Orson, mago de primera.

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jueves, 3 de enero de 2013

Hitchcock: la seducción de la imagen.

La revista Esquire (‘Hacendado’, nº 59, enero de 2013) dedica su portada y un excelente reportaje interior de Javier Márquez Sánchez a Alfred Hitchcock, sin duda el director más popularmente apreciado y uno de los primeros en sentenciar que el lenguaje del presente y del futuro estaba en el diseño de la imagen, y no en la palabra. Entre 1925 y 1976, el mago del suspense rodó 65 largometrajes, casi a uno de media por año. Curtido en el cine mudo, y educado en una férrea moral católica bajo la estricta y acusadora mirada de su madre (“El mejor amigo de un muchacho es su madre”, solía deslizar en sus filmes más emblemáticos, como Extraños en un tren, Psicosis o Marnie, la ladrona), Hitch creó un lenguaje visual propio, para desarrollar unos temas donde encerraba sus obsesiones: el temor a ser perseguido y acusado sin motivo (Recuerda, Yo confieso, Falso culpable, Con la muerte en los talones), fruto de una broma pesada de su propio padre, que le hizo encarcelar de niño durante cinco minutos, y que le llevó a sentir terror por los policías y a no sacarse nunca el carnet de conducir para no ser multado; la represión sexual (Psicosis, Marnie, Frenesí); la mujer-objeto y la mujer-modelo como ideal inalcanzable (Vértigo); la tortura física o psicológica de la bella (Encadenados, Atormentada, Los pájaros); la homosexualidad latente (Extraños en un tren, La soga); el héroe sobrevenido (Alarma en el expreso, Atrapa a un ladrón, La ventana indiscreta, Cortina rasgada).

El cine de Hitchcock habla con facilidad a todo el mundo porque es portador de mensajes subliminares que mucha gente, en cierto grado, comparte. Cuando se rodaba La ventana indiscreta, el realizador, fascinado con los pies de Grace Kelly, pasó más de una hora repitiendo tomas de planos cortos de la actriz calzándose, que después ni siquiera insertó en el metraje definitivo. Los hombres más atractivos y atrayentes de sus películas suelen ser los malos, que siempre aparecen como educados y seductores (Joseph Cotten en La sombra de una duda, Ray Milland en Crimen perfecto, James Mason en Con la muerte en los talones). El gran dilema al que se enfrentó Hitch fue el de convertir o no a Cary Grant en asesino de mujeres adineradas en Sospecha. Al final, decidió que Cary siempre debía ser bueno, y lo exoneró del crimen.

Bromista hasta la médula, era habitual su coqueteo con el humor negro en sus prólogos de la serie de televisión “Alfred Hitchcock presenta”. El también director Peter Bogdanovich cuenta cómo le gustaba impresionar a la gente que se subía con él a un ascensor, relatando en una conversación crímenes atroces. Para captar claramente el horror en la faz de Janet Leigh al descorrer la cortina de la ducha, se dice que el director se bajó los pantalones. Y para su sepultura estuvo a punto de dictar lo que le soltó el agente que lo retuvo de pequeño: “Esto es lo que les ocurre a los niños malos”.


Cientos de veces imitado (Brian de Palma en sus acartonadas reverencias, Fritz Lang en Secreto tras la puerta, William Dieterle en Jennie, Henry Hathaway en Niágara y en A 23 pasos de Baker Street, Otto Preminger en El rapto de Bunny Lake, Mario Bava en Operazione Paura, Paul Verhoeven en Instinto básico, Michael Haneke en La pianista), pero pocas veces igualado (Billy Wilder en Testigo de cargo), el “estilo Hitchcock” es una marca de originalidad y de genialidad irrepetibles en la Historia del Cine. Hasta el maestro Ford le rindió su mínimo tributo en detalles argumentales de Dos cabalgan juntos (la caja de música que el indio salvaje recuerda justo cuando va a ser colgado) y El sargento negro (el ultraje de una muchacha por un reprimido). Sus películas, redescubiertas en cada nuevo visionado, atraen como el misterio de una cueva a un niño.

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