Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 19 de mayo de 2013

El amigo de las suecas.

No podía pasar yo sin rendir un pequeño homenaje a uno de los actores-fetiche de nuestro cine español: aquel señor bajito, pícaro, simpático, aparentemente desinhibido, dicharachero, patriota, optimista, y amigo de las suecas. Nuestro gran Alfredo Landa (Pamplona, 3 de marzo de 1933-Madrid, 9 de mayo de 2013).

Landa dio origen, y a mucha honra, al “landismo”: comedia española de señor que busca esparcimiento. A partir de la década de 1960, el régimen de Franco aflojó el puño y se permitió quitarse el corsé en la cinematografía. Al fin y al cabo, se trataba de mostrar un desengaño, como en el Barroco: España es diferente… pero es mejor; no vayas a perseguir fuera lo que tienes aquí, ¿eh? En el fondo, las comedias landistas exaltaban lo nacional hasta lo infinito. Landa nos enseñaba a apreciar más lo nuestro, lo que quizá no valorábamos lo suficiente: la fidelidad, las playas y el sol mediterráneo, la paella y la tortilla de patatas, el seiscientos, la partida de cartas, el servicio militar, el pueblo y Bonet de San Pedro.
 
Landa ha sido un actor imprescindible. No se puede entender nuestro cine sin él. Como Tony Leblanc (con quien coincidió en Una vez al año ser hippy no hace daño, 1969), destilaba optimismo, pero lo hacía con el aspecto del hombre corriente, feucho, que le ponía sal y pimienta a lo cotidiano. Ver una interpretación de Landa se agradece, porque viene de alguien que ama la vida y transmite al cien por cien ese amor, esa alegría de vivir. Landa iba a por todas, y al final se quedaba como estaba, pero seguía sacando la felicidad de dentro. Ha sido un lujo tenerlo con nosotros y que nos haya acompañado tantos años, a lo largo de más de ciento treinta largometrajes, deleitándonos y comunicándonos su fuerza. Ya no hay actores así, de esta talla, que estén presentes en nuestras vidas y que nos hablen de ese modo. Se merecería estar ya en el Olimpo de los dioses y que desde él dé esperanza a esta sociedad oscura y triste. Necesitamos fanales, farolillos chinos como el suyo: esas sonrisas que nos sacaban de la miseria.
Las películas de Landa eran intrascendentes, sí… ¿Y qué? No se va a poner uno siempre serio.
Recuerdo No desearás al vecino del quinto (Ramón Fernández, 1970), con guion de Juan José Alonso Millán (Cristóbal Colón, de oficio… descubridor), la historia del modisto Antón, que dirige su tienda femenina en una ciudad pequeña y las atrae a pares. No es un dandy, es un homosexual, con una pluma como un castillo que resulta simpático a las chavalas y señoras con sus ademanes de vodevil. Como reza la presentación del filme, Antón es un hombre de confianza porque “todos los maridos tienen la seguridad de que el peligro sería que Antón les tomase a ellos las medidas”. Pero el extraviado modisto modestamente esconde un secreto: ¿es realmente Antón ese homosexual inofensivo de la peluca y la perrita?
En Vente a Alemania, Pepe (Pedro Lazaga, 1971), Alfredo nos dijo que no se podía esperar demasiado del extranjero. Encarna a Pepe, un lugareño con muchas ganas de marcha que viaja a Alemania a hacer fortuna. Pronto se dará cuenta de que con tanto empleo de relleno, no le quedan ni tiempo ni fuerzas para ligar. La película descalificaba la iniciativa de algunos españoles que iban a Francia, Bélgica, Holanda y Alemania en pos de un empleo digno y bien remunerado. Gracias a ellos, el régimen se recompuso durante los años sesenta, pues mandaban dinero a sus familiares y era capital que venía bien a la economía nacional.
 
En 1976, Juan Antonio Bardem consigue estrenar una cinta muy peculiar, una road movie a la española, de orientación tragicómica: El puente. Estaba basada en varios relatos breves de Daniel Sueiro. Abordaba las peripecias de Juan, mecánico y esquirol, apasionado de las motos, quien prefiere ser un espectador de la vida. Durante un “puente”, y al haberle abandonado su chica, decide subirse a La Poderosa, su motocicleta, y marcharse desde Madrid de juerga a Torremolinos. Pero durante el largo trayecto, de más de quinientos kilómetros, diversa gente le va saliendo al paso: dos mujeres que van a visitar a un preso vasco, una compañía de actores ambulantes que representa una farsa sobre los ídolos nacionales, unos amigos emigrantes que han hecho fortuna en Alemania, un estrafalario inventor, unos jornaleros y un argelino sin trabajo, un torero que no quiere torear, una furgoneta de hippies que fuman marihuana (y con los cuales se desfoga sexualmente). Cuando Juan se planta al final en Torremolinos es de noche y casi tiene que volver. Pero reflexiona sobre los acontecimientos del viaje, y se despierta en él una conciencia social y obrera que antes no tenía. Juan era un individuo egoísta que ni siquiera iba al pueblo, a visitar a su madre. Cuando regresa a Madrid, al taller, acepta reunirse con sus compañeros de Comisiones Obreras, que están planeando una huelga.
 
En Las autonosuyas (Rafael Gil, 1983), con guion de Fernando Vizcaíno Casas, Landa interpreta al alcalde de Rebollar de la Mata, provincia de Madrid, quien a la vista del pingüe negocio que es montar una autonomía –como la catalana o la vasca--, propone al pleno y a otros ayuntamientos locales constituir el Ente Autonómico Serrano. La iniciativa cobra forma, ante la atónita mirada de un viejo militar franquista (Ismael Merlo). Como todo buen territorio autonómico, Rebollar requiere una lengua propia, que no puede ser el español o castellano como tal, sino el “farfullo”, una forma de hablar distinguida que cambia las pes en efes, por defecto de frenillo del señor alcalde. Como es lógico, el proyecto de autonomía acaba en hundimiento, con una velada justificación al golpe de estado de Tejero. Este largometraje tiene un magnífico tema musical, compuesto por Gregorio García Segura.

Pese a la tendenciosidad del guion hacia el autoritarismo, la película pronostica el afán independentista de las llamadas provincias con fuero histórico, tal y como vemos hoy que está sucediendo. A algunos les da vergüenza ser españoles, y prefieren ser otra cosa (sin dejar de ser, en realidad, lo que no pueden negar, lo que son). Claro que, sopesando cómo está hoy la corrala, no es de extrañar tanto cantonalismo.
En 1984, llegó la gran oportunidad de Alfredo Landa de demostrar su valía como actor dramático. Antes ya lo había hecho el genial José Luis López Vázquez con Mi querida señorita (Jaime de Armiñán, 1972). Nos referimos a la adaptación de una novela de Miguel Delibes, sobre la miseria de los aparceros extremeños: Los santos inocentes (Mario Camus, 1984). Alfredo era Paco el Bajo, a las órdenes de los señores, los ricos hacendados. Paco tiene que hacer de sabueso durante las cacerías y tener vigilado al Azarías (Francisco Rabal), un retrasado que se alivia por los rincones y domestica pájaros. El tándem formado por estos dos formidables actores –Landa y Rabal—causó conmoción en el Festival de Cine de Cannes; los franceses se rindieron a ellos y les otorgaron a ambos la Palma de Oro a la mejor interpretación masculina. Rabal preparó el papel con meticulosidad: compró ropa vieja, rota y raída a un lugareño y se hizo fabricar una prótesis para presentar una dentadura estropeada.
En 1994, Landa rodó, a las órdenes de José Luis Garci, el remake de Canción de cuna, basada en la obra dramática homónima de Gregorio Martínez Sierra y María Lejárraga. Era una historia blanda, cursi, lacrimógena, sobre la adopción de una niña por unas monjas de clausura y una priora joven condenada a morir por una dolencia incurable. Landa era el médico que coquetea platónicamente con ella y que ayuda a las hermanas y a la niña cuanto puede. Es una de las caracterizaciones más humanas del actor navarro. Una composición única, redonda, entrañable; lo mejor del filme (que se alzó con cinco premios Goya).

Se nos ha ido un grandísimo actor, sólido y profesional como el que más. Una verdadera gloria nacional a la que, cuando revisemos sus mejores películas, siempre vamos a echar en falta. Descanse en paz nuestro bello y bueno Alfredo Landa.
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Alfredo Landa nació en pleno centro de Pamplona (Navarra, España), en marzo de 1933. Era hijo de un oficial de la Guardia Civil y un estudiante travieso e inquieto, pero muy aplicado. Trasladada la familia a Figueras (Gerona) tras la Guerra Civil, Alfredo debutó como intérprete infantil en una obra del colegio. Tenía solo siete años. El éxito alumbró en su ánimo el deseo de ser cómico. Vivió después en Madrid y San Sebastián, siempre sin abandonar el teatro aficionado y gastarse la paga en cine y tabaco. Su padre murió a los cuarenta y siete años de un cáncer de garganta. En San Sebastián, Landa cursó estudios de Derecho y fundó en su facultad un grupo de teatro universitario. No se licenció de abogado. Llegó a Madrid en octubre de 1958, con siete mil pesetas ahorradas, para participar en una prueba de doblaje que le consiguió un amigo. Quedaron satisfechos con él, y así empezó su andadura profesional en el ramo. En 1960 debutó en el teatro profesional. Poco más tarde, interpretó su primer éxito: La felicidad no lleva impuesto de lujo, de Alonso Millán. Se casó con una titulada en Filología Hispánica, Maite Imaz, con la que había coincidido en el campus de Donosti, y que había formado parte de su grupo teatral. El matrimonio tuvo tres hijos –Idoia, Alfredo y Ainhoa--, ninguno de ellos actor.
Landa hacía Eloísa está debajo de un almendro, en el María Guerrero, cuando le propusieron el guion de Atraco a las tres (José Mª Forqué, 1962), trabajo por el que ganó diez mil pesetas. Tuvo un papel más que discreto en la magnífica El verdugo (Luis García Berlanga, 1963), haciendo de monaguillo. Al año siguiente, repitió con Forqué en Casi un caballero, basada en la comedia de Carlos Llopis ¿De acuerdo, Susana?, donde tuvo de compañeros a Alberto Closas, Concha Velasco, Gracita Morales y José Luis López Vázquez. Contaba la historia de una ladrona aficionada y sus dos torpes compinches, enfrentados a todo un experto de guante blanco. La situación da un giro cuando la pequeña delincuente se enamora del apuesto ladrón.
A lo largo de los sesenta, se sucedieron los títulos discretos. Pero ya en sus mejores momentos (1970-1976), el actor llegó a rodar hasta siete filmes anuales.
Landa ha trabajado en 137 largometrajes con los mejores realizadores españoles: Berlanga, Forqué, Camus, Bardem, Garci, Lazaga, Ozores, Gutiérrez Aragón (serie El Quijote de Miguel de Cervantes, 1991-92), Cuerda…
Con 74 años, y después de sobreponerse a un cáncer de colon, anunció su retirada. Se dedicaría a leer, jugar al mus y a asistir a tertulias (era un hombre de extraordinaria cultura). En 2007, recibió un Goya honorífico al conjunto de su carrera. En 2009, un ictus le dejó mal parado, en una silla de ruedas. Luchó por reponerse, objetivo que solo consiguió a medias, porque los ataques cerebrales se repitieron. En los últimos tiempos, apenas razonaba ya. Ha fallecido en Madrid a los ochenta años.
Su compañero y amigo José Sacristán ha declarado: “Alfredo era para mí como un hermano. Nos conocimos en el año 60 en el Teatro Infanta Isabel. Yo era el meritorio y él hacía un papelito. Se portó muy bien conmigo. Fue curioso lo amigos que nos hicimos siendo él hijo de un capitán de la Guardia Civil y yo hijo de un militante del Partido Comunista, y compartiendo ambos las ideologías de nuestros progenitores. Eso nunca fue un problema (…) Y cuando cumplimos los 25 años como amigos se presentó con un llavero con una cadenita y una lengüetita de plata que ponía: ‘1960-1985. Pepe-Alfredo’, como si fuéramos maricones. Y eso que Alfredo tenía el hombre su punto de vista respecto a los homosexuales. Era muy navarro para eso.
(…) Decía siempre lo que pensaba. Recuerdo aquellos paseos que nos dábamos por la calle Barquillo y los cafés que nos tomábamos. Siempre los pagaba él, porque él también hacía doblaje y por aquel entonces iba mejor de dinero que yo. Comentábamos entre función y función si merecía la pena esto de ser actor con dos funciones diarias siete días a la semana y el ensayo a mediodía. Él decía que igual nos lo teníamos que pensar, que si esto era un coñazo…”