Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

martes, 31 de diciembre de 2019

Hombres de honor.

Así es como se tienen a sí mismos los miembros de Cosa Nostra, la mafia siciliana. Un hombre de honor hace un pacto de silencio (omertà) manchando con su propia sangre la imagen de un santo, que queman en su presencia. El hombre de honor no puede abandonar nunca su pertenencia a la organización. El hombre de honor tiene el deber de ejecutar al menos a una persona por mandato. Romper la omertà es traicionar a la familia, y se paga con la muerte.
En la década de 1980, en Sicilia, se produjo una guerra entre los clanes corleonés y palermitano por el control del tráfico de heroína y su exportación de Italia a otros países, como Estados Unidos. Los corleoneses, comandados por el cruel Salvatore «Totò» Riina, compraron la ayuda de algunos miembros de Palermo y emprendieron una refriega sangrienta para eliminar a sus rivales. Algunos palermitanos cayeron; otros salvaron su vida escapando al extranjero, como fue el caso de Tommaso Buscetta. Refugiado en Brasil, se agenció una identidad falsa y se casó de nuevo, con Maria Cristina, una hermosa mujer casi veinte años más joven que él. Buscetta dejó en Sicilia dos hijos crecidos, los cuales fueron secuestrados por la mafia, torturados, asesinados y disueltos en ácido. Otro hermano de Buscetta también murió asesinado, así como otros familiares cercanos. La hermana de Buscetta renegó de él por no encarar su destino y provocar con su huida la venganza contra inocentes.
Es justamente el hecho de haber matado a personas no vinculadas a la mafia lo que llevó a Tommaso Buscetta a romper la ley del silencio y colaborar con la justicia italiana, sin llegar a reconocerse nunca como un «arrepentido». El viejo código de Cosa Nostra establece que no se puede ir contra inocentes. Si se reprocha algo a un miembro, es ese quien debe pagar o responder por ello, y no su familia ni amigos. Estaba claro que los corleoneses habían roto el viejo código, actuando indiscriminadamente contra gente que no era culpable.

El encuentro entre Buscetta y el juez Giovanni Falcone, un hombre íntegro, comprometido con llegar hasta el final en su lucha contra el crimen organizado, fue decisivo. Falcone conocía bien los ambientes sicilianos, la jerga de allí, los usos de la calle, y se logró así pronto la confianza (y hasta el respeto) de Buscetta. Sus pormenorizadas declaraciones en privado al juez permitieron celebrar en 1986 el macrojuicio de 475 acusados de pertenecer a la organización. Buscetta y su familia brasileña hubieron de ser escondidos por la DEA en Estados Unidos, bajo sucesivas identidades supuestas y no permaneciendo más de tres años seguidos en un mismo lugar. Tommaso sorprendió a sus antiguos camaradas presentándose en el juicio y encarándose con ellos. Decía no comparecer ni como traidor ni como arrepentido; solo se sentía como un hombre de honor desenmascarando a quienes habían faltado verdaderamente al espíritu de Cosa Nostra.
Lo cierto es que Tommaso Buscetta no tuvo una verdadera vida de ciudadano libre y honrado después del proceso. En Estados Unidos, no podía salir a la calle sin miedo, y constantemente estaba protegido por agentes secretos. Hubo de cambiar su aspecto y salir armado, por temor a una represalia en cualquier momento.  Cuando se detuvo a Salvatore Riina, tuvo que declarar contra él. Con particular gran placer, pues era quien había decretado los asesinatos de varios familiares suyos, incluidos sus propios hijos.

Tommaso Buscetta murió de cáncer, en Florida, el 02 de abril de 2000, a la edad de 71 años.

Su vida aparece recogida en el documental de 2019 Nuestro padrino (Our Godfather), de Mark Franchetti y Andrew Meier, también productores, que cuenta con los valiosos testimonios directos de la viuda e hijos del biografiado. Películas y vídeos caseros nos acercan a la realidad íntima de este personaje, bien parecido; aparentemente un ser normal y de aspecto, en principio, inofensivo.

Ahora un largometraje italiano firmado por el veterano realizador Marco Bellocchio, El traidor (2019), repasa sus andanzas como mafioso y colaborador de la justicia.
El traidor es una cinta briosa, una de las mejores y más auténticas aproximaciones al mundo de la mafia. La primigenia y original Cosa Nostra siciliana.  Peca de biopic al idealizar al protagonista y mostrar solo su lado más «humano», enseñándonos las luces y no las sombras del confidente. Parece un Robin Hood en su defensa del espíritu primigenio de la mafia; como si el crimen no entrara en ese plan. Bien es verdad que, merced a sus valientes y valiosas confidencias, se pudieron desarticular sustanciales clanes sicilianos, tanto de Palermo como de Corleone. Pero dudamos de que la mafia tuviera alguna vez nobles intenciones, y no las consabidas de ganar dinero mediante la extorsión y todo lo ilícito. Pudo ayudar a gente humilde, pero lucrándose en sus operaciones y enriqueciéndose con ellas. Los «dones» eran los herederos de los «condotieros», los generales mercenarios que alquilaban sus servicios guerreros a las ciudades-estado italianas. Su nombre deriva de «condotta», el contrato que los ligaba a su protegido. Pero, en ocasiones, eran los condotieros quienes mandaban sobre el contratante, quien quedaba a su merced. Estos generales de milicias mercenarias solían exigir importantes sumas de dinero a cambio de protección. Su época dorada fueron los siglos XIV y XV. Es sabido que los capos de Cosa Nostra «ayudan» a los políticos para recordarles después que deben devolver el favor.  Los políticos, ya en la cúspide de su carrera, suelen cumplir.
Las interpretaciones de El traidor son potentes y naturales, consiguiéndose de entrada un gran parecido físico entre los personajes reales y los actores que les dan vida. Destaca quien lleva el peso de la acción, Pierfrancesco Favino (Tommaso Buscetta), excelente y plenamente eficaz en su composición. Lo secunda el veterano Luigi Lo Cascio (Contorno), a quien descubrimos en La mejor juventud (2003). Fausto Russo Alesi construye un adecuado juez Falcone. Fabrizio Ferracane es un genuino Pippo Calò y Nicola Cali es clavado a Riina. El lado femenino se lo lleva íntegramente Maria Fernanda Cândido, en el rol de Cristina, la esposa de Buscetta. La narración posee buen ritmo y la ambientación y localizaciones son apropiadas y ajustadas a lo que se quiere transmitir.

El traidor es un largometraje muy logrado, de violencia contenida, ágil, cautivador en sus diálogos, digno de recordarse como de los que más fielmente reconstruyen y retratan desde sus profundidades el mundo de la mafia italiana.

© Antonio Ángel Usábel, diciembre de 2019.

lunes, 9 de diciembre de 2019

Estrenos otoño / invierno de 2019.

A partir de septiembre de 2019 se han sucedido los estrenos cinematográficos de interés. Vamos a comentar algunos, los que nos parecen más relevantes.
Joker (Todd Phillips, 2019), Ad Astra (James Gray, 2019) y El crack cero (José Luis Garci, 2019) tienen en común protagonistas asomados a un abismo de pérdida de identidad por un proyecto de vida truncado. La primera es la historia de un desequilibrado que vive con su madre, que depende de los tranquilizantes que le proporciona una asistente social, y que es vapuleado por una sociedad donde no encuentra ni justicia, ni acomodo. Es un humorista que no tiene gracia, y que no puede evitar desternillarse con una risa nerviosa que vulcaniza al más firme. Finalmente responderá con una explosión de violencia que será coreada por todos los incomprendidos y alienados del implacable paraíso capitalista. La apabullante interpretación de Joaquin Phoenix potencia durante dos horas el clímax de este drama psicológico, dotándolo de un patetismo, una veracidad, una solidez y sustancia nada comunes en las historias basadas en cómics. 
Ad Astra es una revisión del clásico de Conrad El corazón de las tinieblas: un hijo (Brad Pitt) es enviado en una misión espacial a buscar a su padre (Tommy Lee Jones), a quien no ve desde niño. El padre parece haberse vuelto loco y estar saboteando la supervivencia de una estación orbital y de todo el sistema solar en sí. Una narración introspectiva, con oportunas dosis limitadas de acción impactante, efectos técnicos inclusivos, y muy bien interpretada por Pitt. Muy interesante y digna de recordar, porque quizá sean así los viajes espaciales.

El crack cero, desaparecido nuestro gran Alfredo Landa (detective Germán Areta), viene protagonizada por el estoico y eficiente Carlos Santos. Es un homenaje a la primera historia (El crack, 1981), uno de los más duros relatos de cine negro de producción española. Rodada en blanco y negro, aprovecha tomas del Madrid de la película primigenia y consigue reproducir la misma atmósfera opresiva y claustrofóbica, con un investigador atrapado en la tela de una araña que le supera y amenaza con devorarlo implacablemente. Se repiten los comentarios sobre boxeo, las conversaciones irónicas –esas que siembran la novela barata--, las implicaciones sórdidas de la España profunda en las alcantarillas de un Madrid gris y desconocido. Soporte del relato de Garci y Javier Muñoz es la subcultura que cundió tanto en los años del franquismo y aun de la naciente democracia: la de revista o novela de quiosco, humo de velada pugilística, apuesta de canódromo, charla de barbería, billares o taberna. 
Una Cayetana Guillén Cuervo en el papel de la relaciones públicas Conchita, quien guarda gran parecido, por la caracterización, con otra Concha (Velasco). El crack cero recupera la solvencia y rotundidez de El crack, tras el descenso de la más blanda y ligera El crack dos. Sobresaliente Garci. Una espléndida propuesta.
Parásitos (Bong Joon Ho, 2019), ganó la última edición del Festival de Cannes. Es una tragicomedia coreana de ritmo ágil que cuenta el vertiginoso ascenso y no menos monumental caída de una familia pobre merced a la ingenuidad e imprudencia de otra familia acomodada. El elenco protagonista es soberbio y actúa con eficacia conjunta, convirtiendo el resultado en una obra coral extraordinaria. El veterano Kang-ho Song en la piel de un chófer tan experimentado como cínica es su señora –cocinera y ama de llaves—y su ajustada progenie: el profesor de idiomas y la instructora en arte. ¿Qué harían unos diablos muertos de hambre en ausencia de sus amos? Seguramente lo mismo que el imprudente aprendiz, a solas sin el brujo: conjurar a las escobas y ver espantado cómo estas traen cubos y más cubos de agua, hasta anegar la guarida, sin remedio.
El irlandés (The Irishman, Martin Scorsese, 2019) es una producción Netflix que utiliza la técnica de rejuvenecimiento facial, desarrollada por George Lucas, para que Robert De Niro, Joe Pesci, Al Pacino y otros actores interpreten a sus personajes a lo largo de treinta años. Una historia de mafiosos en la que todos ellos están en su salsa. Parecen nacidos para inmortalizar a los jefes italoamericanos de Cosa Nostra. Scorsese mueve la cámara con su estilo, por escenarios rápidos, espacios múltiples en secuencias breves pero contundentes. Tres horas y media de violencia contenida, mas intensa, sin edulcorantes. El guion cuenta con la participación del autor del relato original, Charles Brandt, quien teoriza sobre la intervención de la mafia en la desaparición del líder del sindicato de transportistas Jimmy Hoffa. El protagonista es el secuaz Frank Sheeran, papel que recae en De Niro, un veterano de la Segunda Guerra Mundial metido a “pintor de paredes”, en el argot del crimen organizado, ejecutor de sentencias de muerte. Sheeran, promovido a una escala intermedia, hace mucha amistad con Hoffa, líder condicionado por los reyes de la extorsión. Cuando estos deciden que Hoffa es alguien incómodo y prescindible, encargan al propio Sheeran que lo elimine. De telón de fondo, el clan Kennedy aupado a la Casa Blanca por doscientos mil votos comprados y luego empeñado hasta las cejas en acabar con la influencia de los padrinos. Misas, ceremonias, homenajes, respeto a la moral, culto a las madres de familia… un ritual vacuo y grotesco mostrado muchas veces, desde los años setenta, por Scorsese y otros realizadores (Coppola, Leone, Levinson, John Huston), y que –se dice por ahí-- hace gracia a los mismos retratados.
La gran mentira (The Good Liar, Bill Condon, 2019) es una historia de estafadores a gran escala y, a la vez, el romántico encuentro de una pareja de maduros (Helen Mirren, Ian McKellen) cruelmente condicionada por las sombras de su pasado. Una trama predecible en lo sustancial, resuelta con brío y con el excelente oficio británico de sus intérpretes protagonistas, que cuenta con una cierta “sorpresa” en lo que a su segunda parte se refiere. Bastante entretenida, aunque nada ligera, sino cruda por momentos.
Midway (Roland Emmerich, 2019; guion de Wes Tooke) ofrece una completa e ilustrativa recreación de lo que significó la Guerra en el Pacífico, desde el ataque japonés a Pearl Harbor (7 de diciembre de 1941) hasta la revancha norteamericana en la batalla de Midway (4 a 7 de junio de 1942), victoria que cerró el acceso de la armada imperial nipona a la costa oeste de Estados Unidos y obligó a su repliegue sustancial. La cinta, de producción independiente (con capital chino), cuenta con buenas interpretaciones (Ed Skrein, Patrick Wilson, Woody Harrelson, Luke Evans, Brennan Brown, Nick Jonas, Dennis Quaid, Keean Johnson) y unas muy elaboradas secuencias de ataque aéreo realizadas digitalmente por Pixomondo. Más completa que su predecesora de 1976 (La batalla de Midway, Jack Smight), en cuanto que abarca más detalles históricos, su único defecto reside en que la reconstrucción por ordenador la asimila a un videojuego. Pero, si uno se olvida de que está viendo secuencias gráficas, en vez de escenas documentales coloreadas, o simulaciones por pilotos acrobáticos --como antes era lo habitual-, la ilusión funciona y el efecto se consigue. Muy meritoria, en verdad.
Puñales por la espalda (Knives Out, Rian Johnson, 2019) es una comedia que recrea las intrigas detectivescas de Agatha Christie: un viejo caserón, un millonario excéntrico suicidado, una plétora de herederos ambiciosos y ruines. La más honrada, la joven enfermera del viejo, una inmigrante de origen brasileño, rol que recae en la adorable Ana de Armas. Auténtico homenaje y loa a todos los inmigrantes en situación de dudosa legalidad. Desfila un elenco de veteranos: Christopher Plummer, Jamie Lee Curtis, Don Johnson, Frank Oz, Toni Collette… Daniel Craig se mete con tino en el papel de Benoit Blanc, el sagaz detective. Una cinta que esquiva la parodia (Un cadáver a los postres), agradable, simpática y lucida.

© Antonio Ángel Usábel, diciembre de 2019.

miércoles, 9 de octubre de 2019

Cazadores de perdices.

“Mientras dure la guerra” fue esa coletilla que la Junta militar quiso poner, como condición, a Franco a la hora de asumir el poder supremo, y que una mano amiga de los intereses del Generalísimo suprimió bondadosamente del documento final que se firmó. Es decir, a todos los efectos, Francisco Franco Bahamonde iba a ser Jefe del Ejército y del Estado --Caudillo de España—una vez terminara la contienda incivil, en abril de 1939. Nada de depuración del régimen republicano, ni de reinstauración de la monarquía borbónica: un poder autárquico, unipersonal, y dictatorial en suma. El falangismo era la inspiración ideológica del Alzamiento Nacional; José Antonio hablaba de la “unidad de destino en lo universal”, o lo que es lo mismo, que cada español –católico como manda la tradición—trabajara por un interés común, una forma de pensar única e inequívoca, asumida como propia y alejada de toda disquisición partidista. Los partidos políticos –la diversidad de pensar—no tenían cabida en una España nacionalcatólica, porque la diferencia, la divergencia, no creaba sino desunión y enfrentamiento de intereses. El Fascismo italiano –con su Duce a la cabeza—había demostrado que se podía levantar un imperio de sus cenizas, como un Ave Fénix renaciendo. Hitler, en Alemania, hacía otro tanto. España había entrado en decadencia en el último tercio del siglo XIX: la pérdida de su autoridad colonial, de su presencia en ultramar. Esto llevó a intelectuales, políticos y militares al desánimo y la melancolía, a las ansias de “regeneración” con ese gran “cirujano de hierro” del que hablaba Joaquín Costa. España estaba enferma y había que sanarla. Primero lo intentó el brazo castrense de Miguel Primo de Rivera, después –soslayando nuevos experimentos dialectales-- la sublevación armada de julio de 1936.
La II República española no había conseguido ningún entendimiento: la radicalización de posturas cundía por doquier. La izquierda quería acabar con los privilegios de clase: con los terratenientes, la sumisión a la aristocracia, los tejemanejes de la Iglesia católica. La derecha no estaba dispuesta a dejarse pisar el callo: ni admitía injerencia en la propiedad, ni toleraba el laicismo ni la sombra del comunismo soviético. Nadie trabajó por lograr un equilibrio, por buscar un punto medio --por otra parte muy difícil--, por lo irreconciliables de las posturas, al conllevar dos modos opuestos de entender la vida. Lerroux y Largo Caballero no podrían haber comido en la misma mesa. Por eso, cuando los conservadores formaron gobierno, llegó la Revolución de Asturias de 1934, auspiciada por las formaciones de izquierda, sofocada marcialmente por Franco, y negro preludio de la Guerra del 36.

Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-Salamanca, 1936) había militado en el socialismo en su juventud. Incluso esa militancia pudo valerle para medrar en los círculos académicos e intelectuales (como también a Antonio Machado su vinculación a la masonería). Unamuno pasó, en muy pocos años, de dar clases particulares, a profesor de instituto primero, y a catedrático de Griego en la Universidad de Salamanca y rector vitalicio de la misma no mucho después. La cátedra de Griego se la ganó a pulso frente a un tribunal conservador, presidido por don Marcelino Menéndez Pelayo, y con Juan Valera como vocal. Era junio de 1890. El carácter combativo de Unamuno cristalizó al oponerse a la dictadura de Primo de Rivera, hecho por el que fue desterrado a Fuerteventura. Acogió con vítores la proclamación de la II República y encabezó manifestaciones multitudinarias en Madrid. Pero pronto se desengañó del giro extremista del nuevo Estado, y de la imposibilidad de consensuar esfuerzos políticos y posturas sociales. La República estaba perdida (como ya ocurrió en diciembre de 1874, con el pronunciamiento del general Martínez Campos). Es así que, cuando estalló la sublevación militar, Unamuno la acogió como una solución posible y válida. Creía que la milicia iba a reinstaurar sabiamente el orden. Y en poco tiempo. Lo que no sospechaba era que se tratara del inicio de un serio conflicto bélico que sumiría a España en la destrucción y en un baño de sangre. De ahí su famosa elucubración de “vencer no es convencer”, luego adornada con un discurso pomposo y redondo, supuestamente pronunciado en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, ante las autoridades del Ejército, el 12 de octubre de 1936, “Día de la Raza”.

En octubre del 36, en Salamanca, ya había comenzado a escucharse “la dialéctica de los puños y de las pistolas”, por más que a Unamuno, ingenuamente, le parecieran tiros de cazadores. Habían iniciado los falangistas y los sublevados sus purgas, deteniendo y ejecutando sin juicio previo a opositores políticos, como los dos grandes amigos del rector, el pastor protestante Atilano Coco Martín –maestro de la Logia Helmántica, fusilado el 8 de diciembre de 1936-- y de su exalumno y colega, rector de la Universidad de Granada, Salvador Vila –ejecutado en el barranco de Víznar, el 23 de octubre del mismo año--.

Fue, precisamente, en el reverso de la carta que le escribió Enriqueta Carbonell –esposa de Atilano Coco-- a Unamuno, rogándole mediara por su esposo, donde el rector toma sus notas para su intervención improvisada en el paraninfo salmantino. Son frases sueltas, cuya verdadera textura desconocemos hoy, pues el discurso de Unamuno no fue grabado. Las anotaciones dicen:

“Guerra internacional occidental cristiana independencia.

Vencer y convencer.

Odio y compasión ni la mujer.

Odio inteligencia que es crítica diferenciadora inquisitiva no inquisidora que es examen.

Lucha unidad catalanes y vascos.

Cóncavo y convexo.

Imperialismo lengua.

Rizal.”

Este discurso ha sido investigado y reconstruido, con la mayor imparcialidad crítica e histórica posible, por Severiano Delgado Cruz en su ensayo Arqueología de un mito (Ed. Sílex, 2019). Al parecer, Unamuno respondió a Francisco Maldonado, quien arremetió contra una “España roja” dueña del “primitivismo y barbarie”, en la que catalanes y vascos vivían a sus anchas, “a costa de los demás españoles (…) en un paraíso de fiscalidad y de altos salarios”. Estos términos fueron rubricados por el poeta José María Pemán, quien habló de España como “pueblo nacido para la universalidad y para el imperio”.
Unamuno aplaudió el papel del ejército nacional para salvar “la civilización occidental cristiana”, pero negó el antiespañolismo de catalanes y vascos (él mismo lo era, y asimismo español) y apeló a la necesidad de convencer y no solo de vencer por la fuerza de las armas. Seguidamente, criticó a esas damas católicas que asistían a los fusilamientos con el crucifijo al cuello, y justificó que el Imperio español (su expansión americana) se basaba en la extensión de la lengua, no en la raza. Mencionó como muestra a José Rizal, líder del independentismo filipino, quien usaba el español para expresarse. Esta alusión a Rizal fue lo que más enfureció a Millán-Astray, veterano de aquella pérdida colonial, quien golpeó la mesa y exclamó “¡Muera la intelectualidad traidora!” El auditorio festejó y aplaudió al fundador de la Legión. Un docente gritó que estaban todos en “la casa de la inteligencia”, a lo que Pemán respondió “¡No digamos muera la inteligencia, digamos mueran los malos intelectuales!”

No es cierto que Unamuno tuviera que ser conducido por Carmen Polo, en su coche, hasta su casa. El propio rector optó por irse andando, porque vivía muy cerca del paraninfo. Por la tarde, en su visita al casino, sí resultó abucheado por algunos socios. El 13 de octubre, Unamuno fue expulsado de la corporación municipal, y el 14, destituido como rector por sus compañeros de claustro. Se le recluyó en su casa, aunque sus simpatías por los militares golpistas no parecieron aminorar. Unamuno fue un mar de contradicciones toda su vida: en 1925 abogaba por la supresión del Ejército español (por inmiscuirse en la política del país); en el 36, declara que “el Ejército es el único armazón sobre el que puede construirse algo verdaderamente serio en España.”

Miguel de Unamuno falleció el 31 de diciembre de 1936. El 1 de enero del 37, tuvo un entierro falangista.
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Mientras dure la guerra, el largometraje de Alejandro Amenábar (España, 2019), se centra en la amistad entre Unamuno y sus compañeros de tertulia: Atilano Coco y Salvador Vila. Toman los militares sublevados Salamanca, y a Unamuno le llegan rumores de desaparecidos y encarcelados. Tal cosa, sin duda exageraciones. Sus críticas al gobierno republicano conllevan su rápida destitución como rector, a la par que su adhesión a la Cruzada por la salvación de España le reporta su readmisión en el puesto, y su nombramiento como concejal en el Ayuntamiento.
Cuando se detiene a Atilano Coco, Unamuno media por su liberación inmediata; se trata de una buena persona, que no ha hecho el mal a nadie. Pero no le hacen caso, por ser Atilano protestante y masón.

Enriqueta, la esposa de Coco, increpa a Unamuno por su parcialidad: el sabio bilbaíno ha donado cinco mil pesetas a la causa del alzamiento militar. 

Desaparece también Salvador Vila, y Unamuno va a ver a Franco y a su mujer, Carmen Polo. Estos le reciben cortésmente, y Unamuno argumenta que el bando sublevado, que viene a traer el orden a España, no puede hacer lo mismo con los detenidos que la zona fiel a la República. En un alarde de sangre fría y de pragmatismo inusitados, el general ferrolano y su mujer le responden que ellos no hacen lo mismo que los rojos; que, en la zona nacional, a los presos se les permite, primero, confesar y recibir el perdón de sus pecados, cosa que no contemplan los ateos bolcheviques. Unamuno ve que ha topado con un muro, el de Ávila, bien firme y señero.

La película desarrolla la admiración incondicional, enfermiza, de José Millán-Astray hacia su casi paisano y compañero de armas y de fortuna Francisco Franco Bahamonde. Millán-Astray lo propone ante la Junta militar como Jefe del Ejército y del Estado. Franco, prudente, taimado, recibe en el oído las consejas de su intrigante hermano Nicolás. Se sugiere que el futuro Caudillo decidió prolongar adrede la guerra, evitando el asalto definitivo a Madrid, para poder hacer limpieza a fondo, exterminando a los oponentes antiespañoles. 
De Millán-Astray no se ofrece una visión completamente atrabiliaria y negativa. En una escena, aclara a Unamuno una gran verdad: “Para ustedes, los intelectuales, es muy fácil hablar; lo agitan todo, y luego somos nosotros, los militares, quienes tenemos que reinstaurar el orden y la sensatez.”

La narración tiene buen pulso, y el eje del guion de Amenábar y Alejandro Hernández se vertebra en torno a la rivalidad entre Unamuno y Millán-Astray.

Karra Elejalde construye un Unamuno convincente, confundido por su ingenuidad, buen amigo de sus amigos, intelectual –no político, ni héroe barojiano de acción--. Eduard Fernández vertebra un Millán-Astray enérgico, poderoso, determinado, irónico por momentos. Su caracterización es magnífica y facilita la convicción de su discurso. Santi Prego compone un Franco acartonado, de opereta, en parte por una mala caracterización de museo de cera. Es de lo más endeble del filme.

Hay una secuencia sobradamente elocuente, muy bien esbozada: cuando Millán-Astray, en la carretera, desde su vehículo en marcha, jalea a sus tropas que avanzan a pie. La cámara se sale del camino y enfoca un trigal, y entre las mieses, aún pudibundos sus cuerpos como para no sobrecoger, los primeros represaliados, muertos en el silencio de un manto nocturno.
La película de Amenábar, aun con su ambientación impecable, no obstante, es parcial, pues olvida que en la Guerra “Incivil” se vivió un proceso de barbarie colectiva. No era una lucha de buenos contra malos. Sin justificar la rebelión militar, la II República estaba herida de muerte por su falta de compromiso con la moderación y el entendimiento entre españoles. En ambos bandos hubo muchos asesinatos, muertes de inocentes. Una realidad que no se puede esconder ni disimular, y que debe mostrarse sin tapujos a nuestras jóvenes generaciones, para que tan sangriento desencuentro nunca se repita.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2019.

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La determinación de fijar un mando único para el ejército sublevado fue alentada por el general Alfredo Kindelán, y secundada por la oficialidad de Mola, Orgaz, Yagüe y Millán-Astray. Naturalmente, aplaudida también por Nicolás Franco y por los jefes de Falange y de requetés. Se celebró una reunión en un barracón del aeródromo de San Fernando, a unos treinta kilómetros de Salamanca, el 12 de septiembre de 1936.

Se acordó un documento conciso, de cuatro artículos. En el tercero, se ligaba el mando militar supremo a la jefatura del gobierno, con la apostilla “mientras dure la guerra”.
El 29 de septiembre de 1936, el acuerdo se hizo oficial en Burgos, firmado por Miguel Cabanellas. Contenía cinco artículos, no cuatro, y ya en el primero se nombraba a Franco “Jefe del Gobierno del Estado Español”, sin restricciones.

El más reticente a que Franco asumiera la Jefatura del Estado y el mando absoluto del Ejército fue, precisamente, el masón Cabanellas, quien sabía de la ambición de su antiguo subordinado. Y así lo declaró:

martes, 10 de septiembre de 2019

"Gertrud": entre el amor y la amistad.

Carl Theodor Dreyer fue el Stanley Kubrick danés, o viceversa, Kubrick emuló a Dreyer en la obsesión perfeccionista de la obra cinematográfica. La cinematografía como obra de arte donde el realizador plasma su alma, y esta queda reflejada en ella para siempre.
A Dreyer –periodista, montador, gestor de una sala de proyección—cada proyecto le podía llevar diez años de preparación. Alguno, incluso, no llegó a materializarse, como su largometraje sobre Jesús de Nazaret. No era fácil encontrar financiación para un estilo personal y cuidado de rodar. 
Hay tres obras de Dreyer que resultan imprescindibles: Dies irae, Ordet (La palabra) y Gertrud. La primera, sobre la inquisición calvinista y con una formidable interpretación de Kirsten Andreasen; la segunda, como las Divinas palabras de Valle, sobre el poder taumatúrgico del lenguaje; y la tercera, una poderosa disección de una personalidad de mujer.
Gertrud es una película de madurez, filmada en 1964, con un guion sin división en escenas y aprovechando la técnica compleja del plano-secuencia. Tanto es así, que al operador se le acababa a veces la bobina de celuloide cuando la escena aún no había llegado a su final. Los personajes no se miran cuando hablan, como si permanecieran distantes los unos de los otros, como presencias fantasmales invasoras en el discurso.
Gertrud es la personal lectura de Dreyer de Casa de muñecas, de Ibsen. Parte de una obra teatral del sueco Hjalmar Söderberg, estrenada en 1906. Es la historia de una mujer madura, Gertrud Kanning (Nina Pens Rode), casada con un abogado con fuertes aspiraciones ministeriales, Gustav (Bendt Rothe), que se enamora perdidamente de un joven pianista, Erland (Baard Owe). Por él está dispuesta a abandonar a su marido, y así se lo confiesa a este. La decepción llega cuando descubre que Erland es un muchacho de vida libertina, que ha comprometido seriamente a una mujer mayor que él. El mundo se desmorona para Gertrud, quien oscila también entre los requiebros amorosos de un antiguo pretendiente venido de Italia, Gabriel Lidman (Ebbe Rode), y un amigo desenfadado y divertido, Axel (Axel Strobye). 
Gertrud está hecha para el amor, pero no para uno carnal (como lo quería disfrutar Lidman), sino para uno idealizado. En la acción parece que todos los hombres solo saben amar carnalmente a una mujer, sin otra delicadeza que la del contacto físico. Quizá sean los artistas y los pensadores los únicos que puedan amar en otro plano. El destino suyo es París, donde Gertrud estudiará Filosofía y Psiquiatría.
Como era frecuente en Dreyer, el rodaje fue convulso. El director discutía con la actriz Nina Pens Rode sobre el modo de interpretar su personaje; deseaba que esta permaneciera con un halo de evanescencia en la mirada, con impasibilidad contenida, algo difícil de mantener durante toda la filmación. En las escenas junto al lago, Dreyer se perdía para contemplar el reflejo de los árboles sobre el agua y pensaba en el procedimiento para captarlo en la película.
El montaje contempla dos retrospectivas, sobreexpuestas, para diferenciarlas del momento presente, así como monólogos interiores y autorreflexiones, como la del esposo de la protagonista (“Hay personas que se pasan toda su vida soñando, mientras que otras desbordan actividad. La vida se nos escapa lenta e inexorablemente, independientemente de cómo la vivamos… Guarda bien el tesoro, que Dios te ha entregado, y no lo dejes escapar. Nunca cuidamos lo suficiente aquello que no querríamos perder”). Lindman concluye dos veces que los hechos en la vida nunca suceden a nuestra satisfacción, como los imaginamos. Él continúa enamorado de Gertrud, pero ella ha perdido el interés en él, y se halla presa del amor a Erland. 
En la película se dice que hombres y mujeres son incompatibles. El amor de una mujer y el trabajo de un hombre están reñidos. Si un hombre se enamora, se diluye, se torna ineficaz e irresponsable. Una concepción muy propia de finales del XIX y comienzos del XX. Los grandes hombres están obligados a sacrificarse por la patria. El lema que defiende Gertrud, “Amor Omnia”, el Amor ante todo y sobre todo, no cabe en una visión pragmática de la realidad.
El deseo termina. Cansa. A veces, igualmente agoniza el amor. Pero la buena amistad sobrevive, dura para siempre.
Gertrud es feliz a su modo, viviendo sola en Francia, acompañada de sus recuerdos más dulces y armoniosos, y cultivando –como con la entrega a una rosa-- su amistad con Axel.
Un drama ejemplar, bellísimo y de obligada visión. Una obra maestra de Dreyer.
© Antonio Ángel Usábel, septiembre de 2019.

lunes, 9 de septiembre de 2019

La ruleta rusa en el Taj Mahal de Bombay.

Hotel Bombay (Anthony Maras, 2018) es una grata sorpresa, una de las mejores películas de estos últimos veinte años. Coproducida por India, Australia y Estados Unidos, es una reconstrucción de la cadena de atentados islamistas sufrida por la ciudad de Bombay, entre el 26 y el 27 de noviembre de 2008. Un grupo fuertemente armado de juramentados jóvenes perpetraron varios tiroteos y ataques con granadas y explosivos en doce puntos distintos. La Policía quedó pronto desbordada y el ejército y las fuerzas especiales tardaron más de veinticuatro horas en llegar y combatir el caos reinante. Como curiosidad, está el detalle de que nuestra política Esperanza Aguirre consiguió salvar su vida pisando un suelo de sangre y saliendo por una puerta de servicio del Hotel Oberoi Trident.

La acción del filme recrea los hechos acaecidos en el interior del lujoso establecimiento Taj Mahal Palace & Tower, un hotel de cinco estrellas, considerado de los mejores del mundo. Hasta él llega un grupo reducido de asaltantes, quienes se ponen a disparar sus fusiles Kalashnikov indiscriminadamente contra el personal y los usuarios del hotel, matando a bastantes en primera instancia.
El personal superviviente (la mayor parte, con un origen humildísimo), en vez de escapar por las cocinas, decide permanecer, en su mayoría, junto a la hostigada clientela. Para ellos “el cliente es Dios” y deben servirlo y protegerlo hasta sus últimas consecuencias. Un grupo numeroso se refugia primero en un salón comedor, para ser muy hábilmente llevado después al área VIP, de la sexta planta, protegida por una puerta blindada.
Los terroristas, en nombre de “Alá es grande”, registran cada planta y cada habitación, asesinando en el acto a cuantas personas encuentran en su camino. Algunas se refugian en los armarios, otras bajo las mesas o los mostradores. Quien en un primer momento salva su vida, se pregunta si moverse de allí o permanecer escondido en su sitio. Y ahí es donde los espectadores comparten la angustia con las víctimas potenciales del comando. ¿Qué hacer mejor? ¿Salir a otra parte? ¿Quedarse? Es como jugar a la ruleta rusa, y procurar que no se te escape el tiro que te dé en la sien. 
Al mismo tiempo, vemos las justificaciones de los asesinos: los muertos son infieles, los enemigos del Corán; son responsables de la miseria en que han vivido muchas familias por un reparto injusto de la riqueza y la sobreexplotación de Occidente. El fin –para ellos—justifica los medios. Los muertos han de ser una advertencia y el comienzo de una gran venganza. Los miembros del comando saben que, antes o después, caerán abatidos, pero no les importa morir por unos principios y por una razonable cantidad de dinero, en compensación, para cada una de sus familias.
La Policía, mermada en sus efectivos y confusa, ha de intentar parar a los juramentados con armas convencionales: escasas pistolas y fusiles. Los sorprendidos en el hotel tampoco logran reducir a ningún asaltante y hacerse con un AK-47. 
Las interpretaciones son todas completas y excelentes, destacando, sobre todo, Anupam Kher (Oberoi, el Jefe de Cocina), Dev Patel (Arjun), Nazadin Boniadi (Zahra), Amandeep Singh (Imran, uno de los terroristas) y el veterano anglosajón Jason Isaacs (el ruso Vasili).
Hotel Bombay es un drama serio, duro, sin concesiones a una estética comercial, cuya acción no decrece ni un instante, en la línea de títulos como Los gritos del silencio (The Killing Fields, Roland Joffé, 1984), Bajo el fuego (Under Fire, Roger Spottiswoode, 1983), El cazador (The Deer Hunter, Michael Cimino, 1978), El año que vivimos peligrosamente (The Year of Living Dangerously, Peter Weir, 1982).
Para los amantes de la ficción documental bien realizada. Magnífica, elocuente en cuanto a los estragos del fanatismo de toda época y lugar, y más que recomendable.
© Antonio Ángel Usábel, septiembre de 2019.
"Hotel Bombay" (Metropoli)

miércoles, 7 de agosto de 2019

El escudo del Capitán América.

Ali Aster, quien defraudó con la tosca Hereditary (2018), se luce de verdad con esta fábula contra el ecologismo y los peligros que esconde lo que no es Norteamérica que es Midsommar (EE.UU. / Suecia, 2019). Se nota que estamos en la era Trump: América para los americanos, porque no hay nada bueno fuera del pollo Kentucky, la Coca-Cola y las hamburguesas.

Una pareja americana de estudiantes universitarios es invitada por un compañero a viajar a un recóndito valle sueco, para unirse a una especie de celebración hippy. El chico está escribiendo su tesis sobre culturas primitivas, al igual que un colega de color, otro participante en la aventura. El valle está tan al norte, que nunca deja de ser de día, salvo por un par de horas, pero no hace frío, y se puede vestir con unas túnicas blancas de algodón o lino. Allí no llega la civilización y los habitantes del valle forman una comunidad seudorreligiosa que obedece a una mujer, un tipo de sacerdotisa, asesorada por un consejo de maduros, ninguno de ellos de más de setenta y dos años, la edad límite para vivir en ese lugar.

Los invitados son agasajados con bailes tradicionales y comidas comunitarias, y se les ofrecen –según la ocasión-- pócimas alucinógenas o afrodisíacas.

En el extremo del campamento de cabañas y cobertizos se levanta un templo de madera, cuya entrada está vigilada y vetada. Ni que decir tiene que un miembro del grupo de forasteros rompe la prohibición y se aventura en él (pero sin el escudo del Capitán América), desatando una ola de previsibles acontecimientos trágicos.

La película, aunque dura casi dos horas y media, entretiene y subyuga al aficionado al terror por la novedad de la propuesta: horror al aire libre, a pleno sol (como requería la gran Patricia Highsmith), con unas imágenes impactantes con evidente deuda solapada a otras distopías anteriores (el “carrusel” eliminatorio y depurativo de La fuga de Logan se convierte aquí en un remedo de la romana roca Tarpeya). El poblado indie es la antítesis del idílico Brigadoon.

Aster, autor del libreto, reaviva la repulsión a lo desconocido que aguarda fuera de casa; el peligro anida más allá de las fronteras de Norteamérica; los estadounidenses deben protegerse contra la nueva era de los alienígenas y de los platillos volantes, que ahora son extrañas culturas ancestrales que practican los hechizos, la brujería y los rituales sangrientos. Reminiscencias de aventuras exóticas clásicas, como El mundo perdido (1912), de Arthur Conan Doyle, o Ella (1887), de Rider Haggard, cuya apoteósica y cruda adaptación se debió a Ruth Rose y Dudley Nichols para los realizadores Lansing C. Holden e Irving Pichel en 1935.

Para rematar la jugada de los riesgos de lo foráneo, los excursionistas comentan el peligro de la picadura de garrapata, que puede causar borrelia o enfermedad de Lyme. La garrapata debe de ser un insecto autóctono de los bosques suecos.

Un drama extremo, pero no desagradable, con alguna escena de sexo explícito, que deja recuerdo y regusto en los amantes del género de terror. No se entiende bien que Suecia produzca un relato que deja al lado rural del país tan mal parado; quizá sea porque está rodado, en realidad, en los alrededores de la húngara Budapest.

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2019.

domingo, 28 de julio de 2019

La muerte te está mirando.

El 22 de julio de 2011, en Noruega, un extremista llamado Anders Behring Breivik cometió dos fechorías: hacer estallar una potente bomba en el centro de Oslo, y atacar un campamento juvenil en la isla de Utoya, a cuarenta kilómetros al noroeste de la capital. Por sus disparos murieron 77 personas, 99 fueron heridas de gravedad, y otras 300 necesitaron de asistencia psicológica para sobrellevar la tragedia.

Utoya, 22 de julio (Erik Poppe, Noruega, 2018) es una película insólita porque está rodada con cámara subjetiva y en un único plano secuencia de 72 minutos, exactamente el tiempo que duró el ataque al campamento de jóvenes laboristas. Al parecer, la toma válida definitiva fue la cuarta. Un plano secuencia tan largo exige una precisión milimétrica, una composición perfectamente ensayada tanto del recorrido del cámara como de los movimientos, reacciones e interpretación de los actores. Es un resultado coral. La más leve equivocación obliga a repetir todo al día siguiente. El set es una pequeña isla entera; la entrada en encuadre de cada personaje, cada ruido o efecto sonoro, el diseño visual (campo, enfoque, luminosidad), la toma de sonido directo, han de ser los requeridos por la acción. Un método muy complejo y arriesgado, que el genial Alfred Hitchcock solo se atrevió a llevar a cabo con bobinas de diez minutos (en La soga, 1948).

El personaje central (ficticio) es el de Kaja, una chica de dieciocho años modélicamente interpretado por Andrea Berntzen. Kaja tiene una hermana más pequeña, Emilia, a la cual pierde de vista al producirse la estampida de terror, y a la que intenta localizar retornando al campamento y agazapándose entre las tiendas.

Cuando se produjo la agresión, los muchachos no sabían si era algo real (o solo se trataba de un simulacro o broma), de dónde procedían los disparos, si eran uno o varios terroristas. El caos fue completo durante todo el ataque, porque nadie podía asomar la cabeza para mirar.

Vivimos esta horrible experiencia desde el punto de vista de las víctimas, acorraladas en ese espacio de terreno muy reducido (medio kilómetro). ¿Qué hacer, cómo librarse de la muerte, dónde esconderse sin errar? Son preguntas que intentamos contestarnos angustiosamente a la vez que los personajes del drama, porque llegamos a sentirnos casi tan amenazados como ellos.

¿Dónde está la Policía? ¿Por qué no viene? Noruega debe de ser un país muy pacífico y seguro, cuando estos actos desproporcionados pillan a los agentes de la Ley durmiendo, y a los inocentes mirando a la muerte a la cara.

Utoya, 22 de julio es un filme de ficción documental que huye de convencionalismos comerciales y apuesta por el buen hacer del equipo técnico y del elenco de actores, todos extraordinariamente competentes (atención, también, a Aleksander Holmen, en el rol de Magnus).

Hay escenas que sobrecogen, como el fallecimiento gradual –en los brazos de Kaja-- de una muchacha herida en la espalda. Kaja intenta detener la hemorragia mientras da conversación a la chica, para tranquilizarla. Ante nuestros ojos, la vida se escapa de su cuerpo como el vapor de cocción por un extractor: sin apenas notarlo. La muerte es traicionera y fulmina en mitad de un guiño, de una palabra, de una sonrisa.

Quizá el único fallo no esté en la película en sí, en su metraje, sino en la interpretación edulcorante de los hechos reales ocurridos ese día: culpabilizar a la extrema derecha, sin dar pie a considerar que los actos terroristas pueden venir de cualquiera con un arma en la mano y un comportamiento demencial. La violencia es violencia y no entiende de colores.

© Antonio Ángel Usábel, julio de 2019.

domingo, 5 de mayo de 2019

Dar en adopción.

En buenas manos (Pupille, Francia, 2018) es una película testimonial de la realizadora Jeanne Herry, hija de Miou-Miou y de Julien Clerc, que quiere dar a conocer todo el largo y complicado proceso para encontrar una familia de acogida a un bebé abandonado. También un claro alegato contra el aborto, pues la madre de la criatura, una joven estudiante universitaria, decide seguir adelante con su gestación para luego dar la oportunidad a su hijo de vivir junto a otros padres. No mata a su hijo, sino que renuncia a él y lo entrega en adopción. Un ejemplo de valentía que deberían emular otras muchas mujeres que no desean criar a sus futuros niños. Las criaturas no tienen ninguna culpa de venir al mundo; además, una vez que están en camino, tienen derecho a completarlo y a contar con su oportunidad de ser personas.
El largometraje explora en las experiencias de las trabajadoras sociales y de la primera candidata a madre. Un papel fundamental recae en un cuidador, un hombre, Jean, magistralmente interpretado por Gilles Lellouch, quien ha de hacerse cargo del pequeño Theo hasta que se decida entregarlo a una persona determinada. El bebé pasa momentos de falta de afecto, en los que le cuesta fijar la atención en alguien o en algo en particular. Su madre ni siquiera quiso sostenerlo en sus brazos cuando nació, y ya sabemos lo trascendental que es para un bebé “sentir a su madre genuina”, escuchar latir su corazón, oír su voz, oler su cuerpo. Un recién nacido identifica a su progenitora y se siente ligado a ella.
Poco a poco, con el esfuerzo muy paciente de Jean, Theo va superando esas carencias y se va abriendo al mundo. La cinta detalla las circunstancias que afectan expresamente a Theo, sin olvidar las vicisitudes personales de su futura madre Alice. No es la historia de una pareja sin hijos que desea adoptar (Serenata nostálgica, George Stevens, 1941), sino un procedimiento de adopción completo.
El guion muestra, así mismo, la complejidad de las relaciones humanas y de pareja de nuestros tiempos: vínculos que se deshacen impredeciblemente, casi por la fuerza de la gravedad, y otros que ni la fuerza de los huracanes tuerce ni tumba.
Las familias monoparentales encuentran su asertividad en el mundo de hoy, en respuesta lógica a ese retroceso del núcleo parental tradicional. Es como si el átomo se fisionara, pero la reacción quedara bajo control. 
Una película con buen ritmo, bonita, de diáfana fotografía (Sofian El Fani), con una valiosa interpretación coral mayoritariamente femenina (Élodie Bouchez, Sandrine Kiberlain, Clotilde Mollet, Anne Suarez, Stéfi Celma).
No se alzó con los César, pero consiguió tres premios meritorios: el Lumière a la mejor actriz (Élodie Bouchez) y el Bayard de Oro a la mejor intérprete (Élodie Bouchez) y al mejor guion (Jeanne Herry).
© Antonio Ángel Usábel, mayo de 2019.
"En buenas manos" (Metropoli)