Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

martes, 26 de marzo de 2013

El amanecer de Audrey Hepburn.

Un periodista atractivo pero sin suerte pasea junto a las ruinas del foro romano. Encuentra a una muchacha tumbada sobre un murete. Está sola, somnolienta y parece que ha bebido. El periodista se interesa por ella. Intenta reanimarla, pero la chica no suelta prenda. Se halla desorientada y suelta cosas inconexas. El hombre decide parar un taxi y llevársela a su pensión, a su mismo cuchitril. A la mañana siguiente, la joven aún no ha despertado y Joe Bradley –que así se llama el corresponsal norteamericano de la historia—marcha a trabajar. Cuando llega a la redacción se entera por la foto de portada del periódico que quien ha recogido de la calle es, ni más ni menos, que una princesa extranjera de paso por la Ciudad Eterna. En seguida ve la magnitud de la oportunidad: tiene en su casa a la gallina de los huevos de oro. Ni corto ni perezoso traza un día entero de diversión con la muchacha: calles, plazas, museos, monumentos, bailes…  La princesa, en exclusiva para el corresponsal Bradley.
 

Ese es el epicentro de Vacaciones en Roma (Roman Holiday, Paramount, 1953), la eternamente fresca y magistral comedia romántica de William Wyler, a la sazón productor y director. Se cumplen ahora sesenta años del estreno de la película, y continúa tan maravillosa como siempre. Imperecedera. Gracias, sobre todo, al ritmo juvenil y trepidante de la historia, y a las naturales y espléndidas interpretaciones de Audrey Hepburn y Gregory Peck. Sí, decimos bien, hay que ponerla a ella primero, pues su contrato para este filme supuso el amanecer de un icono del cine: una muchacha delgada, espigada, de mirada dulce, angelical; de sonrisa simpatiquísima, y aire frágil pero desenvuelto y lozano. Hoy en día, su rostro y su figura rivalizan con los de Marilyn Monroe en la decoración de bolsos, bolsas y camisetas. Audrey no pasa de moda. Su rostro comunica, llena, seduce, está ahí.

Cuando Gregory Peck, un actor consagrado, conoció a Audrey y rodó las primeras secuencias con ella, inmediatamente llamó a los estudios de California para exigir que el nombre de la desconocida actriz figurara con honores junto al suyo en los títulos de crédito. Intuía que esa chica iba a ganar un Oscar, y no se equivocó lo más mínimo. Audrey se alzó con el premio de la Academia a la mejor intérprete protagonista por Vacaciones en Roma. Había sido un auténtico descubrimiento. Una bailarina profesional, con alguna diminuta aparición en el cine, a la que la escritora Colette recomendó sin titubeos para la versión teatral de Gigi. Era agradable, era guapa y fotogénica, tenía poderoso glamour, un porte de la fina aristocracia europea, y además sabía actuar. A William Wyler le hablaron bien de ella por su debut en Broadway, representando Gigi, y decidió probarla. Wyler no dirigió su prueba de cámara, en los estudios Pinewood (18-09-1951), pero pidió al realizador (Thorold Dickinson) y al operador que siguieran rodando después de cortar para que así la promesa se relajara y mostrara su faceta más tierna. Durante esta prueba, Audrey resume su vida: sus estudios preparatorios, la Guerra Mundial, su aportación a la Resistencia con el dinero que donaba.

Audrey debió de debutar en el West End londinense en 1948, cuando se subió al escenario de la revista Salsa picante. En 1951 estaba rodando los exteriores de Americanos en Montecarlo (Nous irons a Montecarlo) cuando la descubrió Colette.
Vacaciones en Roma es una de las cinco mejores comedias de la Historia del Cine norteamericano, junto con Con faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959), La costilla de Adán (George Cukor, 1949), Adivina quién viene esta noche (Stanley Kramer, 1967) e Historias de Filadelfia (George Cukor, 1940). Hay quien añadiría otras tres por lo menos: La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938), El príncipe y la corista (Laurence Olivier, 1957) y Sucedió una noche (Frank Capra, 1934).
 
Fue la primera vez que se tomaba a una ciudad en serio y se la convertía en la tercera en discordia. Nada de transparencias fingidas mediante retroproyección detrás de los actores. Wyler se metió Roma en el bolsillo. Escudriñó todos sus rincones y la hizo aparecer mejor que ningún otro filme. Roma está bellísima. Una ciudad longeva pero divertida, abierta, receptiva, luminosa, encantadora. La iniciativa de escapar de palacio y rodar en vivo, en exteriores, vino de Stanley Donen y Gene Kelly, quienes retrataron como nunca antes la ciudad de los rascacielos en Un día en Nueva York (On the Town, 1949). A los italianos les convino la propuesta, pues además de ser un reclamo turístico importante (un país que necesitaba dinero tras la guerra), supuso un espaldarazo de Hollywood a Cinecittà, los amplios estudios a las afueras de Roma creados por el fascismo. Ya allí se había rodado el colosal péplum Qvo Vadis? (Mervyn LeRoy, 1951). Rodar en la calle era antes un sinónimo de serie B: bajo presupuesto, neorrealismo o cine negro. A partir de entonces, significaría una cosa distinta: otorgar veracidad y viveza a la imagen. “Desteatralizarla” para ganar autenticidad. Otras películas en clave de comedia siguieron la estela dejada por Vacaciones en Roma, pero no la igualaron. Por ejemplo, Creemos en el amor (Three coins in the fountain, Jean Negulesco), una producción de la Fox de 1954. Otras veces, Roma alumbró un ejercicio de metacine, como en el extraordinario drama Dos semanas en otra ciudad (Vincente Minnelli, 1962),  y en Entrevista (Intervista, Federico Fellini, 1987).
Vacaciones en Roma parte de un relato original de Dalton Trumbo (1905-1976). El genial guionista acababa de ser interrogado y señalado por el macartismo, sospechoso de filiación comunista (es decir, izquierdista, en el argot de la Guerra Fría). Tuvo que acceder a que su nombre se disfrazara con un pseudónimo en la cabecera del filme. Trumbo pasó un año encarcelado, y su firma no fue rehabilitada en Hollywood hasta varias décadas más tarde. En la restauración de Vacaciones en Roma, se insertó con justicia el nombre de Dalton Trumbo. La labor creativa, el derecho de tomar parte en la creación de una obra meritoria,  debe quedar por encima de diferencias partidistas o ideológicas, igualmente legítimas y enriquecedoras. Gregory Peck contrató, por ejemplo, a Charlton Heston para darle la réplica en Horizontes de grandeza (The Big Country, William Wyler, 1958). Ideológicamente enfrentados, eran amigos y se respetaban mutuamente. Dalton Trumbo escribió luego los guiones de Espartaco (1960), Éxodo (1960), Los valientes andan solos (1962), Hawaii (1966), Johnny cogió su fusil (1971), Papillón (1973). Kirk Douglas fue quien más le apoyó y confió en él.
 
Edith Head (California, 1897-1981) fue la diseñadora del vestuario. Head era uno de los grandes valores de Paramount, y acumuló ocho Oscar en su trayectoria. Era una mujer con personalidad, que solía esconder su mirada tras unas lentes azul oscuro. Era el azul oscuro el tamiz de color que se probaba con los decorados de una película en blanco y negro. Los directores, fotógrafos y operadores siempre llevaban una lente azul oscuro para contemplar la escena antes de rodar sobre ella. Querían apreciar los contrastes de los tonos y los objetos. Head llevó el lujo y la sofisticación de la alta sociedad a más de cuatrocientos treinta y seis títulos, la forma de vestir los escaparates de la Quinta Avenida, que no era raro que copiaran sus diseños. Largometrajes como Días sin huella (Billy Wilder, 1945), El extraño amor de Martha Ivers (Lewis Milestone, 1946), La heredera (William Wyler, Oscar al mejor vestuario, 1949), El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950), Cuando los mundos chocan (Rudolph Maté, 1951), Raíces profundas (George Stevens, 1953), Cuando ruge la marabunta (Byron Haskin, 1954), La rosa tatuada (Daniel Mann, 1955), Duelo de titanes (John Sturges, 1957), Tu mano en la mía (Melville Shavelson, 1959), Un gángster para un milagro (Frank Capra, 1961), El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), Los insaciables (Edward Dmytryk, 1964), Los cuatro hijos de Katie Elder (Henry Hathaway, 1965), El Dorado (Howard Hawks, 1966), Topaz (Alfred Hitchcock, 1969), Aeropuerto (George Seaton, 1970), El golpe (George Roy Hill, 1973).
Pero, sin duda alguna Edith Head vistió a dos mujeres con una belleza nacida para brillar en el olimpo de Hollywood: Elizabeth Taylor y Grace Kelly. A la primera en Un lugar en el sol (George Stevens, 1951) y La senda de los elefantes (William Dieterle, 1954). A la segunda (su favorita), en La ventana indiscreta (1954) y Atrapa a un ladrón (1955), ambas de Hitchcock. Por si fuera poco, cuando al maestro del suspense le dejó Grace en ídem, para convertirse en princesa de verdad, Head se encargó de diseñar los modelos que luce su sustituta, Kim Novak, en Vértigo (1958).

A Head le gustaba, sin embargo, vestir más a los hombres que a las mujeres. A Cary Grant, sin ir más lejos, o a Danny Kaye, para quien preparó traje, zapatos y calcetines de un precioso y novedoso gris azulado para su singular baile con Vera-Ellen, en Navidades blancas (Michael Curtiz, 1954).
En el caso de Audrey Hepburn y Vacaciones en Roma, preparó varios diseños de un sport elegante, pero sencillo y cómodo. Aconsejó a la actriz cubrir su cuello con pañuelos anudados, para disimular la delgadez de sus hombros. Por eso siempre vemos un pañuelito en torno a su cuello durante el metraje.

Si tengo que elegir dos películas por las que adoro a Audrey, me pido esta y Sabrina (Billy Wilder, 1954). Creo que son sus dos mejores papeles, donde aparece más radiante y simpática. Su talento interpretativo volvió a manifestarse grandemente después en Guerra y paz (King Vidor, 1956), Historia de una monja (Fred Zinnemann, 1959) y en la deliciosa My Fair Lady (George Cukor, 1964). En el papel de Eliza Doolitle te enamoras definitivamente de ella, de su versatilidad y adaptación sorprendentes. Gregory Peck estaba fascinado con ella y sabía que la frescura de la película dependía de su espontaneidad. Había que trabajar en un clima muy distendido para que la tímida Audrey, de veinticuatro años, se sintiera a gusto. Cuando se preparaba la escena de la Boca de la Verdad, que se come la mano de los mentirosos, Peck se llevó aparte a Wyler y le pidió permiso para ensayar con Hepburn un truco que había visto hacer muchas veces al cómico Red Skelton: esconder la mano dentro de la manga del traje. El director accedió, pero rogó que no avisara a la chica de lo que haría. Se rodó la escena a la primera, con Peck perdiendo la mano literalmente en la Boca de la Verdad, y Audrey dando un grito espantoso. Como Wyler no mandó cortar hasta varios segundos después, los dos tuvieron que mantener el tipo ante algo que no estaba en el guion.

Hay otra secuencia al principio del filme, extraordinariamente divertida y que anticipa lo que va a pasar: Cenicienta pierde su zapato durante el saludo a los embajadores. Le pica un pie y se queda descalza bajo el vestido. Por esto sabemos que Anya pronto encontrará a su media naranja. Lástima que, por deberes de estado, le dure tan poco.

William Wyler era un director muy meticuloso y serio. El preferido de Bette Davis, y con eso casi queda dicho todo. Meditaba sus proyectos durante meses, y no admitía ningún guion con fisuras. Era un perfeccionista. Con Peck fue duro en más de una ocasión, pero suavizó mucho sus formas con Audrey. A sus dos hijas pequeñas las “contrata” por mil liras (un dólar y medio) para la escena de la cámara de fotos junto a la fuente. Bradley necesita conseguir una cámara para retratar a la princesa en la peluquería. Entonces, trata de arrebatársela a una niña que va en grupo, con su profesora. La niña no se deja y otra compañera avisa a la maestra. Bradley desiste, avergonzado. Esas dos niñas eran las hijas del director. A las demás niñas del grupo, que no intervienen, se les pagó treinta dólares a cada una.
Fue muy duro para Wyler rodar en las calles de Roma, porque a él le gustaba la paz del estudio y repetir bastantes veces la misma toma. Se fue mucho dinero en sobornos para agilizar los permisos de rodaje, cortar el tráfico, y evitar las bandas de fascistas y comunistas que asaltaban las calles. Bajo un puente del Tíber, a poco de llegar el equipo, se desactivaron cinco cargas explosivas. El verano de 1952 fue especialmente caluroso. Las estrellas sudaban. Si se eligió negativo en blanco y negro fue por tres motivos: abaratar presupuesto, darle un ligero toque de documental al relato, y favorecer el revelado y conservación del filme en su traslado por avión a los estudios centrales.

Los interiores principescos se rodaron en los palacios Colonna, Brancaccio y Barberini, y para la fiesta del baile Wyler contrató a verdaderos aristócratas locales, como haría después en Ben-Hur. La princesa Ruspoli convocó a los nobles, que cedieron su jornal a obras de caridad.
Al término de la película, en la recepción que ofrece la princesa Anya a la prensa, aparecen dos auténticos corresponsales españoles: Julián Cortés-Cavanillas, de ABC, y Julio Moriones, de La Vanguardia. El primero –fundador de la reaccionaria Acción Española-- era un monárquico convencido, autor del best-seller La caída de Alfonso XIII (1931), que llegó a vender más de cincuenta mil ejemplares. El segundo, toda una institución en Roma, pues trabajó en ella hasta su muerte, en 1977. Treinta y ocho corresponsales de prensa se interpretaron a sí mismos para dar autenticidad a la historia.
Si hay algo que se ha grabado en mi memoria desde que vi por primera vez el filme cuando era un adolescente, no son los diálogos –que no tienen nada de especiales--, sino un sonido. Un claro sonido al final de la historia, cuando Gregory Peck abandona el salón y camina solo hacia los espectadores: el retumbo de sus suelas sobre el suelo de mármol; el clamor de un llanero solitario.
Vacaciones en Roma se llevó tres estatuillas de la Academia: mejor actriz (Audrey Hepburn), mejor vestuario en blanco y negro (Edith Head) y mejor guion (no reconocido a Dalton Trumbo hasta diciembre de 1992). Estuvo, además, nominada en los apartados de mejor película, director, actor de reparto (Eddie Albert), dirección artística en blanco y negro, fotografía en blanco y negro y edición. Cary Grant rechazó el papel del periodista Bradley, porque notó que el papel estelar recaía en la princesa Anya. Él prefería ser el centro de atención. Antes que a Audrey Hepburn se pensó en ofrecer el protagonismo femenino a Elizabeth Taylor y Jean Simmons, pero no estaban disponibles.
La película se estrenó en el Radio City Music Hall de Nueva York el 27 de agosto de 1953. Costó 750.000 dólares. En parte por su final amargo (no oyeron el consejo del señor Mayer), fue un fracaso en Estados Unidos, donde solo recaudó 300.000 en ocho meses. Se habían esperado cinco millones. Sin embargo, en Europa funcionó bien, y compensó con creces la inversión.
 
* OTRAS CURIOSIDADES:

Mervyn LeRoy ya se había fijado en las amplias posibilidades de Audrey Hepburn como actriz. Mandó probarla para el papel de Ligia en Qvo Vadis?, pero la Metro se opuso porque quería jugar la baza segura de un rostro conocido. Ligia fue a parar a Deborah Kerr.

Cuando estaba interpretando Gigi en Broadway, Audrey estaba prometida a James Hanson, con quien pensaba casarse en septiembre de 1952, nada más ultimado el rodaje en Italia. La Paramount quería regalar a su nueva estrella todos los modelos de Edith Head usados en el filme. Pero diferencias con Hanson por su carácter impositivo y el despegar de Audrey a una nueva dimensión del panorama cinematográfico anularon el enlace.
Gregory Peck y Audrey Hepburn se conocieron en una recepción en el hotel Excelsior de Nueva York, la tarde del 31 de mayo de 1952. Con muy buen humor, Peck le dio el tratamiento de alteza real. Él tenía treinta y seis años y era un actor de primera. A las pocas horas, sin haber descansado de Gigi, Audrey salía en avión para Roma.

Fue en la casa de Gregory Peck, en mayo de 1953, donde Audrey conoció a un buen amigo de este, el también actor Mel Ferrer, quien se convertiría en su esposo hasta 1968. Peck y Audrey fueron amigos íntimos el resto de sus vidas. Audrey, enferma de un cáncer de colon, murió en Tolochenaz (Suiza), a las siete de la tarde del 20 de enero de 1993. Se la enterró el 24. Su modisto, Hubert de Givenchy, fue uno de los portadores del féretro. Volcada en la UNICEF y en la ayuda de los niños africanos, sus últimas palabras fueron: “Mis queridos niños de Somalia”. Su altruismo quedó constatado en unas declaraciones de 1991: “Nací con una enorme necesidad de afecto y una terrible necesidad de darlo”.

Gregory Peck falleció el 12 de junio de 2003, en Los Ángeles (California), a los ochenta y siete años.

El guion de Vacaciones en Roma fue escrito por Ian McLellan Hunter y Dalton Trumbo mediada la década de 1940. Frank Capra lo compró, pero al no conseguir el reparto que deseaba, aparcó el proyecto. Wyler lo leyó en 1951 y obtuvo el permiso de Paramount para iniciar la búsqueda de exteriores en Italia.

La historia de cuento de hadas –princesa europea enamorada de plebeyo—se materializó aquellos días del rodaje y estreno de la película, con la aventura fracasada de Margarita de Inglaterra, hermana de la reina Isabel, con el capitán Peter Townsend.
 

sábado, 23 de marzo de 2013

"Romeo y Julieta" (1968), pasión inmortal.


Cuarenta y cinco años después de su estreno, Romeo y Julieta (1968), de Franco Zeffirelli, sigue constituyendo una de las cimas de las adaptaciones shakespearianas y una obra maestra en lo que a dirección artística se refiere. Aun contando con los enclaves históricos de Siena, Perugia y Viterbo, la película deslumbra por el talento de Emilio Carcano y Luciano Puccini, combinados con los interiores diseñados por Lorenzo Mongiardino (1916-1998), uno de los cien mejores decoradores de todos los tiempos. Especialista en los salones del Renacimiento italiano, reprodujo fielmente su estilo no solo en el filme de Zeffirelli, sino también en suntuosas villas de millonarios exquisitos. Por si fuera poco, el pasmoso trabajo de Danilo Donati (1926-2001) con el vestuario nos transporta de hecho a la Verona de la acción. Donati, nacido en Suzzara (Lombardía), estuvo al servicio de Pasolini y de Fellini en casi todos sus filmes históricos. Una de sus últimas creaciones fue para La vida es bella (1997). Los vestidos de gala de los Capuleto, el intenso cromatismo que dimana de la fiesta donde por primera vez las miradas de Romeo y Julieta se cruzan, es un prodigio de recreación y de verosimilitud. La fotografía, luminosa, brillante, nítida, espléndida fue obra de Pasqualino de Santis (Muerte en Venecia, La caída de los dioses, Confidencias). Alberto Testa se ocupa de la coreografía y hace brillar la “morisca”, un baile jovial, libremente recreado con cascabeles, que no se menciona en la obra original.
 Zeffirelli es un poeta, y como tal un esteta que cuida sobre todo la puesta en escena de sus argumentos. En ese sentido es un perfeccionista, y en el caso que estudiamos ahora, también un maestro en la selección y dirección del reparto, encabezado por unos entonces desconocidos Leonard Whiting (Romeo) y Olivia Hussey (Julieta). Whiting era un joven londinense de dieciocho años, cantante de profesión desde los doce, con unos bellos ojos y un rostro que comunicaba serenidad, delicadeza y dulzura. Lo mismo se puede decir de la expresión de Olivia Hussey, que tenía solo quince años cuando obtuvo el papel. Hussey nació en Buenos Aires, y era hija de un cantante de tangos (Andreas Osuna) y de una mujer inglesa. No pudo asistir al estreno del filme por ser menor de edad, y para la secuencia de su desnudo parcial (cuando yace en la cama con su amado), Zeffirelli tuvo que negociar un permiso. Ha sufrido de agorafobia, ha sido nuera de Dean Martin, y ha venido interpretando largometrajes de contenido católico, como Jesús de Nazaret (Franco Zeffirelli, 1977), El taller del orfebre (Michael Anderson, 1989) y Madre Teresa (Fabrizio Costa, 2003). Tiene unos cándidos ojos verdes y es una de las actrices de mayor belleza, ideal para dramas históricos. Con su debut en Romeo y Julieta, consiguió un Globo de Oro y el premio David de Donatello.

Pero el acierto no llega solo con la pareja de retoños, sino con los poco laureados pero excelentes intérpretes secundarios de Romeo y Julieta: Paul Hardwick (Lord Capuleto), Natasha Parry (Lady Capuleto), Robert Stephens (el Príncipe), Milo O’Shea (Fray Lorenzo), Roberto Bisacco (Paris). El irregular Michael York encuentra en Tibaldo el mejor papel de su vida: irascible, ceñudo halcón que se ceba en la ronda del joven Montesco. La escocesa Pat Heywood compone un ama verdaderamente memorable, desenvuelta en su osadía y en sus pullas eróticas. Igualmente, no hay otro mejor Mercucio que John McEnery: deslenguado, procaz, abufonado, saltimbanqui, cómico de la legua. Una de las enormes bazas de la película (y del drama original, pues roba la escena como ningún otro personaje del autor; incluso hay una tradición que atribuye a Shakespeare la consideración de verse obligado a matar a Mercucio, a riesgo de que Mercucio lo matara a él) .

Lejos de parecer aburrido, artificioso y acartonado, el filme destila una atemporal y rutilante frescura, merced en gran parte al prodigioso trabajo de los actores, a lo ponderado de la versión, y al sano humor que ofrecen algunas secuencias, como la del duelo mortal entre Tibaldo y Mercucio, trazado medio en serio, medio en broma. La tipología afeminada de los jóvenes muchachos de ambas familias –rasgo que iguala a Zeffirelli con Pasolini—contribuye a reforzar y a imantar de ambigüedad la atmósfera cortesana de esta creíble Verona.
Romeo y Julieta es un filme que cautiva, que fascina por su impecable factura. Ha vencido a la edad y rinde todavía a cualquier edad, pues hoy entretiene al público juvenil como hace décadas. En efecto, es el largometraje ideal para introducir a los estudiantes de Secundaria en el Renacimiento. Se identifican en seguida con la candidez de los amores prohibidos de los amantes de Verona, así como con la escandalosa ternura incendiaria de los ojos de Whiting y Hussey.

 
Un soberbio hito de la casa de De Laurentiis y de los productores británicos John Brabourne, Richard Goodwin y Anthony Havelock-Allan (mecenas del gran David Lean en filmes como Cadenas rotas, La hija de Ryan, Breve encuentro y Sangre, sudor y lágrimas). Un canto al cine de calidad extraordinaria y afán artístico. Perfecta conjunción sin fisuras de dramaturgia y cinematografía. Diez para Zeffirelli.
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La secuencia de la fiesta de disfraces en casa de los Capuleto es indudable que ha influido en otra celebración con insignes invitados: Mozart y Salieri en Amadeus (Milos Forman, 1984).

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Franco Zeffirelli, sin ser un director de notable trayectoria, sí que ha alumbrado algún otro largometraje reseñable, como Callas Forever (2002), una sugestiva ucronía sobre los años finales de la conocida diva, y Jane Eyre (1996), aceptable adaptación de la novela homónima, con Charlotte Gainsbourg y William Hurt. Su versión de Hamlet, el honor de la venganza (1990), interpretada por Mel Gibson, Glenn Close y Helena Bonham Carter, es sin embargo muy inferior a las acometidas por Laurence Olivier (1948, Oscar a la Mejor Película) y Kenneth Branagh (1996).
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Romeo y Julieta fue el primero de los dramas románticos ideado por William Shakespeare, hacia 1594-95. Se imprimió en papel de cuarto de mala calidad en 1597, y fue reeditada en 1623, ya en folio. Parece venir basada en el poema The tragicall Historye of Romeus and Juliet (1562), de Anthur Brooke, como traducción de la Novelle (1554) de Matteo Bandello. Sin embargo, los ecos de la española Tragicomedia de Calisto y Melibea (1499) son también innegables, seguramente merced a un par de traducciones al inglés (en verso, en 1530, quizá de Juan Rastell; y la de William Aspley, de octubre de 1598). La Celestina gozó, además, de varias versiones en francés (entre 1527 y 1599). La obra de Rojas era muy conocida y alabada en Europa durante todo el siglo XVI, y su ejemplar traducción al inglés llegó del sublime James Mabbe en 1631. El mismo Marcelino Menéndez Pelayo admite una posible influencia de La Celestina en Romeo y Julieta: “Shakespeare había muerto catorce años antes de publicarse esta versión, y ningún provecho hubiera podido sacar de la antigua en verso, que sólo comprende cuatro actos. Pero aun admitiendo, lo cual dista mucho de estar probado, que no supiese el castellano, pudo leer la Celestina, y es muy verosímil que la leyera, en la versión italiana, tan difundida, de Ordóñez, o en alguna de las francesas. De este modo tendrían fácil explicación las semejanzas con Romeo y Julieta, notadas desde antiguo por la crítica alemana y admitidas a lo menos como posibles por los hispanistas ingleses”.


Shakespeare, sin embargo, enaltece la pasión –amor verdadero, y no inmadura lascivia—entre los jóvenes amantes, quienes se desposan en secreto con la bendición del fraile cómplice. Es así que Romeo goza a una Julieta completamente dispuesta, convencida y entregada, sin el concurso de las malas artes de la alcahuetería y la hechicería (no hay nada más hechiceros que unos ojos bellos). Es solo el odio entre dos estirpes el que vuelve trágica su unión. La puerta falsa aprovechada por Calisto no podía llevar a buen término. Su amor es carnal, y a la carne llega sin ningún pudor: “Señora, el que quiere comer el ave, quita primero las plumas”, lo que no es sino violación olímpica o estupro. Otra cosa es que a Melibea le guste el saborcillo del envite y acepte con reparos el asalto del galán. Pero en una relación comenzada por el tejado, no por los cimientos, como la que propone Shakespeare.
 
Romeo y Julieta se conocen y enamoran en un baile. Cuando la muchacha se retira a sus aposentos, sale al jardín y allí la oye Romeo suspirar en espontánea declaración: "¡Oh, Romeo! ¿Por qué eres tú, Romeo? ¡Reniega de tu padre y de tu nombre! ¡Y si no jura tan sólo  que me amas para que deje de ser una Capuleto! ¡Tan sólo tu nombre es tu enemigo! ¡Seas o no seas Montesco, tú eres tú mismo! ¿Qué es Montesco? No es un pie, ni una mano, ni un rostro, ni parte alguna de un hombre. ¡Oh, que sea otro tu nombre! ¿Qué hay en un hombre? Lo que conocemos con el nombre de rosa, con otro nombre nos daría el mismo aroma. Y si Romeo no se llamara Romeo, conservaría con otro nombre las mismas cualidades que le adornan. ¡Rechaza tu nombre Romeo, y a cambio de ese nombre tómame a mí!". En este gentil monólogo, Julieta aborda el problema del parentesco y el honor del apellido. Para ella lo único que importa es la persona, no como se llame. Julieta va al referente, no al significante. Por eso, la rosa no dejaría de ser un don aromático de la Naturaleza aunque se designara de forma diferente. A menudo el orgullo reviste de importancia lo convencional y redundante. Mas, ¿por qué tiene que ser Romeo quien renuncie a su apellido Montesco, y no al revés, Julieta al suyo?

En cualquier caso, Julieta ama de veras a ese doncel y decide derribar las trabas ajenas a las del amor tomado siempre como decisión personal. Nadie puede tener derecho de interferirse entre ella y la persona que ella ha elegido. Esto lo comprende muy bien Fray Lorenzo, quien pone manos a la obra de inmediato para ayudar a la pareja. La decisión de la joven es irrevocable: “I gave thee mine before thou didst request it, / and yet I would it were to give again” (‘Te di mi amor sin que me lo pidieras, / y aún quisiera dártelo de nuevo’). Y añade que su amor como el mar es de profundo, y tanto tiene que dar a Romeo, que cuanto más dé, más se llena ella de amor. No hay cabida en el mundo para un amor tan infinito. Solo el amor de Dios lo es, a condición de sentir su presencia, pero de no verlo nunca.

 
Julieta y su Romeo tienen la madurez que aún no han desarrollado Melibea y Calisto. Calisto es un consumista, un niño mimado y malcriado que quiere todo lo que le entra por los ojos. Desea tener a Melibea, gozarla, y no piensa de buenas a primeras en el matrimonio. Es un cobarde ruin que no visita a Pleberio para hablarle de su hija. Cuando persigue la justicia a sus criados, mira hacia otra parte, con tal de no salir señalado él. En cuanto a Melibea, lo mismo le hubiera dado yacer con Calisto que con otro pretendiente medianamente apuesto y lisonjero. Ella anhela escapar de la cárcel de la casa de sus padres. Y Calisto es el primero que llega.

Alguien puede pensar: ¿no es loco el amor que se lleva hasta el final? Julieta recibe el consejo del ama –mujer pragmática—de que olvide a Romeo y se solace con Paris. Pero ella no lo sigue y se arriesga a probar la pócima preparada por Fray Lorenzo. Por su parte, el gentil Romeo decide acabar con su vida ante la realidad de la amada muerta. Al despertar de su sueño y descubrir a su Romeo inerte, Julieta hunde el puñal en su pecho. Ambos –en la flor de su vida—la ponen fin y renuncian a lo que les depare el futuro. ¿No es esto imprudencia, precipitación, locura? ¿No es el mismo arrebato que conduce a Melibea a arrojarse desde la torre? La fuerza oscura de un amor intenso, que parece que solo se va a vivir una vez, y que hace pensar que los años venideros no merecerán la pena. Como alguien que se asoma a un cuarto prohibido y, creyendo que ya lo ha visto todo, cierra la puerta de golpe. Con perfecta correlación anotó William Hazlitt que Shakespeare “fundó la pasión [y selló el destino, apostillaríamos] de los dos amantes no en los placeres que experimentaron, sino en aquellos que no llegaron a disfrutar”.

El sacrificio de los dos jóvenes en el drama de Shakespeare no resulta del todo en vano, pues sus muertes sellan la amistad entre Capuletos y Montescos y así puede haber un futuro para otros enamorados que vengan después. La abortada felicidad de Romeo y Julieta demuestra, una vez más, que la primera víctima de una guerra es la inocencia.
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Pedro Henríquez Ureña indicó que, en el siglo XV, ya corría por Italia la historia desgraciada de los dos amantes; concretamente, se halla en uno de los cuentos de Il novellino, de Masuccio de Salerno (1476), donde los protagonistas son de Siena y su destino es trágico. Leone Battista Alberti compuso, al parecer, un relato con parejita florentina y final feliz. Luigi da Porto es el primero en nombrarlos Romeo y Julieta y en situarlos en Verona, en su Historia de dos nobles amantes (de hacia 1524). También los vuelve víctimas de los odios entre familias rivales, los Montecchi y los Cappelletti, cuyas eternas adversidades recoge Dante en el Canto VI del Purgatorio (Divina Comedia). Los Montecchi serían veroneses, del partido gibelino (o imperial), mientras que los Cappelletti vendrían de Cremona y pertenecerían a la facción güelfa (o pontifical).
Con Luigi da Porto la leyenda se populariza enormemente; pasa al Infelice amore de G. Bolderi (1553), a Bandello (1554), a la Hadriana de Luigi Groto (1578), e incluso, como suceso real, a la Historia de Verona, de Girolamo della Corte (1594).
En España, nuestro gran Lope de Vega escribió su propia versión, Castelvines y Monteses, de final dichoso, pero endeble factura.
El recurso al bebedizo –que da la muerte aparente-- para huir de un matrimonio concertado está en uno de los Relatos efesíacos, de Jenofonte de Éfeso (s. II).