Orson, mago de primera.

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domingo, 16 de octubre de 2011

Las raíces de Terrence Malick.


Más que del tronco y las ramas, habría que hablar de raíces y de savia. Porque El árbol de la vida trata del pasado familiar de este intrincado e introvertido realizador, uno de los últimos ermitaños del cine.

Estamos ante un largometraje denso, muy personal, de dos horas y media de duración, que no todo el mundo aguanta. En algún local de Barcelona, e incluso en Estados Unidos, están devolviendo el importe de la entrada si uno desiste antes de los primeros veinte minutos. Luego es, así mismo, una prueba de resistencia. Uno, en verdad, tiene la impresión de querer admitirlo como una obra maestra contemporánea. Hay que ver esta película, porque es una película “grande”. Como hay que hacer el intento de leer el Ulises de Joyce, por el solo hecho de su monumentalidad literaria y su cierto influjo en la narrativa posterior.

Pero es que ha habido obras enormes que justificaban su envergadura, en páginas o fotogramas, por la complicidad y extensión natural de la historia revelada. No se podía decir más con menos. Pensemos en el Quijote, Los miserables, La Regenta, Guerra y Paz, o en El nacimiento de una nación, Intolerancia, Lo que el viento se llevó, Quo Vadis?, Los diez mandamientos, Ben-Hur, La conquista del Oeste, Cimarrón, Vencedores o vencidos, Érase una vez en América, o el propio El arbol de la vida, título español para el hermoso y poético filme de Edward Dmytrick Raintree County, con guion de Miliard Kaufman, con el que la MGM intentó emular en 1957 lo conseguido por Lo que el viento se llevó en 1939. Otra historia ambientada en la Guerra Civil americana, la destrucción de la armonía de la vida sencilla de un condado, el locus amoenus que se tizna de negro por el pillaje y las matanzas. Pero no todo queda dañado por la acción del odio entre hermanos: allí, en los pantanos, crece un gran árbol dorado, cuyas hojas y ramas reflejan y alimentan la esperanza de las almas nobles. Una banda sonora original espléndida, a cargo de Johnny Green, aunque con un tema central demasiado repetitivo. En aquel reparto, Montgomery Clift, Elizabeth Taylor, Eva Marie Saint, Nigel Patrick, Rod Taylor, Agnes Moorehead y Lee Marvin.

El árbol de la vida deslumbrará muy positivamente a quienes gusten del toque de intelectualidad y parsimonia en cine. Me refiero a ejemplos como Rossellini (Stromboli, 1949), Kazan (América, América, 1963), Bergman (Fanny y Alexander, 1982) o Bertolucci (El cielo protector, 1990).

Malick, nacido en 1945 y natural del reducto texano de Wako, que os sonará por haber sido guarida de los davidianos, con ese Mesías-Luzbel manipulador, propio de la credulidad infantil de la América profunda, nos ha dado una obra verdaderamente deliciosa, digna de una genialidad sensible y de un estado de gracia único: Días del cielo (Days of Heaven, 1978), la experiencia de unos inmigrantes humildes, fotografiada magníficamente por nuestro malogrado Néstor Almendros. No anduvo, no obstante, tan acertado con el remake de La delgada línea roja (1998), drama antibelicista con un rotundo y desquiciado Nick Nolte, que resulta a todas luces plúmbea y sosa. Es un cineasta que madura muchísimo cada proyecto, tal y como hacía también otro maniático de la perfección, Stanley Kubrick. Y podríamos ya asegurar que El árbol de la vida es a Malick lo que 2001, una odisea del espacio es a Kubrick. La misma lentitud, acción morosa, igual parsimonia recreativa en las imágenes, el acompañamiento de coros y sinfonías musicales. La cinta de Malick incluso tendría otro parangón en Fantasía (1940), de Walt Disney. Una explosión del deslumbrante cromatismo de la Naturaleza como trasunto de la Luz de Dios, que Tolstói expresaba así con palabras: “Ante todo, amar la vida; amar la vida por encima de todo y sobre todo; porque la vida es Dios; y amar la vida significa amar a Dios”.

Un padre dictatorial, una madre protectora y apocada, y unos niños sometidos a la autocrática autoridad paterna. El papel que interpreta Brad Pitt nos puede parecer el de un déspota despiadado, muy parecido al que aparecía en El color púrpura, de Spielberg; pero es que así se educaba en muchas familias antiguamente: llamando al padre “Señor”, guardando obediencia y silencio supremos, y no discutiendo la voluntad de esa encarnación del Creador celoso y terrible del Génesis y otros libros del Antiguo Testamento, baluarte y guía de los peregrinos del Mayflower, y del espíritu cristiano de muchas iglesias protestantes de Norteamérica. Así se educaba a los hijos, con la vara de medir traseros. El patriarca demostraba su frío –mas acaso hondo— cariño moldeando a los vástagos como Miguel Ángel a su Moisés, a golpe de cincel. No se entendía otra manera de que esos niños no se perdieran o malograran en la vida. Del mismo modo, los chicos habrían de corresponderle apreciando los poquitos momentos de ternura: en la preparación de las artes de pesca, en una siembra, en la reparación de una valla. En el dios de las pequeñas cosas cotidianas que nos endulzan la existencia y la vuelven más llevadera. Decir “Padre” es como entrar en el tabernáculo sagrado y postrarse descalzo ante las Tablas de la Ley. Pero decir “Padre” no es hablar de “Mi Padre”, que es como solía referirse a Él Jesucristo en su Misión redentora. No se le nombra así, con confianza, sino con aspereza y temor, como por miedo al castigo. No se espera de su juicio misericordia y perdón, sino gritos y golpes. Tal vez –es más, seguramente-- fue esa la educación que recibió Terrence Malick.

A pesar de tanto esmero de buril, un hermano muere. Y el compañero se queda recordando aquella infancia, todos aquellos instantes inapreciables que no la hicieron mísera, imposibles de desmenuzar y de recrear de una vez, pero fantásticamente endosados entre erupciones de volcanes, ríos de lava, simas submarinas, desiertos, y cuantas imágenes de nuestra también maltratada Tierra se puedan rescatar. Un ejercicio suculento de montaje cinematográfico, cuyo esmero queda deslucido por la excesiva duración del resultado final, híbrido desconcertante entre el documental poético (pensemos en El río, 1951, de Jean Renoir) y la obra de ficción. El árbol de la vida es filosofía en forma fílmica, como lo era Ordet (La palabra, 1955, de Carl T. Dreyer) y L’Atalante (1934, de Jean Vigo). Se insinúa que Dios insufló su conciencia a todas sus criaturas, y que hasta un saurio tiene la facultad de perdonar la vida a su presa. Una pieza intimista, íntima, para disfrute preferente de su propio creador, pero no por ello estanca. Posiblemente merecedora de un segundo visionado, para apreciarla en su conjunto, y que solo el tiempo pondrá en su lugar dentro de la Historia del Cine.

"El árbol..." - Críticas de De Prada y Torres Dulce.

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