Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

lunes, 10 de diciembre de 2018

"El Conformista" y Tigre Vox.

“Dormimos sin saber / qué mundo habrá mañana.

“Dormimos sin saber / si habrá mañana mundo.”
(Juan Mayorga, El Mago, 2018)
Nunca he considerado a Bertolucci (Parma, 1941-Roma, 2018) como un director especialmente brillante. Sí he de confesar que me cautiva su mirada penetrante sobre la soledad del hombre, uno de sus constantes principales. Así, Último tango en París (1972), película carnal, es la metáfora desasosegante e incómoda del solitario, del fracasado social que utiliza el sexo no como bien natural de procreación y de goce, sino como arma destructora y humillante. Solo e irrealizado está también el trágico emperador Pu-Yi. Solos están esos dos amantes que se buscan y no se encuentran en El cielo protector (1989). La sociedad es un decorado por el que transita el individuo. La sustancia interior puede más que todo lo extraño.
Acabo de ver El Conformista (1970, Mars Film Produzione), basada en la novela homónima de Alberto Moravia, con adaptación del propio Bertolucci. Es la historia de Marcello (Jean-Louis Trintignant), un joven fascista –formado en estudios clásicos-- que en la Italia de Mussolini es reclutado para matar a su antiguo profesor de Filosofía. La víctima vive refugiada en París, y desde allí intenta oponerse al fascismo.
A través de varios retrocesos temporales se nos va contando el pasado de Marcello: el abuso que sufrió de niño por un chófer al que terminó apuntando con su misma pistola y disparando a la cabeza; su relación autorizada con una joven burguesa, Giulia (Stefania Sandrelli), casta y almibarada, quien tras la boda con él le cuenta en un tren, pormenorizadamente, cómo fue seducida casi a la fuerza por un hombre de sesenta años, viejo amigo de la familia, y disfrutada hasta la saciedad; los devaneos de su madura madre con su chófer chino; el coqueteo de Marcello con los medios de propaganda radiofónica del régimen…
Una vez en París, en casa de Quadri (Enzo Tarascio), Marcello conoce a la mujer de este, Anna (Dominique Sanda), y empieza a rondarla. Anna es profesora de baile, y a su academia la va a visitar Marcello. Ella se le ofrece. Después se produce una emboscada en una carretera que atraviesa un bosque. El vehículo de Quadri es obligado a detenerse, y él es apuñalado en una escena que recuerda el asesinato de Julio César por los conjurados. Anna intenta huir entre la espesura, pero es tiroteada. Marcello contempla los asesinatos desde la ventanilla de su coche. No hace nada, ni en un sentido ni en otro.
1943: Benito Mussolini, el Duce, depone su poder unipersonal ante Víctor Manuel III, rey de Italia. Lo sucede el general Pietro Badoglio. Malos tiempos para los miembros de la Ovra, la policía política italiana. Hay que cambiar de color. Marcello quiere blanquearse y se pone a denunciar en los bajos del Coliseo a unos antiguos colaboradores fascistas.
El Conformista cuenta con una fotografía impecable, firmada por Vittorio Storaro. Lo único que se puede reprochar a la película es no contextualizar demasiado la acción durante la Segunda Guerra Mundial.
En 1976, con Novecento, Bertolucci volvió al tema del fascismo italiano. Hay un personaje, Attila Mellanchini (Donald Sutherland), fascista, que es suficientemente elocuente: “Nunca muerdas la mano que te da de comer”, dice para justificar la ancestral sumisión del pueblo a los poderosos. 
El fascismo es el fracaso de la democracia. En el primer tercio del siglo XX, los gobiernos débiles de Europa, incapaces de hacer frente y apaciguar los descontentos sociales, se vieron sobrepasados por el ímpetu de la teoría fascista, impuesta a la fuerza, con métodos violentos que incluían el asesinato (como el de Matteotti, socialista, en junio de 1924). El fascismo implica una autoridad única y suprema, pensar la sociedad entera como un solo hombre: el caudillo, el duce. Una sola idea de país. Bajo este prisma, hay que acabar con el caos de los partidos políticos, porque encarnan tendencias diferentes. Debe construirse un Estado monolítico, pétreo o marmóreo, impermeable a cualquier variación conceptual, a cualquier evolución o cambio. Un régimen eterno, que podría durar mil años, como el Reich inaugurado por Hitler.
Es la “solución final” a todos los problemas de la sociedad. Todo el mundo remando en la misma dirección. Patriarcado absoluto, defensa a ultranza de la familia y de la moral tradicional, cuerpos atléticos y robustos, fidelidad al líder por encima de intereses personales.
Pero ninguna doctrina, ningún régimen gubernamental es perfecto ni puede durar mil años.
El extremismo político es sinónimo de totalitarismo. Es así que fascistas son todos aquellos que tratan de imponer a los demás su forma de pensar, como algo único e imprescindible, y sin otras alternativas. Hay que ser “del Partido”; hay que hacer lo que el Partido ordena. El mayor peligro del extremismo es la antidemocracia. Cuando se ve a la democracia, y a los demócratas, como un ejercicio inservible y hasta dañino. La escasa vigilancia de las personas –incluso de las que ejercen el poder—en un régimen democrático, conduce a menudo a que campe y se extienda la corrupción, el desbarajuste moral y financiero, que son vistos como abrojos, mala hierba por los cirujanos implacables de la visión totalitaria del mando. Ya sean estos comunistas o falangistas. Un caudillo implica orden, control, sosiego, vigilancia, autoridad, imposición… Estabilidad presumiblemente fuerte. Incorruptibilidad. 
Podríamos admitir la nobleza --en cuanto al fondo-- de los propósitos falangistas del bien común y el interés general de España, pero no en su forma, porque apuesta por el espíritu de rebaño lo mismo que haría cualquier otro concepto autárquico de Estado. Es difícil desfilar siempre al son de una misma marcha.
La Europa actual que atravesamos es un continente de desórdenes sociales, de descontentos profundos, de inestabilidad política, de grandes corrupciones y pocas soluciones. También por un empleo precario, mal pagado y volátil. La “solución” del Führer y del Duce a esos problemas fue la guerra. Los señores de los ejércitos lanzaron sus huestes por Europa y norte y cuerno de África. 50 millones de muertos parecieron acotar muchas otras miserias: mientras los soldados combatían en el frente, no estaban en su ciudad incordiando. Adiós desempleo, y bienvenida a una movilidad que no dejaba centrarse en las cuestiones de un escenario determinado. Se cree que las Cruzadas obedecieron, en parte, a una maniobra de distracción para tener a mucha gente “ocupada” y fuera de sus hogares.
Ahora brota en Andalucía un partido cuya presencia era casi anecdótica: Vox. Vox es un partido de ideología conservadora. Aboga por frenar el separatismo catalán y la ruptura del Estado español, por suprimir las autonomías y recuperar el centralismo, por derogar la Ley de Memoria Histórica para “homenajear conjuntamente a todos los que, desde perspectivas históricas diferentes, lucharon por España”, por la igualdad del voto de todos los ciudadanos, por el control de la gestión de fondos públicos, por la erradicación del apoyo económico estatal a partidos políticos y sindicatos, por la defensa de la propiedad privada, por el control de la inmigración, por el derecho al uso del idioma español o castellano sin restricciones, por no gravar las rentas ni los haberes (aunque sean altos), por la bajada del IRPF, por la vigilancia y erradicación de doctrinas fundamentalistas, por la supresión del Tribunal Constitucional y el fortalecimiento del Tribunal Supremo, por la abolición del jurado, por la dignificación de las víctimas de actos terroristas, por la derogación de la Ley de Violencia de Género por injusta y parcial, por la protección a la entidad familiar, por el apoyo a la natalidad y a las familias numerosas, por la supervisión de los padres de la educación de sus hijos, por la conciliación de la vida laboral y familiar y la extensión del permiso de maternidad (a 180 días), por la extensión de la custodia compartida, por un plan de integración de las personas con síndrome de Down, por el mejor aprovechamiento del agua y de los recursos hidrológicos, por la reindustrialización de España, por la liberalización del suelo y de sus calificativos de urbanizable, por el apoyo a los trabajadores autónomos y a las PYMES, por la defensa de la caza y de la tauromaquia…
Medidas muy loables –y hasta necesarias muchas de ellas--, otras discutibles, que nunca deberían llevar, sin embargo, a una forma única y absoluta de entender nuestro país y sus ciudadanos, nuestro presente y nuestro futuro.
Si Vox se identifica como una formación política de derechas ha de tener mucho cuidado en no proclamar defender posturas autoritarias o antidemocráticas, que impidan o pongan en peligro el pluralismo de ideas. Exceptuando de tal permisividad, por supuesto, las que resulten dañinas o atentatorias contra los cimientos del Estado español. No todas las ideas son igualmente defendibles, ni tolerables a la luz del sentido común o parecer general de la mayoría de los ciudadanos. La Ley está para controlar aquellos desvíos que pudieran llevar a una vía muerta. Aunque siempre ha de ser una Ley consensuada, justa, admisible universalmente, y jamás impuesta contra el sentir global de los ciudadanos.
Leo en un artículo de fondo del escritor Javier Marías, “Fomento del resentimiento” (El País Semanal, nº 2.202) que algunos políticos desean acabar con los problemas sociales a costa de abrir viejas heridas. Los ejemplos que pone pertenecen todos a la derecha extrema: Trump, Le Pen, Salvini. Anda por ahí Casado, “dedicado a la misma labor pirómana”. También menciona a Torra, que defiende la pureza de la raza catalana. Pero tan peligrosos e inadecuados son los resentimientos sembrados por la derecha, como aquellos que parte de la izquierda alienta. No es nada bueno encender el odio aireando viejos rencores. Porque se camina hacia la intolerancia y hacia el intento de destrucción del rival. No hay oposición si no hay un oponente. Tremendo.
La agonía del parlamentarismo es la agonía de la libertad. ¿Cómo se percibe, desde el espíritu progresista, esta dolencia? Reproduzco las expresivas meditaciones de Raúl Quirós, que nos pueden dar la pauta de ello: “No caigamos en asumir que el fracaso del modelo político actual parte de la ignorancia del ciudadano, que si la gente leyera más o fuera más al teatro, no votarían a Le Pen o Salvini y sí a gente normal. Le Pen y Salvini son normales. Farage es un tío normal, son antipolíticos: acuden a los parlamentos para decir que el parlamentarismo está muerto. Y además la imbecilidad no es incompatible con una cultura elevada. La realidad es que ciudadanos perfectamente culturizados pueden votar a líderes demenciales: ¿es que acaso uno puede creer que todos los que votaron a Bolsonaro o Le Pen son llanamente unos idiotas? No lo son. El proceso de construcción de este votante lleva forjándose desde hace décadas. Se ha violentado al ciudadano hasta reducirlo a cenizas. Lo normal es que un tipo «normal» (Salvini, Le Pen, Abascal) los represente, porque aún se mantienen ciertas ruinas de la democracia, ciertos guiños a la política, parlamentos, sindicatos y demás y se necesita a algún figurante allá, aunque sea porque da pena tirar abajo el Congreso y construir un Zara en su lugar.”

domingo, 18 de noviembre de 2018

La Residencia de los Dioses.

Tomamos este título de un álbum de Astérix para referirnos a la morada que no está en ninguna parte, donde sin embargo los astros relucen. Esos astros que no encuentran acomodo en las ciudades o en el campo; en un día laboral, en el quehacer de la vida corriente; que no tienen familia, o no están a gusto con la que tienen. Un astro así fue Freddie Mercury: compositor, cantante, estrella del grupo Queen
Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018) rinde tributo a este artista rompedor, cínico, irónico, extravagante. Lo hace con toda la estética y características de las películas biográficas, pero sin incurrir en los habituales ñoñería y sentimentalismo. Además, no es una visión solo de Freddie, sino de la banda en su conjunto. El guion apuesta por la simpatía, los toques de humor, el dinamismo y, naturalmente, por las canciones más melódicas del grupo. Sus miembros quedan bien representados por Gwilym Lee (Brian May), Ben Hardy (Roger Taylor) y Tom Hollander (Jim Beach). Bohemian Rhapsody es un filme para entretener y para gustar. También para aproximarse a Freddie Mercury (nacido Farookh Bulsara en Zanzíbar, el 5 de septiembre de 1946), si no se le conocía.
Seis minutos cambiaron la historia de los singles y de las transmisiones de música por radio. Los seis minutos de duración del tema que da título a la película. Hasta mediados o finales de los años setenta, no se editaban en singles canciones largas, que superaran los tres minutos o tres minutos y medio. Queen osó “romper” con EMI al negarse la productora a publicar Bohemian Rhapsody en sencillo, alegando que era demasiado extensa, además de monótona. Se acercaba a la obertura de una ópera. Pero los gustos del público migraron y todo fue posible después. A Night At The Opera (Una noche en la ópera, 1975), un homenaje a los Hermanos Marx, será el gran álbum de Queen. Anteriormente, grabaron Queen I –de rock duro—y Queen II (1974), donde el sonido se suavizaba. Después vino A Day At The Races (Un día en las carreras, 1976), nuevo guiño a los Marx Brothers. Estos álbumes ya contenían, como innovación, contribuciones de cada miembro del grupo. Queen intentó volver participativo al público, para que este interviniera en el seguimiento del ritmo de las canciones. Este rasgo lo recoge bien el guion.
El principal defecto de este largometraje es poner a CBS como antagonista en la sombra y pretender que Freddie sin Queen no era nadie, y que Queen sin Freddie tampoco. Muy falso, porque con CBS Mercury tuvo notables éxitos. Cinco singles y un Long Play lo corroboran, editados entre 1984 y 1986. Tampoco es verdad que Freddie rompiera con EMI, para quien grabó un single (Time, 1986) y tres Long Play (entre ellos, Barcelona, en 1988). Casi a la par que debutaba en un estudio con la banda, Mercury había grabado un single con EMI, I Can Hear Music (1973), aunque bajo el seudónimo de Larry Lurex.
El guion sí enfatiza la tumultuosa relación sentimental de Freddie (Rami Malek más que correcto) con Mary Austin (Lucy Boynton), a quien conoció en 1970, y con la que estuvo conviviendo siete años. Extraña pareja, porque Mercury era más homosexual que otra cosa. En la película un día Mary “se cae del guindo” y descubre la faceta gay del personaje. 
No están bien trazadas las primeras coordenadas musicales de Freddie. A finales de 1960, el vocalista coqueteaba como fan con el grupo Smile (futuro Queen) y compartía piso en el selecto barrio de Kensington con Roger Taylor, miembro de su admirada banda. Ambos vendían ropa y pinturas en un mercadillo de ese distrito londinense. Pero al tiempo Freddie cantaba con Ibex, un grupo de Liverpool, y con Sour Milk Sea, con la que estuvo pocos meses. En abril de 1970, cuando Smile perdió a Tim Staffell --que por otra parte era viejo amigo de Freddie, ya que fue compañero suyo en la escuela de Arte donde Freddie se hizo diseñador gráfico--, Mercury pasó a la banda y sugirió el cambio de nombre por Queen. Él mismo diseñó el logotipo del grupo, incluyendo los signos del zodiaco de sus componentes, y añadiendo el mítico Ave Fénix, como símbolo del resurgimiento musical.
Freddie cometía excesos y daba sonadas fiestas, pero no andaba “comprando las amistades” para llenar un vacío como muestra la película. El músico y cantante era muy amigo de sus amigos, e incluso se ganó la simpatía y el corazón de la soprano Montserrat Caballé, a quien conoció en marzo de 1987, en la Ciudad Condal. Con ella preparó un álbum conjunto. El famoso tema Barcelona fue interpretado por ambos por primera vez en la discoteca ibicenca Ku, en mayo de 1988.
Así pues, Bohemian Rhapsody se centra demasiado en el matrimonio entre Freddie Mercury y Queen, tergiversando y olvidando otras facetas y detalles de la vida del vocalista y compositor.
Freddie Mercury contrajo SIDA en 1986. Lo mantuvo en secreto a los miembros de su banda, y no lo hizo público hasta un día antes de morir. Falleció en su cama de su piso de Kensington, a las siete de la tarde del 24 de noviembre de 1991. Tenía 45 años. 
© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2018.

sábado, 20 de octubre de 2018

El perverso juego de la mentira.

“No tienes cojones para matarme”. Con esta expresión, que parece sacada del tremendismo de La familia de Pascual Duarte, se consolida la tragedia familiar mostrada por Jaime Rosales en Petra, una coproducción hispano-franco-danesa de 2018. Una vigorosa historia de traiciones afectivas que va a culminar en un acto de reconciliación tan lógico como hermoso, a la vez que hereditario, pues al fin y al cabo lo único genuino que nos queda, en cuanto al amor con raíces, es la familia.

Nos preguntamos, sin embargo, si en pos de ese perdón último se justifica tal depravación moral, tal juego enrevesado de mezquindades desasosegantes e insufribles. La acción se desarrolla en una finca del Ampurdán, propiedad de un exitoso escultor que se la compró al hermano mayor, después de que este lo expulsara como la mierda de casa con catorce años y el muchacho se tuviera que abrir camino con astucia, bastante ánimo emprendedor, y puede que sobrada falta de escrúpulos. Petra es una joven en busca de sus orígenes paternos, y los cree encontrar en Jaume Navarro, el artista. Jaume es un ser cerrado, indolente, marmóreo, que no se solidariza con nada ni con nadie, y demerita constantemente a su único vástago Lucas. Entre Petra y Lucas surge una relación amorosa que va a ser cruelmente devastada por Jaume. A partir de ahí, todo lo inimaginable puede ocurrir, en una espiral de odios y rencores, de batallas disipadas y giros volatineros. Sin duda, el folletín decimonónico de novela por entregas tiene la culpa de todo.
Una película bien dirigida, interpretada con un naturalismo que le da viso de documental, con cámara al hombro moviéndose diestra y suavemente por el decorado, con escenas sin contraplano (como le gustaba a Bergman, y está de moda en el cine español actual) y otras fuera de objetivo, que cuenta con el primer trabajo de Joan Botey (como Jaume), ingeniero químico y agrónomo en la vida real, Bárbara Lennie (Petra), Alex Brendemühl (Lucas), Marisa Paredes (Marisa, esposa de Jaume), Carme Pla (Teresa) y Julia (Petra Martínez). El buen empeño de dirección consigue uniformidad en todos los roles, dando lugar a una acción creíble y de redonda factura. Nos preguntamos si la idiosincrasia catalana, de la Cataluña rural, conforma y legitima el relato o si, por el contrario, con la localización no se ha pretendido insinuar nada en particular y todo podría haber ocurrido igual en Valencia, Mallorca, Córdoba, Sevilla o Aranjuez.

Una cinta a la que solo se le puede achacar la carnalidad que brota de las expresiones que se utilizan para herir, y que acaso quiera reemplazar a la que nunca se ve. El exceso de amoralidad lastra algo el argumento, para el que cabría aplicar la máxima de Cervantes hacia La Celestina: “Libro a mi entender divino, si encubriera más lo humano.”
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2018.

sábado, 13 de octubre de 2018

Héroes del espacio.

Apenas sesenta años antes el hombre había aprendido a volar. En 1969, el hombre se subió a un cohete y llegó a pisar la Luna. Fue, sin duda, la mayor proeza hasta la fecha de la especie humana. Emocionante, único, insólito e irrepetible, ese momento se grabó en la retina de millones de televidentes (más de cuatrocientos en todo el mundo, según las estadísticas). Hubo muchos que lo cuestionaron, que no lo creyeron (ni lo creen) como real. Pero ahí está. Y ahora nos llega, por fin, la recreación filmada no solo de aquel instante, sino de la larga trayectoria de prototipos, cálculos, preparaciones físicas y ensayos que lo hicieron posible. Con muertos por el camino. Como Edward Higgins White, el primer astronauta norteamericano en realizar una caminata espacial (1965). Edward se abrasó junto a dos compañeros al incendiarse una cabina de vuelo en fase de pruebas.
First Man (El primer hombre, 2018) está correctamente dirigida por Damien Cazelle (ganador del Oscar al mejor realizador por esa tarta empalagosa titulada La, La, Land), pero irregularmente interpretada por un reparto desigual. El inexpresivo Ryan Gosling se ha quedado con el papel protagonista de Neil Armstrong, el primer hombre en pisar suelo lunar. Su interpretación está carente de matices; es así que en los momentos más dramáticos parece que sigue viendo la televisión con la familia. Corey Stoll, como Buzz Aldrin, es otro que se queda lejos de hacer época con su versión del personaje. Los mejores roles recaen en una seria, seca, pero ajustada Claire Foy y en el excelente actor australiano Jason Clarke (El hombre del corazón de hierro, 2017).
La acción comienza a finales de la década de 1950, cuando Armstrong era un piloto de pruebas de la base aérea de Edwards, en California. En aquellos aviones cohete se traspasaba la atmósfera y se corría el riesgo de no conseguir la reentrada. Por aquel tiempo, Neil perdió a su hija pequeña por un cáncer cerebral. En 1961 es reclutado por la NASA, tras presentarse él voluntario a la selección de futuros tripulantes de vuelos espaciales. Se le asigna el proyecto Géminis, que fue el precursor de los cohetes Apolo. Vamos asistiendo a las fases de preparación de las salidas al espacio, en una carrera en la que los soviéticos llevaban la delantera. Conocemos a los amigos y compañeros de Armstrong, personas que intuimos que van a morir. Y en esto está lo más inquietante del relato. La película rebosa de primeros planos, con la cámara siempre encima de los actores, sin enseñar el entorno. Es la misma escala o proporción que cuando se hallan abordo, enlatados literalmente en su cápsula de vuelo. A nosotros nos parece estar encerrados con ellos, en ese ambiente claustrofóbico del que no se sabe si se saldrá con vida.
Los primeros astronautas fueron aventureros natos. Sabían el altísimo riesgo que corrían en las pruebas y misiones, y aun así no se arredraron. Cuando alguien va dentro de una cápsula, donde no te puedes ni girar, a merced de los instrumentos de mando, y cuando cualquier error, por mínimo que parezca, te puede volatilizar, te ves lo pequeño que eres en el Universo, lo poco que cuentas, lo solo que estás, y probablemente te preguntas por qué haces eso, qué te ha llevado allí, cuál es el sentido o significado último de aquello y de tu propia vida, si lo tiene.

El mayor mérito de First Man reside en acertar a crear muy eficazmente lo que se experimentaba durante un vuelo espacial y en resumir bien diez años de trabajos conducentes a lograr lo más difícil: alcanzar nuestro satélite, volver realidad el sueño de un visionario, Julio Verne.
Una película didáctica recomendable para toda la familia (si los niños tienen más de doce años). Probablemente el Apolo se contemple, dentro de tres siglos, con igual curiosidad tierna a como nosotros vemos las réplicas de las carabelas de Colón. Sic transit gloria mundi.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2018.
"El primer hombre" (2018)_Metropoli.

lunes, 8 de octubre de 2018

Tuyo es el reino.

“Manuel es como un ángel caído
que no tiene una base moral
sólida y que no mantiene
vínculos con quienes le rodean.”
(Antonio de la Torre)

Sería un crimen dejar pasar El reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018) sin hablar de ella. De Bárbara Lennie, queremos decir, que está espléndida en su papel secundario. Pero, obviamente, no es el único acierto de esta intriga magistral sobre la corrupción de los políticos españoles. El pulso de la película, rodada buena parte de ella con cámara al hombro, planos-secuencia detrás del hombre, de Manuel López-Vidal, es el ajustado para moverse alrededor de los implicados, a cuál más nervioso ante una investigación policial que avanza, que pone cerco a los subalternos menores, y que se intenta que nunca llegue a alcanzar la cumbre de un partido. El intérprete de moda en nuestro país, Antonio de la Torre, ha afirmado en una entrevista que no le gusta “que se piense que España entera es corrupta. Aquí tenemos mucha gente honrada”. Pero lo que el protagonista de la trama va a buscar a cierto chalé de Andorra son unos cuadernos que apuntan a lo contrario: que la clase política de la democracia está tan metida toda ella en el fango, que es imposible que los cimientos del sistema se sostengan y que el agua de tantos ríos desbordados vuelva a su sereno cauce.
El estilo documental y la planificación cuidada de unas soberbias caracterizaciones de conjunto convierten a El reino en un largometraje original, por lo poco común, muy sólido y atractivo. Enseña a políticos regionales en sus comidas y con sus trapicheos, usando una jerga que caracteriza su dedicación al tráfico de influencias, la prevaricación, la recalificación de suelo agrícola en urbanizable, los sobornos, y un largo etcétera que permite un rápido y lucrativo enriquecimiento personal y familiar. Cuando esos mafiosos de poca monta son descubiertos por la Guardia Civil, exigen recibir ayuda de su organigrama central, el cual desea por todos los medios quedar al margen de sus chicos descarriados. Hay que ofrecer a la opinión pública la imprescindible imagen de limpieza y transparencia. La sensación de confianza en el sistema parlamentario, porque es el sistema que funciona, que extirpa de su seno el fruto enfermo y promete el castigo del traidor corrompido.
Pero no toda oveja negra se somete e inclina su cerviz. No, por lo menos, Manuel López-Vidal, a quien cucamente se pretende cargar con el mayor peso de la culpa. Manuel se rebela contra sus superiores, porque sabe que ellos están implicados en una conspiración aún mayor. Animado por esa consigna de “Divide y vencerás”, Manuel se presenta en la sede central del partido en Madrid y tienta a un líder supremo para que, con su ayuda, desbanque a su rival en el trono. Manuel maneja datos, información, que es uno de los instrumentos básicos para amilanar, zumbar y tumbar. El líder le insta a conseguir más datos, irrefutables. Es entonces cuando Manuel debe espabilar e intentar hacerse con ellos, cueste lo que cueste. De la parte discursiva de convenciones, restaurantes y despachos, pasamos a una segunda de acción contenida, pero lograda e inquietante. Sin embargo, no sentimos hacia Manuel –villano-- la empatía propia del héroe ejemplar, sino la curiosidad de ver cómo se desenvuelve y de si alguno más alto caerá con él.
Seguimos a un hombre al que nunca le ha importado ser como es: un arribista, un manipulador, un listo aprovechado. Él mismo no lo reconoce en ningún momento. Incluso parece albergar la disculpa de que los de arriba de Madrid eran mucho peores, porque robaban más que él. Lo grave es que Manuel y sus colegas de partido viven por encima de los demás ciudadanos, en un mundo distinto, repartiéndose a diario el pastel.
Sorogoyen construye una película perfecta, con engranajes bien engrasados, como ya consiguiera en la intensa y claustrofóbica cinta policiaca Que Dios nos perdone (2016), merced a su elenco insuperable: además de Antonio de la Torre (Caníbal, Abracadabra) y Bárbara Lennie (Las trece rosas, La enfermedad del domingo), están redondos Luis Zahera, Mónica López, Sonia Almarcha, Josep Maria Pou, Nacho Fresneda, Francisco Reyes, Ana Wagener y la joven Laia Manzanares. 
El reino es una película que nadie debería perderse. Una disección quirúrgica del momento político actual. ¿Llegará a verse este mundo nuestro como una época ya superada?
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2018.

domingo, 7 de octubre de 2018

El tiempo, las canciones.

Cold War (2018) es la historia de dos idiotas, quienes, pudiendo haber llevado una vida feliz juntos –o relativamente feliz--, se condenan a una separación y a un reencuentro intermitentes. Es una película escrita y rodada en 35 mm y en blanco y negro por Pawel Pawlikowski, ganador con ella de la Palma de Oro al mejor director en Cannes 2018. Su largometraje Ida (2013), excepcional, también filmado en tonos grises, se alzó con el Oscar a la mejor cinta extranjera en 2015.
Cold War cuenta con mayores medios, al ser una coproducción polaco-franco-británica. La historia se sitúa a inicios de la década de 1950, con una sugestiva revisión del folclore polaco. La idea de las autoridades es formar un grupo de coros y danzas que recorra el país, e incluso que viaje a escenarios extranjeros. Un proyecto similar al que hubo en la España franquista, bajo los auspicios de la Sección Femenina y el Ministerio de Exteriores.
Wiktor (Tomasz Kot) es pianista y uno de los encargados de efectuar la selección de talentos. Se fija en una bella muchacha rubia, Zula (Joanna Kulig), quien ha estado en prisión por acuchillar a su padre. La razón que Zula ofrece es que su padre la confundió con su madre. Pronto Wiktor y Zula se enamoran, mientras el espectáculo se levanta, no sin serias concesiones a la propaganda estalinista. Durante una parada en Berlín oriental, Wiktor le propone a Zula escapar a Occidente. Será él solo quien dé ese paso. Marcha a París, donde hace arreglos musicales y se convierte en pianista de una banda de jazz en el café bar El Eclipse (importante guiño a Antonioni). Tiene amores con una poetisa, pero Zula vuelve a aparecer en su vida, aunque nunca de un modo definitivo.
Con esos vaivenes de ambos amantes se construye la trama de la película, cuyos momentos más logrados son los del principio, con unos vistosos números de folclore eslavo. Después, la historia decae y se torna convencional. No aburre ni mucho menos. Pero se espera más de ella, y ni la originalidad ni la maestría remontan. Solo la escena final recupera un toque conmovedor y sublime. 
No obstante, es una cinta que deja en general buena sensación de solidez, aunque se puede salir de la sala sin entender la actitud de Wiktor y Zula, él obsesionado con ella, y ella torturándolo con sus huidas y sus promiscuidades manifiestas. Un juego erótico de cariz claramente sadomasoquista, donde unas veces se premia y otras se hiere.
A la relación romántica le faltan los diálogos, aquellas sentencias emocionales de los clásicos del género. Vibra la atracción sin más, el recorrido tórrido por las simas de la inconsciencia. El amor adúltero, no consumado, de Breve encuentro, emula en Cold War el de otras relaciones equívocas: Jules et Jim (1962), El eclipse (1962), Belle de Jour (1967), Bubú de Montparnasse (1971), El último tango en París (1972), Henry y June (1990), El cielo protector (1990), Días tranquilos en Clichy (1990). Paris Blues (1961) puede inspirar la pasión por los garitos de jazz parisinos, ese arte por el arte, vivir por y para la música.
Wiktor y Zula crean arte y se recrean en ellos dos mismos. La frialdad de los rostros, la hoja afilada de la traición, el distanciamiento del espectador no cómplice con algo parecido, son los que pueden hacer que esta película se deguste en círculos afines, e incluso en ellos se la rinda culto.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2018.

domingo, 23 de septiembre de 2018

Espiral del horror.

La Segunda Guerra Mundial fue una de las cimas del oprobio con sus más de cincuenta millones de muertos, sus regímenes totalitarios y sus campos de concentración y de exterminio. Los países que en aquellos momentos alentaron la agresión internacional vivían su propia campaña bélica interna contra todo aquel que, por no compartir la causa del régimen, mereciera ser depurado. Ocurrió en Italia, en la Unión Soviética, y, por descontado, en Alemania.
Historias de represaliados, generalmente por razones étnicas o religiosas, nos han llegado a cientos a través del cine y de la literatura. Pero menos hemos recibido de sus verdugos, y casi ninguna de que, incluso, hubo víctimas que se convirtieron en verdugos, igualando o incluso superando a estos en el ejercicio del arte de masacrar en una vorágine de violencia desatada.
El capitán (Der Hauptmann, 2017) apuesta por ofrecer una visión del lado más oscuro de la condición humana. Realizada y escrita en pleno estado de gracia por un director “comercial”, Robert Schwentke, y soberbiamente protagonizada por Max Hubacher, la cinta nos sumerge en los quince días plomizos previos al final de la contienda. Un mundo caótico para los perdedores, algunos aún aferrados tétricamente a la esperanza última del Führer, donde la incertidumbre es total: granjas saqueadas, ciudades destruidas, vehículos abandonados, un ejército en constante retirada donde abundan las deserciones. Un mundo sin Dios que acoge a unos supervivientes que vagabundean entre el polvo y la sangre. El hombre es un ser condenado a la existencia, con las consecuencias de su circunstancia, y sin ningún auxilio para él. Al fin y al cabo, todos construimos el infierno.
El soldado raso Willi Herold escapa de sus filas y encuentra una maleta con un uniforme de un oficial nazi. Decide ponérselo y comienza a ensayar su papel improvisado de capitán; ensaya su altanería, su autoritarismo, su orgullo patrio, su obcecada lealtad, su crueldad con una pistola en la mano. En esas está cuando lo descubre un soldado, Freytag (Milan Peschel), quien se cuadra ante él en la creencia de que es su superior. A partir de ese momento, el bulo crece como la bola de un escarabajo pelotero. A la pareja de comandante y chófer se unen partidas de soldados diseminadas por el frente. A Herold se le da muy bien simular, mentir, improvisar contactos y recomendaciones del más alto nivel, hasta verse convertido en el máximo responsable de la represión en un campo que acoge a desertores del ejército germano. Allí, su brutalidad hacia los prisioneros es de tal grado que asusta a los otros custodios del recinto. 
La suerte del buen impostor hace del país derrotado un escenario dramático perfecto. A don Quijote nadie le tomaba en serio en su atuendo de caballero andante, pero a Willi Herold todo el mundo lo teme, respeta y hasta reverencia. La ironía es que no es nadie. Solo un fugado, un evadido del sistema; otro más como los que él ordena golpear, vejar y ejecutar. 
El guion de Schwentke parece una traslación muy libre de El corazón de las tinieblas, la obra maestra de Conrad (que también iluminó Apocalypse Now), con ese lugar ideal donde es posible cometer salvajadas como la reacción más natural del civilizado. La fotografía en blanco y negro (Florian Ballhaus, premiado en San Sebastián) acera el dramatismo, volviéndolo casi documental, y aislando el pasado del presente. La desolación conseguida iguala a The Road (John Hillcoat, 2009). La violencia que impregna el aire reproduce la de Peckinpah en Grupo salvaje (1969) y La Cruz de Hierro (1977). 
De nuevo, después de El hundimiento (2004) y La cinta blanca (2009), los alemanes revisitan su pasado reciente. Un filme duro, cortante, meritorio; otra forma de contar la Segunda Guerra Mundial desde dentro, con sus héroes de tragedia clásica, recortados frente a un horizonte de cenizas donde el sol se ha ocultado para un largo invierno.       
© Antonio Ángel Usábel, septiembre de 2018.

domingo, 17 de junio de 2018

A que te meto un tiro.

Laurent Cantet asombró a medio mundo en 2008 con su película La clase. Espectadoras de cierta edad salían de su visionado asombradas y exclamando: “--¡Qué vergüenza! ¡Pero cómo les hablan ahora a los profesores!”
Ha pasado el tiempo, y Cantet (y su coguionista, Robin Campillo) vuelven a la carga con otra sencillez excepcional, una cinta que arranca en su primera media hora con pobres expectativas, pero que luego remonta con una profundidad de captación tal que sumerge al público en la vida misma, hasta hacerle olvidar que está siguiendo una trama cinematográfica. El taller de escritura (L’Atelier, 2017) es un gran documento, un canto a la composición literaria como terapia para jóvenes en situación de marginalidad, bien por etnia o religión, situaciones familiares demoledoras, e incluso por fanatismo. Aun así, y como el propio filme demuestra, no hay mejor redención que la del trabajo. El muchacho protagonista es Antoine (Matthieu Lucci), hijo de clase humilde, un amante de los videojuegos violentos, del culto al cuerpo, que, en su imperecedera soledad, se ha dejado captar por ideas xenófobas y radicales de extrema derecha. Antoine refleja en sus composiciones narrativas el apego a la violencia que lleva dentro. Por otra parte, la instructora del grupo de jóvenes aspirantes a escritor, Olivia Dejazet (Marina Foïs) es autora de novelas negras donde también priman las escenas crudas. Se junta el hambre con las ganas de comer. Devota probable de Bret Easton Ellis, Olivia cree que, últimamente, sus personajes carecen de sentires y sentimientos reales, por lo que un individuo hosco, misterioso e impredecible como Antoine le viene que ni de perlas. Sería un modelo muy conveniente. En realidad, el chico se ha enamorado de ella, pero no se lo dice. En las conversaciones del grupo se perfila una novela policiaca, pero a la vez afloran los odios y rencores hacia quienes no son como uno mismo, ni piensan como “cabría esperar”.
Como era una norma en Pasolini, Cantet recluta a actores debutantes para que la historia gane en espontaneidad y, con ello, en credibilidad. Matthieu Lucci compone un personaje inquietante, al mismo tiempo que complejamente seductor. La veterana Marina Foïs (La tormenta interior) equilibra el encuadre. 
De telón de fondo, el pasado de Marsella con sus clausurados astilleros, donde se botaban petroleros que levantaban olas tremendas, y lo que ello provocó en 1989: cincuenta suicidios, paro, alcoholismo, drogadicción y divorcios. Hoy en día se reparan en el puerto embarcaciones de recreo y se restauran viejos barcos.
© Antonio Ángel Usábel, junio de 2018.

lunes, 14 de mayo de 2018

Casta Diva.


“Allí donde se agotan las palabras
comienza la música”
(E.T.A. Hoffmann, 1776-1822)
María Callas (Nueva York, 1923-París, 1977) fue la mujer que dejó de ser mujer para convertirse en diva. Vivió por y para la ópera. Esta es una realidad que, lejos de desmentir, reafirma el rendido documental de Tom Volf Maria by Callas(Francia, 2017). Ha habido muchos tenores, desde los míticos Julián Gayarre, Hipólito Lázaro y Enrico Caruso, hasta Mario Lanza, Giuseppe di Stefano, Luciano Pavarotti, Mario del Monaco, Alfredo Kraus, Plácido Domingo y José Carreras. Pero solo ha habido una voz soprano perfecta que podamos identificar con todo el rigor y la disciplina del bel canto: la de la Callas. María sumaba, a su voz extraordinaria, una figura esbelta y distinguida y un talento interpretativo más que adecuado. Su naturalidad en el canto –su perfecto dominio de la técnica vocal-- le permitía no descuidar nunca la composición del personaje, ofrecerse y ofrecerlo al público para que fuera seducido, atrapado por la acción. Se trataba de no volver una ópera aburrida, animándola con la majestuosidad de su presencia, jamás acartonada, sino entregada con pasión y deleite a la fuerza del libreto.
Callas fue Norma por antonomasia. Bellini fue su compositor preferido. Es posible escuchar “Casta Diva” por Victoria de los Ángeles, Renata Tebaldi o por Montserrat Caballé, pero en seguida uno se dice: --Está bien, pero no es lo mismo. María tenía una voz extremadamente aguda a veces, que podía subir más que otra cantante,  pero a la vez delicada, cálida, envolvente. Que se sepa, ha sido única en el mundo operístico. Consagrada a su papel de eterna “Prima donna”. De los actos que podía tener una ópera, siempre había que esforzarse más en el último, pues es el que mejor va a recordar el público.
El largometraje presentado ahora por Volf, de casi dos horas de duración, recupera los mejores y los peores momentos de la Callas: su tropiezo en Roma, por una bronquitis, con la profunda decepción que causó en la audiencia; su determinación de no concluir una representación, aquejada de una depresión. Su ruptura profesional con Sir Rudolph Bing, director del Metropolitan. Se leen cartas íntimas, se recuperan películas en Super-8 y alguna larga entrevista perdida hace décadas. Se plasma su tormentosa relación con Aristóteles Onassis, un señor bajito y con mucho dinero. Una relación de amistad larga y dependiente para ambos.
Se presenta a la Callas estrella de cine, durante el rodaje de Medea, de Pier Paolo Pasolini. Se acompaña con escenas familiares junto al director, en la playa o en el campo. Sus conciertos. Vemos colas de seguidores, entre ellos muchos chicos y chicas jóvenes que duermen varios días en la calle, para conseguir una entrada. Saben que van a asistir a algo fuera de este mundo, una magia única, irrepetible.
Quizá se echa en falta una justa mayor profundización en su matrimonio con Gian Battista Meneghini, quien aportó una sustancial financiación para los primeros montajes operísticos de su esposa. María estuvo dispuesta a renunciar a su nacionalidad estadounidense para conseguir el divorcio y quedar libre. Pero Onassis torció los planes cuando, inesperadamente, se casó con Jackie Lee Bouvier, la viuda de J. F. Kennedy.
El material utilizado ha sido cuidadosamente restaurado, hasta mostrar una nitidez brillante. La calidad sonora es otro mérito del filme. Un reportaje que enamora por la fuerza conjunta de sus imágenes y de su música. Tentado está el espectador de prorrumpir en un aplauso durante el metraje, al crearse la impresión de un directo. Si el bel canto es siempre arte, María by Callas nos rinde la alta cumbre de su perfección.
© Antonio Ángel Usábel, mayo de 2018.
[Dedico esta reseña a mi buena amiga Catalina T., quien disfrutó conmigo de esta maravilla musical. Muchas gracias, Cata.]

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Giovanni Battista Meneghini, industrial y melómano, murió ayer en Verona (Italia) a los 85 años, víctima de un infarto. Meneghini estuvo casado con la cantante María Callas, a cuya memoria ha sido fiel hasta sus ultimos días. Esa fidelidad le condujo a enfrentarse duramente con los biógrafos -«falsos», según él- que tuvo la diva.Meneghini se casó con la Callas poco después de conocerla, en 1947. A pesar de su separación posterior, él fue siempre el primer defensor público que tuvo la cantante.
Desde entonces, el melómano decidió desafiar la contrariedad de su familia y dedicar toda su vida a la mujer que acababa de conocer. Su desinterés le llevó a abandonar sus boyantes negocios industriales. La unión de ambos duró hasta 1959, fecha en que ella le abandonó para vivir con el magnate Aristóteles Onassis. Volvía María a sus raíces griegas.
Meneghini pasó su soledad en una villa retirada del mundanal ruido al que le había llevado la Callas. La muerte de ésta en París, en 1977, supuso para él el comienzo de una gran depresión, acrecentada por sus diferencias con la familia de su ex mujer. Meneghini quería que el cadáver de la diva estuviera enterrado cerca de la casa que compartieron ambos en Verona. No lo consiguió: las cenizas del cadáver de María Callas fueron dispersadas sobre el mar Egeo, por decisión de los familiares directos de la extinta. [El País, 23-01-1981]

domingo, 25 de marzo de 2018

Madre Coraje.

Hace un año, en Ebbing, Missouri, una madre perdió a su hija adolescente, brutalmente ultrajada y asesinada. El caso no pudo ser resuelto, pues las muestras de ADN no señalaron a ningún responsable. Un día, la madre repara en tres grandes anuncios destartalados que hay en las cercanías del pueblo, en una vía secundaria que ya casi nadie utiliza. Decide contratarlos y poner en ellos, sobre fondo rojo brillante, tres duros mensajes alusivos a la inoperatividad policial a la hora de esclarecer el crimen.
Ese hecho desencadena una serie tensiones que van a ir en contenido aumento. Y en posturas peligrosamente irreconciliables. Porque los límites entre el bien y el mal, lo bueno y lo malo, lo noble e innoble, lo justo e injusto no son taxativos y dependen del tiempo, del obrar de la gente, y de una serie de toma de decisiones que no se inicia a capricho de uno.
Tres anuncios en las afueras (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, 2017) es una coproducción anglonorteamericana, dirigida por Martin McDonagh, un dramaturgo especializado en el “teatro de la crueldad”, cuya temática grotesca y desagradable busca sobresaltar las conciencias del público. Su protagonista principal es la veterana actriz Frances McDormand, que en el reparto cuenta con compañeros sólidos como Woody Harrelson (Asesinos natos, 1994), Peter Dinklage y Sam Rockwell. Tanto McDormand como Rockwell han sido laureados con sendos Oscar por su buen trabajo en el filme.
Existen los indispensables precedentes de En el calor de la noche (Norman Jewison, 1967) y Arde Mississippi (Alan Parker, 1988), dos cintas memorables que retrataban la malsana atmósfera de un asesinato en el Sur profundo. 
En la película de McDonagh, como sucedía en sus modelos, la violencia se despliega y va en aumento. Pero aquí no hay una raya entre buenos y malos. Lo turbio lo domina todo. Puede ser porque a un policía se le antoje entrar a porrazos a un despacho y arrojar a un individuo por una ventana, por la tentación de romper una botella en una cabeza, o porque a alguien se le ocurra prender una comisaría y achicharrar a quien quede dentro. Acciones grotescas, desproporcionadas, dolorosas, rotundas como el avance destructivo de una apisonadora.
Entre todo, el rostro ajado y sin maquillar de la McDormand, una mujer infeliz, contundente, fría, arisca, rebosante de venganza, pero de esa venganza que se rumia día tras día y que explota en gestos que se ofrecen como salidos de la realidad cotidiana, de lo comprensible, y hasta de la normalidad. Sobresaliente Rockwell, héroe sobrevenido que parece encontrar un sentido a su vida en la asunción de aquel drama. Y Harrelson, trágico condenado huido al despeñadero de la muerte.
Dos horas de cine de intensidad extrema, donde no sobra absolutamente nada. Para meterse en la acción y olvidarnos de nuestro entorno. Hasta de nuestro mismo yo.
© Antonio Ángel Usábel, marzo de 2018.

lunes, 5 de febrero de 2018

Retraimientos.


El hilo invisible (Phantom Thread, 2017) es la última película del realizador Paul Thomas Anderson (The Master, 2012) y, según se dice, la interpretación definitiva del actor Daniel Day-Lewis, por haber anunciado su intención de retirarse del mundo del cine. Cuenta la historia de Reynolds Woodcock (Day-Lewis), un hombre maduro retraído, edípicamente postrado ante el recuerdo de su madre –quien le enseñó el oficio de la costura—y dependiente de su hermana Cyril (Lesley Manville). Ambos viven a comienzos de la década de 1950 en un vetusto edificio londinense, de interminables, estrechas escaleras, como la estrechez de los vestidos que diseña Reynolds, donde la mujer está encajonada o enchiquerada, pero orgullosa de tan elegante y exclusivo corsé. El modisto tiene clientes exclusivas, de la realeza y la alta sociedad, y se relaciona muy poco con la gente común. Vive por y para su trabajo, ya sea en la capital o en retirado el campo, donde tiene un ático acondicionado para continuar con sus creaciones. Un día, al detenerse para desayunar en un modesto restaurante rural, se fija en una camarera joven, Alma (Vicky Krieps). Llama su atención y ambos se ponen a coquetear sobre el menú. En un arranque de dominio asirio, Reynolds se la lleva de allí y la conduce hasta su ático, donde la prueba vestidos y le toma las medidas, con la tácita aquiescencia de ella. Más tarde, la instala con él y con su hermana en su casa de modas de Londres. Alma se ofrece como modelo y como ayudante en el taller de costura de Reynolds. Sin embargo, la sensación que suscita en su príncipe-ermitaño es de amor-odio, puesto que con su costumbre de no contener los ruidos al masticar o al usar la vajilla perturba el casi ensimismamiento autista de Reynolds. Cansada, por su parte, de la adicción al trabajo de este, Alma idea una solución drástica y temeraria que no evidencia sino su absoluta dependencia del exitoso diseñador.
De este modo, se cierra el círculo de insanas dependencias: la de Reynolds respecto del recuerdo de su madre muerta y de su hermana soltera, la de Cyril hacia su hermano, a quien protege del exterior y cuida como si de una progenitora posesiva se tratara, y por fin, la de Alma, hipnotizada por la compleja personalidad del modisto.
La película subyuga de principio a fin por la cuidadísima dirección artística (Mark Tildesley, Chris Peters, Denis Schnegg, Adam Squires, Véronique Melery) y por la exquisitez de los diseños de alta costura (firmados por Mark Bridges). La creación de Reynolds Woodcock por parte de Daniel Day-Lewis confirma su maestría como genial intérprete de personajes excéntricos de proyección decimonónica y dickensiana. Alma, Vicky Krieps, está siempre a su altura y ofrece su réplica con convicción rotunda.
El guion original de Paul Thomas Anderson –quien también se cuida de la fotografía—es, por otra parte, un canto a la alta costura como arte esmerado. Vemos la forma de emplearse a fondo del diseñador, su celo con las expertas mujeres de su taller, su pase de modelos. Muy probablemente, el personaje protagonista está inspirado en el astro creador español Cristóbal Balenciaga (Guetaria, 1895-Valencia, 1972). Hay muchos puntos coincidentes entre ambos: Balenciaga también tuvo solo a su madre (su padre, pescador, murió ahogado en la mar), de la que aprendió el oficio de coser, que él siguió ejercitando toda su vida y con excelente empeño (como obra Reynolds en la película); Cristóbal era retraído, poco sociable, y huía de las aglomeraciones, como le ocurre igualmente a Woodcock; su clientela era exclusiva y fiel; sus vestidos únicos, siempre de alta costura y nunca de “listo para llevar”; sus creaciones desprendían peso y volumen, como sucede con las del modisto de la ficción; cuando un vestido no le convencía plenamente, se angustiaba y lo deshacía por entero. Lo único que distancia a Balenciaga de Woodcock es su pasión por el esquí, diferencia que se subraya en el guion durante la visita de este a una estación invernal: solo Alma esquía, mientras Reynolds se queda sentado en la terraza.
El hilo invisible desarrolla una obsesión recíproca por vestir y ser vestida, por dignificar a su exclusiva manera denodada la mujer-objeto y que esta se rinda a esa inusitada querencia impositiva del maestro. Woodcock es, por momentos, Scottie (James Stewart) trasmutando neuróticamente a Judy Barton (Kim Novak) en Vértigo (1959). Pero aquí no para convertirla en la mujer que no es, sino para llegar a poseerla, para acercarla al codiciado fetiche de fantasma. La reclinación no es, sin embargo, unidireccional, pues Reynolds y Alma entran en un juego de posesiones, y de cambios. Y a la larga es Alma quien más revierte y quien más posee. Alma Reville era el nombre de la esposa de Hitchcock. Carlos Reviriego asegura en El Mundo que este es el largometraje “que Hitchcock definitivamente hubiera matado por hacer”. Pero quizá, tras ver solo quince minutos de lo rodado por Paul Thomas Anderson, el genio hubiera desistido; y, rendido a este ejercicio sublime de decoro contemporáneo, se hubiera buscado otra historia.

© Antonio Ángel Usábel, febrero de 2018.