Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

lunes, 10 de noviembre de 2014

Salgado, ojo avizor.


Han llegado a nuestras pantallas, en alta definición, las colecciones de fotografías testimoniales del fotoperiodista brasileño Sebastião Salgado, en el impresionante documental La sal de la Tierra (Francia, 2014), de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado. Este largometraje gráfico obtuvo el Premio Especial del Jurado en el último Cannes, y el Premio del Público en el Festival de Cine de San Sebastián.
El documental de denuncia tiene ya su larga trayectoria: desde Las Hurdes, tierra sin pan, que firmara Luis Buñuel en 1932, pasando por el estremecedor sahumerio Noche y niebla (1955), de Alain Resnais, hasta Este perro mundo (1962) y la magistral e imprescindible Shoa (1985), de Claude Lanzmann.  Cintas vigorosas destinadas a advertirnos de nuestros terribles errores y dolores, cuando no de nuestra idiosincrasia.
El título de la cinta de Wenders / Salgado vampiriza el del filme-denuncia de 1954 The Salt of The Earth, debido al cineasta filocomunista Herbert J. Biberman, muerto de cáncer de huesos en 1971. Era aquel un retrato de las sórdidas condiciones laborales arrostradas por los “espaldas mojadas” en las minas de zinc de Nuevo México; sus reivindicaciones para recibir un sueldo y un trato justo, paritario al de los trabajadores anglos.
Los hombres –especie llamada a dominar el mundo—podemos ser “la sal de la tierra”, sí. Nos lo reconocía Jesucristo en el Evangelio según San Mateo: “Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se salará? Para nada vale ya, sino para tirarla fuera y que la pisen los hombres” (Mt 5, 13). En nuestra mano está conservarnos como especie reconciliada, y preservar el mundo que habitamos, que explotamos, y que tan desigualmente repartimos. Es un desafío al sentido común. El hombre, capaz de grandes maravillas –la exploración del espacio, la inteligencia artificial, la nanotecnología, la biomedicina--, es también causante de los mayores desastres: la guerra, la violencia, las hambrunas, la codicia, la ruindad e ingratitud.

Sebastião Salgado, economista de formación y de primera profesión, decidió hacerse fotoperiodista –con el apoyo de su mujer, Lelia—a partir de 1973, cuando dio a conocer sus primeras imágenes antropológicas. Se dio cuenta de la oportunidad que tenía de recorrer el globo en intervalos de ocho y diez años, recogiendo instantáneas de diversas culturas y formas de supervivencia. Trabajó para las agencias Gamma y Magnum, antes de ser independiente, con series como La mina de oro de Serra Pelada, Otras Américas, Trabajadores, Éxodos, Génesis… En 1998, recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Salgado retrata, preferentemente, en blanco y negro, que es el tono ideal para el docudrama, por sus claroscuros. Concienciado de la urgente necesidad de rehabilitar los paraísos naturales, transformó el desértico latifundio de su padre en un vergel, al repoblarlo con especies selváticas.

 La película de Wenders y de Juliano Ribeiro Salgado hipnotiza por esas imágenes tan firmes y elocuentes proyectadas al espectador en pantalla grande. Vemos, con asombrosa nitidez, las escaleras humanas de la Sierra Pelada, al norte de Brasil, esa Babel en huidizos filones de oro que apenas posibilitaba el complejo equilibrio a quien se quedaba quieto, y que hacía ricos, por turnos, a los aventureros más variopintos (después de vomitar hasta catorce toneladas de oro anuales, el profundo hoyo se inundó en la década de 1990). Constatamos la raza de los corredores tarahumaras, y deploramos las matanzas étnicas de Ruanda, así como las epidemias y bestiales hambrunas de Etiopía y Sudán. Salgado se recrea en el horror, en el espanto de cadáveres famélicos y niños desnutridos, hasta el punto de levantar ampollas y las críticas de colegas norteamericanos, por lo que consideran una trivialización de las miserias humanas para montar con ellas esos álbumes bonitos. Pero Salgado también ha ofrecido un acercamiento a otras culturas vírgenes, todavía inexploradas, como la de los indios Z’oe, en el norte de Brasil, o la tribu Yali, en Papúa Nueva Guinea. En cierto modo, y salvando, por supuesto, mucha distancia, Salgado lleva una trayectoria profesional y sensitiva similar a la de la discutible Leni Riefenstahl, adalid del propagandismo nazi en sus obras de los años treinta, y embajadora de otros pueblos menores en su madurez tras la guerra.

Hemos de reconocerle su enorme mérito de dejar testimonio de nuestra época, tanto de la belleza como de la peor barbarie, y de alentar a la especie humana a cuidar y sanear el planeta en que vive. Con su trabajo fotográfico, “nos ha abierto los ojos” a la otra realidad, nuestra pero tan alienada, él, que se mantiene con su lente expectante, siempre ojo avizor.
© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2014.
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Wenders sobre Salgado.

Otros reportajes sobre Sebastião Salgado se pueden ver en You Tube:
Sebastiao Salgado, The Spectre of Hope (2000)
Sebastião Salgado, O drama silencioso da fotografía
Sebastiao Salgado, Fotos.

jueves, 1 de mayo de 2014

Atrincheramiento.

El fenómeno español cinematográfico del año está siendo la comedia de Emilio Martínez Lázaro Ocho apellidos vascos (2014), que ya supera de recaudación los 44,5 millones de euros y los siete millones y medio de espectadores.

Pese a su repentino y desmesurado éxito comercial, no he podido sino asistir entristecido a su proyección, pues me parece una cinta con un guion poco elaborado y, desde luego, nada sutil. Escasamente tiene que ver este estilo de comedia, sazonado con sal gorda, con la elegante planificación y muy fina ironía de Frank Capra, Billy Wilder, George Cukor, Howard Hawks, o incluso nuestro magistral Luis García Berlanga.
Ocho apellidos vascos ofrece una visión estereotipada y ridícula de Euskadi, presentando a sus ciudadanos como cerriles cromañones, atrincherados en su feudo norteño contra la “invasión” de cualquier otra parte de España. La historia se resume en poco espacio: Rafael, un andaluz trianero (Dani Rovira) se encapricha en Sevilla de una muchacha vasca muy vasca; la chica, Amaia (Clara Lago), desaparece olvidando sus efectos personales. Por consiguiente, el sevillano viaja hasta Euskadi con el propósito de devolvérselos y conquistar a la joven. Pronto percibe que lo mejor, para no desentonar demasiado allí, es simular acento vascuence y aparentar ideas abertzales. Aparece el tercero en discordia, Koldo, un rudo pescador de bonitos (Karra Elejalde), más vasco que un bacalao a la vizcaína. Padre de la chica, se ilusiona con las expectativas de boda. Se une al trío una cacereña (Carmen Machi), exesposa de guardia civil, contenta con vivir en aquel emporio, que se hace pasar por madre del candidato a novio.
Y así, sin saber comprensiblemente más que cuatro palabras de euskera batúa, Rafael se gana la simpatía de Koldo y se mete en el bolsillo a la pandilla de alborotadores locales, que, cejijuntos desamparados ellos, le consideran de su familia y otros animales. Al fin y al cabo, los vascos –como los pasiegos-- siempre han sido poco amigos de los razonamientos largos.
 A costa de un embrutecido y bravucón carácter vasco, se desgrana la idea de que aquello no es como el resto de la Península, sino más bien una pequeña aldea gala que se resiste al invasor. Las pocas veces que Hollywood ha presentado en sus películas a los vascos, los ha hecho lucir cómicamente boina y pañuelo pamplonica; estoy pensando en, por ejemplo, Fiesta (1957, de Henry King) o en El pasaje (1979, de J. Lee Thompson). Pero Hollywood es Hollywood, y queda muy lejos. Lo lamentable es que siendo Euskadi una parte importante de la riqueza cultural de nuestro país, se haga delito y mofa de ella como si nada. Porque –señores guionistas—no se es más español por ser de Sevilla y del Betis. Mal defendemos la riqueza cultural de España con insinuaciones tan pobres y sesgadas como esa. Los tiempos en que el andaluz fue colono ya pasaron. También aquellos otros en que lo hispano era solo la mantilla, el jerez y el abanico. Se olvida de que, en Vascongadas, la poesía popular –y no ya el fútbol-- llena los escenarios deportivos con montones de aficionados sensibles. De que hay una literatura minoritaria, pero arraigada en el alma del pueblo, porque no conoció casi nunca una forma escrita. Así también son los vascos, cuyo craso error ha sido acentuar su idiosincrasia tomando de enemiga a la madre patria, y alimentando en los de Madrid la sensación de que ni son como los de Castilla ni pueden serlo. Nadie les pide que lo sean. Llevo yo sangre vasca y montañesa y me quiero sentir vasco cuando visito Donostia, lo mismo que catalán si voy a Barcelona o santanderino si estoy en Santander. Porque soy español y defiendo que el alma de todas esas regiones conforma lo nuestro, lo hispánico. Todos habitamos esta tierra de conejos que se expandió al mundo en el siglo XV. Junto a Colón viajaban en las naos muchos marineros y cartógrafos vascos, como Juan Vizcaíno de Lacoza, Juan Ustobia, Pedro Bilbao, Juan y Txomin Lequeitio, y varios más en sus secundarias singladuras. Se puede decir que se llegó a América gracias a la pericia y esfuerzo de los navegantes vascos. ¿Por qué, entonces, presentar al vasco –frente al resto de España-- como un enigma histórico?
Tal vez es Merche –el personaje encarnado por Carmen Machi—la única que sintoniza con la realidad natural de Euskadi, al haberse quedado a vivir en esa tierra de adopción. Con su gesto declara que Euskadi merece un mejor trato, como luchó por ello con firmeza Iñaki Azcuna, emérito y difunto alcalde de Bilbao. Había que deshacer la mala prensa que los intolerantes radicales difundían de la tierra vasca, pues en ella –aun respetando y amando sus costumbres—debe haber un lugar para todos. Para el vasco y el no vasco. Por igual reciprocidad, hay que acoger con cariño al nacido en Euskadi en cualquier región española. Y hay que amar lo vasco, porque forma parte de nuestro aliento peninsular. No obstante, don Pío Baroja, que era de San Sebastián, compró su casa en Vera de Bidasoa, merindad de Navarra, por si acaso.

 Las interpretaciones en Ocho apellidos vascos son correctas, y los actores hacen lo que pueden con sus personajes, en especial Clara Lago como Amaia  --sobresaliente--, y Carmen Machi y Karra Elejalde en sus respectivos. Pero la parcialidad del guion asfixia el discurrir de la historia, impidiendo que fluya con naturalidad; los episodios están encorsetados dentro de la sola dirección que interesa.
La película defrauda, sabe a poco. No se han sabido aprovechar, por ejemplo, los paisajes naturales de la costa cantábrica y de los valles del interior. Tampoco vemos un panorama humano cotidiano que equilibre el tono monocromo de lo narrado. La ausencia de hábiles secundarios lastra el material, ahogando cualquier polifonía de la partitura. La teatralidad acartonada de la filmación solo sirve para recordarnos que tenemos un país vistoso y rico, plural y seductor. Un verdadero crisol de gentes.
 
Euskadi se merece mucha mayor atención y un mejor trato en nuestro cine. Hay que hacer más documentales sobre Vascongadas, como también de las demás regiones españolas, tengan lengua local propia o no. Aunque a menudo en clave de comedia haya que aceptar ciertos disparates, hay siempre que hacerlo con ternura y con una sonrisa de todo corazón.
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2014.

domingo, 26 de enero de 2014

Ascenso y caída de Jordan Belfort.

En Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, la ópera de Brecht y Weill estrenada en Leipzig en marzo de 1930, es imposible vivir sin tener grandes cantidades de dinero. Mahagonny es una ciudad fundada en el desierto, repleta de bares y burdeles, donde no poseer ni un céntimo está penado con la muerte. Cuatro leñadores de Alaska, amigos aventureros sin fortuna, consiguen adueñarse del emporio bajo el lema “Todo está permitido” (salvo el no tener). Poco a poco, los amigos se van distanciando entre ellos, pues la ambición y la preponderancia pueden más que los sentimientos.

En El Lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), Martin Scorsese recupera un viejo título de 1929, el año del gran crack de la bolsa de Nueva York, debido al cineasta segundón Rowland V. Lee, para ilustrar en casi tres horas la desaforada vida bursátil de Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio), un corredor de bolsa que logró amasar una escandalosa cifra multimillonaria a finales de los ochenta del pasado siglo XX. Belfort pasó de vender acciones basura que no cotizaban en el mercado, y por las que se embolsaba un cincuenta por ciento de comisión, a lanzar ofertas públicas de venta metiendo a una importante empresa de calzado en Wall Street. Se rodeó de un equipo seguro y fiel de unas veinte personas y abrió una oficina de compra-venta de títulos en un garaje. Al principio los clientes eran amas de casa, obreros de la construcción, camioneros y similares. Con una labia increíble, Belfort y su gente les colocaban lo que no valía ni cincuenta centavos. Les hacían invertir sus ahorros, reinvirtiendo después los beneficios en otros títulos parecidos. Así pues, todo era reinversión; todo quedaba en casa.
El negocio les fue tan bien, que comenzaron a tantear el mercado legal, el de las acciones que sí cotizaban. Esta vez los inversores eran más poderosos, pero igualmente ingenuos y descuidados. Nunca compraban ni poseían nada en realidad, porque sus títulos estaban en el aire al desviar lo producido a nuevas adquisiciones. Todo eran comisiones suculentas, que Belfort y los suyos no cesaban de ganar. Y tanto era lo amasado que gastaban buena parte de ello en orgías, drogas comunes –cocaína, marihuana, morfina--, drogas de diseño, y unas mansiones de lujo. El joven y avispado Jordan se compra un yate de cincuenta metros de eslora con helipuerto; se divorcia de su esposa y se casa con una modelo despampanante, Naomi (Margot Robbie), que le dura mientras dura el éxito, y que lo abandona cuando el FBI consigue trincarlo junto a toda su organización. Más de veinte millones de dólares desviados a Suiza de manera ilegal, mediante correos, acabarán siendo su perdición. Cuando la policía aprieta las tuercas a los miembros del equipo, cada cual se las arregla por separado, y la traición y la delación provocan la caída definitiva de esta nueva Mahagonny.


No hay en el largo, mas no tedioso metraje, parámetros morales. No hay inyecciones de moralina. Es la vida exitosa y fulminantemente pletórica de nuevos ricachones que venían de la nada. Como dice el mismo Jordan, “no hay nada noble en la pobreza”, y sí en la riqueza, que es el final de muchas miserias y privaciones. Jordan Belfort, el discípulo del Ángel Caído, recuerda los malos momentos en que ayudó a una empleada a pagar el colegio de sus hijos, y a la que luego regaló una vida de estirados lujos. Parafraseando aquella máxima elocuente de otra película de Scorsese, Casino (1995), Belfort hace por sus chicos “lo que Lourdes por los enfermos y paralíticos”. Les otorga, más allá de toda esperanza o lejana promesa, un paraíso terrenal, El Dorado. Ganar dinero con él parece un simple juego de niños. Pero ha de ser gente que esté por besarle el culo al demonio. Y que suelte blasfemias que halaguen al Maligno: “Todas las monjas son lesbianas”.


Hay una gran similitud entre el discutido héroe que tan magistralmente encarna Di Caprio y el personaje de Tony Montana que incorporaba Al Pacino en El precio del poder (Scarface, Brian de Palma, 1983). Ambos sucumben a una fuerte adicción por las drogas. Eso les hace perder la consciencia repetidas veces y bajar la guardia frente a sus enemigos. Pero, además, Belfort / Di Caprio arrastra a sus colaboradores hacia esa terrible vorágine de excesos psicóticos, y alguno queda igualmente sumergido en mar tempestuoso.

A Jordan Belfort la revista Forbes le apoda “El Lobo”. Fue Cayo Petronio Árbitro en el Satiricón (s. I d. C.) el primero en mencionar la transformación de un soldado romano en lobo. Llegado a un cementerio, el sujeto se desnuda y orina alrededor de sus ropas. Después se convierte en lobo, asalta un corral y hace sus fechorías. Pero no se va de rositas, pues resulta herido por una lanza. Sin embargo, al recobrar su forma humana, un galeno le cura su cuello lastimado. Los hombres de Belfort orinan sobre las citaciones policiales. Se mofan de ellas. Belfort intenta escapar de la justicia, pero la ley se le lleva un bocado.
“Encomendar las ovejas al lobo” es entregar personas o negocios al ruin que va a dar mala cuenta de ellos. “Oveja de muchos, lobos se la comen”: lo que es del común, aprovecha a ninguno. “Esperar del lobo carne” es no recibir nada del egoísta que lo quiere todo para sí. No se puede decir, sin embargo, que Jordan Belfort fuera un egoísta, porque repartía mucho y bueno entre los fieles de su iglesia.


La cinta lleva el ritmo trepidante de Scorsese, con algún uso de la voz en off (como es habitual en sus historias), pero aun así se sigue perfectamente, y la narración no decae ni un minuto. Se siente la atracción del mal, del abismo, como les sucedía a los románticos; la fascinación por el poder en la cima del mundo, pero la lección moral llega en el desenlace, con el declive de este Reich financiero. Entonces, al nuevo Cody Jarrett (James Cagney en Al rojo vivo) le estalla el depósito de gas: “¡Ya está, mamá, lo conseguí! ¡La cima del mundo!” (Una bola de fuego ahoga sus últimas palabras)
Los intérpretes son y están extraordinarios: Leonardo Di Caprio, en acaso su mejor papel protagonista, verdaderamente convincente, uniforme y madurado a lo largo de cada secuencia; la actriz australiana Margot Robbie –de belleza impresionante-- siempre a la altura de su compañero de reparto; los secundarios acertadísimos: Jonah Hill, Jon Bernthal, Jon Favreau, P. J. Byrne, Kenneth Choi, Cristin Milioti… Rostros muy poco conocidos, pero eficaces. Incluido el de Kyle Chandler, que solo puede hacer de agente federal, con su cara de honesto.


El guion es de Terence Winter, y se basa en la autobiografía del propio Jordan Belfort: El Lobo de Wall Street: codicia, ambición, sexo y traición en el Nueva York de los 90 (Ed. Alienta). Winter le dota de un muy bien calibrado tono de comedia: la simpatía de los caracteres despierta la empatía del espectador. La producción corresponde, entre varios más (incluido el mismo Di Caprio), a Irwin Winkler, el director de la deliciosa De-Lovely (2004; biopic sobre Cole Porter), quien siempre dota de cuidado glamour y elevada testosterona a sus obras. No hay más que recordar La noche y la ciudad, Uno de los nuestros, La caja de música, Revolución, Elegidos para la gloria, Rocky, Toro salvaje, New York, New York, Fríamente, sin motivos personales, y la ejemplar Danzad, danzad, malditos (Sydney Pollack, 1969).


Se ha dicho que no estamos ante una de las mejores películas de Scorsese. Personalmente, opino lo contrario: El Lobo de Wall Street es un acierto narrativo que recupera la mejor pulsión de su director desde Infiltrados (The Departed, 2006) y Uno de los nuestros (1990). Una gozada de cine de mirada objetiva, testimonial, naturalista; canto tribal del lado salvaje e instintivo del ser humano, canto del guerrero civilizado que se golpea el pecho ritualmente como lo hacía un juramentado del Neolítico. Un Scorsese en estado de gracia que imprime al metraje una impronta de genio que solo puede ser suya.
©Antonio Ángel Usábel, enero de 2014.

domingo, 12 de enero de 2014

Catedrales de lo crepuscular.

El mundo está lleno de almas vacías. Y de putones verbeneros esclavizados por el ocio.
 
Flaubert quiso escribir aquel bello retrato de la nada, pero nunca lo consiguió.
Roma, fotografiada en 1960 por Federico Fellini y por Paolo Sorrentino en 2013, es el escenario de una propiedad condenada. Foro imperial del aburrimiento, la monótona nocturnidad de una sociedad prisionera de su farsa.
En La Dolce Vita, Marcello Rubini (Marcello Mastroianni), un joven y atractivo periodista cínico y vividor, se arrastraba por las catacumbas romanas de una aristocracia y una burguesía decadentes. Roma vivía para el estrellato, el culto a los divos extranjeros, pero no sabía en realidad vivir porque no depositaba su creencia en nada. Rubini, seguido por su troupe de reporteros gráficos, participaba de figurante en fiestas sin fin ni sentido. Los ricos hacen el amor a todas horas; no tienen otra cosa que hacer: copulan en el cubil de una hetaira barata, follan sobre la alfombra de un lujoso salón, o sobre los excrementos de murciélago de una rotonda abandonada en una villa renacentista. Las desenfrenadas potrillas bailan desnudas y descalzas, ante potros en celo. La vida de estos romanos se improvisa cada minuto, se rifa continuamente. El día no tiene veinticuatro horas; puede alcanzar solo doce, o ampliarse a treinta y seis o a cuarenta y ocho. Su universo es el manto de la noche, el momento para el carnaval, el fingimiento, la doble vida y la lujuria.
Marcello Rubini desea convertirse en escritor, pero carece de disciplina para acometer una sola actividad durante mucho tiempo. Es un hedonista que bascula entre su arrimada Emma (Yvonne Furneaux), y Magdalena (Anouk Aimée) y otras amantes ocasionales. Marcello engaña a Emma cuanto quiere, pero sin embargo se siente ligado a ella. Le atrae Magdalena, una aristócrata podrida de dinero y frustrada por no poder dirigir su vida en ninguna dirección. Magdalena ansía ser esa otra María, la pecadora arrepentida. Pero Marcello no va a atarse firmemente a ningún poste, y será Ulises arrastrado hacia las sirenas en una tragicomedia sin fin. No va a poder formar una familia, como ha hecho su amigo, el místico intelectual Steiner (Alain Cuny). Al fin y al cabo, eso no es un seguro de vida, porque incluso Steiner vaporiza el mármol: descontento con su rellano burgués, asesina a sus hijos y se perfora la sien de un tiro.
La Grande Bellezza. Han pasado cincuenta años. Marcello es ahora Jep Gambardella (Toni Servillo), un vividor de cerca de setenta, que trabaja como cronista en un periódico dirigido por una enana. Jep vive y recibe en un lujoso apartamento frente al Coliseo. En su momento, se hizo famoso con una novela, El aparato humano, que ya solo recuerdan sus allegados. No ha vuelto a editar ficción desde aquel éxito.

Jep vive de noche y duerme de día. Gasta una apostura risueña y desenfadada, a lo David Niven. Monta vacuas tertulias en su terraza y asiste a múltiples festejos de la Roma elegante. Cuando es necesario, Jep se acuesta con quien se lo pide, esas millonarias cincuentonas que guardan fotografías en su portátil. Tiene un amigo heroinómano que dirige un local de destape, cuya cuarentona y descarriada moza, metida de lleno en la farándula del espectáculo, está enganchada hasta las cejas. El padre le pide a Gambardella el tosco favor de encontrar un marido para su pobre hija. Ni corto ni perezoso, nuestro dandi acompaña a la mujer a encuentros donde asisten monseñores y matrimonios nobles contratados. Nace cierta química entre ambos, con el trasfondo felliniano de lo absurdo: magos que hacen desaparecer jirafas, políticos corruptos y lascivos, vejestorios adictos al bótox, monjas beatas caricaturizadas, cardenales glotones, presentadoras prefabricadas, solitarios que se fotografían a diario, poetas excéntricos, dramaturgos fracasados. La pléyade de lo banal, de lo superficial a más no saber. Sin motivo aparente, sin por qué, sin rumbo. “En aquellos días, los hombres buscarán la muerte y no la encontrarán; desearán morir, pero la muerte huirá de ellos” (Ap 9, 6). Personal indolente y mezquino atrapado en los laberintos de Piranesi, mientras el nuevo mundo es un aire suave de pausados giros.

 La Dolce Vita ya predecía nuestra época de una realidad construida y cercenada por la imagen. Solo lo capturado por una cámara existe de veras. Los “paparazzi” a la caza del disparo famoso. En busca del unicornio. Hay que fabricar un punto de vista, enseñar al público el rostro y el cuerpo de la gente guapa. El olimpo de los dioses en las noches junto al Tíber.
El rico que no encuentra una razón para vivir es el más desgraciado de los hombres, porque está prisionero de su jaula de oro y no se atreve a usar la llave de diamantes para salir de ella. Como acierta a decir una mujer extranjera durante el falso milagro de La Dolce Vita, “quien busca a Dios, lo encuentra donde quiere”. Quien se fija un objetivo que vale la pena, pues supera lo suyo y se imbrica en el tejido social, puede comenzar a darse por satisfecho. No hay mejor voluntad que una de compromiso. Eso es lo que les falta a los personajes que desfilan por ambas películas, perennes en su nihilismo, en su caparazón, en su “ser-para-la-muerte”, en su “noluntad”.
 
Paolo Sorrentino ha conseguido atrapar en La Grande Bellezza la exquisitez de lo inacabado, de lo espurio. Ha firmado una obra delicada, única, soberbia en su tributo a la vacuidad de lo cercano, un testimonio valioso y brillante de lo decadente a cada rato.
Catedral de lo crepuscular, La Grande Bellezza, todo un clásico.
Más sobre La Gran Belleza.