Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 26 de enero de 2014

Ascenso y caída de Jordan Belfort.

En Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, la ópera de Brecht y Weill estrenada en Leipzig en marzo de 1930, es imposible vivir sin tener grandes cantidades de dinero. Mahagonny es una ciudad fundada en el desierto, repleta de bares y burdeles, donde no poseer ni un céntimo está penado con la muerte. Cuatro leñadores de Alaska, amigos aventureros sin fortuna, consiguen adueñarse del emporio bajo el lema “Todo está permitido” (salvo el no tener). Poco a poco, los amigos se van distanciando entre ellos, pues la ambición y la preponderancia pueden más que los sentimientos.

En El Lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), Martin Scorsese recupera un viejo título de 1929, el año del gran crack de la bolsa de Nueva York, debido al cineasta segundón Rowland V. Lee, para ilustrar en casi tres horas la desaforada vida bursátil de Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio), un corredor de bolsa que logró amasar una escandalosa cifra multimillonaria a finales de los ochenta del pasado siglo XX. Belfort pasó de vender acciones basura que no cotizaban en el mercado, y por las que se embolsaba un cincuenta por ciento de comisión, a lanzar ofertas públicas de venta metiendo a una importante empresa de calzado en Wall Street. Se rodeó de un equipo seguro y fiel de unas veinte personas y abrió una oficina de compra-venta de títulos en un garaje. Al principio los clientes eran amas de casa, obreros de la construcción, camioneros y similares. Con una labia increíble, Belfort y su gente les colocaban lo que no valía ni cincuenta centavos. Les hacían invertir sus ahorros, reinvirtiendo después los beneficios en otros títulos parecidos. Así pues, todo era reinversión; todo quedaba en casa.
El negocio les fue tan bien, que comenzaron a tantear el mercado legal, el de las acciones que sí cotizaban. Esta vez los inversores eran más poderosos, pero igualmente ingenuos y descuidados. Nunca compraban ni poseían nada en realidad, porque sus títulos estaban en el aire al desviar lo producido a nuevas adquisiciones. Todo eran comisiones suculentas, que Belfort y los suyos no cesaban de ganar. Y tanto era lo amasado que gastaban buena parte de ello en orgías, drogas comunes –cocaína, marihuana, morfina--, drogas de diseño, y unas mansiones de lujo. El joven y avispado Jordan se compra un yate de cincuenta metros de eslora con helipuerto; se divorcia de su esposa y se casa con una modelo despampanante, Naomi (Margot Robbie), que le dura mientras dura el éxito, y que lo abandona cuando el FBI consigue trincarlo junto a toda su organización. Más de veinte millones de dólares desviados a Suiza de manera ilegal, mediante correos, acabarán siendo su perdición. Cuando la policía aprieta las tuercas a los miembros del equipo, cada cual se las arregla por separado, y la traición y la delación provocan la caída definitiva de esta nueva Mahagonny.


No hay en el largo, mas no tedioso metraje, parámetros morales. No hay inyecciones de moralina. Es la vida exitosa y fulminantemente pletórica de nuevos ricachones que venían de la nada. Como dice el mismo Jordan, “no hay nada noble en la pobreza”, y sí en la riqueza, que es el final de muchas miserias y privaciones. Jordan Belfort, el discípulo del Ángel Caído, recuerda los malos momentos en que ayudó a una empleada a pagar el colegio de sus hijos, y a la que luego regaló una vida de estirados lujos. Parafraseando aquella máxima elocuente de otra película de Scorsese, Casino (1995), Belfort hace por sus chicos “lo que Lourdes por los enfermos y paralíticos”. Les otorga, más allá de toda esperanza o lejana promesa, un paraíso terrenal, El Dorado. Ganar dinero con él parece un simple juego de niños. Pero ha de ser gente que esté por besarle el culo al demonio. Y que suelte blasfemias que halaguen al Maligno: “Todas las monjas son lesbianas”.


Hay una gran similitud entre el discutido héroe que tan magistralmente encarna Di Caprio y el personaje de Tony Montana que incorporaba Al Pacino en El precio del poder (Scarface, Brian de Palma, 1983). Ambos sucumben a una fuerte adicción por las drogas. Eso les hace perder la consciencia repetidas veces y bajar la guardia frente a sus enemigos. Pero, además, Belfort / Di Caprio arrastra a sus colaboradores hacia esa terrible vorágine de excesos psicóticos, y alguno queda igualmente sumergido en mar tempestuoso.

A Jordan Belfort la revista Forbes le apoda “El Lobo”. Fue Cayo Petronio Árbitro en el Satiricón (s. I d. C.) el primero en mencionar la transformación de un soldado romano en lobo. Llegado a un cementerio, el sujeto se desnuda y orina alrededor de sus ropas. Después se convierte en lobo, asalta un corral y hace sus fechorías. Pero no se va de rositas, pues resulta herido por una lanza. Sin embargo, al recobrar su forma humana, un galeno le cura su cuello lastimado. Los hombres de Belfort orinan sobre las citaciones policiales. Se mofan de ellas. Belfort intenta escapar de la justicia, pero la ley se le lleva un bocado.
“Encomendar las ovejas al lobo” es entregar personas o negocios al ruin que va a dar mala cuenta de ellos. “Oveja de muchos, lobos se la comen”: lo que es del común, aprovecha a ninguno. “Esperar del lobo carne” es no recibir nada del egoísta que lo quiere todo para sí. No se puede decir, sin embargo, que Jordan Belfort fuera un egoísta, porque repartía mucho y bueno entre los fieles de su iglesia.


La cinta lleva el ritmo trepidante de Scorsese, con algún uso de la voz en off (como es habitual en sus historias), pero aun así se sigue perfectamente, y la narración no decae ni un minuto. Se siente la atracción del mal, del abismo, como les sucedía a los románticos; la fascinación por el poder en la cima del mundo, pero la lección moral llega en el desenlace, con el declive de este Reich financiero. Entonces, al nuevo Cody Jarrett (James Cagney en Al rojo vivo) le estalla el depósito de gas: “¡Ya está, mamá, lo conseguí! ¡La cima del mundo!” (Una bola de fuego ahoga sus últimas palabras)
Los intérpretes son y están extraordinarios: Leonardo Di Caprio, en acaso su mejor papel protagonista, verdaderamente convincente, uniforme y madurado a lo largo de cada secuencia; la actriz australiana Margot Robbie –de belleza impresionante-- siempre a la altura de su compañero de reparto; los secundarios acertadísimos: Jonah Hill, Jon Bernthal, Jon Favreau, P. J. Byrne, Kenneth Choi, Cristin Milioti… Rostros muy poco conocidos, pero eficaces. Incluido el de Kyle Chandler, que solo puede hacer de agente federal, con su cara de honesto.


El guion es de Terence Winter, y se basa en la autobiografía del propio Jordan Belfort: El Lobo de Wall Street: codicia, ambición, sexo y traición en el Nueva York de los 90 (Ed. Alienta). Winter le dota de un muy bien calibrado tono de comedia: la simpatía de los caracteres despierta la empatía del espectador. La producción corresponde, entre varios más (incluido el mismo Di Caprio), a Irwin Winkler, el director de la deliciosa De-Lovely (2004; biopic sobre Cole Porter), quien siempre dota de cuidado glamour y elevada testosterona a sus obras. No hay más que recordar La noche y la ciudad, Uno de los nuestros, La caja de música, Revolución, Elegidos para la gloria, Rocky, Toro salvaje, New York, New York, Fríamente, sin motivos personales, y la ejemplar Danzad, danzad, malditos (Sydney Pollack, 1969).


Se ha dicho que no estamos ante una de las mejores películas de Scorsese. Personalmente, opino lo contrario: El Lobo de Wall Street es un acierto narrativo que recupera la mejor pulsión de su director desde Infiltrados (The Departed, 2006) y Uno de los nuestros (1990). Una gozada de cine de mirada objetiva, testimonial, naturalista; canto tribal del lado salvaje e instintivo del ser humano, canto del guerrero civilizado que se golpea el pecho ritualmente como lo hacía un juramentado del Neolítico. Un Scorsese en estado de gracia que imprime al metraje una impronta de genio que solo puede ser suya.
©Antonio Ángel Usábel, enero de 2014.

domingo, 12 de enero de 2014

Catedrales de lo crepuscular.

El mundo está lleno de almas vacías. Y de putones verbeneros esclavizados por el ocio.
 
Flaubert quiso escribir aquel bello retrato de la nada, pero nunca lo consiguió.
Roma, fotografiada en 1960 por Federico Fellini y por Paolo Sorrentino en 2013, es el escenario de una propiedad condenada. Foro imperial del aburrimiento, la monótona nocturnidad de una sociedad prisionera de su farsa.
En La Dolce Vita, Marcello Rubini (Marcello Mastroianni), un joven y atractivo periodista cínico y vividor, se arrastraba por las catacumbas romanas de una aristocracia y una burguesía decadentes. Roma vivía para el estrellato, el culto a los divos extranjeros, pero no sabía en realidad vivir porque no depositaba su creencia en nada. Rubini, seguido por su troupe de reporteros gráficos, participaba de figurante en fiestas sin fin ni sentido. Los ricos hacen el amor a todas horas; no tienen otra cosa que hacer: copulan en el cubil de una hetaira barata, follan sobre la alfombra de un lujoso salón, o sobre los excrementos de murciélago de una rotonda abandonada en una villa renacentista. Las desenfrenadas potrillas bailan desnudas y descalzas, ante potros en celo. La vida de estos romanos se improvisa cada minuto, se rifa continuamente. El día no tiene veinticuatro horas; puede alcanzar solo doce, o ampliarse a treinta y seis o a cuarenta y ocho. Su universo es el manto de la noche, el momento para el carnaval, el fingimiento, la doble vida y la lujuria.
Marcello Rubini desea convertirse en escritor, pero carece de disciplina para acometer una sola actividad durante mucho tiempo. Es un hedonista que bascula entre su arrimada Emma (Yvonne Furneaux), y Magdalena (Anouk Aimée) y otras amantes ocasionales. Marcello engaña a Emma cuanto quiere, pero sin embargo se siente ligado a ella. Le atrae Magdalena, una aristócrata podrida de dinero y frustrada por no poder dirigir su vida en ninguna dirección. Magdalena ansía ser esa otra María, la pecadora arrepentida. Pero Marcello no va a atarse firmemente a ningún poste, y será Ulises arrastrado hacia las sirenas en una tragicomedia sin fin. No va a poder formar una familia, como ha hecho su amigo, el místico intelectual Steiner (Alain Cuny). Al fin y al cabo, eso no es un seguro de vida, porque incluso Steiner vaporiza el mármol: descontento con su rellano burgués, asesina a sus hijos y se perfora la sien de un tiro.
La Grande Bellezza. Han pasado cincuenta años. Marcello es ahora Jep Gambardella (Toni Servillo), un vividor de cerca de setenta, que trabaja como cronista en un periódico dirigido por una enana. Jep vive y recibe en un lujoso apartamento frente al Coliseo. En su momento, se hizo famoso con una novela, El aparato humano, que ya solo recuerdan sus allegados. No ha vuelto a editar ficción desde aquel éxito.

Jep vive de noche y duerme de día. Gasta una apostura risueña y desenfadada, a lo David Niven. Monta vacuas tertulias en su terraza y asiste a múltiples festejos de la Roma elegante. Cuando es necesario, Jep se acuesta con quien se lo pide, esas millonarias cincuentonas que guardan fotografías en su portátil. Tiene un amigo heroinómano que dirige un local de destape, cuya cuarentona y descarriada moza, metida de lleno en la farándula del espectáculo, está enganchada hasta las cejas. El padre le pide a Gambardella el tosco favor de encontrar un marido para su pobre hija. Ni corto ni perezoso, nuestro dandi acompaña a la mujer a encuentros donde asisten monseñores y matrimonios nobles contratados. Nace cierta química entre ambos, con el trasfondo felliniano de lo absurdo: magos que hacen desaparecer jirafas, políticos corruptos y lascivos, vejestorios adictos al bótox, monjas beatas caricaturizadas, cardenales glotones, presentadoras prefabricadas, solitarios que se fotografían a diario, poetas excéntricos, dramaturgos fracasados. La pléyade de lo banal, de lo superficial a más no saber. Sin motivo aparente, sin por qué, sin rumbo. “En aquellos días, los hombres buscarán la muerte y no la encontrarán; desearán morir, pero la muerte huirá de ellos” (Ap 9, 6). Personal indolente y mezquino atrapado en los laberintos de Piranesi, mientras el nuevo mundo es un aire suave de pausados giros.

 La Dolce Vita ya predecía nuestra época de una realidad construida y cercenada por la imagen. Solo lo capturado por una cámara existe de veras. Los “paparazzi” a la caza del disparo famoso. En busca del unicornio. Hay que fabricar un punto de vista, enseñar al público el rostro y el cuerpo de la gente guapa. El olimpo de los dioses en las noches junto al Tíber.
El rico que no encuentra una razón para vivir es el más desgraciado de los hombres, porque está prisionero de su jaula de oro y no se atreve a usar la llave de diamantes para salir de ella. Como acierta a decir una mujer extranjera durante el falso milagro de La Dolce Vita, “quien busca a Dios, lo encuentra donde quiere”. Quien se fija un objetivo que vale la pena, pues supera lo suyo y se imbrica en el tejido social, puede comenzar a darse por satisfecho. No hay mejor voluntad que una de compromiso. Eso es lo que les falta a los personajes que desfilan por ambas películas, perennes en su nihilismo, en su caparazón, en su “ser-para-la-muerte”, en su “noluntad”.
 
Paolo Sorrentino ha conseguido atrapar en La Grande Bellezza la exquisitez de lo inacabado, de lo espurio. Ha firmado una obra delicada, única, soberbia en su tributo a la vacuidad de lo cercano, un testimonio valioso y brillante de lo decadente a cada rato.
Catedral de lo crepuscular, La Grande Bellezza, todo un clásico.
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