Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 5 de mayo de 2019

Dar en adopción.

En buenas manos (Pupille, Francia, 2018) es una película testimonial de la realizadora Jeanne Herry, hija de Miou-Miou y de Julien Clerc, que quiere dar a conocer todo el largo y complicado proceso para encontrar una familia de acogida a un bebé abandonado. También un claro alegato contra el aborto, pues la madre de la criatura, una joven estudiante universitaria, decide seguir adelante con su gestación para luego dar la oportunidad a su hijo de vivir junto a otros padres. No mata a su hijo, sino que renuncia a él y lo entrega en adopción. Un ejemplo de valentía que deberían emular otras muchas mujeres que no desean criar a sus futuros niños. Las criaturas no tienen ninguna culpa de venir al mundo; además, una vez que están en camino, tienen derecho a completarlo y a contar con su oportunidad de ser personas.
El largometraje explora en las experiencias de las trabajadoras sociales y de la primera candidata a madre. Un papel fundamental recae en un cuidador, un hombre, Jean, magistralmente interpretado por Gilles Lellouch, quien ha de hacerse cargo del pequeño Theo hasta que se decida entregarlo a una persona determinada. El bebé pasa momentos de falta de afecto, en los que le cuesta fijar la atención en alguien o en algo en particular. Su madre ni siquiera quiso sostenerlo en sus brazos cuando nació, y ya sabemos lo trascendental que es para un bebé “sentir a su madre genuina”, escuchar latir su corazón, oír su voz, oler su cuerpo. Un recién nacido identifica a su progenitora y se siente ligado a ella.
Poco a poco, con el esfuerzo muy paciente de Jean, Theo va superando esas carencias y se va abriendo al mundo. La cinta detalla las circunstancias que afectan expresamente a Theo, sin olvidar las vicisitudes personales de su futura madre Alice. No es la historia de una pareja sin hijos que desea adoptar (Serenata nostálgica, George Stevens, 1941), sino un procedimiento de adopción completo.
El guion muestra, así mismo, la complejidad de las relaciones humanas y de pareja de nuestros tiempos: vínculos que se deshacen impredeciblemente, casi por la fuerza de la gravedad, y otros que ni la fuerza de los huracanes tuerce ni tumba.
Las familias monoparentales encuentran su asertividad en el mundo de hoy, en respuesta lógica a ese retroceso del núcleo parental tradicional. Es como si el átomo se fisionara, pero la reacción quedara bajo control. 
Una película con buen ritmo, bonita, de diáfana fotografía (Sofian El Fani), con una valiosa interpretación coral mayoritariamente femenina (Élodie Bouchez, Sandrine Kiberlain, Clotilde Mollet, Anne Suarez, Stéfi Celma).
No se alzó con los César, pero consiguió tres premios meritorios: el Lumière a la mejor actriz (Élodie Bouchez) y el Bayard de Oro a la mejor intérprete (Élodie Bouchez) y al mejor guion (Jeanne Herry).
© Antonio Ángel Usábel, mayo de 2019.
"En buenas manos" (Metropoli)

jueves, 2 de mayo de 2019

El Príncipe Feliz.

«Quien vive más de una vida
más de una muerte ha de morir.»
(O. Wilde)
La sociedad victoriana no habría sido la misma sin la disidencia de Oscar Wilde (Dublín, 1854-París, 1900). Autor insustituible, esteta de primera línea, crítico mordaz unas veces, e ingeniosamente sutil otras, su presencia en nuestras lecturas sigue siendo necesaria. Es, probablemente, uno de los cinco mejores escritores de los tiempos modernos. Incombustible e imperecedero, maestro en el Arte por el Arte, discípulo del esteticismo de Walter Pater, alumbró verdaderas joyas literarias: El fantasma de Canterville, El crimen de Lord Arthur Savile, El gigante egoísta, El ruiseñor y la rosa, Salomé, El abanico de Lady Windermere, La importancia de ser Ernesto, El retrato de Dorian Gray, así como interesantes ensayos dialogados como La decadencia de la mentira, El crítico como artista, y El alma del hombre bajo el socialismo
El cine ha adaptado algunas de sus obras con verdadero acierto: El fantasma de Canterville (Jules Dassin, 1944, con Charles Laughton), El retrato de Dorian Gray (Albert Lewin, 1945, con George Sanders y Hurd Hatfield), El abanico de lady Windermere (Otto Preminger, 1949, con Jeanne Crain y Madeleine Carroll), Al margen de la vida (Julien Duvivier, 1943, con Edward G. Robinson).
Llega ahora una semblanza biográfica del último Wilde, el exiliado de Inglaterra a Europa (Francia e Italia). En España se la ha titulado como La importancia de llamarse Oscar Wilde, cuando en el original es The Happy Prince (El Príncipe Feliz), en referencia al cuento homónimo, el más bello y emotivo de toda la Literatura, y uno de los más trágicos y tristes (junto con La pequeña cerillera, de Hans Christian Andersen). Se trata de una coproducción entre Reino Unido, Italia, Bélgica y Alemania de 2018, dirigida y protagonizada por Rupert Everett
El Príncipe Feliz, contado por él mismo a sus propios hijos y a unos pilletes parisinos, sirve de hilo conductor al relato. De hecho, es cierto que Wilde relataba oralmente esta historia ya en su visita a Cambridge, en 1885, el año en que nació Cyril, su primer hijo (el segundo, Vyvyan, vino al mundo un año y medio después). Wilde pasó dos años en la cárcel de Reading, no muy lejos de Londres, condenado a trabajos forzados (que no cumplió, por su salud quebradiza) acusado de sodomía, el pecado nefando. Durante el primer año de encierro un alcalde muy autoritario no le permitió escribir. Sus condiciones mejoraron en el segundo año, cuando se le permitió redactar De profundis –una larga carta de despecho—y meditar La balada de la cárcel de Reading –sobre la suerte de un condenado a la pena capital y la conmoción que desata entre sus compañeros presos--. Había ido a parar allí por su querella, en 1895, contra el marqués de Queensberry, quien en una tarjeta le había acusado de sodomita. El marqués era el padre de Bosie, lord Alfred Douglas, el amante preferido de Oscar, a quien venía frecuentando desde 1891. En el juicio, Queensberry fue absuelto de calumnias al probarse el comportamiento homosexual de Wilde. Su condena no quedó anulada hasta 2017, junto a las de otros 75.000 homosexuales procesados en Reino Unido. 
Tras abandonar la prisión y partir en transbordador a Dieppe, Oscar no volvió a escribir nada. Su encierro lo había anulado creativamente, lo había hundido. Adoptó un seudónimo, Sebastian Melmoth, en honor al personaje creado por su tío abuelo Charles-Robert Maturin. Se refugió en París, desde febrero de 1898, donde recibía la visita de amigos y amantes, como Robbie –Robert Ross, promotor de sus publicaciones y cuyas cenizas reposan desde 1950 en la segunda tumba de Wilde, en Père-Lachaise--.  Vivía de sablear a amigos y admiradores. Bebía absenta, consumía drogas (como la cocaína) y comía poco. Tuvo también contactos con Bosie, hasta que la madre del muchacho le retiró la asignación por conducta depravada. Con su mujer Constance hubo de guardar las distancias y mantener un sentimiento de amor-odio. Al fin y al cabo, ella en parte lo mantenía con una pensión; él vivía a expensas de ella. A sus dos hijos les cambiaron el apellido paterno, para que no vivieran con la vergüenza de ser descendientes de un réprobo. Tras sufrir una otitis, que se le extendió e infectó, Wilde falleció de una septicemia el 30 de noviembre de 1900, en el Hotel d’Alsace, tras haber recibido el bautismo y la extremaunción católica. (A lo largo de su vida, había recibido la bendición apostólica personal de los Papas Pío IX –en 1877—y de León XIII, en el mismo año de su muerte en París.)
La película no lo narra, pero otros escritores se dieron el gusto de saludar a Wilde en esos cafés de París: el poeta nicaragüense Rubén Darío, el periodista guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, el novelista canario Benito Pérez Galdós (de quien admiraba Wilde su novela Marianela), el noventayochista Pío Baroja y los modernistas hermanos Manuel y Antonio Machado.
El largometraje cuenta con una dirección eficaz, una ambientación precisa y exquisita, y una excelente interpretación de Everett en el rol principal, correctamente secundado por Colin Firth, coproductor también. Especial tono entrañable logra la secuencia de Wilde cantando sobre una mesa del Calisaya, una cantina americana del Bulevar de los Italianos. Vemos a un Wilde avejentado, crepuscular, felliniano, que se da colorete en las mejillas para parecer aceptablemente púdico. Un retrato cercano, que cala en el espectador, y que se aleja de la áspera semblanza barojiana: gigante de grandes pies, desproporcionado de cuerpo, cara embobada, con los bolsillos del abrigo repletos de periódicos. 
© Antonio Ángel Usábel, abril de 2019.
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La relación intensa, pero intermitente, con lord Alfred Douglas, perjudicó extraordinariamente a Wilde. Douglas sabía que podía manejar al escritor como quisiera; podía maltratarlo, que aquel comía en su mano. 
El primer amante serio de Oscar fue Robert Ross, a quien conoció en 1886, cuando este contaba solo diecisiete años. A pesar de las muy frecuentes infidelidades del genio, Ross le fue leal hasta más allá de la muerte, al velar por la correcta publicación de sus obras y por sus derechos legales. También al darle una segunda sepultura digna en uno de los mejores camposantos parisinos. 
En el verano de 1889, Wilde conoce y se enamora del poeta joven John Gray, el “Dorian Gray” de su célebre novela. Serán amantes hasta 1892. En junio de 1891, Oscar conoce a Alfred Douglas, de veintiún años. Marcha con él a un balneario de Homburg, en Alemania, en julio de 1892. En 1893, ambos hombres se instalan, por un año entero, en el Hotel Savoy de París, y Douglas aprovecha para traducir del francés la Salomé de su amigo. Wilde discute con Douglas por esa traducción, que considera mala. Ese mismo año, Robert Hichens escribe El clavel verde, donde parodia la relación amorosa entre su amigo Oscar y lord Alfred. 
Estando en París, Douglas frecuenta a jóvenes menores, y hace amistad con prostitutos homosexuales. Wilde mantiene a alguno de ellos. En 1894, Douglas abandona a Wilde a instancias de sus padres, quienes lo envían a la embajada británica de El Cairo. Sin embargo, Alfred lo atosiga con telegramas y lo amenaza con el suicidio pasional. Oscar, entonces, acepta volver a ver esporádicamente a Douglas, en Londres y en Brighton. 1895 es el año de la perdición de Wilde: Douglas odia a su padre y por eso casi fuerza a Oscar a denunciarlo cuando Queensberry lo acusa de sodomita. Mientras sale el juicio, Oscar y Alfred se van a Montecarlo. Celebrada la vista, se exonera a Queensberry y se condena a Wilde, cuyos derechos de autor se confiscan para afrontar las deudas de la demanda y los costes procesales. También se venden los libros de su biblioteca y sus manuscritos. Por si fuera poco, Alfred intenta publicar en París las cartas de amor de Wilde. Los amigos del escritor lo impiden en el último momento.
Tras el presidio, en agosto de 1897, Oscar se reconcilia con Alfred y viaja con él a Nápoles. Pero en diciembre de ese año, optan por separarse, acosados por los impagos tras cancelarse sus respectivas pensiones. En abril de 1898 muere la esposa de Oscar, y este se queda con una exigua pensión. En 1900, Alfred hereda de su padre difunto una fortuna de más de veinte mil libras esterlinas, mas no se acuerda de su amigo Wilde. Tiene la labia, no obstante, de encabezar su cortejo fúnebre.
Recuerdo la primera máxima de Wilde que verdaderamente me impactó. Se la escuché a don Emilio Escartín Núñez (fallecido en septiembre de 2006), mi profesor de Literatura medieval española en la Universidad Complutense. (La persona a quien, por otra parte, más honda y sentidamente he oído recitar a García Lorca). Corría el año 1985. Decía así: “Propio es de imbéciles imitar a los genios”. Buena definición de sus posibilidades, porque lo mejor que siempre tuvo Oscar Wilde –hombre nacido para los placeres, el arte y el lujo—fue lo que declaró en la aduana al llegar a Estados Unidos, en enero de 1882: su genialidad.