ejemplo, en el lento deambular de David, sosias del coronel Lawrence, delgado, esbelto y rubio como él, afeminado si se desea. En el pulcro hieratismo, dificilísimo de igualar en todas las escenas, del personaje encarnado por Charlize Theron, sin duda, junto a Michael Fassbender, uno de los mayores aciertos del casting. Una mujer altanera, indolente y fría, de una frigidez insultante. Sin embargo, estos logros no cuajan en un conjunto final lastrado por emanaciones de Avatar y afines. Así como Alien se notaba enseguida que era una buena historia y una monumental película, Prometheus requeriría de más de un visionado para descubrir en ella el brillo de lo fascinante e imperecedero.

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Alien, el octavo pasajero se basa, a mi juicio, en dos filmes clásicos de ciencia ficción: Planeta sangriento (Queen of Blood, 1966) y El enigma de otro mundo (The Thing From Another World, 1951).
 
Planeta sangriento es una producción de Roger Corman que aprovecha algunas tomas de dos películas rusas inacabadas. Su director fue Curtis Harrington, y cuenta en el elenco protagonista con John Saxon, Basil Rathbone (otrora Sherlock Holmes) y Dennis Hopper. Así mismo, una impecablemente perturbadora Florence Marly –gélida actriz checa de cine y tv-- interpreta a la criatura, con una impronta de malevolencia únicamente igualada por Judith Anderson en Rebeca y por Ann Savage en Detour, el meritorio filme negro de serie B rodado en 1945 por Edgar G. Ulmer.
Un centro espacial terrícola recibe una extraña comunicación del espacio exterior. Cuando se descifra, se ve que es una petición de ayuda. Aprovechando la Luna como lanzadera, se manda una nave que rescata a una mujer extremadamente delgada, de tez verdosa y cabello blanco flamígero. Este ser está muy débil. Pero pronto cunde la alarma entre los tripulantes de la misión al comprobar que se alimenta de sangre humana. Como los vampiros, hipnotiza a sus víctimas y les succiona sangre de las venas de las muñecas. Los astronautas comunican este descubrimiento a la base. El jefe científico de turno ordena preservar la vida de la alienígena a toda costa. Para este fin, se termina con las reservas de plasma de la nave. Cuando la mujer sigue atacando, es arañada en el hombro por una tripulante, lo que la lleva a la muerte al padecer hemofilia. Se desangra sobre un charco de clorofila, el componente principal de su sangre. Pero ahí no termina el peligro: la criatura ha sembrado de huevos vivos la nave. Al regresar a la Tierra, los científicos se harán cargo de esos huevos, sembrando de incertidumbre el destino de la especie humana.
Como se ve, las semejanzas de guion con Alien resultan muy evidentes: el mensaje de vida inteligente, la amenaza de la criatura dentro de la nave, el propósito de protegerla aun a costa de las vidas de los tripulantes humanos, los huevos que palpitan y encierran futuros seres… Incluso las imágenes psicodélicas de John Cline usadas en los títulos de crédito de Planeta sangriento, el colosalismo de sus estructuras y un centro de control similar a lo que en Alien será el Jinete del Espacio.
El enigma de otro mundo es un filme mucho más alabado y conocido. Fue una producción de Howard Hawks, el gran artesano del cine del Oeste y de aventuras. Su director, Christian I. Nyby. Parte de Who Goes There? (‘¿Quién anda ahí?’), un relato breve de Don A. Stuart –seudónimo de John W. Campbell, JR--, publicado en una revista de ciencia ficción en 1938. Cerca de una base polar, un equipo de científicos rescata del hielo un platillo volante y una extraña criatura congelada. Al trasladarla al campamento, la criatura –un humanoide de dos metros y medio—se descongela y vuelve a la vida, sembrando el pánico entre sus rescatadores. Los claustrofóbicos y cegados pasadizos de la estación serán el escondite del monstruo, que va eliminando a los miembros del equipo. Uno de ellos se empeña en mantenerlo con vida en pro de la Ciencia y de la Humanidad. Su recompensa: la rotura de cuello. Los acorralados supervivientes se valen de un contador Geiger para predecir la presencia de la criatura, que es al final abrasada mediante electrocución. El enigma de otro mundo es una cinta modélica, apasionante en su sobriedad, magníficamente interpretada por un reparto de buenos secundarios, inolvidable en su suspense. Su remake llegó en 1982 de la mano de John Carpenter con el título La Cosa (The Thing), y fue protagonizado por Kurt Russell. El guion se debió a Bill Lancaster –hijo de Burt Lancaster—y es mucho más fiel al relato original de Campbell, ya que la criatura alienígena no solo se posesiona del cuerpo de la víctima, sino que imita su forma y sus rasgos físicos. El suspense dimana de saber quién es humano y quién no. Los efectos de maquillaje se encargaron a Rob Bottin, quien estuvo trabajando sin salir del estudio de Universal dieciocho horas diarias durante varias semanas para conseguir lo requerido. Acabó en el hospital, pero hizo un excelente trabajo todavía no superado hoy. Sus efectos, sumados a los de Albert Whitlock, han convertido esta película en una cinta de culto que no pasa de moda. Recientemente se ha vuelto a rodar y a estrenar un lamentable subproducto basado en ella.
Alien tomaría de El enigma de otro mundo, el largometraje de 1951, su ambiente opresivo y cerrado, el misterio que esconde la oscuridad de los recovecos. También, la increíble estatura del monstruo, el detalle del instrumento para tenerlo localizado y la persistencia de un científico en salvarlo.