Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

lunes, 14 de noviembre de 2011

El fascinante ocaso de Pompeya.


Pompeya, la ciudad latina de la aristocracia y del comercio, pereció bajo las cenizas del Vesubio el 24 de agosto de 79 d. C. Junto a ella, también dejó de existir otro enclave romano, a menudo olvidado, Herculano. Esta tragedia ha cautivado a artistas, escritores y cineastas, que han recreado innumerables veces el esplendor y la miseria de sus últimos días.

Sepultada por toneladas de ceniza solidificada y de piedra pómez, Pompeya se mantuvo en el más completo olvido hasta julio de 1738, cuando, por casualidad, los obreros que excavaban los cimientos del palacio de verano de Carlos de Borbón, rey de Nápoles, dieron con sus primeros muros. Al teatro de Herculano ya se había llegado a través de una galería subterránea, y se había expoliado alguno de sus vestigios. Hacia 1755, se avanzó en los trabajos, y se consiguió desenterrar una manzana de tabernas, termas y viviendas en alquiler, propiedad de una tal Julia Felix. En 1769, Mozart visita su templo de Isis. En el s. XIX, el novelista Stendhal queda hechizado por la magia arqueológica del lugar, y se siente “transportado al mundo antiguo”. Hoy día, es una gozada pasear por sus calles, visitar sus áreas comerciales, cotillear en sus casas y lupanares y contemplar el foro, el anfiteatro, la escuela de gladiadores y el cementerio. No hay ciudad de la Roma antigua mejor conservada. Esperemos que las inclemencias del tiempo y los descuidos protectores de las autoridades no la dañen irremisiblemente (ya han caído varios muros por efecto de las lluvias). En el s. XVIII, cuando se vio que no se iba a poder protegerla como es debido, se volvieron a cubrir con arena muchas áreas, para evitar que el viento y la lluvia dañaran las ruinas. Quizá ahora debiera hacerse lo mismo.

Yo visité Pompeya en el verano de 1985, con mi hermano y mis padres, que me invitaron al viaje por haber aprobado Selectividad y entrar en la Universidad. Nos encontramos a un norteamericano, protegido por su sombrero blanco tejano, que tranquilamente estaba sentado en las escalinatas de uno de los templos del foro. Nos dijo que él iba allí todos los veranos, a disfrutar de ese fantástico ensueño de viaje al pasado, como los personajes de la Gradiva de Jensen, la novela que tan magníficamente estudió Freud.


El Vesubio era un volcán que el geógrafo Estrabón daba por extinguido en el s. I a. C. Pero hacia el 19 o 20 de agosto del año terrible, algunos pompeyanos comenzaron a sentir temblores del suelo, acompañados de truenos que parecían brotar del interior de la tierra. Para el 22, muchos, por miedo, decidieron enfardar a toda prisa sus enseres y dejar el enclave. Entre las nueve y las diez de la mañana del 24, se escuchó un poderoso y contundente estruendo que asustó a los sacerdotes de Isis. Había saltado por los aires el tapón de magma solidificada del Vesubio y la cima del monte se llenó de una nube de ceniza fina. Al toda la cumbre palpitó y se resquebrajó: una bocanada de partículas de piedra pómez de apenas un gramo de peso cada una se elevó a una altura de 37 km. Se formó un extenso hongo sobre el volcán. Se desató una colérica embestida natural, cien mil veces superior a la bomba atómica de Hiroshima. Las calles y edificios de Pompeya se cubrieron rápidamente de ceniza y piedra pómez incandescente; la gente resbalaba con ella, no podía respirar por el calor y el aire viciado. Perdían el conocimiento y caían. Las casas ardían y se desmoronaban, aplastando a muchos en su huida. Cuando la tarde del 24 comenzó a declinar, nuevas explosiones arrojaron piedras más pesadas y mortíferas. Muchas personas que perecieron abrazadas unas con otras, quedaron totalmente sepultadas por la lluvia volcánica. A las de la mañana del día 25, llegó la explosión más letal, una oleada de residuos a 290 km por hora. Temperaturas de más de cuatrocientos grados, con manos y pies reducidos por el calor, órganos internos encogidos, y muertes por asfixia. De 25.000 habitantes, solo se han hallado los cuerpos de unos dos mil, aunque queda más de un tercio de la ciudad sin explorar. ¿Cuántos murieron allí realmente? Sabemos que, cuando pasó todo, algunos volvieron y excavaron, para recuperar pertenencias. Se conservan algunos graffiti con la leyenda “Casa excavada por completo”, aunque era muy peligroso y hubo gente que murió atrapada en el intento. Un silencio documental se hizo sobre Pompeya, y no nos han llegado más pormenores.

La imaginación corresponde a los artistas. A sus soleadas ruinas mediterráneas acerca el guionista Terence Rattigan al cándido Mr Chips, alias el Cenizo, profesor de lenguas antiguas, para que conozca a su novia, en la segunda versión cinematográfica (1969) de la nostálgica novelita de James Hilton (Adiós, Mr Chips). Todo un homenaje al buen hacer del maestro vocacional, quien con ternura y severidad combinadas se gana el cariñoso respeto de generaciones de pupilos.

Pero, sin duda, el redescubrimiento turístico moderno de la perdida Pompeya llegó merced a una novela histórica, publicada en 1834, y redactada en Nápoles en el invierno de 1833. Época plenamente romántica, pues. Nos referimos, por supuesto, a la celebérrima Los últimos días de Pompeya (The Last Days Of Pompeii), del londinense autor Edward G. Bulwer-Lytton. Para marzo de 1835, se sacaba una segunda edición, lo que da idea de su buen acogimiento. Yo descubrí esta obra con nueve o diez años, en una adaptación, ilustrada en forma de cómic, de la colección Joyas Literarias de Bruguera. Inmediatamente me enamoré, quedé prendado del personaje de Nydia, la florista ciega delicada y bondadosa, cuyo dulce canto encandila inocentemente a todo hombre, y a quienes todos ven con lástima. Asístí a las pérfidas intrigas del egipcio Arbaces, y a los sortilegios de la hechicera que anida en la ladera del Vesubio. Me pareció estar junto a sus personajes, frecuentar con ellos las termas, el foro, las cantinas, la palestra y el circo. Observé la lucha aguerrida de su grupo de cristianos por afianzar la nueva fe en contra del paganismo. Cómo eran represaliados y martirizados en la arena. Cómo la destrucción de la urbe pareció llegar como castigo divino, justo ante el sacrificio de nuevos inocentes, con el anfiteatro a rebosar y los primeros muros cayéndose y haciendo huir a la plebe. El Vesubio había hablado, y también un dios desconocido encerrado con él.

De 1984 es esta miniserie, reeditada ahora en DVD por Karma / Resen, de 293 minutos de duración, una coproducción anglo-ítalo-norteamericana, dirigida con mucho acierto por Peter R. Hunt. Está interpretada por estrellas de la talla de Laurence Olivier, Ernest Borgnine, Anthony Quayle, Ned Beatty, Franco Nero, hábilmente secundados por actrices de gran talento, que despuntaban entonces, y que luego no tuvieron merecida suerte, como Lesley-Ann Down (emotiva prostituta arrepentida Chloe) y Linda Purl (espléndida Nydia). Era aún un momento en que no existían los trucos digitales, y todo debía alzarse sobre el terreno, con decorados, maquetas y transparencias. La reconstrucción de la ciudad de Pompeya es, en esta versión, magnífica, soberbia, perfectamente real, en parte porque contiene secuencias rodadas en sus vestigios, como las escaleras de acceso al anfiteatro. Las escenas de su destrucción elocuentes, con las explosiones del Vesubio esparciendo cenizas, incendiando y derribando muros. Unos efectos especiales excelentemente realizados, y aún hoy envidiables. Y sobre todo, un guion inteligente, que desarrolla una historia de intrigas, romanticismo y amistad en dosis creíbles, con decorados bien iluminados por ese sol mediterráneo, cientos de extras, y un vestuario de poderoso cromatismo. Esta coproducción solo pretende entretener, pero su ritmo ajustado a diálogos esmerados, su puesta en escena clásica, y sus buenas interpretaciones, elevan el resultado muy por encima de la media, dejándonos con la añoranza de segundos pases.


Ernest Borgnine se nos hace familiar como instructor en el combate, papel que retoma de Demetrio y los gladiadores, la continuación de La túnica sagrada. Laurence Olivier es un estoico caballero romano muy al tanto de la personalidad de Franco Nero, el maligno Arbaces. Anthony Quayle encarna a un mesurado magistrado, enemigo de toda violencia, y hasta simpatizante de los cristianos. El debutante Duncan Regehr convence en su puesto de Lydon, el héroe del circo. Una serie sólida, bien hecha, capaz de convencer a un público de todas las edades (gran virtud de las películas de antes), y por ello de factura muy superior a Gladiator, Ágora, Roma, La última legión y fiascos por el estilo. Cuando languidece el guion, para único beneficio de la acción, se quiebra todo equilibrio narrativo en la película. El producto es un esqueleto sin recubrir, frío e inconsistente, de consumo rápido y ningún valor artístico. En los ochenta del s. XX todavía se hacían filmes con guion trabajado. Y esto es lo que engrandece a esta versión de Los últimos días de Pompeya. Aparte que entonces quedaban actores de la vieja guardia, junto a otros nuevos, de mayor talento y poder de convicción que los de hoy. No sin equivocarse, aseguraba plenamente Jack Lemmon que “el mejor efecto especial es una buena interpretación”.

De la factura enteramente teatral de series modélicas como Yo, Claudio (estrenada por TVE en 1978), o Verdi, ambas de contenido dirigido a un público adulto, se evolucionó a productos más “descafeinados”, pero meritorios y entretenidos, hasta desembocar en los bodrios vacuos y carentes de vigor temático de los tiempos que corren.

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[En cuanto al PEPLVM, por otro nombre, “cine de romanos”, destacamos como mejores títulos, y por este orden: Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), Ben-Hur (William Wyler, 1959), Quo Vadis? (Mervyn Le Roy, 1951), El signo de la cruz (Cecil B. DeMille, 1932), Barrabás (Richard Fleischer, 1961), La caída del Imperio Romano (Anthony Mann, 1964), Cleopatra (Joseph Leo Mankiewicz, 1963). No incluimos en esta selección ni el Egipto Antiguo (La momia, Tierra de faraones, Los diez mandamientos, Faraón), ni las películas sobre Jesucristo (Rey de reyes, El evangelio según San Mateo)]

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