Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

sábado, 13 de abril de 2019

Autohomenaje.

Confieso que nunca he sido almodovariano. Nunca hice cola para ver sus películas de los años de La Movida, cuando yo era un adolescente aún, pues las situaciones y los alocados personajes me parecían un canto al exceso, una oda a la desobediencia y un aria al desorden. La Movida, con su estética punki, heavy o gótica, no solo no me atraía sino que me horrorizaba. No fui un rebelde ni un seguidor de tribu urbana alguna. Sin embargo, tengo que reconocer que, si el cine español quebró horizontes y fue reconocido internacionalmente en la primera andadura de nuestra democracia, fue especialmente gracias a las películas rompedoras de Pedro Almodóvar, manchego, nacido en Calzada de Calatrava hace 69 años. Países de nuestro entorno, como Francia, comenzaron a prestigiar el cine innovador de Almodóvar, con su tono kitsch extremadamente hortera y sus experiencias disparatadas y nada convencionales.  No obstante, antes de su pleno reconocimiento académico fuera de España, el gato al agua se lo llevaron otros directores, menos audaces y más moderados: José Luis Garci (Oscar al mejor largometraje extranjero por Volver a empezar, 1983) y Fernando Trueba (igual Oscar por Belle Époque, 1994). Almodóvar, por fin, se alzó con el Oscar –el premio gordo— a la mejor película en 2000 por Todo sobre mi madre, y se llevó el Oscar por el guion de Hable con ella, en 2003, pero no lo consiguió como mejor director. Su presencia en las pantallas de medio mundo es, desde luego, clamorosamente indiscutible. Mencionar un hombre de cine español, descontando al cada vez más olvidado Luis Buñuel, es recurrir a Almodóvar sin duda.
Con el rodaje y estreno de Dolor y gloria (2019), Pedro Almodóvar se retrata a sí mismo y se da un sentido y sentimental homenaje. Elige al insustituible Antonio Banderas –actor fetiche—como alter ego. A Banderas lo ha ido fortaleciendo el tiempo, otorgándole seguridad y señorío. Salvador Mallo (Banderas) es un realizador aburguesado, coleccionista de arte, sibarita, aquejado de diversos achaques de oídos, espalda, cabeza y todo lo que haga falta. Además de en la clínica, se le va a hacer un reconocimiento en la Filmoteca Nacional, donde se va a proyectar su película mítica. Para el evento, Salvador desea contar con la asistencia de su actor protagonista, Alberto Crespo (Asier Etxeandia), con el cual mantuvo durante el rodaje una muy tensa relación. Con ánimo de recuperarlo, Salvador lo visita en su alojamiento de El Escorial. Crespo es un adicto a los “chinos”, vapor de heroína aspirado. El director se deja tentar y se aficiona al “caballo”, porque en parte cura sus dolores y su inmensa soledad. Surgen sus recuerdos de infancia –ambientados en las cuevas del Batán de Paterna--. Años difíciles en el seno de una familia modestísima. Una madre cariñosa, Jacinta (Penélope Cruz), que pretende lo mejor para su niño, lo pone al cuidado de unos curas, por mediación de la beata del lugar. En el colegio lo tienen cantando, engatusados por su divina voz, y le aprueban las asignaturas casi sin estudiar. El relato pasa del pasado al presente. El actor Crespo está dispuesto a secundar a Salvador en el homenaje si este le presta un texto suyo –La adicción-- para representar un monólogo teatral. Casi a la vez aparece otra antigua amistad de Mallo, Federico (Leonardo Sbaraglia). 
Dolor y gloria es una película sobria y elegante, preferentemente entretenida, lo que viene caracterizando ya al último cine de Pedro Almodóvar desde justo el cambio de milenio, con Hable con ella y La mala educación, que luego corroboraron cintas como Los abrazos rotos, Los amantes pasajeros y Julieta. Almodóvar parece querer diseñar ahora sus largometrajes para todos los públicos y para todos los gustos, renegando de los excesos estrambóticos de los años ochenta y noventa.
De Pedro Almodóvar se ha diseccionado mucho su cine y poco su biografía, de la cual se conocen retazos. En Dolor y gloria ha aprovechado algunos aspectos: su infancia muy humilde, pasada entre La Mancha y Extremadura (quizá fuese en tierra extremeña eso de la llegada del proyector y de la pantalla tras la que orinaban los niños, porque en Calzada no había cine), su mala enseñanza con unos religiosos salesianos como becario pobre, su salud quebradiza, siempre con altibajos no excesivamente preocupantes, su amor hacia su madre, a quien aparta de Madrid para no evidenciarla su homosexualidad. 
Almodóvar, es cierto, se sobrepuso al clima de hastío insalvable del campo manchego, ese paraje quijotesco donde nunca ocurre nada fuera de lo común. “Los manchegos –apostilló un día el director—son un pueblo muy reaccionario (…) En sus vidas, la ausencia de placer es total, absoluta.” Huyó de La Mancha y buscó refugio y oportunidades en Madrid. En los años sesenta se hizo hippie. En 1969 ingresó de empleado en la Telefónica, de donde estuvo entrando y saliendo, con algún viaje a Londres para abrirse a otra realidad. En Londres, donde vivió cinco meses en 1971, Almodóvar se dedicó a lo más variopinto; por ejemplo, cuidador de niños en casa de los Rothschild, cuya casa daba al cementerio de Highgate y a la tumba de Carlos Marx. Muy a comienzos de los ochenta, Pedro se sumó a La Movida, un espacio donde, de repente, no se exigía un currículum maravilloso para medrar con cualquier cosa que se quisiera hacer pasar por arte. La noche estruendosa, los conciertos, el rock duro, las drogas… “En aquella época, el caballo llegó fuerte y no había información, lo que hacía que la gente se fumara un chino de heroína como si fuera un cigarro” (Asier Etxeandia dixit). Las plazas de medio Madrid, sumidas en los vapores salvajes de la nocturnidad, estaban atestadas de camellos y yonquis. Había mucha heroína, y no solo esnifada, sino también, y sobre todo, inyectada. Pronto llegaría el inesperado y muy cruel azote del Sida, emboscado en las jeringas desechables reutilizadas. Desde ciertos sectores políticos progres, incluso parecía alentarse el consumo de algún estupefaciente, un porro o dos cuando menos. Eso adormecía a la gente, aletargaba las conciencias en un momento en que el empleo escaseaba o era muy precario. En la siguiente década, se abrirían paso “excelsior” las agencias de trabajo temporal. Soy testigo de que, en los baños de la Complutense, alguien escribió con sorna y sin ambages “Trabajo temporal… para el abuelo de Froilán”. 
Todo parece indicar, pues él mismo lo ha confesado, que a finales de los sesenta Almodóvar descubrió “la droga, el alcohol y a Walt Whitman”. La droga es un condimento común, una forma de socializar en películas como La ley del deseo (1987), un arranque para la acción en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), y desde luego una pieza argumental clave en Entre tinieblas (1983). Sin embargo, la droga y los adictos han ido suavizándose en su filmografía reciente, hasta volverse casi anecdótica. En una entrevista para El Cultural (de El Mundo, 8 de marzo de 2019), Pedro Almodóvar –más burgués gentilhombre—matiza ese cierto coqueteo con los estupefacientes en el pasado: “Hace muchos años que no me drogo. Nunca he tomado caballo, y Dios me libre de decir nada bueno de él (…) Nunca tomé porque enseguida vi a dónde te llevaba.” En Dolor y gloria es un exponente caracterizador de los personajes, que vienen de los ochenta, de la época dura del consumo en Madrid: “Lo más importante de La Movida es cómo vivíamos. Un cambio absolutamente radical. Lo que para mí es muy importante es que los tres personajes masculinos, y ese triángulo que forman, vienen directamente de los ochenta, se han formado como yo en aquel periodo. Tienen una relación con el sexo y las drogas que procede de ahí. Creo que es la película en la que más he hablado de lo que significó vivir en aquellos años.”
Dolor y gloria es un importante esbozo biográfico de Pedro Almodóvar y una de las mejores interpretaciones de Antonio Banderas. La película, al margen de la maestría de su realizador, del guion y de la idea original, es él.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2019.
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“Hay mucha preocupación. El juicio al procés es el testimonio más vivo del fracaso político. Los ciudadanos tenemos muchas diferencias, pero siempre hay más elementos en común. Lo más decepcionante es que los problemas de los ciudadanos parece que han desaparecido de los programas políticos.” (Pedro Almodóvar)