El filósofo, guionista y cineasta muniqués Michael Haneke siempre suele ser
extremo en su hacer: no hay un punto medio; o todo, o nada. Su estilo viene
seduciendo desde 2001 al jurado de Cannes, y el pasado 2012 volvió a repetir
éxito al ganar la Palma de Oro con su filme Amour.
Amour está protagonizada por Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle
Riva, la musa de Hiroshima mon amour.
Así que de un amor a otro: el encarnado por dos ancianos profesores de música
jubilados. Cierto día, la mujer sufre una trombosis, que le deja paralizado el
costado derecho. Es operada, pero no queda bien, y su degeneración avanza sin
tregua: de la silla de ruedas a la cama. No desea ser ingresada en ninguna
clínica o geriátrico, por cuanto es su marido quien se encarga de cuidarla. Tienen
una hija independiente, que de vez en cuando viene y va. Viven en un piso
espacioso, de elevados techos, pero anticuado y triste. La narración se
desarrolla toda en interiores.
A medida que el personaje de
Anner empeora, crece la desesperación y el mal humor de Georges. Contrata a dos
enfermeras para que le ayuden en su cometido, pero no queda satisfecho de los
resultados. Una es muy joven, antipática y carece del tacto y de la paciencia
apropiados. De los porteros de la finca también recibe cierta asistencia para
traer o subir la compra.
Dice Haneke que al realizar esta
película se propuso “plantear cómo
lidiamos con la muerte de alguien a quien queremos”. En efecto, es
profundamente lamentable y odioso ver apagarse a una persona amada. Desearíamos
que esa persona viviera para siempre y que no tuviera que encarar un doloroso y
amargo final. Pero esa quimera no es posible, porque la muerte forma parte de
la vida, y cuando alguien muere, alguien también nace en alguna parte.
De por sí, la misma vejez es ya
un acto de crueldad. No poder valerse por uno mismo, depender de los demás para
todo, es un proceso metabólicamente ruin. Y eso es lo que les llega a los
protagonistas de este filme, en grado distinto. Georges, que camina con
dificultad y empieza a tener la mirada inquisitiva del futuro demente senil, siente
cómo su afable Anner queda postrada en la horizontal, paralizada y medio
idiotizada. Un día no lo puede soportar más, y acude a la solución extrema que
tanto fascina a Haneke. La “solución final”, ni más ni menos, que era la que
seguían los nazis con los seres defectuosos, inservibles e improductivos.
Algún crítico ha insinuado que
hace falta estar maduro (adelantarse a los tiempos venideros, más desolados e
inhumanos si cabe) para aceptar este largometraje. Si por ello entiende aprobar
la muerte de un individuo como “liberación”, sin tener que dar explicaciones a
nadie, ni al propio convidado, esperemos que dicha pretendida “madurez” tarde
mucho en alcanzarnos.
Mas, ¿se puede asesinar a quien
se ama? Aunque se vea sufrir a esa persona… ¿se la puede matar con las propias
manos? O, en su defecto, para tener las manos limpias, ¿se podría “encargar” su
muerte a otro? Sinceramente, a una persona se la puede ayudar a morir, mediante
recursos paliativos, pero no se la puede matar y que la conciencia quede
tranquila.
Todos hemos visitado alguna vez
una residencia de mayores y hemos comprobado cómo aguardan la muerte. Pero,
¿vamos por ello a conducirlos a una cámara hermética y a gasearlos por lo
“inútil” de sus vidas? ¿O tenemos que esforzarnos en darles nuestro mayor amor
y cariño hasta que se apaguen por sí mismos?
Gran parte del metraje de la
cinta de Haneke es un hermoso acercamiento al drama de dos seres condenados a
sentirse viejos. Pero el desenlace --la alternativa de una eutanasia activa que
la víctima no ha pedido-- estropea todo el conjunto. Se criticó a Mar adentro (Alejandro Amenábar, 2004)
por mostrar el suicidio como opción en un caso de paraplejia, pero el caso de
Ramón Sampedro no era el mismo: él fue quien pidió y programó su propia muerte.
Fue un suicidio asistido, no una ejecución. Cuando alguien que no tiene una
vida digna, busca y elige para sí un remedio alternativo y rotundo, puede ser
lícito respetar su voluntad como persona. En 2010, Al Pacino protagonizó un
intenso y polémico serial televisivo sobre los particulares servicios de Jack
Kevorkian, el “Doctor Muerte”. En No
conoces a Jack, se ofrecía a pacientes terminales la posibilidad de acabar
con su propio padecer activando por sí mismos una máquina de monóxido de
carbono. El problema era que al bueno del doctor se le pudo ir la estimación
más de una vez conectando a su fatal invento a quien no lo precisaba, por no
ser propiamente un enfermo acabado.
Pretender la despenalización de
la eutanasia activa podría conducirnos directamente a los umbrales de una
sociedad totalitaria, que autorizara el exterminio de individuos “desechables”
al margen de criterios íntimos. Algo parecido a lo que se planteaba en La fuga de Logan (Michael Anderson,
1976), la distopía de una estirpe de
jóvenes que no rebasara los treinta años.
En la cruda secuencia de la
muerte de Anner, Haneke se inspira en la de R. P. McMurphy (Jack Nicholson), a
quien la mole del jefe Bromden libera definitivamente de las garras de la
pérfida enfermera Ratched. En aquel entonces todos nos preguntamos si para
volar del nido del cuco, era necesario llegar a tanto. Al final, el jefe
Bromden rompe el ventanal y escapa por él. ¿No podría haberse llevado consigo a
su colega McMurphy?
Ahora bien, en verdad pueden
darse en este mundo situaciones extremas que requieran, en muy breve tiempo, de
una respuesta no deseable. Recuerdo una película sobre unos acróbatas del aire
--El carnaval de las águilas (1975),
creo que era—donde hay una escena terrible en la que un piloto se estrella con
su biplano y queda atrapado bajo el aparato. El avión se incendia y él no puede
salir. Las llamas comienzan a devorar sus piernas. Un compañero se acerca, pero
no puede auxiliarle. En ese momento, se impone el espantoso dilema de dejarlo
morir abrasado vivo, o matarlo de un golpe. El camarada –muy a pesar suyo,
naturalmente—opta por ahorrarle el suplicio de la hoguera, y lo acaba.
Amour es un considerable y valioso drama sobre la senectud, pero
también una película diseñada para un final atroz: la inmolación caprichosa de
un ser querido. Sin embargo, no hay placer sin dolor, ni amor sin sacrificio.
Amar implica muy a menudo sacrificarse por el ser amado. Alternativa que eligió
el propio Sumo Hacedor, recordemos: “Tanto
amó Dios al mundo que entregó a su hijo unigénito, para quien crea en él no
muera, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Por su amor al género
humano, sumido en las tinieblas de la apostasía y de la duda, envió Dios a su
propio hijo, para que con su sacrificio lo redimiera. Dios perdonó a los
asesinos de su hijo y con ello alcanzó la mayor de las misericordias. Y dejó
establecida y asentada sobre roca su Misericordia para las generaciones futuras,
haciendo a los creyentes depositarios de ese mensaje de reconciliación. Quizá
la gran pregunta sea, por lo tanto: si Dios, por amor a nosotros, hubo de hacer
sufrir a Jesucristo, ¿no debemos nosotros –en determinados casos justificados--
terminar también, por amor, con el sufrimiento de nuestros seres queridos?
Complejísima cuestión, porque el hombre de paz y de buena voluntad está llamado
a no hacer daño de ninguna manera.
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