La revista Esquire (‘Hacendado’, nº 59, enero de 2013) dedica su portada y un
excelente reportaje interior de Javier
Márquez Sánchez a Alfred Hitchcock, sin duda
el director más popularmente apreciado y uno de los primeros en sentenciar que
el lenguaje del presente y del futuro estaba en el diseño de la imagen, y no en
la palabra. Entre 1925 y 1976, el mago del suspense rodó 65 largometrajes, casi
a uno de media por año. Curtido en el cine mudo, y educado en una férrea moral
católica bajo la estricta y acusadora mirada de su madre (“El mejor amigo de un
muchacho es su madre”, solía deslizar en sus filmes más emblemáticos, como Extraños en un tren, Psicosis o Marnie, la ladrona), Hitch creó un lenguaje visual propio, para
desarrollar unos temas donde encerraba sus obsesiones: el temor a ser
perseguido y acusado sin motivo (Recuerda,
Yo confieso, Falso culpable, Con la muerte
en los talones), fruto de una broma pesada de su propio padre, que le hizo
encarcelar de niño durante cinco minutos, y que le llevó a sentir terror por
los policías y a no sacarse nunca el carnet de conducir para no ser multado; la
represión sexual (Psicosis, Marnie, Frenesí); la mujer-objeto y la mujer-modelo como ideal inalcanzable
(Vértigo); la tortura física o psicológica
de la bella (Encadenados, Atormentada, Los pájaros); la
homosexualidad latente (Extraños en un
tren, La soga); el héroe
sobrevenido (Alarma en el expreso, Atrapa a un ladrón, La ventana indiscreta, Cortina
rasgada).
El cine de Hitchcock habla con
facilidad a todo el mundo porque es portador de mensajes subliminares que mucha
gente, en cierto grado, comparte. Cuando se rodaba La ventana indiscreta, el realizador, fascinado con los pies de
Grace Kelly, pasó más de una hora repitiendo tomas de planos cortos de la
actriz calzándose, que después ni siquiera insertó en el metraje definitivo. Los
hombres más atractivos y atrayentes de sus películas suelen ser los malos, que
siempre aparecen como educados y seductores (Joseph Cotten en La sombra de una duda, Ray Milland en Crimen perfecto, James Mason en Con la muerte en los talones). El gran
dilema al que se enfrentó Hitch fue el de convertir o no a Cary Grant en
asesino de mujeres adineradas en Sospecha.
Al final, decidió que Cary siempre debía ser bueno, y lo exoneró del crimen.
Bromista hasta la médula, era
habitual su coqueteo con el humor negro en sus prólogos de la serie de
televisión “Alfred Hitchcock presenta”. El también director Peter Bogdanovich
cuenta cómo le gustaba impresionar a la gente que se subía con él a un ascensor,
relatando en una conversación crímenes atroces. Para captar claramente el
horror en la faz de Janet Leigh al descorrer la cortina de la ducha, se dice
que el director se bajó los pantalones. Y para su sepultura estuvo a punto de dictar
lo que le soltó el agente que lo retuvo de pequeño: “Esto es lo que les ocurre
a los niños malos”.
Cientos de veces imitado (Brian de Palma en sus acartonadas reverencias, Fritz Lang en Secreto tras la puerta, William Dieterle en Jennie, Henry Hathaway en Niágara y en A 23 pasos de Baker Street, Otto Preminger en El rapto de Bunny Lake, Mario Bava en Operazione Paura, Paul Verhoeven en Instinto básico, Michael Haneke en La pianista), pero pocas veces igualado (Billy Wilder en Testigo de cargo), el “estilo Hitchcock” es una marca de originalidad y de genialidad irrepetibles en la Historia del Cine. Hasta el maestro Ford le rindió su mínimo tributo en detalles argumentales de Dos cabalgan juntos (la caja de música que el indio salvaje recuerda justo cuando va a ser colgado) y El sargento negro (el ultraje de una muchacha por un reprimido). Sus películas, redescubiertas en cada nuevo visionado, atraen como el misterio de una cueva a un niño.
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