Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

sábado, 20 de octubre de 2018

El perverso juego de la mentira.

“No tienes cojones para matarme”. Con esta expresión, que parece sacada del tremendismo de La familia de Pascual Duarte, se consolida la tragedia familiar mostrada por Jaime Rosales en Petra, una coproducción hispano-franco-danesa de 2018. Una vigorosa historia de traiciones afectivas que va a culminar en un acto de reconciliación tan lógico como hermoso, a la vez que hereditario, pues al fin y al cabo lo único genuino que nos queda, en cuanto al amor con raíces, es la familia.

Nos preguntamos, sin embargo, si en pos de ese perdón último se justifica tal depravación moral, tal juego enrevesado de mezquindades desasosegantes e insufribles. La acción se desarrolla en una finca del Ampurdán, propiedad de un exitoso escultor que se la compró al hermano mayor, después de que este lo expulsara como la mierda de casa con catorce años y el muchacho se tuviera que abrir camino con astucia, bastante ánimo emprendedor, y puede que sobrada falta de escrúpulos. Petra es una joven en busca de sus orígenes paternos, y los cree encontrar en Jaume Navarro, el artista. Jaume es un ser cerrado, indolente, marmóreo, que no se solidariza con nada ni con nadie, y demerita constantemente a su único vástago Lucas. Entre Petra y Lucas surge una relación amorosa que va a ser cruelmente devastada por Jaume. A partir de ahí, todo lo inimaginable puede ocurrir, en una espiral de odios y rencores, de batallas disipadas y giros volatineros. Sin duda, el folletín decimonónico de novela por entregas tiene la culpa de todo.
Una película bien dirigida, interpretada con un naturalismo que le da viso de documental, con cámara al hombro moviéndose diestra y suavemente por el decorado, con escenas sin contraplano (como le gustaba a Bergman, y está de moda en el cine español actual) y otras fuera de objetivo, que cuenta con el primer trabajo de Joan Botey (como Jaume), ingeniero químico y agrónomo en la vida real, Bárbara Lennie (Petra), Alex Brendemühl (Lucas), Marisa Paredes (Marisa, esposa de Jaume), Carme Pla (Teresa) y Julia (Petra Martínez). El buen empeño de dirección consigue uniformidad en todos los roles, dando lugar a una acción creíble y de redonda factura. Nos preguntamos si la idiosincrasia catalana, de la Cataluña rural, conforma y legitima el relato o si, por el contrario, con la localización no se ha pretendido insinuar nada en particular y todo podría haber ocurrido igual en Valencia, Mallorca, Córdoba, Sevilla o Aranjuez.

Una cinta a la que solo se le puede achacar la carnalidad que brota de las expresiones que se utilizan para herir, y que acaso quiera reemplazar a la que nunca se ve. El exceso de amoralidad lastra algo el argumento, para el que cabría aplicar la máxima de Cervantes hacia La Celestina: “Libro a mi entender divino, si encubriera más lo humano.”
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2018.

sábado, 13 de octubre de 2018

Héroes del espacio.

Apenas sesenta años antes el hombre había aprendido a volar. En 1969, el hombre se subió a un cohete y llegó a pisar la Luna. Fue, sin duda, la mayor proeza hasta la fecha de la especie humana. Emocionante, único, insólito e irrepetible, ese momento se grabó en la retina de millones de televidentes (más de cuatrocientos en todo el mundo, según las estadísticas). Hubo muchos que lo cuestionaron, que no lo creyeron (ni lo creen) como real. Pero ahí está. Y ahora nos llega, por fin, la recreación filmada no solo de aquel instante, sino de la larga trayectoria de prototipos, cálculos, preparaciones físicas y ensayos que lo hicieron posible. Con muertos por el camino. Como Edward Higgins White, el primer astronauta norteamericano en realizar una caminata espacial (1965). Edward se abrasó junto a dos compañeros al incendiarse una cabina de vuelo en fase de pruebas.
First Man (El primer hombre, 2018) está correctamente dirigida por Damien Cazelle (ganador del Oscar al mejor realizador por esa tarta empalagosa titulada La, La, Land), pero irregularmente interpretada por un reparto desigual. El inexpresivo Ryan Gosling se ha quedado con el papel protagonista de Neil Armstrong, el primer hombre en pisar suelo lunar. Su interpretación está carente de matices; es así que en los momentos más dramáticos parece que sigue viendo la televisión con la familia. Corey Stoll, como Buzz Aldrin, es otro que se queda lejos de hacer época con su versión del personaje. Los mejores roles recaen en una seria, seca, pero ajustada Claire Foy y en el excelente actor australiano Jason Clarke (El hombre del corazón de hierro, 2017).
La acción comienza a finales de la década de 1950, cuando Armstrong era un piloto de pruebas de la base aérea de Edwards, en California. En aquellos aviones cohete se traspasaba la atmósfera y se corría el riesgo de no conseguir la reentrada. Por aquel tiempo, Neil perdió a su hija pequeña por un cáncer cerebral. En 1961 es reclutado por la NASA, tras presentarse él voluntario a la selección de futuros tripulantes de vuelos espaciales. Se le asigna el proyecto Géminis, que fue el precursor de los cohetes Apolo. Vamos asistiendo a las fases de preparación de las salidas al espacio, en una carrera en la que los soviéticos llevaban la delantera. Conocemos a los amigos y compañeros de Armstrong, personas que intuimos que van a morir. Y en esto está lo más inquietante del relato. La película rebosa de primeros planos, con la cámara siempre encima de los actores, sin enseñar el entorno. Es la misma escala o proporción que cuando se hallan abordo, enlatados literalmente en su cápsula de vuelo. A nosotros nos parece estar encerrados con ellos, en ese ambiente claustrofóbico del que no se sabe si se saldrá con vida.
Los primeros astronautas fueron aventureros natos. Sabían el altísimo riesgo que corrían en las pruebas y misiones, y aun así no se arredraron. Cuando alguien va dentro de una cápsula, donde no te puedes ni girar, a merced de los instrumentos de mando, y cuando cualquier error, por mínimo que parezca, te puede volatilizar, te ves lo pequeño que eres en el Universo, lo poco que cuentas, lo solo que estás, y probablemente te preguntas por qué haces eso, qué te ha llevado allí, cuál es el sentido o significado último de aquello y de tu propia vida, si lo tiene.

El mayor mérito de First Man reside en acertar a crear muy eficazmente lo que se experimentaba durante un vuelo espacial y en resumir bien diez años de trabajos conducentes a lograr lo más difícil: alcanzar nuestro satélite, volver realidad el sueño de un visionario, Julio Verne.
Una película didáctica recomendable para toda la familia (si los niños tienen más de doce años). Probablemente el Apolo se contemple, dentro de tres siglos, con igual curiosidad tierna a como nosotros vemos las réplicas de las carabelas de Colón. Sic transit gloria mundi.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2018.
"El primer hombre" (2018)_Metropoli.

lunes, 8 de octubre de 2018

Tuyo es el reino.

“Manuel es como un ángel caído
que no tiene una base moral
sólida y que no mantiene
vínculos con quienes le rodean.”
(Antonio de la Torre)

Sería un crimen dejar pasar El reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018) sin hablar de ella. De Bárbara Lennie, queremos decir, que está espléndida en su papel secundario. Pero, obviamente, no es el único acierto de esta intriga magistral sobre la corrupción de los políticos españoles. El pulso de la película, rodada buena parte de ella con cámara al hombro, planos-secuencia detrás del hombre, de Manuel López-Vidal, es el ajustado para moverse alrededor de los implicados, a cuál más nervioso ante una investigación policial que avanza, que pone cerco a los subalternos menores, y que se intenta que nunca llegue a alcanzar la cumbre de un partido. El intérprete de moda en nuestro país, Antonio de la Torre, ha afirmado en una entrevista que no le gusta “que se piense que España entera es corrupta. Aquí tenemos mucha gente honrada”. Pero lo que el protagonista de la trama va a buscar a cierto chalé de Andorra son unos cuadernos que apuntan a lo contrario: que la clase política de la democracia está tan metida toda ella en el fango, que es imposible que los cimientos del sistema se sostengan y que el agua de tantos ríos desbordados vuelva a su sereno cauce.
El estilo documental y la planificación cuidada de unas soberbias caracterizaciones de conjunto convierten a El reino en un largometraje original, por lo poco común, muy sólido y atractivo. Enseña a políticos regionales en sus comidas y con sus trapicheos, usando una jerga que caracteriza su dedicación al tráfico de influencias, la prevaricación, la recalificación de suelo agrícola en urbanizable, los sobornos, y un largo etcétera que permite un rápido y lucrativo enriquecimiento personal y familiar. Cuando esos mafiosos de poca monta son descubiertos por la Guardia Civil, exigen recibir ayuda de su organigrama central, el cual desea por todos los medios quedar al margen de sus chicos descarriados. Hay que ofrecer a la opinión pública la imprescindible imagen de limpieza y transparencia. La sensación de confianza en el sistema parlamentario, porque es el sistema que funciona, que extirpa de su seno el fruto enfermo y promete el castigo del traidor corrompido.
Pero no toda oveja negra se somete e inclina su cerviz. No, por lo menos, Manuel López-Vidal, a quien cucamente se pretende cargar con el mayor peso de la culpa. Manuel se rebela contra sus superiores, porque sabe que ellos están implicados en una conspiración aún mayor. Animado por esa consigna de “Divide y vencerás”, Manuel se presenta en la sede central del partido en Madrid y tienta a un líder supremo para que, con su ayuda, desbanque a su rival en el trono. Manuel maneja datos, información, que es uno de los instrumentos básicos para amilanar, zumbar y tumbar. El líder le insta a conseguir más datos, irrefutables. Es entonces cuando Manuel debe espabilar e intentar hacerse con ellos, cueste lo que cueste. De la parte discursiva de convenciones, restaurantes y despachos, pasamos a una segunda de acción contenida, pero lograda e inquietante. Sin embargo, no sentimos hacia Manuel –villano-- la empatía propia del héroe ejemplar, sino la curiosidad de ver cómo se desenvuelve y de si alguno más alto caerá con él.
Seguimos a un hombre al que nunca le ha importado ser como es: un arribista, un manipulador, un listo aprovechado. Él mismo no lo reconoce en ningún momento. Incluso parece albergar la disculpa de que los de arriba de Madrid eran mucho peores, porque robaban más que él. Lo grave es que Manuel y sus colegas de partido viven por encima de los demás ciudadanos, en un mundo distinto, repartiéndose a diario el pastel.
Sorogoyen construye una película perfecta, con engranajes bien engrasados, como ya consiguiera en la intensa y claustrofóbica cinta policiaca Que Dios nos perdone (2016), merced a su elenco insuperable: además de Antonio de la Torre (Caníbal, Abracadabra) y Bárbara Lennie (Las trece rosas, La enfermedad del domingo), están redondos Luis Zahera, Mónica López, Sonia Almarcha, Josep Maria Pou, Nacho Fresneda, Francisco Reyes, Ana Wagener y la joven Laia Manzanares. 
El reino es una película que nadie debería perderse. Una disección quirúrgica del momento político actual. ¿Llegará a verse este mundo nuestro como una época ya superada?
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2018.

domingo, 7 de octubre de 2018

El tiempo, las canciones.

Cold War (2018) es la historia de dos idiotas, quienes, pudiendo haber llevado una vida feliz juntos –o relativamente feliz--, se condenan a una separación y a un reencuentro intermitentes. Es una película escrita y rodada en 35 mm y en blanco y negro por Pawel Pawlikowski, ganador con ella de la Palma de Oro al mejor director en Cannes 2018. Su largometraje Ida (2013), excepcional, también filmado en tonos grises, se alzó con el Oscar a la mejor cinta extranjera en 2015.
Cold War cuenta con mayores medios, al ser una coproducción polaco-franco-británica. La historia se sitúa a inicios de la década de 1950, con una sugestiva revisión del folclore polaco. La idea de las autoridades es formar un grupo de coros y danzas que recorra el país, e incluso que viaje a escenarios extranjeros. Un proyecto similar al que hubo en la España franquista, bajo los auspicios de la Sección Femenina y el Ministerio de Exteriores.
Wiktor (Tomasz Kot) es pianista y uno de los encargados de efectuar la selección de talentos. Se fija en una bella muchacha rubia, Zula (Joanna Kulig), quien ha estado en prisión por acuchillar a su padre. La razón que Zula ofrece es que su padre la confundió con su madre. Pronto Wiktor y Zula se enamoran, mientras el espectáculo se levanta, no sin serias concesiones a la propaganda estalinista. Durante una parada en Berlín oriental, Wiktor le propone a Zula escapar a Occidente. Será él solo quien dé ese paso. Marcha a París, donde hace arreglos musicales y se convierte en pianista de una banda de jazz en el café bar El Eclipse (importante guiño a Antonioni). Tiene amores con una poetisa, pero Zula vuelve a aparecer en su vida, aunque nunca de un modo definitivo.
Con esos vaivenes de ambos amantes se construye la trama de la película, cuyos momentos más logrados son los del principio, con unos vistosos números de folclore eslavo. Después, la historia decae y se torna convencional. No aburre ni mucho menos. Pero se espera más de ella, y ni la originalidad ni la maestría remontan. Solo la escena final recupera un toque conmovedor y sublime. 
No obstante, es una cinta que deja en general buena sensación de solidez, aunque se puede salir de la sala sin entender la actitud de Wiktor y Zula, él obsesionado con ella, y ella torturándolo con sus huidas y sus promiscuidades manifiestas. Un juego erótico de cariz claramente sadomasoquista, donde unas veces se premia y otras se hiere.
A la relación romántica le faltan los diálogos, aquellas sentencias emocionales de los clásicos del género. Vibra la atracción sin más, el recorrido tórrido por las simas de la inconsciencia. El amor adúltero, no consumado, de Breve encuentro, emula en Cold War el de otras relaciones equívocas: Jules et Jim (1962), El eclipse (1962), Belle de Jour (1967), Bubú de Montparnasse (1971), El último tango en París (1972), Henry y June (1990), El cielo protector (1990), Días tranquilos en Clichy (1990). Paris Blues (1961) puede inspirar la pasión por los garitos de jazz parisinos, ese arte por el arte, vivir por y para la música.
Wiktor y Zula crean arte y se recrean en ellos dos mismos. La frialdad de los rostros, la hoja afilada de la traición, el distanciamiento del espectador no cómplice con algo parecido, son los que pueden hacer que esta película se deguste en círculos afines, e incluso en ellos se la rinda culto.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2018.