Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

lunes, 31 de octubre de 2011

"El muelle de las brumas" (1938).


En la década de los años treinta del siglo pasado, surge en Francia una generación de cineastas comprometidos con causas sociales e inmersos en las teorías dramáticas de un primer existencialismo. Se deciden a hacer un tipo de cine testimonial, con la calle y los suburbios como telón de fondo, y argumentos realistas, aunque matizados por un lirismo poético que consigue suavizar lo más sórdido, crudo y doloroso del mundo real. Sus personajes son rebeldes vagabundos marginados, mujeres de dudosa reputación, evadidos de la justicia e hipócritas de moral equívoca. A este estilo de retratar la realidad se le llamó “realismo poético”, y tuvo como precedente destacado a Anatole Litvak en Coeur de lilas (1931), y como seguidores señeros a Marcel Carné, Julien Duvivier y Jean Grémillon. El realismo poético se distancia de lo que luego será, tras la II Guerra Mundial, el neorrealismo italiano, al no abrazar los postulados decididamente dramáticos de éste. En los directores franceses anida el espíritu de acordeón y de café, el impresionismo pictórico, y la luz diáfana de Montmartre, que eclosionará en la obra del gran Jean Renoir, el John Ford francés. Aunque la vida se hace terca y difícil, y a pesar de que hemos sido expulsados a ella, casi “vomitados”, debe haber cierto tacto, una sagrada textura sedosa a la hora de retratarla, como una media puesta delante del objetivo que disimule las arrugas.

Vamos a ocuparnos ahora de una de las películas francesas más extraordinarias de todos los tiempos, y una de las que menos ha envejecido también. Hablamos de El muelle de las brumas (Le Quai des Brumes, 1938), de Marcel Carné. Se basa en una novela de Pierre Dumarchais, adaptada por el eficiente guionista Jacques Prévert. El tema musical, famosísimo y consumado, es de Maurice Jaubert. La historia: un desertor del ejército colonial, Jean (Jean Gabin, actor emblemático y, por su naturalidad, el Spencer Tracy galo) llega a Le Havre sin un céntimo. Allí cae bien a una jovencita de diecisiete años, Nelly, que interpreta una hermosísima e hipnótica Michèle Morgan (por entonces, con casi la misma edad). Ambos se enamoran. Jean, que sopesa huir a Venezuela, decide cambiar su identidad real con la de un joven pintor bohemio que se ha suicidado en el mar. Al mismo tiempo, ha de defender a su novia del acoso de su tutor, un quincallero llamado Zabel, quien a su vez tiene que librarse de Lucien, un maleante de opereta a quien Jean humilla sin dificultades.

El filme, rodado en blanco y negro, se inicia cuando en la niebla un camionero recoge en la carretera a Jean. A los pocos kilómetros, nuestro hombre da un volantazo y salva de morir atropellado a un perrillo vagabundo. Para su disgusto, el animal se convierte en su “alter ego” y se vuelve su sombra. Lo sigue a cualquier sitio. Con el contrariado camionero sostiene una conversación que redunda en el vacío existencial:

“—Disparar es una tontería. Como en la feria, sobre los blancos. Disparas y entonces el hombre lanza un grito, pone las manos en el vientre en un susto divertido, como un chaval que ha comido mucho. Sus manos se vuelven rojas. Y cae. Nos quedamos solos. No entendemos nada. Sólo hay silencio alrededor.”

Esa soledad, innata y consustancial a todo ser, se extiende a las relaciones afectivas, tiñéndolas de inestabilidad y brevedad. En un momento, Jean y Nelly reflexionan sobre ello:

“NELLY: —Es difícil vivir.
JEAN: --Sí, sí. Estamos solos. Sin embargo a veces gente que no conocemos y que quizá no volvamos a ver, nos ayuda. No sabemos por qué. Es curioso…

NELLY: --Es porque la gente se quiere.

JEAN: --No, la gente no se quiere. No tiene tiempo.”

Subrayamos esta sentencia de Jean porque resulta de una rabiosa posmodernidad. La gente no se quiere porque no tiene tiempo “para esas tonterías”, los flirteos, las galanuras, el enamoramiento, la entrega del corazón, la sinceridad. El personaje de Nelly, apenas una adolescente, es de una sólida madurez para su edad. Se guarda de su tutor, un amargado Zabel al que da vida de forma imponente otro “grande”, Michel Simon, con sus barbas a lo Verne, y a quien John Frankenheimer recuperará en 1964 para el maquinista de El tren (en una de sus secuencias más emotivas). Nelly se entrega a Jean –bastante mayor que ella—y está dispuesta a ir donde sea con él. Sólo la fatalidad llegará a truncar su unión, devolviéndonos a la áspera realidad de un tiovivo sin concesiones.

Como todos necesitamos dar y recibir amor, en la película Zabel representa el individuo trágico, ignorado por las mujeres, a un paso de la dulce y delicada Nelly, que se duele de su triste rol: “—Pero, ¿qué os pasa a todos con el amor? ¿No hay nadie que me quiera a mí?”

Zabel no admite su aislamiento. No ha aprendido a no tenerse más que a sí mismo, como sí lo ha logrado el pacífico Panamá, un exbuscavidas que regenta una covacha de mala muerte donde se refugia en principio Jean, y donde cambia su identidad y sus ropas. Panamá es un hombre simple, tranquilo, hecho a todo, que ayuda desinteresadamente a quien lo pide, y que subsiste entonando viejas melodías. Gracias a él, Jean puede contar con otra facha, aunque no se las dé muy de pintor. A un médico de un mercante le confiesa su más que sospechosa técnica de tres al cuarto: “—En general, yo pinto las cosas que están escondidas detrás de las cosas. Por ejemplo, si veo un nadador, pienso que se va a ahogar, y pinto un ahogado.”

La película se cierra con una escapada: la del perrillo callejero que corre en pos de su amito, símbolo de libertad indómita y rayo de esperanza de un porvenir mejor.

En El muelle de las brumas hay “una pareja, unas tablas y un amor”; hay besos, hay abrazos reconfortantes y apasionados. Está llena de ternura y miradas de amor. Los ojos felinos, magnéticos y subyugantes de Michèle Morgan apenas podrán ser emulados de lejos por Capucine en el cine norteamericano. Su elegante sombrero de ala doblada se anticipa claramente al de Ingrid Bergman en Casablanca.

Carné comparte estilismo con el Michael Curtiz de Ángeles con caras sucias, del mismo año 1938. Una fotografía semidocumental que busca dar pulcro testimonio de los ambientes barriobajeros, con sus tipos humildes y los esclavos de su destino. En el caso de la cinta de Curtiz, ya lo sabemos, Rocky Sullivan fingiéndose cobarde y asustado ante la visión de la silla eléctrica, pateando y gimiendo para no ser héroe y mártir de otros chicos de la calle. En el filme de Carné, una ejecución más fácil: el sueño truncado de libertad y de felicidad del desertor Jean.

A destacar un muy poético travelín: del plano de un carguero, a las maromas que lo anclan a tierra, y la pareja de Nelly y Jean sentados en el muelle. El barco es un nuevo mundo, una segunda oportunidad, quizá otra vida; el amor, una ligadura, un condicionamiento. Parece que están reñidos, y que hay que elegir.



* * *
Marcel Carné, crítico de cine, se inicia como realizador en 1929 con Nogent, El dorado du dimanche, un documental de matices líricos. Colabora con René Clair como ayudante de dirección en Bajo los techos de París (1931) y en 1936 debuta en una ficción, Jenny, junto al guionista Jacques Prévert. Con él idea un tipo de recreaciones populares que se alejan del optimismo desenfadado de Clair, dibujando la vida de forma bastante más agria y congelando la sonrisa de payaso en la boca. Pronto comienza a trabajar con Jean Gabin, quien había debutado en el legendario Moulin Rouge. Además de El muelle de las brumas, rueda con él El aire de París (1954), un convencional drama de boxeo, donde lo mejor es la trabajada historia de amistad entre un expúgil propietario de un gimnasio ruinoso, y una joven promesa de los ligeros. (Con el tiempo, pudo haber inspirado la contundente Million Dollar Baby, de Clint Eastwood). De 1945 es la reseñada como su obra maestra, Les enfants du Paradis, un cuidado homenaje de casi tres horas al París de Balzac.

domingo, 16 de octubre de 2011

Las raíces de Terrence Malick.


Más que del tronco y las ramas, habría que hablar de raíces y de savia. Porque El árbol de la vida trata del pasado familiar de este intrincado e introvertido realizador, uno de los últimos ermitaños del cine.

Estamos ante un largometraje denso, muy personal, de dos horas y media de duración, que no todo el mundo aguanta. En algún local de Barcelona, e incluso en Estados Unidos, están devolviendo el importe de la entrada si uno desiste antes de los primeros veinte minutos. Luego es, así mismo, una prueba de resistencia. Uno, en verdad, tiene la impresión de querer admitirlo como una obra maestra contemporánea. Hay que ver esta película, porque es una película “grande”. Como hay que hacer el intento de leer el Ulises de Joyce, por el solo hecho de su monumentalidad literaria y su cierto influjo en la narrativa posterior.

Pero es que ha habido obras enormes que justificaban su envergadura, en páginas o fotogramas, por la complicidad y extensión natural de la historia revelada. No se podía decir más con menos. Pensemos en el Quijote, Los miserables, La Regenta, Guerra y Paz, o en El nacimiento de una nación, Intolerancia, Lo que el viento se llevó, Quo Vadis?, Los diez mandamientos, Ben-Hur, La conquista del Oeste, Cimarrón, Vencedores o vencidos, Érase una vez en América, o el propio El arbol de la vida, título español para el hermoso y poético filme de Edward Dmytrick Raintree County, con guion de Miliard Kaufman, con el que la MGM intentó emular en 1957 lo conseguido por Lo que el viento se llevó en 1939. Otra historia ambientada en la Guerra Civil americana, la destrucción de la armonía de la vida sencilla de un condado, el locus amoenus que se tizna de negro por el pillaje y las matanzas. Pero no todo queda dañado por la acción del odio entre hermanos: allí, en los pantanos, crece un gran árbol dorado, cuyas hojas y ramas reflejan y alimentan la esperanza de las almas nobles. Una banda sonora original espléndida, a cargo de Johnny Green, aunque con un tema central demasiado repetitivo. En aquel reparto, Montgomery Clift, Elizabeth Taylor, Eva Marie Saint, Nigel Patrick, Rod Taylor, Agnes Moorehead y Lee Marvin.

El árbol de la vida deslumbrará muy positivamente a quienes gusten del toque de intelectualidad y parsimonia en cine. Me refiero a ejemplos como Rossellini (Stromboli, 1949), Kazan (América, América, 1963), Bergman (Fanny y Alexander, 1982) o Bertolucci (El cielo protector, 1990).

Malick, nacido en 1945 y natural del reducto texano de Wako, que os sonará por haber sido guarida de los davidianos, con ese Mesías-Luzbel manipulador, propio de la credulidad infantil de la América profunda, nos ha dado una obra verdaderamente deliciosa, digna de una genialidad sensible y de un estado de gracia único: Días del cielo (Days of Heaven, 1978), la experiencia de unos inmigrantes humildes, fotografiada magníficamente por nuestro malogrado Néstor Almendros. No anduvo, no obstante, tan acertado con el remake de La delgada línea roja (1998), drama antibelicista con un rotundo y desquiciado Nick Nolte, que resulta a todas luces plúmbea y sosa. Es un cineasta que madura muchísimo cada proyecto, tal y como hacía también otro maniático de la perfección, Stanley Kubrick. Y podríamos ya asegurar que El árbol de la vida es a Malick lo que 2001, una odisea del espacio es a Kubrick. La misma lentitud, acción morosa, igual parsimonia recreativa en las imágenes, el acompañamiento de coros y sinfonías musicales. La cinta de Malick incluso tendría otro parangón en Fantasía (1940), de Walt Disney. Una explosión del deslumbrante cromatismo de la Naturaleza como trasunto de la Luz de Dios, que Tolstói expresaba así con palabras: “Ante todo, amar la vida; amar la vida por encima de todo y sobre todo; porque la vida es Dios; y amar la vida significa amar a Dios”.

Un padre dictatorial, una madre protectora y apocada, y unos niños sometidos a la autocrática autoridad paterna. El papel que interpreta Brad Pitt nos puede parecer el de un déspota despiadado, muy parecido al que aparecía en El color púrpura, de Spielberg; pero es que así se educaba en muchas familias antiguamente: llamando al padre “Señor”, guardando obediencia y silencio supremos, y no discutiendo la voluntad de esa encarnación del Creador celoso y terrible del Génesis y otros libros del Antiguo Testamento, baluarte y guía de los peregrinos del Mayflower, y del espíritu cristiano de muchas iglesias protestantes de Norteamérica. Así se educaba a los hijos, con la vara de medir traseros. El patriarca demostraba su frío –mas acaso hondo— cariño moldeando a los vástagos como Miguel Ángel a su Moisés, a golpe de cincel. No se entendía otra manera de que esos niños no se perdieran o malograran en la vida. Del mismo modo, los chicos habrían de corresponderle apreciando los poquitos momentos de ternura: en la preparación de las artes de pesca, en una siembra, en la reparación de una valla. En el dios de las pequeñas cosas cotidianas que nos endulzan la existencia y la vuelven más llevadera. Decir “Padre” es como entrar en el tabernáculo sagrado y postrarse descalzo ante las Tablas de la Ley. Pero decir “Padre” no es hablar de “Mi Padre”, que es como solía referirse a Él Jesucristo en su Misión redentora. No se le nombra así, con confianza, sino con aspereza y temor, como por miedo al castigo. No se espera de su juicio misericordia y perdón, sino gritos y golpes. Tal vez –es más, seguramente-- fue esa la educación que recibió Terrence Malick.

A pesar de tanto esmero de buril, un hermano muere. Y el compañero se queda recordando aquella infancia, todos aquellos instantes inapreciables que no la hicieron mísera, imposibles de desmenuzar y de recrear de una vez, pero fantásticamente endosados entre erupciones de volcanes, ríos de lava, simas submarinas, desiertos, y cuantas imágenes de nuestra también maltratada Tierra se puedan rescatar. Un ejercicio suculento de montaje cinematográfico, cuyo esmero queda deslucido por la excesiva duración del resultado final, híbrido desconcertante entre el documental poético (pensemos en El río, 1951, de Jean Renoir) y la obra de ficción. El árbol de la vida es filosofía en forma fílmica, como lo era Ordet (La palabra, 1955, de Carl T. Dreyer) y L’Atalante (1934, de Jean Vigo). Se insinúa que Dios insufló su conciencia a todas sus criaturas, y que hasta un saurio tiene la facultad de perdonar la vida a su presa. Una pieza intimista, íntima, para disfrute preferente de su propio creador, pero no por ello estanca. Posiblemente merecedora de un segundo visionado, para apreciarla en su conjunto, y que solo el tiempo pondrá en su lugar dentro de la Historia del Cine.

"El árbol..." - Críticas de De Prada y Torres Dulce.

domingo, 18 de septiembre de 2011

"The History Boys".


Una película “Indie”, de 2006, producida por Fox Searchlight Pictures, con guion del dramaturgo Alan Bennett (La locura del rey Jorge), basado con fidelidad en su obra de teatro homónima. The History Boys es una película sobre Educación, sobre ocho chicos que estudian en una escuela pública británica y que quieren superarse y aspirar a entrar en Oxford. Para lograrlo, cuentan con la ayuda de tres profesores, a quienes el director encarga esta misión especial. Uno de ellos es veterano, pero aplica fórmulas poco ortodoxas en sus clases, como ir saltando de un tema a otro, tocar y cantar melodías de comedias musicales, o practicar otro idioma mediante juegos de roles. Su ánimo anárquico, pero simpático a los muchachos, contrasta con el de un joven docente que ha llegado nuevo, serio, metódico, racionalista, y presuntamente graduado en una universidad de prestigio. De mediadora entre ambos planteamientos formativos actúa una profesora también experimentada.


A pesar de tratarse de una escuela pública, los profesores y los alumnos llevan chaqueta y corbata (o pajarita) y se mantiene en el centro un aire de pulcritud y etiqueta. Las escenas rodadas durante las clases son una delicia, por la sustancia dialéctica que se despierta entre enseñantes y pupilos. Como los chicos DESEAN APRENDER, ambos métodos –el racionalista y el anárquico—van ofreciendo buenos resultados, y la empatía que se crea entre las partes crece y es gratificante.

Sin embargo, a mitad de la cinta aparece un tema nuevo, transversal, que desluce un tanto el conjunto en cuanto que desvía la atención del espectador. De una interesantísima película sobre técnicas educativas, se involuciona a un filme sobre la homosexualidad vivida como drama. Si hay algo que tienen en común los dos docentes que preparan al grupo es su inclinación afectiva, hacia los hombres. El profesor anárquico acerca en su moto a algún alumno hasta su casa; encomiable favor que se ve ensuciado por descarados toqueteos durante las paradas, en los cruces y pasos de cebra. Un buen día, una guardia de tráfico repara en la desviación del adulto, toma la matrícula y lo denuncia al director de la institución. El máximo responsable prepara la expulsión del veterano docente para final de curso. Los chicos –que no viven las travesuras del reprobado como ninguna tragedia, sino más bien como un juego inocente de un vejete simpático y “guay”—consiguen aprobar sus exámenes de ingreso. Luego queda cumplida la misión.

Para evitar la expulsión del maestro, uno de los aprobados chantajea al director por medio de sus propias debilidades, con lo que consigue que todo quede en casa, y que sea el azar de la vida, por sí sola, quien ponga las cosas en su sitio. El docente más joven, recto e impoluto, es también homosexual, y está enamorado de un estudiante del grupo. Se entra aquí en otro apartado sumamente escabroso y censurable, puesto que afecta a lo que estaría dispuesto a hacer el muchacho por su preparador, agradecido como está por su trabajo.

El error de la cinta es tratar las relaciones íntimas entre adultos y menores como travesuras banales, cuando es un hecho triste y gravísimo que no debería trivializarse nunca. De una excelente historia sobre la necesidad del esfuerzo personal para aprender, pasamos a un drama sobre sexualidad reprimida y sobre conceptos equívocos de legitimidad más que dudosa. The History Boys plantea un triunfo de la voluntad, pero a costa de disculpar principios poco éticos, nada sensatos y razonables.

Su mayor acierto es denunciar el lado más oscuro y barroco de nuestra sociedad, en el sentido de criticar que haya que vivir con falsas apariencias y que quien no esconde su interioridad (con su verdadero ser y sus defectos) no se hace hueco ni triunfa.

El filme cuenta con el mismo elenco interpretativo que llevó con éxito y algazara la obra por escenarios de medio mundo (Inglaterra, Australia, Estados Unidos…). Se trata de una prestigiosa producción del National Theatre, dirigida con pulso por Nicholas Hytner. Una película refrescante, simpática, añorable, pero con el desequilibrio de los aspectos morales que hemos comentado.

"Cartas al Padre Jacob".


Una película finlandesa, de 2009, y 74 minutos de metraje. Una cinta con mensaje espiritual, sumamente sencilla y alejada de toda grandilocuencia.

Cuenta la historia de una condenada por asesinar al maltratador de su hermana, marido de ella, quien recibe el indulto por mediación de un sacerdote ciego que vive solo en una destartalada casa en el campo. El cura –un hombre mayor-- atiende una parroquia a la que no va nadie (símbolo del vacío de fe en nuestros tiempos) y tiene que contentarse con auxiliar espiritualmente por escrito a la gente con problemas. La secretaria que tenía para leer y contestar las cartas se le ha marchado, y necesita una sustituta. Leila es esa nueva secretaria. Es una mujer curtida por la vida carcelaria, hombruna, dura, áspera, distante, descreída y pragmática. No entiende el ánimo altruista del cura.

Al principio, para no tener que trabajar mucho, se deshace de parte de la correspondencia que Jacob recibe tirándola a un pozo. Así al cura solo le lee algunas cartas, que ella debe responder cumplidamente al dictado. Son varios los feligreses que escriben varias veces, bien para insistir en sus dudas, o para dar gracias por las oraciones y los consejos. El P. Jacob guarda todas las cartas que recibe, apiladas en fajos bajo su cama. Son su tesoro. Su única comunicación con el mundo. Su sentido de la vida, su forma de cumplir una misión y de sentirse útil. Leila no comprende esto. No entiende de tratar de ayudar a los demás, cuando uno en realidad siempre está solo y se debe a sí mismo. El hombre está condenado a existir, a ser sin más, y no va a resultar auxiliado por ningún ente extracorpóreo. El mismo P. Jacob vive solo, y está solo: su parroquia está vacía, no se usa para nada. Ella misma está sola: no se atreve a recurrir a su hermana tras su experiencia en la cárcel. Así pues, son dos seres distintos, pero condenados a entenderse por su soledad.


Jacob representa el porqué del sacerdocio en el mundo. Aún hay personas con fe, o con necesidad de ayuda que no dudan en recurrir a un cura en busca de consuelo y de fortaleza. Él, ciego, da luz a otros. Esa “luz” es visión de lo trascendente, y también esperanza y confianza en la providencia divina. Esta cinta nos recuerda la necesidad de la fe y la razón de ser de los hombres y mujeres de fe. Un pequeño canto a la esperanza en medio de un páramo de desolación y de implacable materialismo.

[Guion y dirección de Klaus Härö, basada en el guion original de Jaana Makkonen; interpretada por Kaarina Hazard (Leila) y Heikki Nousiainen (P. Jacob)]

domingo, 4 de septiembre de 2011

Calvinismo y cine.

Robert Louis Stevenson y Herman Melville dieron ya buena cuenta de la obsesión protestante por intentar separar en el hombre el espíritu de la carne. El extraño caso del Dr Jekyll postulaba el fracaso de los ensayos de laboratorio en el intento de librar al alma de su lado más innoble y oscuro (Mr Hyde). La tragedia de Ahab al perseguir infatigablemente al monstruo marino de las profundidades, Moby Dick, el demonio de perversión salvaje que un día le arrebató una pierna, queda también como testimonio de esa locura contra natura.

Ambos relatos han tenido diversas adaptaciones cinematográficas, de las que no vamos a hablar ahora. En cambio, sí vamos a tratar de dos largometrajes bien interesantes, clásicos hoy muy olvidados, que sin embargo merece la pena rescatar. Me estoy refiriendo a Misión en la jungla y Hawaii.

Misión en la jungla (The Sins of Rachel Cade, 1961) está dirigida por Gordon Douglas, un realizador artesano, afín al clan Sinatra, e interpretada por una bellísima protegida del grupo, Angie Dickinson, rubia sensual de maravillosas piernas (ahí está Rio Bravo) y notable actriz. El guion es de Edward Anhalt (responsable de Becket). La película cuenta la historia de una misionera recatada enviada al Congo Belga en 1939. Rachel Cade debe ganarse a pulso la confianza de los nativos, cosa que consigue cuando sus dotes curativas comienzan a hacer efecto frente a la superstición tradicional. Su medicina salva niños. Rachel quiere, además, lograr la santidad en el mundo. Quiere mantenerse pura y sin tacha. Consagra su castidad a una vida de beneficencia y entrega a los demás. Pero su filantropía está reñida con los avatares que impone a la larga la madre Naturaleza. Porque a menudo las cosas no salen tal cual uno las entiende y planifica. La vida las retuerce como raíces y lianas.


Rachel predica el amor dentro del matrimonio y condena las relaciones extramatrimoniales. Desdeña a Peter Finch, el delegado militar en la región, y se retrae conventualmente. Pero todo cambia cuando un apuesto médico norteamericano (Roger Moore) llega caído del cielo --nunca mejor dicho-- al estrellarse su avión en plena selva, y se ofrece a ser por una temporada el auxiliar que la enfermera necesita en los casos más delicados. ¡Qué bien le viene a Rachel un doctor para su hospital de campaña! Entonces hará todo lo posible para retenerlo a su lado, incluso traicionar su decálogo ético. La enfermera se enamora del doctor, cede a la quemazón que persigue a toda criatura, y se acuesta con él. El médico se restablece pronto y es vuelto a requerir para el servicio en la guerra mundial. En su ausencia, Rachel se escandaliza, pues descubre su embarazo. Ya no sirve para su misión tropical de redimir almas perdidas. Ella es tan pecadora como quien más. Sin embargo, la comunidad nativa, que acaba acogiéndola como benefactora, no la juzga en ningún momento. Tampoco permitía Cristo juzgar al prójimo. Cuando el doctor se entera de que va a ser padre, regresa para llevarse consigo a Rachel a Boston. La chica, sin embargo, está casada con su trabajo social en la comunidad y no desea irse. Además descubre que el consorte la quiere solo por la criatura y que alberga fuertes ambiciones elitistas que no van con el lugar. Entonces decide abandonarlo y quedarse en el Congo con su hijo. Madre soltera, pero no sola en la vida, porque en su rescate se supone que llega el agregado militar belga, Peter Finch, sufrido viudo redentor.

Rachel ha tenido que amoldar su código de conducta a las circunstancias adversasque impone la vida. La vida es la que moldea y doblega muchas veces; la que hace que Fortunata quiera a un tarambana como Juanito Santa Cruz, y que no esté enamorada de un hombre bueno e infeliz como Maxi. Por eso es tan difícil alcanzar cualquier "santificación" en el día a día de la existencia. Y por eso se da también la Misericordia de Dios, que no ha venido a salvar a justos, sino a pecadores. Dios perdona los errores humanos, que pueden darse aunque uno luche contra ellos.

Una cinta que apenas ha envejecido, rabiosamente actual, osada, atrevida, meritoriamente avanzada a su época, y sorprendente en su audacia antimoralista.

*  * *

El segundo largometraje que comentamos ahora es Hawaii (George Roy Hill, 1966), con guion de Dalton Trumbo (Espartaco, Papillón) y Daniel Taradash, basado en una novela-río de James A. Michener (trad. al español en Plaza & Janés, 1978). Cuenta el afán evangelizador de un clérigo calvinista, Abner Hale (Max Von Sydow) en el archipiélago de las islas Hawaii. Para conseguir el permiso de predicar, se le impone que vaya casado. El hermano Hale es un dogmático zangolotino que tiene que convencer a una abnegada y comprensiva Jerusha (Julie Andrews) de que sea su esposa y le ayude a salvar salvajes. La mujer accede y lo acompaña a conocer a la reina Alii Nui, que quiere a toda costa aprender a leer y escribir y de paso abrazar a Jesús y sus leyes. Jerusha simpatiza de inmediato con los nativos, pero no así Abner, empecinado en imponer sin transiciones la Palabra de Dios. Descarga con áspera virulencia sus ominosos versículos contra las costumbres paganas, como la de casarse entre hermanos de la realeza, adorar a dioses protectores, caminar y retozar desnudos y complacer a los marineros en sus cortas escalas. La intervención de Jerusha aminora esta furia predicadora, y el rendirse a la mano de la Naturaleza, cuyo viento tumba un templo de paja torpemente construido al margen de la sabiduría de los hawaianos.

Jerusha pacifica el rencor fundamentalista de su esposo Abner, y le hace ver que aquellas son buenas gentes, aunque no sigan el código de la Biblia. Dios no se olvidará de los que son buenos y obran buenas acciones, aun cuando no le presten mucha atención ni le sigan al pie de la letra. Hay un lugar en la Salvación para ellos. Poco a poco Abner va cediendo y se va integrando en la comunidad nativa. Con el tiempo, tiene tres hijos con Jerusha, que manda a estudiar a Nueva Inglaterra cuando le separan de su parroquia.



No obstante, los indígenas no llevan la razón en todo. El incesto ritual es causa de cruentas deformidades, y los niños tullidos son ahogados en el mar. Cuando Jerusha va a dar a luz a su primer hijo, Abner impide que la atiendan las parteras de la isla, y es él mismo el que la ayuda valiéndose de un tratado de medicina. Con sobrado acierto, pues el pequeño venía en mala postura y él consigue enderezarlo. Luego se entera de que, en tales casos, las parteras matan al niño para salvar a la madre. También salva la vida de un bebé que venía con una mancha de nacimiento en la cara. Pero cuando fallece la Alii Nui, la bondadosa y oronda reina, se cumple el vaticinio de un viento huracanado que abate todo, como si en verdad tuviera verdadero poder conjurador entre sus dioses.

La más entrañable interpretación del buen actor sueco Max Von Sydow, secundado por unos discretos Richard Harris y Gene Hackman.

Una valiosísima película, candidata a siete premios Oscar (actriz de reparto--Jocelyn La Garde--, fotografía en color, sonido, banda sonora, canción, efectos visuales y vestuario en color). Una superproducción inteligente, emotiva, acertadamente comedida --brillante pero no deslumbrante--, muy digna de ser recordada y recuperada.

sábado, 3 de septiembre de 2011

El Cine del verano (2011).

Deseo felicitar muy sinceramente a las cadenas la Sexta 3 (Todo Cine), Intereconomía, Nitro y 13 TV por las excelentes películas programadas y emitidas a lo largo de los meses de julio y agosto de 2011.
La mayoría, clásicos de primera línea. Hemos podido disfrutar de tres de las mejores interpretaciones del genial y natural Anthony Quinn, que lo mismo hacía de Papa (Las sandalias del pescador, Michael Anderson), que de esquimal (Los dientes del diablo, Nicholas Ray) o de revolucionario mexicano ( ¡Viva Zapata!, Elia Kazan). De una excelente aventura bélica histórica, curiosamente rodada en parte en España, La batalla de Inglaterra, con las mejores escenas de combate aéreo que se hayan filmado nunca. De Espartaco, cuyo guion de Dalton Trumbo aún es una muestra excelente de cine político e histórico de primera línea. De Topaz y Cortina rasgada, de Hitchcock. De Embajadores en el infierno, una casi desconocida e interesante cinta española sobre los prisioneros de la División Azul en la Unión Soviética de Stalin. De Duelo de Titanes, el fabuloso western de John Sturges con Burt Lancaster y Kirk Douglas sobre el mítico OK Corral. De Dos cabalgan juntos, de Ford, con unos inconmensurables Richard Widmark y James Stewart. De la siempre simpática La gran prueba, de Wyler. De la miniserie Karol, de Giacomo Battiato, sobre Juan Pablo II. Del controvertido documental religioso La última cima, y de un olvidado pero muy meritorio largometraje firmado por Georges Roy Hill, Hawaii, que comento en la siguiente entrada.

Por su parte, la cadena Nitro nos ha regalado dos estupendos episodios de la serie Colombo todas las tardes (de lunes a viernes, 17:00-20:15).

Con dichas emisoras de TV, los cinéfilos estamos de enhorabuena, y podemos recordar títulos a placer. ¡¡Que siga la racha!!

viernes, 1 de julio de 2011

La escapada.

Las afueras de Roma, un día caluroso y festivo de agosto. Un play boy, Bruno Cortona (Vittorio Gassman), pide usar el teléfono de Roberto, estudiante de 4º de Derecho que prepara sus exámenes ante el retrato de su madre. Roberto (Jean-Louis Trintignant) es un muchacho retraído, enamorado platónicamente de una joven vecina. No tiene amigos y nunca sale a divertirse. Bruno es un vendedor flemático que desborda cinismo, vitalidad y simpatía. Conduce un pequeño descapotable con una bocina estridente de coche de feria, que hace sonar para llamar la atención. Bruno convence a su nuevo amigo Roberto para que salga a divertirse con él ese día, a correr mil aventuras. Es como si un Quijote jovial decidiera visitar a un sesudo Bachiller Sansón Carrasco para pervertirlo y volverlo mozo ibicenco. Bruno se lleva a Roberto, quien poco a poco va tomando gustillo a las desenfadadas ocurrencias de su loco captor. Como en la magna novela de Cervantes, vemos cómo se entrecruzan gradualmente las dos personalidades, cómo Roberto va adquiriendo las señales de Bruno, y cómo Bruno es capaz de serenarse también y ser celoso padre de la imponente belleza de Catherine Spaak. Porque, al fin y al cabo, Bruno y Roberto no son tan diferentes: ambos arrastran su soledad, aunque la ocultan de un modo distinto: Roberto, enfrascado en sus libros en el cuarto de estudio; y Cortona dando bocinazos por doquier y no teniendo donde caerse muerto. "Mejor que aproveches ahora y llames a esa chica. Si no, mírame a mí; luego se llega a mi edad, y estás más solo que la una", recomienda el play boy a su joven discípulo.


La escapada (Il sorpasso, 1963) es una tragicomedia fresca, lozana, que no ha envejecido un ápice, rodada con aire de tuna y que ensambla las secuencias con inspirada pericia. Sencillamente de antología la escena en que Bruno, que ve a Roberto preocupado por que les pongan una multa por aparcar mal, toma la amonestación puesta a otro vehículo y se la pone al suyo, para protegerlo como ya multado. Y encima ironiza: "Nosotros los automovilistas tenemos que ayudarnos". Después van a visitar a los unos parientes de Roberto que viven en el campo y se las arregla para que el tío le regale un viejo reloj de pared, mientras comenta el carácter afeminado de "Ojo Fino", el mayordomo. Así hasta dar con la que fue familia de Bruno, su mujer --escultural belleza interpretada por Luciana Angiolillo--, y su hija Lily (Catherine Spaak), quien está alternando con un hombre rico que podría ser su padre. Sigue y sigue la diversión, agitada por excepcionales ritmos italianos de siempre, hasta que, en la última curva, yace agazapada la sonrisa agridulce del tragabolas o del payaso triste.

El mismo título de La escapada alude a una huida, a una quiebra de los cerrojos de una prisión: los convencionalismos de la vida moderna de ciudad, la apatía, el corsé de un rol impuesto, trasluciendo a diario la soledad que se lleva consigo allá donde se vaya. "Vamos a escaparnos" de la rutina por unas horas, por unos días; vamos a gritar, a reír, a relajarnos, a dormir al raso en la playa, a quemar las pocas liras que guardamos en los bolsillos. A recordarnos vivos, libres, rotundos, absolutos.

Pero todo ello es efímero, y tiene su precio. Porque los héroes mueren jóvenes para no alcanzar nunca a los dioses. Poco antes de morir, Roberto dice a su amigo que esos dos días han sido los más felices de su vida. Bruno, imprudente, siega la juventud de Roberto, y contempla consternado el herocidio. Roberto se ha ido, se ha marchado para siempre, y ya nunca conquistará a su chica, ni se licenciará en leyes. Pero, a cambio, ha sido feliz. Unas horas de felicidad por una vida entera. ¿Realmente le hubiera compensado una vida entera? Una vida olvidado de vivir. Y deja atrás a Cortona, que quizá ya no vuelva a ser el mismo Bruno, sino otro hombre, aún más hundido en su desgracia.

"El personaje [de Bruno] no era nuevo --anota Terenci Moix en Mis inmortales del cine: años 60--, pero Gassman lo vistió con tantos matices, que marcaría un hito en la comedia cinematográfica italiana. Y el viaje por un país que ya se iniciaba en la società del benesere queda hoy como un documento histórico de gran valor".

La escapada es un verdadero REGALO para todos los gustos, una ola de placer de cine eterno, inmortal, imperecedero. Una obra maestra tocada por el estado de gracia de DINO RISI, su guionista y director. Sin duda, una de las más brillantes películas italianas de todos los tiempos. De obligado visionado.

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[Vittorio Gassman (Génova, 1922) era un hombre de teatro, como se encarga también de recordarnos Terenci Moix. Creó el Teatro Popular Italiano, una compañía ambulante que representaba bajo la estructura de una enorme carpa (que acabó en El Cairo). En sus giras fue Edipo, Hamlet, Ricardo III, Prometeo, Otelo, Yago, Agamenón, Orestes, Stanley Kowalski, y otros muchos personajes. Gassman había hecho cerca de cuarenta obras teatrales cuando le llegó su primera oportunidad en el cine, en 1946, junto a la diva Marina Berti, la guapísima esclava Eunice de Quo Vadis? El melodrama se titulaba Preludio de amor. Después de sonoros tropiezos, comenzó a despuntar en cintas notorias como Arroz amargo (irresistible Silvana Mangano, claro), The Glass Wall (1952, junto a Gloria Grahame), Guerra y Paz (1956), Rufufú (1958), La gran guerra (1959), Fantasmas de Roma (1961), Perfume de mujer (1974; también de Dino Risi, y donde consigue una de las mejores interpretaciones de toda su carrera, al dar vida a un militar ciego y retirado enamorado de todas las mujeres; el remake lo consiguió dos décadas después el gran Al Pacino en Esencia de mujer, 1992). En sus últimos años, dominados por la decadencia y la depresión, volvió al teatro, escribió sus memorias y se dedicó a la reflexión penitente en un convento, donde pasaba largas estancias. Le gustaba añorar el pasado y enaltecer el cine patrio de los sesenta. Falleció en Roma, de un infarto, el 29 de junio de 2000]

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Dino Risi firma también otra curiosa película de 1981, Fantasma de amor (Fantasma d'amore), esta vez con Marcello Mastroianni y Romy Schneider. Un hombre maduro, casado con una mujer tradicionalista y exigente, se encuentra un día en el autobús a una señora ajada que dice conocerlo. Ambos fueron apasionados amantes en otros tiempos. El hombre indaga en su pasado y un amigo médico le comunica que aquella mujer murió tres años atrás. Sin embargo, los encuentros se repiten, y en ellos la mujer recupera su esplendor juvenil de antaño. Nino, que así se llama el protagonista, la visita en su palacete, habla con ella por teléfono, la pasea en barca... Ve cómo cae al agua y se ahoga accidentalmente. Pero, en realidad, ella nunca está ahí, donde se la mira, donde se la ve... Una huella inquietante, fantasmal, que sería algo así como la versión italiana de esa pieza maestra que es Jennie (Portrait of Jennie, 1948, de William Dieterle), donde un pintor bohemio (Joseph Cotten) descubre un filón de oro al retratar a una chiquilla (Jennifer Jones) que entra y sale de su vida. Eben ve a Jennie primero como niña, luego como joven mujer adolescente. Jennie no existe; es un fantasma, y el desenlace tiene lugar en unos acantilados, junto a un faro azotado por la mar en dura galerna. Una deliciosa historia que mezcla el romanticismo con su soporte básico, lo sobrenatural, como igualmente acontece en El fantasma y la Sra. Muir (1947, Joseph Leo Mankiewicz), emotiva como pocas, imprescindible joya en blanco y negro y obra maestra del cine.

Fantasma de amor logra seducir por su aura inquietante y malsana, por sus ribetes de terror gótico. Hay una secuencia, sobrecogedora, con Nino allanando el viejo palacete provinciano y viendo bajar a su amada por la escalera en sombra. Una silueta negra desciende hacia el espectador, que se sobrecoge por momentos ante lo que pueda ser un espectro de tez horripilante y mirada perversa, cuando en realidad es una aún bellísima señora, con las facciones de la aristocrática Romy.

Riz Ortolani firma la banda sonora del filme, cuyo tema principal es casi un solo de clarinete, interpretado de lujo por Benny Goodman.