Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 9 de febrero de 2020

Yo soy Espartaco.

Bryna se asomó por la ventana de la cocina

un día que nevaba. Allí, en el patio, sobre

la capa blanca, resplandecía una caja de oro.

Bryna fue y la abrió. Dentro sonreía

el pequeño Issur.

Todos los días mueren personas. Pero no muy a menudo individuos que rebasen el siglo de vida. Kirk Douglas (Issur Danielovitch Demsky) ha muerto en Beverly Hills, Los Ángeles con 103 años. Había nacido en Amsterdam, una población del condado de Montgomery (Nueva York), en diciembre de 1916. Su existencia se ha apagado el 5 de febrero de 2020. Licenciado en Filosofía y Letras en la Universidad de Saint Lawrence, para la que trabajó de jardinero, estudió arte dramático en Nueva York y allí hizo amistad con Lauren Bacall. Debutó en el teatro en 1941, y en el cine en 1946, en el filme El extraño amor de Martha Ivers, un potente thriller dirigido por Lewis Milestone, con guion de Robert Rossen, y coprotagonizado por Van Heflin y Barbara Stanwyck.  De Paramount pasó a la Fox, donde pronto consiguió papeles de importancia: El ídolo de barro (Mark Robson, 1949), con guion de Carl Foreman, sobre un púgil ambicioso, su primera nominación al Oscar; del mismo Foreman le llegó un relato hoy no muy recordado, pero realmente excelente, El trompetista (Michael Curtiz, 1950), donde dio cuerpo a Rick Martin, un músico de jazz defensor del nuevo estilo y donde compartió créditos con Lauren Bacall y Doris Day; el potente western Camino de la horca (Raoul Walsh, 1951), coprotagonizado por un secundario de oro, Walter Brennan; Río de sangre (Howard Hawks, 1952), una imperecedera cinta de aventuras fronterizas con una barcaza remontando el Missouri, en el territorio de los pies negros. Una obra verdaderamente “de culto”.
Enseguida vendrían sus largometrajes sobre el proceloso mundo de Hollywood, ambos dirigidos con meritorio y recio pulso por Vincente Minnelli: Cautivos del mal (1952) y Dos semanas en otra ciudad (1962), los dos con guion de Charles Schnee. Sin duda, de las mejores interpretaciones de Douglas. El actor alternó el melodrama intenso con películas de aventuras y de mero entretenimiento, pero muy bien realizadas: 20.000 leguas de viaje submarino (1954), Ulises (1954), Los vikingos (1958).
En esa década de los 50, Douglas alcanzó verdaderos hitos interpretativos en dramas de impecable factura: El gran carnaval (Billy Wilder, 1952), uno de sus papeles más interesantes: el de un periodista de un modesto medio local que explota el accidente en una cueva india para hacerse famoso; un descrédito despiadado de Wilder hacia el sensacionalismo. De la mano de Minnelli y de George Cukor, Kirk Douglas rozará la cumbre en El loco del pelo rojo (1956), la biografía de Van Gogh, literalmente bautizada, en el original, como “Lujuria por la vida”. Este filme fue su gran esperanza para el Oscar a actor protagonista. No pudo ser. Se lo arrebató Yul Brynner por El rey y yo. Sí lo obtuvo Anthony Quinn por encarnar a Gauguin. 1957 fue el año en que compitió Gigante, con tres nominados: James Dean (en su última aparición), Mercedes McCambridge y Rock Hudson (sin duda, y estimado unánimemente, su mejor rol y película).
En ese mismo momento, Douglas estrena Senderos de gloria, con Kubrick en la dirección, en la que hace de un militar que defiende a sus soldados de la acusación de cobardía. Adolphe Menjou y George Macready prestan su rostro de época a esta historia ambientada en el frente de la Gran Guerra. Douglas toma parte en la producción, a través de su firma Bryna (el nombre de su madre). Casi dos décadas después, y siguiendo su iniciativa, su jovencísimo hijo Michael pasará de hacer su pequeño papel de detective en Las calles de San Francisco a producir uno de los largometrajes más sólidos de la Historia: Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975).
Dos westerns de Douglas merecen capítulo aparte: Duelo de titanes y El último tren de Gun Hill. Ambos firmados por John Sturges, el oficiante de La gran evasión. En la primera, con guion del novelista Leon Uris (autor de Éxodo), Douglas es Doc Holliday, el tahúr tuberculoso quien arrastra en pos de sí a la otoñal Kate Fisher, esmeradamente interpretada por Jo Van Fleet (solo un año mayor). Kirk compartió reparto con su “alter ego” en la pantalla a la hora de elegir dramas de intensidad pareja, Burt Lancaster. Lancaster era el sheriff Wyatt Earp, el mítico héroe de OK Corral. En el segundo título, Kirk da vida al comisario Matt Morgan, quien se enfrenta a un viejo amigo para vengar el ultraje y horrible asesinato de su esposa india. Le presenta réplica, de nuevo, el gran Anthony Quinn.

La década de 1960 se abre con un muy renombrado drama de amor, Un extraño en mi vida, de Richard Quine. Una de esas historias que uno no se cansa de volver a ver. Con guion del mismo novelista Evan Hunter, cuenta la relación adúltera e imposible de Larry Coe, arquitecto, con Maggie Gault (Kim Novak), ambos casados. 
El novelista Howard Fast y el guionista Dalton Trumbo –que eran sospechosos de simpatizar con el comunismo—brindaron a Douglas y a Bryna la oportunidad de filmar la primera gran rebelión de esclavos de que se tiene noticia: Espartaco (Stanley Kubrick, 1960). Douglas necesitaba hacer un filme histórico de gran altura y formidable consistencia, que huyera del cartón piedra al uso y fuera como un mirador abierto al pasado, a la Roma republicana. Para ello iba a contar con la intervención de un elenco de lujo: Laurence Olivier (Craso), Charles Laughton (Graco), Peter Ustinov (Léntulo Baciato), Jean Simmons (esclava Varinia), Tony Curtis (esclavo Antonino), John Gavin (Julio César), Nina Foch (Helena), John Ireland (gladiador Crixo), Woody Strode (gladiador Draba), Herbert Lom (Tigranes). La película la comenzó Anthony Mann, quien rodó la secuencia de la cantera del principio. Pero fuertes desavenencias con Douglas lo llevaron a ser reemplazado por Kubrick, detallista, perfeccionista, metódico, hasta el punto de hacer que Ustinov ideara el chiste de que él se ganaba la vida, como actor… haciendo Espartaco.

Parte de Espartaco se rodó en la Comunidad de Madrid. En concreto, en Colmenar Viejo, toda la secuencia de la batalla final, donde tomó parte activa el ejército español. Kubrick quería militares disciplinados que se movieran en perfecta formación por el campo de batalla. Así que logró lo que pretendía, porque la escena quedó majestuosa y convincente. King Vidor había hecho lo mismo con Salomón y la reina de Saba (1959), que también se rodó en las proximidades de Madrid, y con extras y técnicos españoles. 

La derrota de los esclavos se inmortalizó como victoria moral, al no permitir que el estricto Craso descubriera a su jefe. En el instante en que se pregunta cuál de ellos es Espartaco, los rebeldes, al unísono, se levantan del suelo y gritan: “--¡Yo! ¡Yo soy Espartaco!” El encubrimiento les cuesta ir siendo crucificados desde ese punto hasta las murallas de Roma. Las sospechas de Craso se traducen en dejar para el final a dos prisioneros, quienes lucharán a muerte entre ellos. El derrotado perecerá rápidamente por la espada; el vencedor morirá lentamente en la cruz.

La recreación histórica es tan contundente y de tal fuerza que nos acerca la cruda realidad trágica de los hombres condenados a batirse diariamente, a veces hasta la muerte, los gladiadores. En una escena en la escuela de lucha, Espartaco se dirige a Draba, otro compañero de suertes, y le dice: “—Me gustaría ser tu amigo.” A lo que el otro le responde: “—Los gladiadores no tenemos amigos. Mañana podemos salir a la arena, y entonces tendré que matarte. O tú a mí.”

Espartaco es la gran creación de Kirk Douglas, tanto a nivel de producción como a escala interpretativa. Es una película de muy amplio presupuesto y realizada con ambición. Muy audaz, u osada, al plantear una escena de bisexualidad, en el baño, entre Craso y Antonino. El diálogo del gusto por las ostras y los caracoles fue, finalmente, amputado, y aunque se rodó, la secuencia hubo de sonorizarse durante el proceso de restauración del filme. Algunas tomas de heridas y brazos cortados también se eliminaron, por considerarlas crueles. Además, los distribuidores pedían aligerar el metraje para reducir el tiempo de proyección. Cosa que se hizo. En la restauración, aparte de limpiar la imagen, se reintegró casi todo lo eliminado después del estreno. Así que volvemos a tener –y a poder disfrutar—una obra grandiosa, que, más que colosal al estilo de DeMille o Griffith, resulta épica por la modernidad de la puesta en escena y la insuperable calidad del texto, de la dirección y de las interpretaciones. Hoy día Espartaco se mantiene exponencialmente vigorosa y firme.
Kirk Douglas nos ha regalado otras buenas interpretaciones en consistentes largometrajes: Siete días de mayo (John Frankenheimer, 1964), extraordinario drama militar que volvió a reunir a Lancaster y Douglas, el primero como general golpista y el segundo como el coronel que le desbarata los planes; El día de los tramposos (Joseph Leo Mankiewicz, 1970), una estupenda tragicomedia carcelaria en la que el alcaide (Henry Fonda) termina siendo el más listo; Camino de Oregón (Andrew V. McLaglen, 1967) sobre la aventura épica de los pioneros, donde Douglas hacía del jefe de la caravana, el senador William J. Tadlock, secundado por un reparto estupendo: Robert Mitchum, Richard Widmark, y una jovencísima Sally Field;  Asalto al carro blindado (Burt Kennedy, 1967), junto al inmenso vaquero John Wayne, el otro pistolero, con memorables y chispeantes diálogos:

“—El mío cayó primero, Lomax.

--Sí, pero el mío era más alto.”
También El final de la cuenta atrás (Don Taylor, 1980), con el portaaeronaves Nimitz atravesando una extraña tormenta eléctrica y regresando a los días de la guerra en el Pacífico, contra los japoneses. Una deliciosa película ochentera de viajes en el tiempo, con Douglas en el papel del capitán del navío. 
Kirk Douglas ha sabido dar todo de sí. El rubio vikingo con su magnético hoyito nos ha brindado interpretaciones poderosas: solemnes, reconcentradas en los dramas; muy simpáticas, distendidas y desenfadadas en los momentos de comedia. Vivió el Hollywood de la época dorada, cuando se hacían grandes y buenas películas, donde al efectismo siempre se unía una historia y una construcción del personaje firmes, con magníficos secundarios, tan competentes como las estrellas de cada reparto. Supo y pudo elegir bien sus participaciones y se alzó con los boletos ganadores.

Hollywood y el gran público siempre recordarán a Kirk Douglas. Descanse en paz el del hoyito.

© Antonio Ángel Usábel, febrero de 2020.

domingo, 2 de febrero de 2020

Supernova.

Una supernova es una estrella que aumenta repentinamente su brillo y lo mantiene durante un tiempo, antes de decrecer en intensidad hasta apagarse. Eso fue lo que le pasó a Judy Garland (1922-1969), la que fuera gran astro infantil de la MGM y una de las voces mejor dotadas de Hollywood. Brilló en su juventud y se fue consumiendo en su madurez, a pesar de ser la triunfadora en Ha nacido una estrella (George Cukor, 1954). Habituada por el estudio a unas generosas dosis de estimulantes, tranquilizantes y anfetaminas, Judy Garland fue una muñeca maltratada y rota, usada hasta la saciedad para hacer taquilla, mientras, con los años, su expresión enflaquecía y tomaba el aspecto de un ratoncillo asustado y famélico. Cuatro matrimonios desafortunados, rematados por un quinto, con un sujeto que prometió sacarla de la miseria para que pagara sus deudas con el fisco americano y recuperara la custodia de sus dos hijos pequeños. 
La última Judy es la que aparece en la película homónima, firmada por Rupert Goold, cuyo guion de Tom Edge y Peter Quilter está basado de lejos en el drama teatral de este segundo, que en España se estrenó en 2011 en el Teatro Marquina de Madrid, en un dignísimo y aclamado montaje, con una estupenda Natalia Dicenta como Judy y con Miguel Rellán en el rol de su amigo pianista.

Esta vez es Renée Zellweger quien incorpora a la mítica actriz y cantante, ayudada por unas lentillas oscuras, un pelo corto, alborotado y teñido de negro, y una mueca de máscara griega grotesca que mantiene durante todo el metraje. Su trabajo ha sido distinguido con un Globo de Oro y se espera que se le otorgue la dorada estatuilla del Oscar próximamente. Su versión no es que no convenza, sino que es estática, alejada de matices y consuma una amargura que se contagia a todo el filme. Judy es un largometraje amargo, muy amargo.

Las canciones se hacen esperar. Cuando llegan, en una sala de fiestas londinense, son correctamente entonadas por la propia Zellweger, y recuerdan algo a la Garland auténtica. La película se centra en las últimas actuaciones de una Judy acabada en Inglaterra, muy poco antes de morir en el baño de su morada de Chelsea a la edad de 47. 
Vemos a un mito destruido, insomne, atacado de los nervios, humana y artísticamente inseguro, que se incorpora a duras penas sobre su sombra para ganar dinero y así recobrar la compañía de sus descendientes. Una mujer sin pasión, sin amigos, sin futuro. Una Judy que es llevada al escenario para que no falte a su cita con su público, pero que rehúye el compromiso y que a menudo estropea el espectáculo por su adicción al alcohol y a las pastillas.

Judy no decepcionará a los incondicionales de la actriz. Pero tampoco les va a entusiasmar. El viejo Hollywood aparece retratado inmisericordemente, con un Louis B. Mayer despótico, verdadero ogro inmenso amenazando a su nuevo descubrimiento infantil, teniendo a la joven estrella trabajando diecinueve horas al día, no dejándole comer ni dormir lo necesario. Mayer fue el martillo de Judy, su grúa y su piqueta. El único apoyo de aquellos años, Mickey Rooney, también falla a la actriz. Con la edad, fue dejando de interesar a los estudios. Su físico –nunca generoso-- fue perdiendo. En Vencedores o vencidos (Stanley Kramer, 1961), incorpora extraordinariamente bien a Irene Hoffman, una mujer acusada y represaliada durante el nazismo por sostener un idilio con un judío. En ese papel, Judy aparecía obesa y estropeada, lo cual pudo subrayar el hondo dramatismo de sus escenas. 
En cuanto al elenco, merece la pena destacar el esfuerzo, con resultados muy logrados, de Darci Shaw como la joven Garland. Y de Andy Nyman y Daniel Cerqueira como pareja de homosexuales reprimidos, fans fieles de Judy. En la década de los sesenta, los homosexuales norteamericanos tenían una consigna para reconocerse: “Amigos de Dorothy”, por el personaje protagonista interpretado por la actriz en la mágica e inigualable El mago de Oz (1939). Se dice que el arcoíris como emblema gay procede, igualmente, de ese lugar de ensueño donde todo es posible.
© Antonio Ángel Usábel, febrero de 2020.