Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

viernes, 6 de enero de 2012

"La Dama de Hierro" (Reino Unido / Francia, 2011).


Bette Davis, Vivien Leigh, Katharine Hepburn… y ahora, MERYL STREEP. Sin duda, la maravilla de los últimos treinta años. Comenzamos a descubrirla en Holocausto, una de las más estremecedoras series de TV de los setenta. Nos rendimos ante su poderosísimo talento dramático en un retorno a los campos de exterminio en La decisión de Sophie, la madre que es obligada a elegir entre la vida de sus dos hijos. Nos enamoró a todos y a Robert Redford incorporando a Karen Blixen en Memorias de África, románticamente realzada por la excepcional partitura de John Barry y de W. A. Mozart. Y, por fin, en su majestuosa madurez, en este su más que dorado otoño de la edad media, nos deja sobrecogidos encarnando a una de las mujeres más poderosas y decididas de las últimas décadas: la Primera Ministra británica, Margaret Thatcher.

 Este personaje es una bicoca que toda buena actriz debe saber aprovechar íntegramente. Meryl Streep se dio cuenta en seguida y consigue hacer una de las más excepcionales recreaciones de toda su carrera. Pese al parecido físico relativo, pese al eficaz maquillaje, lo que se ve que late debajo es la piel de una actriz soberbia, una de las más grandes, a años luz de todas las que se creen o se fingen “actrices” hoy día. Contraria a los ideales políticos del personaje histórico de Thatcher, lo hace vivir de tal modo que, posiblemente, lo inmortaliza, lo funde en bronce. Una circunstancia con la que ni de lejos soñó nunca la verdadera Margaret, una mujer fría, adusta, prepotente e implacable. A su interpretación se une el buen ritmo ágil de una película que en sus cien minutos no decae ni un solo instante. Que atrapa y emociona al espectador con emotivos flash-backs y con las figuraciones seniles de la protagonista, retirada de la vida pública y recluida y vigilada en su casa por las asistentes y por su hija.

La primera secuencia es la de una pobre y desvalida anciana con un pañuelo en la cabeza y una gabardina gris, de aspecto desaliñado y vagabundo, que compra medio litro de leche en un supermercado. Nadie reconoce su identidad. Nadie apostaría ni un penique a que se trata de la otrora poderosísima Dama de Hierro, la mujer que tuvo en sus manos el destino del mundo civilizado en los postreros años de la Guerra Fría. Pero es ella, ¡y comprando leche! Muy irónicamente –y esto puede pasar desapercibido al espectador no británico—el complemento alimenticio que ella misma ordenó retirar de los recreos de las escuelas públicas, por efecto de su riguroso plan de austeridad en el gasto estatal. “Mrs Thatcher, the milk is Nature”, rezaba un eslogan de entonces para criticar esta medida de ahorro. Vemos salir de la tienda a la anciana y avanzar torpemente por la calle, arrastrando una pierna, como si fuera una indigente del Bronx necesitada de acogida. O la bruja de Blancanieves portando las manzanas terribles. Un plano que testimonia la maestría interpretativa de la Streep, y que delata, bajo el disfraz, a una de las más grandes.


 Seguidamente, nos enteramos de que se ha escapado de la vigilancia y de que en realidad es una anciana entera y orgullosa que ya no puede valerse por sí misma. Como suele suceder a tales edades, vive más en el pasado que en el presente, al que casi no atiende. Y eso es aprovechado para irnos mostrando su andadura profesional –que no familiar, pues la Thatcher parece no haber tenido lo que se dice vida hogareña--. Hija del dueño de una tienda de comestibles, ideólogo y orador conservador, a quien su retoña admiraba profundísimamente, Margaret destacó pronto por sus inquietudes políticas. Optó a Oxford y fue admitida en esta privilegiada universidad. Sus compañeras de instituto la criticaban por ser distinta, por estar centrada en sí misma y no pensar en cosas frívolas (chicos, fiestas…) Era una mujer muy cerebral, algo retraída y tímida, pero ambiciosa y decidida a no seguir el rol estipulado para su sexo. ¿Una mujer líder, con carisma, y conservadora? ¡Pues sí! ¡Vaya mazazo para el feminismo al uso, que se las gasta de “progre”! Una puede defender los derechos de igualdad para la mujer y, sin embargo, no ser de ideología izquierdista.

Se diría que no es casualidad haberse acordado de esta figura de mujer y de mandataria: para tiempos excepcionales, se requieren medidas excepcionales. Como el personaje de Thatcher dice en el filme, “Si tienes que tomar una decisión difícil, tómala. El enfermo necesita la medicina, por amarga que esta sea. Te odiarán hoy, pero te lo agradecerán durante generaciones”. Thatcher estuvo once años al frente del gobierno de Gran Bretaña, durante los cuales decretó un drástico recorte del gasto público, para detener la inflación, y abandonó a muchas empresas, incluso estatales, a su suerte. Las más hábiles, sobrevivieron a la austeridad; pero muchas, sobre todo la minería y la siderurgia se resintieron de muerte, y muchos obreros y mineros acabaron sin empleo. La libra esterlina se revalorizó. La clase media se consolidó, en detrimento de la clase obrera. La invasión por la dictadura militar argentina de las islas Malvinas, bajo control inglés, desató una contienda de seis semanas, con más de mil muertos. Los déspotas argentinos buscaban un golpe de efecto que los consolidara dentro y fuera del país. Creían que Reino Unido, bajo el mandato de una mujer, no se atrevería a entrar en guerra. Thatcher, en cuestión de minutos, tuvo que tomar la decisión hostil de hundir el General Belgrano, que rozaba la zona de exclusión. Era el buque insignia de la flota enemiga, y un submarino inglés, que lo seguía de cerca, fue el encargado de eliminarlo. Perecieron trescientos marineros argentinos. Hasta los norteamericanos, aliados tradicionales de Gran Bretaña, se quedaron sorprendidos de la determinación de Thatcher de recuperar un enclave sin aparente importancia táctica ni económica. Pero como ella les respondió: “Las Malvinas pertenecen a Gran Bretaña, como Hawaii a Estados Unidos. No vi que Vds. abandonaran Hawaii cuando fue atacada por los japoneses. No vamos nosotros a hacer de menos con lo nuestro.” De cualquier manera, aquella guerra dio un giro de popularidad y de estabilidad al discutido gobierno de la Primera Ministra. La victoria sobre Argentina ofreció a Thatcher un baño de multitudes. El patriotismo inglés es ya proverbial, y siempre ha funcionado para unir y enriquecer a la nación. Pero esa alegría le duró poco, pues las críticas en el seno de su propio partido arreciaban, y en la calle crecían y se sucedían los disturbios serios. El IRA (Ejército Republicano Irlandés) golpeó muy duramente a Thatcher, que sufrió un cruento atentado con bomba en un hotel, del que ella y su marido salieron indemnes. Uno de sus ministros, y principal hombre de confianza, pereció, sin embargo, en su propio coche al estallarle una bomba oculta, ante las mismas narices de la mandataria.


 Hay un grave episodio que el guion omite, y que queda en la memoria de todos. Nos referimos al apoyo que Thatcher dio al exdictador chileno Augusto Pinochet, para impedir que fuera extraditado y juzgado en España por el juez Baltasar Garzón. Ella ya no estaba en la política, pero tenía influencia, y movió los hilos para evitar el agravio a “un viejo amigo y aliado”. Se citaron “motivos humanitarios” hacia un hombre impedido, senil, que lo primero que hizo después al aterrizar su avión en suelo chileno fue alzarse de su silla de ruedas y caminar como si tal cosa. “Lázaro, levántate”. ¡Milagro, milagro!

La película de la directora Phyllida Lloyd presenta una mujer dura, inflexible, ambiciosa, que juega a hacer oídos sordos a las críticas de la gente, de los adversarios políticos, e incluso de los compañeros de partido. Pero lo hace ver como algo necesario para el momento, como lógica consecuencia de la “cirujano de hierro” que un país necesita para superar una honda crisis de valores, de recursos, y de rumbo. Como consecuencia, no se distancia del personaje, sino que se enamora de él, lo ensalza hasta límites insospechados, y vuelca al público hacia él, en una actitud cómplice de comprensión y entrega cuasifanática. “Estamos con Vd., señora Thatcher. La comprendemos y la apoyamos”, parece que decimos mientras vemos la cinta. “He luchado todos y cada uno de los días de mi vida –dice la Thatcher de Streep--. Nadie me ha regalado nada. Y creo en el poder de las personas para salir adelante solas y llegar a donde se propongan. Hoy todo se basa en el ser; antes, contaba el hacer.” Y añade, “Los sindicatos se crearon para defender los intereses de los trabajadores. Pero, en la actualidad, esos mismos sindicatos se dedican a socavar los intereses de las personas que aseguran defender.” Opiniones aparte, no estamos ante una película política, sino simplemente biográfica (o hagiográfica, pensaría alguno). La película es ella, es Margaret Thatcher. Si alguna tacha contiene el guion del filme es de adolecer del contrapunto político de la protagonista. De no mostrar rivales sólidos, con ese juego político entre bambalinas, con los círculos, los corrillos, los conciliábulos, las intrigas, la oposición en suma. El descontento con la Dama de Hierro se traduce en imágenes documentales de altercados callejeros, luchas y manifestaciones populares, duramente reprimidos por la policía. Falta el juego político que sí teníamos en Tempestad sobre Washington –aún hoy extraordinaria--, El mejor hombre o Caballero sin espada. La directora ha focalizado el periodo Thatcher únicamente sobre el personaje central, como si nadie más contara o existiera. Ha concentrado todas las fuerzas en un punto, como Napoleón; ha apostado, y ha ganado con la baza sobresaliente de Meryl Streep. Mientras exista inquietud por las mujeres de altura, de valía y de armas tomar, existirá el interés por este personaje. Le ha resultado una gran película, fuerte, enérgica, como la misma Dama de Hierro, un testimonio fílmico de primer orden, una cinta para ver y saborear con gusto varias veces. Por supuesto, y en lo que el pasado de Europa afecta a su presente, la mejor película del año.

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* SEMBLANZA BIOGRÁFICA DE MARGARET THATCHER: nace como Margaret Hilda Roberts el 13 de octubre de 1925, en Grantham (Lincolnshire, Inglaterra). Compagina sus estudios con ayudar en la tienda de comestibles de su padre, un ideólogo conservador. En 1947 se doctora en Ciencias Químicas en la Universidad de Oxford, donde comienza a militar políticamente en asociaciones conservadoras, llegando a ser su presidenta. A la vez, inicia estudios de Derecho por correspondencia. En 1951, se casa con Denis Thatcher, y adopta el apellido de su marido. En 1953, se licencia en Derecho. Nacen también sus gemelos, Carol y Mark. En 1959, es elegida diputada de la Cámara de los Comunes por el Partido Conservador. En 1961 es secretaria parlamentaria en el Ministerio de Pensiones y Seguridad Social. En 1965, vota a favor de mantener en su país la pena de muerte. A partir de 1970, con el gobierno de Edward Heath, es ministra de Educación y Ciencia. Desde su cargo, propone la desaparición de la enseñanza pública gratuita. En mayo de 1979, obtiene la victoria en las elecciones generales, y se convierte en la Primera Ministra que hay en Europa. Resulta reelegida en los comicios de 1983 y 1987. Los soviéticos comienzan a distinguirla con el sobrenombre de la Dama de Hierro. En 1981, varios presos del IRA se declaran en huelga de hambre. Thatcher no se sobrecoge, y nueve de ellos mueren en prisión. En 1982, estalla la guerra con Argentina; las Malvinas permanecen bajo soberanía británica. En 1984, se declara una contumaz huelga de la minería del carbón, a la que Thatcher hace oídos sordos, ya que no le gusta negociar con los sindicatos. El 12 de octubre de ese año, en un hotel de Brighton, explosiona un potente artefacto colocado por el IRA, del que sale ilesa. “Todo intento de destruir la democracia mediante el terrorismo terminará en fracaso”, declara. Thatcher privatiza empresas públicas, como British Petroleum (1979), British Aerospace (1981), Britihs Gas (1986) y British Airways y British Airports Authority (1987). En total, cerca de cuarenta empresas, con más de seiscientos mil empleados. Bajo sus mandatos, crecieron los conflictos sociales, el paro y la delincuencia, lo que determinó que, en 1990, hombres de confianza de su propio partido conspiraran contra su gestión y pidieran un cambio de medidas estatales. Hubo unanimidad de criterios para actuar contra la “poll-tax”, un tipo de impuesto único y general que Thatcher impuso (abril de 1989) a todo ciudadano, independientemente de sus ingresos. Ese año dimite como Primera Ministra, y es relevada por John Major. En 1992, la Cámara de los Lores la nombra baronesa. En 1993, declara en contra del Tratado de Maastricht. En 1998, visita a Pinochet durante su arresto domiciliario en Inglaterra y aboga por su liberación sin cargos. En la actualidad, vive retirada y viuda, y cuenta con ochenta y seis años.

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** PARA PREPARAR SU PAPEL DE MARGARET THATCHER, MERYL STREEP se encerró una semana entera en una habitación de un hotel inglés, con su maquillador y su peluquero. Le pasaban los mensajes por debajo de la puerta. Allí se metió a fondo en la preparación del personaje. Prefirió no recurrir a un logopeda para aprender a simular las inflexiones de voz.

En cuanto le llegó el guion, y ver que era sobre Margaret Thatcher, supo que quería hacer ese papel. “Sabía que me iba a gustar. ¿A cuánta gente le ofrecen el papel de la primera mujer líder del mundo occidental? […] Nos pasamos un año o más revisando el guion y dándole forma, junto a Abi Morgan, la guionista.”

Vio y escuchó a la verdadera política una tarde en la Universidad de Northwestern, donde estudiaba la hija de la actriz. Entonces le pareció que hablaba con frases muy bellas y escogidas, en un estilo muy cuidado, y con un atuendo y porte señoriales y atractivos. A medida que fue investigando sobre el personaje, más creció su admiración por su figura, como mujer y como líder. “La magnitud de sus logros, su influencia y sus realizaciones fueron extraordinarias. Por no hablar de la fuerza mental, física y espiritual necesaria para vivir cada uno de aquellos momentos como jefa de gobierno. […] Admiro sus logros y me asombran aunque no esté de acuerdo con parte de su política. Otra cosa que queda clara en la película es que Margaret Thatcher se mantenía en sus convicciones aunque no se estuviera de acuerdo con ella. Y aceptaba el fuego cruzado que le llegaba por esa actitud. No se trata solo de estar preparado para hacer el trabajo, sino también de comerse el veneno y la inquina durante años, manteniéndose firme en su línea. Eso es algo formidable.”

[Fuente: Entrevista de Paul Higgins a Meryl Streep, traducida y reproducida en La Luna de Metrópoli, suplemento de espectáculos del diario El Mundo, nº 401, 6 de enero de 2012, pp. 8-10.]

sábado, 10 de diciembre de 2011

Ernesto, el Che.

Che, un hombre nuevo, documental de Tristán Bauer (Argentina-España, 2010), se alzó con el Premio al Mejor Documental en el Festival de Cine de Montreal 2010. Se anunciaba con el lema “¿Cómo desarrollar un personaje tan complejo por su riqueza interior? Ese es el desafío para convertir al mito en humano”. Sin embargo, la propuesta se nos antoja fallida, pues esta película vuelve a ser una HAGIOGRAFÍA sobre el Che Guevara, sobre sus logros e impulsos revolucionarios, incuestionablemente hijos de la época en que le tocó vivir (Guerra Fría, Política de Bloques, Dictaduras bananeras).


 Los autores del documental tuvieron acceso a los últimos diarios y escritos del Che, clasificados como material reservado por el ejército boliviano. Sin embargo, no se destapan detalles relevantes que arrojen nueva luz sobre el personaje, herido en combate el 8 de octubre de 1967 en la Quebrada del Yuro, y tiroteado en la escuela de Higuera al día siguiente. Ernesto era un culo de mal asiento, un comunista revolucionario que soñaba con la unión panamericana y la derrota total del capitalismo imperialista. Su idea era exportar el éxito de la Revolución cubana al continente, como pretendiera Trotsky hacer con la Revolución socialista soviética, tras la victoria de Lenin. Pero si Rusia tuvo su Stalin, Cuba tuvo también su Fidel Castro. Y desde luego que al líder cubano molestaba la inquietud hostigante de su otrora camarada y amigo, por cuanto su gesta bélica no podía sino enturbiar las delicadísimas relaciones Este-Oeste y el papel de Cuba en ese difícil equilibrio.


 Hay quien habla de un estímulo suicida en el Che: que él mismo perseguía la muerte; que se dejó cercar y abatir en Quebrada del Yuro. Pocos saben que, cuando hizo frente a los contras de Bahía Cochinos en la provincia de Pinar del Río, a Ernesto se le escapó un tiro de su propia arma que le atravesó la cara. Recibió el impacto justo bajo la barbilla. ¿Estaría jugando a la ruleta rusa? ¿Tal vez a hacerse el macho?

Castro intentó sosegar al Che, convertirlo en un estadista, en un burócrata. Pero Ernesto no se veía cubano; se sentía latinoamericano, y llamado a ser libertador de los pueblos oprimidos por el imperialismo yanki. Ese carácter mesiánico, indómito y rebelde, comenzó a gestarse de estudiante de Medicina en su juventud porteña, como se encargó de ilustrar con romántica eficacia Walter Salles en Diarios de motocicleta (producida por Robert Redford). Ernesto creyó descubrir en ese viaje una identidad común a la idiosincrasia hispanoamericana, que posibilitaría la unión en la acción, en defensa de unos intereses globales. La experiencia de Fidel Castro no sería sino el iniciador, la mecha que iba a prender el polvorín del nuevo Maine.


 Así, calado hasta las cejas con su gorra guerrillera, hombre de cámara en ristre, el Che se empeñaría en justificar los medios para conseguir un buen fin. En el testimonio gráfico de Bauer nada se dice de las ejecuciones sumarísimas que Ernesto el Che presidió y firmó, antes y después del triunfo contra Batista. Tampoco se mencionan, si quiera, las diferencias entre Fidel y el Che. Ni se alude al régimen represivo en que acabó derivando el gobierno de Castro. Por supuesto, nada de la homofobia de Guevara hacia los invertidos Allen Ginsberg (que soñaba retozar con el Che) y Virgilio Piñera. Gingsberg fue embarcado a Praga, por bujarrón, esa especie de hombres que serían superados por la Revolución socialista. En cuanto a Piñera, fue encarcelado en 1961 y despreciado por Guevara en la embajada cubana de Argel. Sí hay dos anécdotas en este documental que, acaso, merecen la pena: la primera, cuando el Che estaba destacado en el Congo, escribiendo sus Pasajes de la Guerra Revolucionaria, envió una carta a Castro, manuscrita, que este se encargó de airear en el congreso del Partido; la misiva terminaba con la consigna literal “Hasta la victoria. Siempre patria o muerte”. Fidel cambió el punto de sitio y leyó “Hasta la victoria siempre”, que desde entonces se convirtió en el mítico grito de los revolucionarios cubanos.

La segunda anécdota, la crítica de Ernesto al Manual de Economía Política que había ordenado preparar y editar Stalin para las clases trabajadoras. Su revisión no pudo ocultar, sin embargo, su reverencia hacia el padrecito Lenin, ideólogo todopoderoso y creador sumo del socialismo revolucionario.

Como buen Mesías, Ernesto hubo de renunciar a su familia en beneficio de la causa. Llegó a visitar a sus hijos disfrazado de hombre mayor, antes de partir a Bolivia en su lucha febril y fatal. En esto coincidió con el líder supremo, porque Fidel, para llevar a buen puerto Sierra Maestra, se olvidó de su mujer y de su hijo --Fidelito, más tarde recuperado, y convertido en ingeniero nuclear en la Unión Soviética--, y hasta de su amante, y se habituó a disponer de quien tenía más cerca en cada momento.

Y aquí debemos enlazar con otro largometraje, esta vez de ficción, una miniserie que recrea muy objetivamente la caída de Fulgencio Batista, la llegada de Fidel Castro al poder y la posrevolución, con sus cárceles, sus paradojas crueles y sus antagonismos. Nos estamos refiriendo a Fidel Castro (Fidel, David Attwood, 2002), con guion de Michael Thomas, David Birke, Stephen Tolkin y Guy Hibbert, basado en los libros Guerrilla Prince, de George Anne Geyer, y Fidel Castro, de Robert E. Quirk, y rodada en México y República Dominicana. La historia de un triste y humilde abogado que era comunista sin saberlo, que terminó descubriendo su ideología de la mano de su hermano Raúl y de su compañero el Che, y que acabó adueñándose del sentido de la revolución hasta crear un poder unipersonal y pseudoasambleario. La soledad del héroe, tras las huellas de José Martí, repasando fotos de Sierra Maestra, ordenando la detención de Huber Matos por Camilo Cienfuegos (luego desaparecido en accidente de avioneta). Condenando al díscolo a veinte años de reclusión. A treinta a Rafael del Pino, más tarde “suicidado” en su celda del Combinado del Este. Sometiendo decisiones a unos exaltados Raúl Castro y Che Guevara, ambos de clara tendencia leninista. Contagiándose de esa misma efusión.


 La película repasa el fallido asalto al Cuartel Moncada, que dio pie al Movimiento 26 de Julio. El tiempo de reclusión de Fidel, liberado a instancias de su cuñado para evitar su martirologio. Su escapada a México y sus planes de desembarco en Cuba a bordo de una lancha destartalada. Sus arengas desde la selva. Sus primeras victorias, gracias a contrarrestar la fuerza aérea enviada a Batista por Estados Unidos con cañones traídos del continente por Huber Matos. Su triunfo imparable. Su revancha: la lucha contra el analfabetismo, contra la carencia sanitaria, contra todo lo que huela a norteamericano por explotador y viciado. Pero, a un precio: la abolición en la isla de cualquier opción democrática. De Gaulle había hecho una cosa parecida en Francia, pero con carácter transitorio, hasta convertir su país en una potencia nuclear y tecnológica mundial, y llegando a conceder la libertad a Argelia. Castro no se planteaba ningún poscastrismo, como tampoco Franco entendió, hasta los umbrales de su muerte, de ningún posfranquismo.

La cinta finaliza con una justa recriminación del líder cubano a Estados Unidos, que recuerda el antiguo edicto romano de Delenda est Carthago: “Durante cuarenta años hemos sido el blanco de sus conspiraciones, sus invasiones mercenarias, sus ataques militares, sus insurrecciones planificadas y sufragadas por la CIA. Durante cuarenta años han declarado la guerra política y económica a nuestra tierra. Han hecho cuanto han podido para destruirnos con métodos antidemocráticos. Cuarenta años, y continúan negándose a aceptar la decisión de un país vecino de vivir en su casa como se le antoje. ¿Es eso “democracia”? ¿Castigar a los países que están en desacuerdo con ustedes? Antes de 1959, tuvieron una política con respecto a Cuba: que debía ser explotada. A partir de 1959, tuvieron otra política en torno a Cuba: que debía ser destruida. ¿Es eso “democracia”?"

De la ejecución del Che en Higuera se ofrecen, como justicia poética, sus palabras proféticas: “Ninguna acción guerrillera puede triunfar sin el apoyo de los campesinos”. El pueblo boliviano no lo apoyó, y Guevara cavó su tumba.  

Victor Huggo Martin está correcto en un Fidel Castro joven. Gael García Bernal compone, con gran histrionismo, una calamitosa caricatura del Che, que luego adecentará –a Dios gracias-- en el mencionado filme de Walter Salles. Maurice Comte, con marcado parecido a Jack Palance (otrora Fidel), ofrece una imagen de Raúl Castro cercana a un sicario de la mafia. Margarita d’ Francisco diseña una interesante y atractiva Naty Revuelta. Y Cecilia Suárez, la mejor del reparto, está soberbia en su papel de camarada guerrillera Celia Sánchez. Una construcción desenvuelta, poderosa e intensa la suya.


 Cerramos con las palabras de Guillermo Cabrera Infante acerca del Che y de Castro: “Nunca un héroe tan magnífico (para la izquierda ingenua) tuvo tan pocos seguidores reales. Solo cuando se convirtió en mártir surgieron prosélitos. Pero eran realmente facsímiles cosméticos que copiaban su atuendo puesto de moda, su barba errática y sus actitudes de ‘partisan terrible’. Sin embargo, su compañero de viaje (basta la mitad, como la amistad), Fidel Castro, no solo es un orador considerable, tan efectivo en mover multitudes hasta hacerlas masas móviles como Adolfo Hitler, sino también un consumado actor y su tribuna es la escena de interminables monólogos políticos.”

El horizonte zelote ya hablaba hace unos años, incluso, de la posibilidad de un híbrido, el Che y Jesucristo juntos: Chesucristo. El Jesús del Kalashnikov. Como culmina Cela su pieza rombótica maestra: Que Dios nos coja confesados.


domingo, 27 de noviembre de 2011

De Jung y Sabina Spielrein.

El viernes, 25 de noviembre de 2011, se ha estrenado en los cines la última película de David Cronenberg, Un método peligroso. Cien minutos de drama dedicados a rescatar el Psicoanálisis en sus principios. Algo que ya intentó plasmar, con escasa brillantez, John Huston en 1962 (Freud, pasión secreta). En la cinta del genio, un siempre efectivo Montgomery Clift interpretaba a un joven doctor vienés abriéndose camino con sus arriesgadas teorías en el París de Charcot. Todavía no era el Sigmund consagrado. En realidad, Freud y su método no han llegado a consagrarse nunca, y el psicoanalista ha quedado –irónica y paradójicamente-- como nuevo Moisés contemplando la Tierra Prometida desde el monte Nebo. Verás las mieles y las mieses, pero no las recogerás jamás.

Esta no es una historia sobre Freud (Viggo Mortensen), sino sobre Carl Gustav Jung (Michael Fassbender), su discípulo más ardiente, y sus flirteos con una de sus pacientes-amantes, la muchacha rusa de etnia hebrea Sabina Spielrein (Keira Knightley), después también ella misma afamada psiquiatra, víctima junto a su familia de la salvaje depuración nazi en 1941-42. Y es que si los pintores se enamoran de sus modelos y terminan acostándose con ellas, algunos psiquiatras, olvidando su celo profesional, se enredan con sus pacientes femeninas. Esta Sabina hubiera posiblemente deleitado a un Julio Romero de Torres, por ejemplo, tan proclive él al sometimiento humillante de raíz sádica. Pero, no nos desviemos del tema…

Para los que no estén enterados, Freud y su círculo en Viena, y Jung en Suiza, desarrollaron un método curativo a través de las palabras. Que confesarse es bueno para el alma ya lo habían comprendido los sacerdotes católicos antes. Mas ahora no se trataba de intervenir represivamente sobre el pecado, sino de liberar el interior, de soltar las inquietudes, para que el médico analice cómo funciona la mente escandalizada y se lo haga después comprender al paciente. Se busca el autoconocimiento del yo interior, con ayuda del terapeuta. Un “yo” a menudo lastrado por turbias experiencias en la infancia, por el peso subconsciente de lo soñado, por una sexualidad reprimida. Todo ello marca la personalidad y su desenvolvimiento con los demás en el mundo.


 Se inicia el filme con Jung cómodamente instalado en el sanatorio Burghölzli, que dependía directamente de la Universidad de Zurich, donde Sabina había ido para estudiar medicina. La clínica era dirigida por otro eminente psiquiatra, Eugen Bleuler –casi ausente en la cinta--, a quien Jung consiguió ganar para la causa de Freud y sus teorías. En 1903-4, Sabina, hija de un rico comerciante, sufría profundas crisis de angustia histérica. La llevaron a que la tratara Jung. Sabedor del interés de la paciente hacia las técnicas de exploración mental, la introduce como auxiliar en sus experimentos de asociación de palabras (algo bellamente recogido en el filme). Jung se estaba especializando en la esquizofrenia (o “demencia precoz”). Era hijo de un pastor protestante, desde niño muy volcado a fantasear solo, y se había casado con una dama inmensamente rica. Pronto, surge una atracción intelectual entre los dos. Jung tiene una mentalidad ordenada, familiar, burguesa, muy arraigada por sus convicciones religiosas, y un sentimiento de culpa que arrastrará toda su vida (a pesar suyo, fue infiel a su esposa en variadas ocasiones). Sabina hereda una neurosis obsesiva desde la infancia: con cuatro años, su padre la sometía a castigo de azotes. Tal hábito cruel fue reconvertido paulatinamente por la joven promesa en un extraño trauma satisfactorio, una pulsión masoquista centrada en la humillación y la “disciplina inglesa”. Insiste e insiste en hacerse amante de Jung, y al final logra que éste acuda una noche a su apartamento y la desvirgue. No solo pide retozar con su doctor, sino también recibir de él los azotes pertinentes, una necesidad de la que no cura, y de la que precisará de continuo (¿sirve, entonces, el Psicoanálisis para sanar?)

Estos primeros cuarenta minutos de película rayan en cierto tedio. Fassbender alcanza muy bien la planta y la apostura teutónica del Jung original –rasgos alabados por Freud mismo para la “causa”, y que deberían granjearle aprecio y respeto por doquier--. Pero el rostro de la actriz británica Keira Knightley es sumamente adusto, antipático, gélido y distante. Tal vez porque quiera subrayar hasta el paroxismo su delirio masoquista y su dependencia sentimental de su nuevo “padre” Jung. Digamos que se sobreactúa bastante; en especial, cuando llega a la clínica por primera vez. Parece una posesa del demonio, necesitada del “exorcista” Jung (¿un fallo adrede: sutil guiño de Cronenberg a la acerada crítica de Freud sobre los condicionantes místicos de su amigo?)

En la segunda parte del metraje la película crece y gana en interés. Abandonamos la relación Sabina-Jung, que se enfría por los buenos deberes de esposo y padre de él, y entramos en la intelectual Jung-Freud. Viggo Mortensen construye un Sigmund altanero, endiosado, soberbio, seguro de su método y exigente con los colegas (no en vano, se dice que al Freud real le costó mucho mantener amistades duraderas; a saber, rompió con Breuer, Fliess, Adler, Stekel, antes que con el mismo Jung). Siempre está fumando puros y su despacho vienés es una suerte de gabinete museístico con cientos de libros, vitrinas con antigüedades, y fotografías. Él y Jung juegan a interpretarse sueños mutuamente, y a hablar durante más de medio día entero. Esta parte responde fielmente a la Historia, hasta en los comentarios a propósito: como Jung aún reverencia al maestro, lo defiende comparando su caso con la desconfianza hacia Galileo, cuando “sesudos hombres de Ciencia se negaron a mirar por su telescopio”. Jung está con Freud en valorar el componente sexual como principal, y casi seguro origen único, de las neurosis. Pero, he aquí que surge la intuición femenina de la amante, de Sabina Spielrein. Ella opina que la sexualidad, más que instinto de conservación, puede ser instinto de destrucción. Sabina ha conseguido ser aceptada por Freud en su círculo vienés, en las reuniones noctámbulas de los miércoles en Berggasse 19 (ausentes trágicamente del guion). Transcurre 1911, y Sabina piensa en el papel de la destrucción como causa de la evolución: el sexo encierra también poder aniquilador; un impulso agresivo reconocido luego por Sigmund. Quizá la autorrepresión sexual obedezca a un instinto de conservación del “yo”, mientras que el desenfreno aproxime a su destrucción y a la idea de lo fatal y fatídico. Al mismo tiempo, Jung deja de ser un devoto de Freud y comienza a postular su teoría de la ampliación de la libido a otros aspectos de la personalidad. El sexo y su represión pueden no ser el inicio de todas las alteraciones neuróticas. Jung se reviste del Espíritu de Pentecostés: reivindica el factor animista en la formación de la persona. Esto contraría grandemente a Freud. Freud intenta que el paciente comprenda el mundo y su relación con él, tal y como es, sin pretender cambiarlo. Jung, por el contrario, quiere ofrecer al paciente la felicidad de una vida distinta, más acorde con sus necesidades, esencialmente transformada, o, como le reprocha el maestro, “sustituir su delirio sofocante por otro más placentero” (pero delirio igual, al fin y al cabo). Evidentemente, su formación religiosa, su vida junto a un predicador, obra esta nueva y definitiva trayectoria profesional: el suizo se sumerge en los estudios parapsicológicos, los mitos, los ritos, el tarot, los arcanos, las religiones y cultos ancestrales, los no-muertos y zombies. Con el tiempo, parirá su teoría de los arquetipos, es decir, los elementos inconscientes comunes a toda la especie, y minimizará la relevancia del sexo como factor neurótico.


 Colea en todo esto, además, el curioso personaje de Otto Gross, médico y paciente de Jung, remitido a él por Freud, una especie de “hippie antecessor”, quien opinaba que la curación de la neurosis debe llegar por la ejecución auténtica del delirio, o lo que es lo mismo, en una línea alentada y aplaudida por Sade y Nietzsche, “obra lo que te plazca, como te plazca, con quien gustes y cuando gustes”. Libera tu “yo” de sus ataduras neuróticas usando y destruyendo acaso el de otros. La cosificación impune de los demás, a quienes has de tomar, descaradamente, como medios, y no como fines en sí mismos. Tal conducta de réprobo antisocial no podía terminar bien: Gross murió de hambre en 1939. Y, sin embargo, ¡cuántas familias se han roto por pensar así!

Que la relación entre ambos genios, Freud y Jung, fue verdaderamente idílica lo prueba el hecho histórico (Munich, noviembre de 1912), plasmado en el filme, del desmayo de Sigmund tras disentir de la opinión de su rebelde sucesor. Fue como si una damisela enamorada no pudiera resistir el desdén de su paladín. ¿Habría escondidos impulsos homoeróticos en Freud hacia Jung?

Estamos ante una película noblemente ambientada y estéticamente cuidada, que incide sobre todo en el sentimiento de culpa por una conducta reprobable moralmente, y que presenta dos conciencias condenadas a no entenderse: el ateísmo positivista de Freud, y el espiritualismo animista de Jung. Con el primero comulgó la corte de surrealistas al completo, con Buñuel y su falo a la cabeza (entonen los que quieran su mezquina jota procaz: “No me jodas en el suelo,/ como si fuera una perra,/ que con esos cojonazos/ me echas en el coño tierra”). Pero ya sabéis, amigos míos, quién se gana en esa lucha las simpatías de los que creemos que la Naturaleza no lo es todo, y que anida la conciencia de un Ser superior, Padre nuestro, en el corazón de muchas personas.

* * *
David Cronenberg nació en Toronto (Canadá) en 1943. Se ha movido entre el terror y la ficción científica, con una estética extraña, cercana al “gore”, no apta para todos los gustos. Sus largometrajes buscan incomodar al espectador, provocando en él un sentimiento de malestar por lo visionado. Es autor de un logrado “remake” de La mosca (The Fly, 1986). Entre sus primeros trabajos, Rabia (1977) y Cromosoma 3 (1979). Tal vez su película más inquietante y provocativa sea Inseparables (Dead Ringers, 1988), historia de dos gemelos ginecólogos, magníficamente interpretados, en su doble papel, por Jeremy Irons. Ambos intiman con la misma paciente, sin que ella sepa que se relaciona con dos entes distintos. Las piernas abiertas de Genevieve Bujold en consulta, para dejar indefensos sus genitales, son una de las imágenes más difíciles de olvidar (y de no celebrar). Indicio de que la pulsión sexual “mueve con fuerza a toda gente”.

Alejandro G. Calvo ha escrito en El Cultural (25-11-2011): “Su evolución ya no sólo es estilística sino también semántica y estética, lo que hacen de Un método peligroso una de las películas más perfectas –entendiendo perfección como el acertado ensamblaje entre continente y contenido—y estilizadas de la obra del autor. […] Un alegato tan romántico como trágico que apela al material básico del que están hechas las relaciones humanas para acabar realizando un discurso de múltiples capas sobre la fragilidad de las emociones, la debilidad del carácter y, en definitiva, sobre la ruindad de la que es capaz el ser humano.”

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Sabina Spielrein ha sido la “bestia negra” de los freudianos. En la afamada biografía de Peter Gay, Freud. Una vida de nuestro tiempo (1989), apenas se menciona a Sabina; se le dedica, eso sí, una encomiable nota a pie de página. Ella indispuso al discípulo contra el maestro. Repudiada por Jung, buscó y consiguió el amparo de Freud. Pero la mayor culpa se la achacan a Jung, quien, ajeno a todo escrúpulo ético y profesional, se aprovechó de su paciente. Literalmente, la sedujo y se sirvió de un ser indefenso en el doble sentido: por su juventud y por su enfermedad.

Más sobre Sabina Spielrein.

lunes, 14 de noviembre de 2011

El fascinante ocaso de Pompeya.


Pompeya, la ciudad latina de la aristocracia y del comercio, pereció bajo las cenizas del Vesubio el 24 de agosto de 79 d. C. Junto a ella, también dejó de existir otro enclave romano, a menudo olvidado, Herculano. Esta tragedia ha cautivado a artistas, escritores y cineastas, que han recreado innumerables veces el esplendor y la miseria de sus últimos días.

Sepultada por toneladas de ceniza solidificada y de piedra pómez, Pompeya se mantuvo en el más completo olvido hasta julio de 1738, cuando, por casualidad, los obreros que excavaban los cimientos del palacio de verano de Carlos de Borbón, rey de Nápoles, dieron con sus primeros muros. Al teatro de Herculano ya se había llegado a través de una galería subterránea, y se había expoliado alguno de sus vestigios. Hacia 1755, se avanzó en los trabajos, y se consiguió desenterrar una manzana de tabernas, termas y viviendas en alquiler, propiedad de una tal Julia Felix. En 1769, Mozart visita su templo de Isis. En el s. XIX, el novelista Stendhal queda hechizado por la magia arqueológica del lugar, y se siente “transportado al mundo antiguo”. Hoy día, es una gozada pasear por sus calles, visitar sus áreas comerciales, cotillear en sus casas y lupanares y contemplar el foro, el anfiteatro, la escuela de gladiadores y el cementerio. No hay ciudad de la Roma antigua mejor conservada. Esperemos que las inclemencias del tiempo y los descuidos protectores de las autoridades no la dañen irremisiblemente (ya han caído varios muros por efecto de las lluvias). En el s. XVIII, cuando se vio que no se iba a poder protegerla como es debido, se volvieron a cubrir con arena muchas áreas, para evitar que el viento y la lluvia dañaran las ruinas. Quizá ahora debiera hacerse lo mismo.

Yo visité Pompeya en el verano de 1985, con mi hermano y mis padres, que me invitaron al viaje por haber aprobado Selectividad y entrar en la Universidad. Nos encontramos a un norteamericano, protegido por su sombrero blanco tejano, que tranquilamente estaba sentado en las escalinatas de uno de los templos del foro. Nos dijo que él iba allí todos los veranos, a disfrutar de ese fantástico ensueño de viaje al pasado, como los personajes de la Gradiva de Jensen, la novela que tan magníficamente estudió Freud.


El Vesubio era un volcán que el geógrafo Estrabón daba por extinguido en el s. I a. C. Pero hacia el 19 o 20 de agosto del año terrible, algunos pompeyanos comenzaron a sentir temblores del suelo, acompañados de truenos que parecían brotar del interior de la tierra. Para el 22, muchos, por miedo, decidieron enfardar a toda prisa sus enseres y dejar el enclave. Entre las nueve y las diez de la mañana del 24, se escuchó un poderoso y contundente estruendo que asustó a los sacerdotes de Isis. Había saltado por los aires el tapón de magma solidificada del Vesubio y la cima del monte se llenó de una nube de ceniza fina. Al toda la cumbre palpitó y se resquebrajó: una bocanada de partículas de piedra pómez de apenas un gramo de peso cada una se elevó a una altura de 37 km. Se formó un extenso hongo sobre el volcán. Se desató una colérica embestida natural, cien mil veces superior a la bomba atómica de Hiroshima. Las calles y edificios de Pompeya se cubrieron rápidamente de ceniza y piedra pómez incandescente; la gente resbalaba con ella, no podía respirar por el calor y el aire viciado. Perdían el conocimiento y caían. Las casas ardían y se desmoronaban, aplastando a muchos en su huida. Cuando la tarde del 24 comenzó a declinar, nuevas explosiones arrojaron piedras más pesadas y mortíferas. Muchas personas que perecieron abrazadas unas con otras, quedaron totalmente sepultadas por la lluvia volcánica. A las de la mañana del día 25, llegó la explosión más letal, una oleada de residuos a 290 km por hora. Temperaturas de más de cuatrocientos grados, con manos y pies reducidos por el calor, órganos internos encogidos, y muertes por asfixia. De 25.000 habitantes, solo se han hallado los cuerpos de unos dos mil, aunque queda más de un tercio de la ciudad sin explorar. ¿Cuántos murieron allí realmente? Sabemos que, cuando pasó todo, algunos volvieron y excavaron, para recuperar pertenencias. Se conservan algunos graffiti con la leyenda “Casa excavada por completo”, aunque era muy peligroso y hubo gente que murió atrapada en el intento. Un silencio documental se hizo sobre Pompeya, y no nos han llegado más pormenores.

La imaginación corresponde a los artistas. A sus soleadas ruinas mediterráneas acerca el guionista Terence Rattigan al cándido Mr Chips, alias el Cenizo, profesor de lenguas antiguas, para que conozca a su novia, en la segunda versión cinematográfica (1969) de la nostálgica novelita de James Hilton (Adiós, Mr Chips). Todo un homenaje al buen hacer del maestro vocacional, quien con ternura y severidad combinadas se gana el cariñoso respeto de generaciones de pupilos.

Pero, sin duda, el redescubrimiento turístico moderno de la perdida Pompeya llegó merced a una novela histórica, publicada en 1834, y redactada en Nápoles en el invierno de 1833. Época plenamente romántica, pues. Nos referimos, por supuesto, a la celebérrima Los últimos días de Pompeya (The Last Days Of Pompeii), del londinense autor Edward G. Bulwer-Lytton. Para marzo de 1835, se sacaba una segunda edición, lo que da idea de su buen acogimiento. Yo descubrí esta obra con nueve o diez años, en una adaptación, ilustrada en forma de cómic, de la colección Joyas Literarias de Bruguera. Inmediatamente me enamoré, quedé prendado del personaje de Nydia, la florista ciega delicada y bondadosa, cuyo dulce canto encandila inocentemente a todo hombre, y a quienes todos ven con lástima. Asístí a las pérfidas intrigas del egipcio Arbaces, y a los sortilegios de la hechicera que anida en la ladera del Vesubio. Me pareció estar junto a sus personajes, frecuentar con ellos las termas, el foro, las cantinas, la palestra y el circo. Observé la lucha aguerrida de su grupo de cristianos por afianzar la nueva fe en contra del paganismo. Cómo eran represaliados y martirizados en la arena. Cómo la destrucción de la urbe pareció llegar como castigo divino, justo ante el sacrificio de nuevos inocentes, con el anfiteatro a rebosar y los primeros muros cayéndose y haciendo huir a la plebe. El Vesubio había hablado, y también un dios desconocido encerrado con él.

De 1984 es esta miniserie, reeditada ahora en DVD por Karma / Resen, de 293 minutos de duración, una coproducción anglo-ítalo-norteamericana, dirigida con mucho acierto por Peter R. Hunt. Está interpretada por estrellas de la talla de Laurence Olivier, Ernest Borgnine, Anthony Quayle, Ned Beatty, Franco Nero, hábilmente secundados por actrices de gran talento, que despuntaban entonces, y que luego no tuvieron merecida suerte, como Lesley-Ann Down (emotiva prostituta arrepentida Chloe) y Linda Purl (espléndida Nydia). Era aún un momento en que no existían los trucos digitales, y todo debía alzarse sobre el terreno, con decorados, maquetas y transparencias. La reconstrucción de la ciudad de Pompeya es, en esta versión, magnífica, soberbia, perfectamente real, en parte porque contiene secuencias rodadas en sus vestigios, como las escaleras de acceso al anfiteatro. Las escenas de su destrucción elocuentes, con las explosiones del Vesubio esparciendo cenizas, incendiando y derribando muros. Unos efectos especiales excelentemente realizados, y aún hoy envidiables. Y sobre todo, un guion inteligente, que desarrolla una historia de intrigas, romanticismo y amistad en dosis creíbles, con decorados bien iluminados por ese sol mediterráneo, cientos de extras, y un vestuario de poderoso cromatismo. Esta coproducción solo pretende entretener, pero su ritmo ajustado a diálogos esmerados, su puesta en escena clásica, y sus buenas interpretaciones, elevan el resultado muy por encima de la media, dejándonos con la añoranza de segundos pases.


Ernest Borgnine se nos hace familiar como instructor en el combate, papel que retoma de Demetrio y los gladiadores, la continuación de La túnica sagrada. Laurence Olivier es un estoico caballero romano muy al tanto de la personalidad de Franco Nero, el maligno Arbaces. Anthony Quayle encarna a un mesurado magistrado, enemigo de toda violencia, y hasta simpatizante de los cristianos. El debutante Duncan Regehr convence en su puesto de Lydon, el héroe del circo. Una serie sólida, bien hecha, capaz de convencer a un público de todas las edades (gran virtud de las películas de antes), y por ello de factura muy superior a Gladiator, Ágora, Roma, La última legión y fiascos por el estilo. Cuando languidece el guion, para único beneficio de la acción, se quiebra todo equilibrio narrativo en la película. El producto es un esqueleto sin recubrir, frío e inconsistente, de consumo rápido y ningún valor artístico. En los ochenta del s. XX todavía se hacían filmes con guion trabajado. Y esto es lo que engrandece a esta versión de Los últimos días de Pompeya. Aparte que entonces quedaban actores de la vieja guardia, junto a otros nuevos, de mayor talento y poder de convicción que los de hoy. No sin equivocarse, aseguraba plenamente Jack Lemmon que “el mejor efecto especial es una buena interpretación”.

De la factura enteramente teatral de series modélicas como Yo, Claudio (estrenada por TVE en 1978), o Verdi, ambas de contenido dirigido a un público adulto, se evolucionó a productos más “descafeinados”, pero meritorios y entretenidos, hasta desembocar en los bodrios vacuos y carentes de vigor temático de los tiempos que corren.

***

[En cuanto al PEPLVM, por otro nombre, “cine de romanos”, destacamos como mejores títulos, y por este orden: Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), Ben-Hur (William Wyler, 1959), Quo Vadis? (Mervyn Le Roy, 1951), El signo de la cruz (Cecil B. DeMille, 1932), Barrabás (Richard Fleischer, 1961), La caída del Imperio Romano (Anthony Mann, 1964), Cleopatra (Joseph Leo Mankiewicz, 1963). No incluimos en esta selección ni el Egipto Antiguo (La momia, Tierra de faraones, Los diez mandamientos, Faraón), ni las películas sobre Jesucristo (Rey de reyes, El evangelio según San Mateo)]

lunes, 31 de octubre de 2011

"El muelle de las brumas" (1938).


En la década de los años treinta del siglo pasado, surge en Francia una generación de cineastas comprometidos con causas sociales e inmersos en las teorías dramáticas de un primer existencialismo. Se deciden a hacer un tipo de cine testimonial, con la calle y los suburbios como telón de fondo, y argumentos realistas, aunque matizados por un lirismo poético que consigue suavizar lo más sórdido, crudo y doloroso del mundo real. Sus personajes son rebeldes vagabundos marginados, mujeres de dudosa reputación, evadidos de la justicia e hipócritas de moral equívoca. A este estilo de retratar la realidad se le llamó “realismo poético”, y tuvo como precedente destacado a Anatole Litvak en Coeur de lilas (1931), y como seguidores señeros a Marcel Carné, Julien Duvivier y Jean Grémillon. El realismo poético se distancia de lo que luego será, tras la II Guerra Mundial, el neorrealismo italiano, al no abrazar los postulados decididamente dramáticos de éste. En los directores franceses anida el espíritu de acordeón y de café, el impresionismo pictórico, y la luz diáfana de Montmartre, que eclosionará en la obra del gran Jean Renoir, el John Ford francés. Aunque la vida se hace terca y difícil, y a pesar de que hemos sido expulsados a ella, casi “vomitados”, debe haber cierto tacto, una sagrada textura sedosa a la hora de retratarla, como una media puesta delante del objetivo que disimule las arrugas.

Vamos a ocuparnos ahora de una de las películas francesas más extraordinarias de todos los tiempos, y una de las que menos ha envejecido también. Hablamos de El muelle de las brumas (Le Quai des Brumes, 1938), de Marcel Carné. Se basa en una novela de Pierre Dumarchais, adaptada por el eficiente guionista Jacques Prévert. El tema musical, famosísimo y consumado, es de Maurice Jaubert. La historia: un desertor del ejército colonial, Jean (Jean Gabin, actor emblemático y, por su naturalidad, el Spencer Tracy galo) llega a Le Havre sin un céntimo. Allí cae bien a una jovencita de diecisiete años, Nelly, que interpreta una hermosísima e hipnótica Michèle Morgan (por entonces, con casi la misma edad). Ambos se enamoran. Jean, que sopesa huir a Venezuela, decide cambiar su identidad real con la de un joven pintor bohemio que se ha suicidado en el mar. Al mismo tiempo, ha de defender a su novia del acoso de su tutor, un quincallero llamado Zabel, quien a su vez tiene que librarse de Lucien, un maleante de opereta a quien Jean humilla sin dificultades.

El filme, rodado en blanco y negro, se inicia cuando en la niebla un camionero recoge en la carretera a Jean. A los pocos kilómetros, nuestro hombre da un volantazo y salva de morir atropellado a un perrillo vagabundo. Para su disgusto, el animal se convierte en su “alter ego” y se vuelve su sombra. Lo sigue a cualquier sitio. Con el contrariado camionero sostiene una conversación que redunda en el vacío existencial:

“—Disparar es una tontería. Como en la feria, sobre los blancos. Disparas y entonces el hombre lanza un grito, pone las manos en el vientre en un susto divertido, como un chaval que ha comido mucho. Sus manos se vuelven rojas. Y cae. Nos quedamos solos. No entendemos nada. Sólo hay silencio alrededor.”

Esa soledad, innata y consustancial a todo ser, se extiende a las relaciones afectivas, tiñéndolas de inestabilidad y brevedad. En un momento, Jean y Nelly reflexionan sobre ello:

“NELLY: —Es difícil vivir.
JEAN: --Sí, sí. Estamos solos. Sin embargo a veces gente que no conocemos y que quizá no volvamos a ver, nos ayuda. No sabemos por qué. Es curioso…

NELLY: --Es porque la gente se quiere.

JEAN: --No, la gente no se quiere. No tiene tiempo.”

Subrayamos esta sentencia de Jean porque resulta de una rabiosa posmodernidad. La gente no se quiere porque no tiene tiempo “para esas tonterías”, los flirteos, las galanuras, el enamoramiento, la entrega del corazón, la sinceridad. El personaje de Nelly, apenas una adolescente, es de una sólida madurez para su edad. Se guarda de su tutor, un amargado Zabel al que da vida de forma imponente otro “grande”, Michel Simon, con sus barbas a lo Verne, y a quien John Frankenheimer recuperará en 1964 para el maquinista de El tren (en una de sus secuencias más emotivas). Nelly se entrega a Jean –bastante mayor que ella—y está dispuesta a ir donde sea con él. Sólo la fatalidad llegará a truncar su unión, devolviéndonos a la áspera realidad de un tiovivo sin concesiones.

Como todos necesitamos dar y recibir amor, en la película Zabel representa el individuo trágico, ignorado por las mujeres, a un paso de la dulce y delicada Nelly, que se duele de su triste rol: “—Pero, ¿qué os pasa a todos con el amor? ¿No hay nadie que me quiera a mí?”

Zabel no admite su aislamiento. No ha aprendido a no tenerse más que a sí mismo, como sí lo ha logrado el pacífico Panamá, un exbuscavidas que regenta una covacha de mala muerte donde se refugia en principio Jean, y donde cambia su identidad y sus ropas. Panamá es un hombre simple, tranquilo, hecho a todo, que ayuda desinteresadamente a quien lo pide, y que subsiste entonando viejas melodías. Gracias a él, Jean puede contar con otra facha, aunque no se las dé muy de pintor. A un médico de un mercante le confiesa su más que sospechosa técnica de tres al cuarto: “—En general, yo pinto las cosas que están escondidas detrás de las cosas. Por ejemplo, si veo un nadador, pienso que se va a ahogar, y pinto un ahogado.”

La película se cierra con una escapada: la del perrillo callejero que corre en pos de su amito, símbolo de libertad indómita y rayo de esperanza de un porvenir mejor.

En El muelle de las brumas hay “una pareja, unas tablas y un amor”; hay besos, hay abrazos reconfortantes y apasionados. Está llena de ternura y miradas de amor. Los ojos felinos, magnéticos y subyugantes de Michèle Morgan apenas podrán ser emulados de lejos por Capucine en el cine norteamericano. Su elegante sombrero de ala doblada se anticipa claramente al de Ingrid Bergman en Casablanca.

Carné comparte estilismo con el Michael Curtiz de Ángeles con caras sucias, del mismo año 1938. Una fotografía semidocumental que busca dar pulcro testimonio de los ambientes barriobajeros, con sus tipos humildes y los esclavos de su destino. En el caso de la cinta de Curtiz, ya lo sabemos, Rocky Sullivan fingiéndose cobarde y asustado ante la visión de la silla eléctrica, pateando y gimiendo para no ser héroe y mártir de otros chicos de la calle. En el filme de Carné, una ejecución más fácil: el sueño truncado de libertad y de felicidad del desertor Jean.

A destacar un muy poético travelín: del plano de un carguero, a las maromas que lo anclan a tierra, y la pareja de Nelly y Jean sentados en el muelle. El barco es un nuevo mundo, una segunda oportunidad, quizá otra vida; el amor, una ligadura, un condicionamiento. Parece que están reñidos, y que hay que elegir.



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Marcel Carné, crítico de cine, se inicia como realizador en 1929 con Nogent, El dorado du dimanche, un documental de matices líricos. Colabora con René Clair como ayudante de dirección en Bajo los techos de París (1931) y en 1936 debuta en una ficción, Jenny, junto al guionista Jacques Prévert. Con él idea un tipo de recreaciones populares que se alejan del optimismo desenfadado de Clair, dibujando la vida de forma bastante más agria y congelando la sonrisa de payaso en la boca. Pronto comienza a trabajar con Jean Gabin, quien había debutado en el legendario Moulin Rouge. Además de El muelle de las brumas, rueda con él El aire de París (1954), un convencional drama de boxeo, donde lo mejor es la trabajada historia de amistad entre un expúgil propietario de un gimnasio ruinoso, y una joven promesa de los ligeros. (Con el tiempo, pudo haber inspirado la contundente Million Dollar Baby, de Clint Eastwood). De 1945 es la reseñada como su obra maestra, Les enfants du Paradis, un cuidado homenaje de casi tres horas al París de Balzac.

domingo, 16 de octubre de 2011

Las raíces de Terrence Malick.


Más que del tronco y las ramas, habría que hablar de raíces y de savia. Porque El árbol de la vida trata del pasado familiar de este intrincado e introvertido realizador, uno de los últimos ermitaños del cine.

Estamos ante un largometraje denso, muy personal, de dos horas y media de duración, que no todo el mundo aguanta. En algún local de Barcelona, e incluso en Estados Unidos, están devolviendo el importe de la entrada si uno desiste antes de los primeros veinte minutos. Luego es, así mismo, una prueba de resistencia. Uno, en verdad, tiene la impresión de querer admitirlo como una obra maestra contemporánea. Hay que ver esta película, porque es una película “grande”. Como hay que hacer el intento de leer el Ulises de Joyce, por el solo hecho de su monumentalidad literaria y su cierto influjo en la narrativa posterior.

Pero es que ha habido obras enormes que justificaban su envergadura, en páginas o fotogramas, por la complicidad y extensión natural de la historia revelada. No se podía decir más con menos. Pensemos en el Quijote, Los miserables, La Regenta, Guerra y Paz, o en El nacimiento de una nación, Intolerancia, Lo que el viento se llevó, Quo Vadis?, Los diez mandamientos, Ben-Hur, La conquista del Oeste, Cimarrón, Vencedores o vencidos, Érase una vez en América, o el propio El arbol de la vida, título español para el hermoso y poético filme de Edward Dmytrick Raintree County, con guion de Miliard Kaufman, con el que la MGM intentó emular en 1957 lo conseguido por Lo que el viento se llevó en 1939. Otra historia ambientada en la Guerra Civil americana, la destrucción de la armonía de la vida sencilla de un condado, el locus amoenus que se tizna de negro por el pillaje y las matanzas. Pero no todo queda dañado por la acción del odio entre hermanos: allí, en los pantanos, crece un gran árbol dorado, cuyas hojas y ramas reflejan y alimentan la esperanza de las almas nobles. Una banda sonora original espléndida, a cargo de Johnny Green, aunque con un tema central demasiado repetitivo. En aquel reparto, Montgomery Clift, Elizabeth Taylor, Eva Marie Saint, Nigel Patrick, Rod Taylor, Agnes Moorehead y Lee Marvin.

El árbol de la vida deslumbrará muy positivamente a quienes gusten del toque de intelectualidad y parsimonia en cine. Me refiero a ejemplos como Rossellini (Stromboli, 1949), Kazan (América, América, 1963), Bergman (Fanny y Alexander, 1982) o Bertolucci (El cielo protector, 1990).

Malick, nacido en 1945 y natural del reducto texano de Wako, que os sonará por haber sido guarida de los davidianos, con ese Mesías-Luzbel manipulador, propio de la credulidad infantil de la América profunda, nos ha dado una obra verdaderamente deliciosa, digna de una genialidad sensible y de un estado de gracia único: Días del cielo (Days of Heaven, 1978), la experiencia de unos inmigrantes humildes, fotografiada magníficamente por nuestro malogrado Néstor Almendros. No anduvo, no obstante, tan acertado con el remake de La delgada línea roja (1998), drama antibelicista con un rotundo y desquiciado Nick Nolte, que resulta a todas luces plúmbea y sosa. Es un cineasta que madura muchísimo cada proyecto, tal y como hacía también otro maniático de la perfección, Stanley Kubrick. Y podríamos ya asegurar que El árbol de la vida es a Malick lo que 2001, una odisea del espacio es a Kubrick. La misma lentitud, acción morosa, igual parsimonia recreativa en las imágenes, el acompañamiento de coros y sinfonías musicales. La cinta de Malick incluso tendría otro parangón en Fantasía (1940), de Walt Disney. Una explosión del deslumbrante cromatismo de la Naturaleza como trasunto de la Luz de Dios, que Tolstói expresaba así con palabras: “Ante todo, amar la vida; amar la vida por encima de todo y sobre todo; porque la vida es Dios; y amar la vida significa amar a Dios”.

Un padre dictatorial, una madre protectora y apocada, y unos niños sometidos a la autocrática autoridad paterna. El papel que interpreta Brad Pitt nos puede parecer el de un déspota despiadado, muy parecido al que aparecía en El color púrpura, de Spielberg; pero es que así se educaba en muchas familias antiguamente: llamando al padre “Señor”, guardando obediencia y silencio supremos, y no discutiendo la voluntad de esa encarnación del Creador celoso y terrible del Génesis y otros libros del Antiguo Testamento, baluarte y guía de los peregrinos del Mayflower, y del espíritu cristiano de muchas iglesias protestantes de Norteamérica. Así se educaba a los hijos, con la vara de medir traseros. El patriarca demostraba su frío –mas acaso hondo— cariño moldeando a los vástagos como Miguel Ángel a su Moisés, a golpe de cincel. No se entendía otra manera de que esos niños no se perdieran o malograran en la vida. Del mismo modo, los chicos habrían de corresponderle apreciando los poquitos momentos de ternura: en la preparación de las artes de pesca, en una siembra, en la reparación de una valla. En el dios de las pequeñas cosas cotidianas que nos endulzan la existencia y la vuelven más llevadera. Decir “Padre” es como entrar en el tabernáculo sagrado y postrarse descalzo ante las Tablas de la Ley. Pero decir “Padre” no es hablar de “Mi Padre”, que es como solía referirse a Él Jesucristo en su Misión redentora. No se le nombra así, con confianza, sino con aspereza y temor, como por miedo al castigo. No se espera de su juicio misericordia y perdón, sino gritos y golpes. Tal vez –es más, seguramente-- fue esa la educación que recibió Terrence Malick.

A pesar de tanto esmero de buril, un hermano muere. Y el compañero se queda recordando aquella infancia, todos aquellos instantes inapreciables que no la hicieron mísera, imposibles de desmenuzar y de recrear de una vez, pero fantásticamente endosados entre erupciones de volcanes, ríos de lava, simas submarinas, desiertos, y cuantas imágenes de nuestra también maltratada Tierra se puedan rescatar. Un ejercicio suculento de montaje cinematográfico, cuyo esmero queda deslucido por la excesiva duración del resultado final, híbrido desconcertante entre el documental poético (pensemos en El río, 1951, de Jean Renoir) y la obra de ficción. El árbol de la vida es filosofía en forma fílmica, como lo era Ordet (La palabra, 1955, de Carl T. Dreyer) y L’Atalante (1934, de Jean Vigo). Se insinúa que Dios insufló su conciencia a todas sus criaturas, y que hasta un saurio tiene la facultad de perdonar la vida a su presa. Una pieza intimista, íntima, para disfrute preferente de su propio creador, pero no por ello estanca. Posiblemente merecedora de un segundo visionado, para apreciarla en su conjunto, y que solo el tiempo pondrá en su lugar dentro de la Historia del Cine.

"El árbol..." - Críticas de De Prada y Torres Dulce.

domingo, 18 de septiembre de 2011

"The History Boys".


Una película “Indie”, de 2006, producida por Fox Searchlight Pictures, con guion del dramaturgo Alan Bennett (La locura del rey Jorge), basado con fidelidad en su obra de teatro homónima. The History Boys es una película sobre Educación, sobre ocho chicos que estudian en una escuela pública británica y que quieren superarse y aspirar a entrar en Oxford. Para lograrlo, cuentan con la ayuda de tres profesores, a quienes el director encarga esta misión especial. Uno de ellos es veterano, pero aplica fórmulas poco ortodoxas en sus clases, como ir saltando de un tema a otro, tocar y cantar melodías de comedias musicales, o practicar otro idioma mediante juegos de roles. Su ánimo anárquico, pero simpático a los muchachos, contrasta con el de un joven docente que ha llegado nuevo, serio, metódico, racionalista, y presuntamente graduado en una universidad de prestigio. De mediadora entre ambos planteamientos formativos actúa una profesora también experimentada.


A pesar de tratarse de una escuela pública, los profesores y los alumnos llevan chaqueta y corbata (o pajarita) y se mantiene en el centro un aire de pulcritud y etiqueta. Las escenas rodadas durante las clases son una delicia, por la sustancia dialéctica que se despierta entre enseñantes y pupilos. Como los chicos DESEAN APRENDER, ambos métodos –el racionalista y el anárquico—van ofreciendo buenos resultados, y la empatía que se crea entre las partes crece y es gratificante.

Sin embargo, a mitad de la cinta aparece un tema nuevo, transversal, que desluce un tanto el conjunto en cuanto que desvía la atención del espectador. De una interesantísima película sobre técnicas educativas, se involuciona a un filme sobre la homosexualidad vivida como drama. Si hay algo que tienen en común los dos docentes que preparan al grupo es su inclinación afectiva, hacia los hombres. El profesor anárquico acerca en su moto a algún alumno hasta su casa; encomiable favor que se ve ensuciado por descarados toqueteos durante las paradas, en los cruces y pasos de cebra. Un buen día, una guardia de tráfico repara en la desviación del adulto, toma la matrícula y lo denuncia al director de la institución. El máximo responsable prepara la expulsión del veterano docente para final de curso. Los chicos –que no viven las travesuras del reprobado como ninguna tragedia, sino más bien como un juego inocente de un vejete simpático y “guay”—consiguen aprobar sus exámenes de ingreso. Luego queda cumplida la misión.

Para evitar la expulsión del maestro, uno de los aprobados chantajea al director por medio de sus propias debilidades, con lo que consigue que todo quede en casa, y que sea el azar de la vida, por sí sola, quien ponga las cosas en su sitio. El docente más joven, recto e impoluto, es también homosexual, y está enamorado de un estudiante del grupo. Se entra aquí en otro apartado sumamente escabroso y censurable, puesto que afecta a lo que estaría dispuesto a hacer el muchacho por su preparador, agradecido como está por su trabajo.

El error de la cinta es tratar las relaciones íntimas entre adultos y menores como travesuras banales, cuando es un hecho triste y gravísimo que no debería trivializarse nunca. De una excelente historia sobre la necesidad del esfuerzo personal para aprender, pasamos a un drama sobre sexualidad reprimida y sobre conceptos equívocos de legitimidad más que dudosa. The History Boys plantea un triunfo de la voluntad, pero a costa de disculpar principios poco éticos, nada sensatos y razonables.

Su mayor acierto es denunciar el lado más oscuro y barroco de nuestra sociedad, en el sentido de criticar que haya que vivir con falsas apariencias y que quien no esconde su interioridad (con su verdadero ser y sus defectos) no se hace hueco ni triunfa.

El filme cuenta con el mismo elenco interpretativo que llevó con éxito y algazara la obra por escenarios de medio mundo (Inglaterra, Australia, Estados Unidos…). Se trata de una prestigiosa producción del National Theatre, dirigida con pulso por Nicholas Hytner. Una película refrescante, simpática, añorable, pero con el desequilibrio de los aspectos morales que hemos comentado.