Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

martes, 11 de septiembre de 2012

La balada de Shinbone.

Se cumplen cincuenta años del estreno, en abril de 1962, de The Man Who Shot  Liberty Valance, la película que más me gusta de JOHN FORD. Ford fue sin duda el narrador que llevó la poesía al Oeste. Sus personajes, héroes que se sacrifican por otros y que pueden no llevarse a la chica. Sus paisajes, naturales, inmensos: los desfiladeros, las colinas, los riscos, la tierra aprisionada y roja de Monument Valley. Sus heroínas, mujeres que sufren por sus maridos o sus hijos, y que en el porche se llevan una mano a la mejilla. Su mirada fuera del plató, contemplando un espejismo. Orson Welles, a quien se atribuyen muchas sentencias, algunas verdaderas, otras apócrifas, preguntado sobre quiénes eran, a su entender, los tres mejores directores de cine, respondió: “John Ford, John Ford y John Ford”.

La película es una visión romántica del Salvaje Oeste americano, cuando la justicia era la ley del revólver y hombres de buen corazón debían medir sus fuerzas con forajidos y facinerosos. Habla de cómo otra ley, la del código del Derecho, viene a imponer orden en una sociedad caótica que se regula a sí misma. Habla de la conversión de un desierto, donde solo crecen las flores de cactus, en un vergel con praderas, regadíos y rosas de verdad. Habla de Hallie, que es una muchacha inocente y sencilla, y de cómo se enamora de un abogado idealista llegado del Este en una diligencia. De Tom Doniphon, un pistolero reconvertido en ranchero emprendedor. De Pompey, su muchacho negro y fiel sirviente. De Dutton Peabody, el periodista sarcástico y borrachín. De Link Appleyard, el comisario cobardica padre de varios mestizos. Habla también del milagro impulsor del ferrocarril, de cómo sustituye a los viejos coches de caballos y expande la civilización, el progreso y la cultura.
La cinta de Ford aparece pletórica de nostalgia. La acción se dispone desde el presente al pasado por medio de un poderoso y largo “flash-back”. El prestigioso senador Ramsom Stoddard, anciano y a punto de la retirada, llega a Shinbone (‘Espinilla’) con su mujer Hallie. Desea rendir tributo al cadáver de un viejo amigo, Tom Doniphon. Unos periodistas le interrogan en un almacén sobre cómo era aquel lugar cuando él llegó por primera vez. Entonces desempolva el nombre del ayer, simbolizado por una diligencia sin ruedas, y parte en el pescante de sus recuerdos. Cómo a mitad de camino fue asaltado y humillado por un matón llamado Liberty Valance, que mantenía aterrorizada a media comarca. Liberty es un golfo muy diestro con la fusta, y mucho más aún con las pistolas. Ramsom está convencido de poder parar eso con la fuerza de sus libros de leyes, mediante la razón, el discurso y la sensatez. Llega a Sinbone y, para pagarse el alojamiento, entra a trabajar en el comedor de los padres de Hallie, a quien pretende Tom, un tirador más rápido que Valance, que se está haciendo un pequeño rancho en las afueras. El espíritu noble y educado de Ramsom conquista pronto el corazón de la chica. Ante la evidencia, pero no sin hondísima amargura y dolor por su derrota, Doniphon decide retirarse de la lid y ayudar en la sombra a Stoddard. Ramsom abre una escuela popular de alfabetización a la que acuden Hallie y otros lugareños. La paz del pueblo se ve una y otra vez quebrantada por las violentas visitas de Liberty y sus dos secuaces, que se abren paso a golpes, insultos y tiros. Stoddard comprende que no podrá parar a Liberty con la sola fuerza de sus palabras. Entonces decide hacerse con un viejo pistolón para entrenar en secreto. Cuando Tom se entera, le demuestra su inutilidad frente a la rapidez de Liberty: “—Entérate de una vez, peregrino, Valance es casi tan rápido como yo”. Y aquí surge la paradoja que plantea Ford sin tapujos: para vencer a la violencia, el Derecho ha de aliarse con los violentos. Solo alguien resuelto y veloz como Tom puede derrotar a Liberty Valance. Nadie más. La paz ha de construirse sobre los restos de la guerra. Así se hizo Estados Unidos: los colonos se independizaron, ganaron terreno a los indios, y liberaron a los negros de la esclavitud.

 
El Oeste parecía hecho para duelistas. Un pistolero no cabía donde ya había otro. Se ve en la maravillosa Raíces profundas (Shane, de George Stevens, 1952), donde también la fuerza se alía con la inocencia de un niño para llevar la calma a unos pobres granjeros. En Shinbone no pueden convivir dos duros como Tom y Liberty. Alguno de los dos tiene que claudicar, marcharse, o perecer. Hay una escena, en la taberna donde sirve Stoddard, que muestra este elevado conflicto: Liberty le pone la zancadilla a Ramsom, y el filete de Doniphon cae al suelo. Tom reta a Valance para que lo recoja: “—Ese era mi bistec. Recógelo, Valance”. Pero el pistolero no está por la labor de obedecer. Entonces “interviene la Ley”:  Ramsom se agacha para recoger lo tirado. Por un momento, Liberty está a punto de desenfundar su arma contra Doniphon, quien aprieta los dientes y masculla: “—Inténtalo, Liberty… Inténtalo”.  Pompey –el chico de Tom (a los negros los blancos les llamaban “boys”, chicos)-- apoya a su amo con su rifle. El matón y los suyos se retiran con una refriega de pólvora en la calle.
Liberty es la sombra alargada de un gobernador corrupto, adalid de los ganaderos y su demanda latifundista. Por eso, no permite asambleas libres en Shinbone. Tampoco quiere que la prensa hable, que se exprese libremente. Dutton Peabody entra una noche bebido en su imprenta y cuando prende un quinqué la llama ilumina a Valance y los suyos, dispuestos a silenciar a golpes al osado editor. La paliza es de antología. Ramsom no puede resistir más y reta a Liberty a un duelo en la calle. Quedan solos los dos. Liberty vuelve a humillar por tercera vez a Stoddard, riéndose de él e hiriéndole en un brazo. Amenaza con que el siguiente disparo irá directamente entre los ojos. Ramsom dispara casi sin apuntar y sorprendentemente acierta. Liberty cae muerto. Los ciudadanos lo celebran y lo cargan en un carro, cual despojo humano. Stoddard alcanza el rango de héroe absoluto: él ha sido quien ha matado a Liberty Valance. Se le propone para representante del condado en las elecciones locales. Hallie no se separa de él, y Tom, desesperado, se embriaga y quema su rancho.
Ramsom acude a las elecciones, donde se le acusa de haber matado a un hombre (lo hace un sujeto que traía un discurso “cuidadosamente preparado” sobre un papel en blanco). Los suyos lo defienden:”--¿Desde cuando es matar a un hombre terminar con Liberty Valance?” Ramsom no se enorgullece de este hecho violento. Se avergüenza de sí mismo y está dispuesto a rechazar su candidatura. Pero interviene Doniphon. En un rincón apartado le cuenta la verdad, no la leyenda: “—Haz memoria, amigo. Tú no mataste a Liberty Valance”. Fue Tom, con el rifle de Pompey, quien terminó en la distancia con Valance. La penumbra de un callejón y lo solitario del entorno acallaron su crimen.  Lo hizo por sentido de nobleza, de justicia… y por Hallie, para que la muchacha tuviera a su chico del Este.
El relato vuelve a la realidad y los periodistas que escuchan al curtido senador permanecen en silencio, asombrados. ¡De manera que Stoddard no mató a Liberty Valance! La historia de emotiva lealtad de Doniphon hacia Hallie y Ramsom les disuade de desvelar la verdad alguna vez: “—Senador, esto es el Oeste, y en él cuando los hechos se convierten en leyenda, no es bueno imprimirlos”.
Ramsom y Hollie se despiden de Pompey y echan una última mirada al ataúd de Tom. Sobre la tapa hay una flor de cactus. En el tren, de regreso al Este, Stoddard le interroga sobre ello a su esposa y le propone mudarse a vivir a Shinbone.  Es Hallie quien, en un arrebato de amor melancólico, ha puesto el cactus sobre la caja de Tom. El encargado del tren mima al ilustre viajero: “—De nada, senador. Todo es poco para el hombre que mató a Liberty Valance”. Hallie y Ramsom se miran en silencio. La cámara sale del vagón y muestra la marcha del ferrocarril dejando tras de sí una nube de humo.
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Si hay algo tan cautivador como las imágenes y los grandes secundarios en las obras de Ford, eso es la música. La banda sonora de El hombre que mató a Liberty Valance es una balada lírica y nostálgica debida a Cyril J. Mockridge, quien repetiría la sensación poética en La taberna del irlandés (Donovan’s Reef, 1963), después de haber entregado también la partitura de Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946). Ford quería ser un bardo, un poeta cinematográfico, y para conseguirlo necesitaba reforzar las secuencias con la música, a menudo, canciones tradicionales piadosas o de la Guerra Civil americana. ¡Qué bien está acompañada la acción en las películas de Ford! Los bailes ceremoniales del regimiento en Fort Apache (1948) o en La legión invencible (1949). El musgo y el muérdago de la verde Eire en El hombre tranquilo (1952), con música de un lirismo imperecedero de Victor Young. Asociamos cada partitura a cada filme, como si fuera la huella del indio o del cazador solitario. Suele ser una melodía cantada en grupo, como el tema principal “She Wore A Yellow Ribbon” (‘Ella llevaba una cinta amarilla’), distintivo del regimiento, escrita por Richard Hageman. O la preciosa “Te llevaré a casa, Kathleen”, incluida en Río Grande (1950), que después cantaría Elvis. La impresión de balada se repite en Centauros del desierto (1956) y El sargento negro (1960).


La mirada nostálgica hacia un pasado dichoso impregna la narrativa de Ford: la sentimos en el rojo atardecer que circunda al capitán Nathan cuando habla a la tumba de su esposa (La legión invencible) o cuando Marthy Maer recuerda a su familia de West Point en Cuna de héroes (1955), creyéndola ver sobre la colina. Ni Ramsom ni Hallie consiguen desprenderse de su pasado y así desean volver a Shinbone, como si debieran eterno agradecimiento a la figura de Doniphon. No es el Shinbone de ahora en el que viven, sino en el enterrado, el del polvo, los cactus, la gente sencilla y las diligencias. Y es que todos deseamos tornar, antes o después, al lugar donde fuimos felices, y que llevamos de ese modo, con nosotros, en el corazón. Si no tenemos otra cosa, que al menos nos quede esa evocación, ese rumor de voces que oímos al ponernos pensativos.

La película es, sobre todo, una maravillosa historia de amor entre Hallie y Stoddard. Hallie, con su mirada tierna al curar a Ramsom, con su sincera entrega y fidelidad, como si fuera un niño necesitado de protección. Un amor que dura una vida entera, sólido, perenne, encomiable, envidiable. Todo el amor que puede sentir una mujer por un hombre queda reflejado en esa secuencia filmada por Ford.

En El hombre que mató a Liberty Valance, rodada después de Dos cabalgan juntos, a partir de septiembre de 1961 y en apenas treinta días (como muchos otros filmes del maestro), no encontramos los grandes espacios de Ford. El blanco y negro (para reducir presupuesto) recrea escenarios reconstruidos en estudio, dando un cariz teatral al argumento de Dorothy  M. Johnson. En efecto, las escenas se circunscriben a ambientes reducidos, cerrados, claustrofóbicos (bien iluminados, sin embargo): el comedor de la cantina, la escuela, el bar, la redacción del periódico, la estrecha sala de la convención. Los espacios son como telones de guiñol: no importan. Lo que interesa es el lado interpretativo: James Stewart en el papel del honrado y pacifista Ramsom Stoddard; inamovible e inconmensurable John Wayne –más comedido y austero que de costumbre-- dando vida a Tom Doniphon; una dulce y angelical Vera Miles como Hallie; el áspero y rudo nervio de Lee Marvin componiendo a Liberty; el gran compadre de Ford, Edmond O’Brien, como Peabody; el recio Woody Strode en la piel de Pompey; el quejoso y obeso Andy Devine en el rol del comisario; el irónico Ken Murray como el doctor. Y varios más, cada uno poniendo su granito de arena para crear esa complicidad, esa familiaridad festiva tan típica de Ford, si acaso reducida aquí por el miedo al sanguinario Valance.
El guion es de Willis Goldbeck (también productor, junto a Ford) y James Warner Bellah, pero la sensibilidad y el romanticismo de la historia son claramente femeninos y parten de la citada señora Johnson. La fotografía la firma William H. Clothier y el montaje Otho Lovering.

 Enlace a Carlos F. Heredero sobre la película.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Avisos para vivir.


En 1554 se publicaba anónimamente en Burgos, Alcalá y Amberes una de las mejores novelas españolas de todos los tiempos: La vida de Lazarillo de Tormes. Se suele defender el Quijote como primera novela moderna. Yo lo pongo en duda, y apuesto por el Lazarillo, libro de cabecera indispensable para todo lector curioso. El Lazarillo parte del “yo” y vuelve al “yo” y su circunstancia. Si me quiero salvar a mí mismo, tengo que salvarla a ella también. La obra es una delicia clarividente de cómo está montada la sociedad occidental: el poder fáctico de la religiosidad mal encarada y peor promulgada, la superstición, el fingimiento, la hipocresía social, la acidia, el salvavidas de los cargos funcionariales. El Lazarillo es cómo opera el cotidiano existir, sin exageraciones, fabulaciones ni ínsulas lejanas. Si quieres superar al prójimo, tienes que espabilarte, y ser más astuto y rápido que él. Mira primero por ti, y si a gusto quedas, no cuides de lo que digan los demás, que quizá hablan por hablar y no tienen lo que tú. La piedad no vale en el mundo de carne y hueso, y los dogmas de fe son un cuento y la perdición material de los ingenuos.

 
Como todo clásico, desvela cosas nuevas tras ser revisitado. Su porfiada hermenéutica ha cautivado a críticos como Francisco Rico, Juan Goytisolo y Rosa Navarro Durán, que vuelven a comentar cada cierto tiempo sus riquísimas ubres.
Adaptar bien al cine una pieza literaria maestra es un reto de altura. César Fernández Ardavín (Madrid, 1921-Boadilla, 2012) lo consiguió en 1959 y su versión gozó del aplauso del público y de la crítica, izando muy alto el pabellón de España en los momentos discutidos y polémicos del franquismo. El Lazarillo de Tormes se llevó el Oso de Oro del Festival de Berlín, superando a cintas como Al final de la escapada, de Godard. Fue el propio cineasta el encargado de elaborar el guion y para ello echó mano no solo de las diferentes versiones del original, sino también de contribuciones poéticas –tanto cultas (Garcilaso) como populares (oraciones de ciego)— que existían en la primera mitad del siglo XVI. Esta labor exploradora enriquece poderosamente la ambientación del texto, además de tornarlo más didáctico y contemporáneo a su momento. Los exteriores, rodados en Salamanca, Toledo y otros lugares emblemáticos, conservados casi como en 1500, y la banda sonora de Salvador Ruiz de Luna, con voz muy cercana a las chirimías renacentistas, contribuyen a realzar este importante fresco vivo de la España del emperador Carlos.
 
Cuenta Lázaro su vida no ya a un personaje principal e ilustre de Toledo, sino a un clérigo confesor, como si decidiera sacudirse del polvo de sus pecados y partir hacia la madurez de su hombría. El ciego (magistral Carlos Casaravilla), primer amo que lo acoge de aquella manera, recita a la orilla de un río el duelo de Nemoroso: “Corrientes aguas, puras, cristalinas,/árboles que os estáis mirando en ellas,/ verde prado de fresca sombra lleno…” Sabe lo que se aplaude en la corte, pero también cómo seducir el corazón de la mujer dubitativa con sermones y monsergas la mar de sustanciosas y oportunas: “Justo Juez Divinal,/ a donde quiera que fueres,/ las armas de Cristo lleves./ Pies tendrán, y no te alcanzarán”; “Ánima sola,/ que en el campo gime y llora,/ que me tengas compasión en esta hora”. Siguiendo la edición de Alcalá de Henares, comenta unos generosos atributos que salen de la pared de este modo: “--Ves esto, Lázaro, pues muchos quieren ponerlo sobre cabeza ajena y nadie quiere tenerlo sobre la suya”. Juan José Menéndez compone, por su parte, la imagen perfecta y elocuente del hidalgo venido a menos, sórdido antecedente de Alonso Quijano y del mismo Cervantes. Margarita Lozano es la moza de taberna de vida despreocupada y ágil que da a su hijo en adopción, no sin sentir que algo se le desgarra en las entrañas al ver al muchacho partir. Y lo más terrible y árido, el acierto consumado del nihilismo que espera al genuino optimista, es el desenlace ideado por Ardavín para su película: Lázaro --niño todavía-- huye de los cómicos a quienes ha denunciado a la justicia y corre por el campo, entre las mieses. Asustado al contemplar cómo los alcanzan y detienen, se abraza a un árbol seco y enjuto. Se suele decir que “a quien buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”. Lázaro no ha sabido elegir a sus amos, a cuál peor, pues escapa del trueno para dar en el relámpago. Pero lo malo es que no le espera algo mejor en el futuro. Es decir, que su vida será una repetición constante del infortunio y del desamparo. Con este final tan excepcionalmente gráfico y rotundo, Ardavín burla a la censura, puesto que en la novela el protagonista, ya hecho un hombre joven, acaba casado en Toledo con la manceba de un arcipreste. Una mujer que ha parido tres veces y que va a hacerle la cama al cura. A cambio, Lázaro es heredero de su ropa usada y pregonero de sus vinos. Tan sonada deshonra requiere explicaciones, y Lázaro las da por escrito a un noble que seguramente desea saber si el arcipreste es de fiar como capellán.
 
El Lazarillo de Tormes tiene una diáfana fotografía en blanco y negro y su puesta en escena encandila todavía hoy al público adolescente –inmerso en las nuevas tecnologías y tan difícil de contentar--. Todos los chavales se sienten identificados con el niño, Marco Paoletti, con su aire inocente y frágil, tal y como corresponde a un muchacho tierno arrojado a las desventuras del mundo. No olvidemos que no hay maldad en Lázaro, que no es ningún delincuente, como sí lo serán los posteriores antihéroes del subgénero picaresco.
La película de Ardavín funciona en las clases de Literatura de ESO y Bachillerato y, si os cuento un secreto, también me funcionó a mí cuando hice mi examen de oposición como profesor de Lengua y Literatura de Enseñanza Secundaria, ya que me tocó exponer la unidad didáctica de la novela picaresca del siglo XVI, y para ilustrar mi disertación utilicé alguna secuencia de este filme. Los miembros del tribunal se sintieron conmovidos al redescubrir una obra cinematográfica que formó parte de su infancia o de su juventud, por ser tan buena adaptación de un clásico imprescindible.
Hallé una copia en VHS de la cinta de Ardavín por pura casualidad, hace unos quince años, en una liquidación de películas de vídeo del hipermercado Alcampo. Conocía el filme por algún antiguo pase por TVE y me hizo mucha ilusión poder conseguir esa copia por muy poco dinero. Lo que yo no podía sospechar entonces es cuánto me ayudaría después ese encuentro fortuito en mi trayectoria profesional.
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Hace pocos días nos ha dejado César Fernández Ardavín, quien ha fallecido por causas naturales en su domicilio de Boadilla del Monte (Madrid) el viernes, 7 de septiembre de 2012. Había nacido en Madrid el 22 de septiembre de 1921. Era hijo de pintor, y sobrino de escritor. Debutó en el cine como ayudante de dirección de Botón de ancla (1948). Sus mejores trabajos son las adaptaciones literarias El Lazarillo de Tormes (Aro Films, S.L., 1959) y La Celestina (1969), película donde por primera vez se pudo ver un pecho desnudo, el de la actriz Elisa Ramírez. Se retiró del cine en 1979.
Carlos Casaravilla (Montevideo, Uruguay, 12-10-1900; Cullera, Valencia, 17-02-1981) debutó como actor y cantante de revista, pero pronto demostró su excelente solvencia interpretativa en largometrajes españoles de prestigio, como Cómicos (1954) y Muerte de un ciclista (1955), de Juan Antonio Bardem. En esta segunda, actuaba como extorsionador de la pareja de amantes formada por Alberto Closas y Lucía Bosé. En Molokai (1959), la biografía del Padre Damián, era el leproso que se suicida de un tiro de revólver.
En 2000 los realizadores Fernando Fernán-Gómez y José Luis García Sánchez firmaban un pastiche titulado Lázaro de Tormes, que incluso se llevó el Goya al mejor guion adaptado. No era más que una comedia erótica centrada en las noches toledanas del protagonista de la novela. Estaba interpretada por Rafael Álvarez “El Brujo”, Karra Elejalde, Beatriz Rico, Manuel Alexandre, Agustín González, Francisco Rabal (el ciego) y Juan Luis Galiardo. La producción era de Andrés Vicente Gómez.


Ha rastreado, recopilado, recitado y musicado los cantares de ciego el folclorista Joaquín Díaz en, p. ej., Música en la Calle (Cd de la Fundación Joaquín Díaz y Several Records, 2003; www.funjdiaz.net, www.severalrecords.com )
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Mis reflexiones sobre La vida de Lazarillo de Tormes (1554): pincha aquí.



sábado, 1 de septiembre de 2012

"Prometheus" (2012).


La última película de Ridley Scott, además de ser “precuela” de Alien, el octavo pasajero (1979), plantea una fábula moral: ¿de dónde venimos? ¿quiénes somos? ¿por qué estamos aquí? ¿quién nos ha hecho? En cierto modo, nuestros ocios –la lectura, la escritura, la música, el cine, el deporte—nos procuran el entretenimiento para no pensar todo el rato en quién nos piensa, a quién le debemos esta generosa o dolorosa ficción.

Prometeo era un titán que recibió el encargo de crear la humanidad. Para que los hombres fueran superiores a los animales, caminarían erguidos y dominarían el fuego, un elemento sagrado. Prometeo aprovechó una chispa del Carro del Sol para entregar la llama a los hombres, provocando con ello la ira de Zeus. Como el titán quiso burlar al rey soberano, fue condenado por este a ser parcialmente devorado por un águila en una gruta del Cáucaso. Las entrañas se regeneraban una vez y otra, así durante treinta mil años: “Este buitre voraz de ceño torvo, que me devora las entrañas fiero…” Heracles liberó a Prometeo y mató a la bestia.
Sabemos cómo se adueña la criatura alienígena del ser humano: se introduce por su boca, alcanza el estómago y los intestinos, y comienza el estropicio. El alien lo devora por dentro: desde dentro hacia afuera, casi como el ave que atormentaba a Prometeo. En la precuela diseñada por Scott, un millonario fleta una inmensa nave espacial para que vaya en pos de una civilización perdida, que quizá fuera la responsable de crear la humanidad. La nave llega a un planeta muy parecido a Saturno, por sus anillos, cuya atmósfera es rica en nitrógeno y anhídrido carbónico. Los diecisiete exploradores se topan con una extraña construcción que se parece a un poblado bosquimano: un montículo en el centro, rodeado de una alta empalizada, todo ello de colosales dimensiones. Dentro del montículo hay oxígeno, se puede respirar bien, pero también unas misteriosas cápsulas que parecen guardar materia orgánica. Justo la misma que surgía de los huevos enormes del filme de 1979. Y, por supuesto, está el gigantesco e inquietante “Jinete del Espacio”, montado en su butaca y al frente de su telescopio antiaéreo.
Si aquellos seres que hibernan en sus cápsulas del tiempo nos crearon, abominaron pronto de nosotros, pues nada quieren tener con el hombre. ¿Qué nos cabe esperar –parafraseando a Kant—del Sumo Hacedor? Nada en absoluto según el cuento moralista de Scott. El viaje se convierte en un riesgo sin esperanza. El nihilismo más destemplado y árido.
Alien, el octavo pasajero, es una obra de precisión (y de concisión) maestra. Trepidantemente angustiosa y emocionante en su canónica morosidad. Es una historia de ficción científica bien lograda, ambientada en las cárceles de la invención del surrealista H. R. Giger, que se curró los bocetos, los diseños, las maquetas y los decorados del Nostromo palmo a palmo. Llevó el terror al espacio, al reducto-prisión de una nave. “En el espacio nadie puede escuchar tus gritos”, rezaba el eslogan promocional. Para conseguir suficiente financiación, y subir de los cuatro millones de dólares iniciales a ocho, Ridley Scott tuvo que construir el storyboard de Alien al completo. Eso convenció a los directivos de Fox para hacer la película tal y como la quería su director. En la memoria colectiva, la mirada de un felino pardo aterrorizado ante el ataque del monstruo. El gato va siguiendo con sus ojos el alzamiento cruel en el aire de una víctima, de un pelele. Una secuencia que marca huella en la Historia del Cine.
Eran los tiempos en que las películas del espacio que se preciaran de tener calidad debían rendir culto a Kubrick y su 2001. En el Cosmos no existe la prisa, hay un Mar de Tranquilidad. Todo se mueve como a cámara lenta, despacio, recreándose en la visión de los soles, de las galaxias y las supernovas. Scott imita esta técnica, pero hace que cunda el pánico en la inmovilidad titánica de la nave y en sus abigarrados tripulantes. La cámara no vibra, no corre, no siente el nerviosismo. La acción se toma su tiempo y no peca de vertiginosa, pero no por ello es menos interesante. En la conclusión, vemos a la tercera oficial Ripley evitar al monstruo en el diminuto módulo de emergencia, y cuando creía haberlo dejado atrás para siempre, la criatura se despereza a su lado. Y hasta en ese momento crítico de asombrosa tensión, Ripley, con entera calma, se pone su escafandra aislante, su casco, y descompresiona la nave para que el alien salga rebotado al exterior. Este tempo moderado denota la imitación del academicismo de David Lean en Lawrence de Arabia, homenajeada por cierto en una escena de Prometheus. Hasta los héroes de grandes gestas deben tomarse el té de las cinco con parsimonia áulica. Se puede ir disfrazado de beduino, pero ante todo se debe ser inglés y caballero. Como Ian Holm, que borda a Ash, el impávido androide flemáticamente enfrentado a sus camaradas. Ash es la clave de la partitura que transcribe Jerry Goldsmith, con guiños al clasicismo mozartiano, que pasa al piano de Chopin en la precuela.
Ford decía que había que clavar la cámara en el suelo y dejar que todo sucediera delante del objetivo. Probablemente, tenía razón. Un filme resulta más serio si prescinde del movimiento. Porque eso conlleva la precisa planificación previa de las escenas con mínimo montaje posterior. Los movimientos marean, aturden al espectador, que no se centra así en lo que se le ofrece. Prometheus, la precuela, adolece del ritmo de hoy día: desbocado, lóbrego, difuso. Y aun así, contiene la huella manierista de Scott en esas anchas panorámicas de ríos, de cascadas, de montañas, de suelos agrietados. La técnica digital se perfecciona aceleradamente y va siendo capaz de crear escenarios tangibles, que Scott ordena hacer y que aprovecha con soltura y mecenazgo. Prometheus no es una mala película, pero sí es un filme distinto a Alien. Ahora el público no es tan paciente, no desea las secuencias shakespearianas, sino la rapidez insustancial, lo efímero y consumible. Hoy un aparato no se repara: se tira y se compra otro. Estamos programados para consumir y quemar. Scott lo sabe, pero no se rinde del todo a ello. Por tal motivo, organiza Prometheus con calibrado empaque: hay acción en movimiento, pero también manierismo, impronta clásica: por ejemplo, en el lento deambular de David, sosias del coronel Lawrence, delgado, esbelto y rubio como él, afeminado si se desea. En el pulcro hieratismo, dificilísimo de igualar en todas las escenas, del personaje encarnado por Charlize Theron, sin duda, junto a Michael Fassbender, uno de los mayores aciertos del casting. Una mujer altanera, indolente y fría, de una frigidez insultante. Sin embargo, estos logros no cuajan en un conjunto final lastrado por emanaciones de Avatar y afines. Así como Alien se notaba enseguida que era una buena historia y una monumental película, Prometheus requeriría de más de un visionado para descubrir en ella el brillo de lo fascinante e imperecedero.

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Alien, el octavo pasajero se basa, a mi juicio, en dos filmes clásicos de ciencia ficción: Planeta sangriento (Queen of Blood, 1966) y El enigma de otro mundo (The Thing From Another World, 1951).
 
Planeta sangriento es una producción de Roger Corman que aprovecha algunas tomas de dos películas rusas inacabadas. Su director fue Curtis Harrington, y cuenta en el elenco protagonista con John Saxon, Basil Rathbone (otrora Sherlock Holmes) y Dennis Hopper. Así mismo, una impecablemente perturbadora Florence Marly –gélida actriz checa de cine y tv-- interpreta a la criatura, con una impronta de malevolencia únicamente igualada por Judith Anderson en Rebeca y por Ann Savage en Detour, el meritorio filme negro de serie B rodado en 1945 por Edgar G. Ulmer.
Un centro espacial terrícola recibe una extraña comunicación del espacio exterior. Cuando se descifra, se ve que es una petición de ayuda. Aprovechando la Luna como lanzadera, se manda una nave que rescata a una mujer extremadamente delgada, de tez verdosa y cabello blanco flamígero. Este ser está muy débil. Pero pronto cunde la alarma entre los tripulantes de la misión al comprobar que se alimenta de sangre humana. Como los vampiros, hipnotiza a sus víctimas y les succiona sangre de las venas de las muñecas. Los astronautas comunican este descubrimiento a la base. El jefe científico de turno ordena preservar la vida de la alienígena a toda costa. Para este fin, se termina con las reservas de plasma de la nave. Cuando la mujer sigue atacando, es arañada en el hombro por una tripulante, lo que la lleva a la muerte al padecer hemofilia. Se desangra sobre un charco de clorofila, el componente principal de su sangre. Pero ahí no termina el peligro: la criatura ha sembrado de huevos vivos la nave. Al regresar a la Tierra, los científicos se harán cargo de esos huevos, sembrando de incertidumbre el destino de la especie humana.
Como se ve, las semejanzas de guion con Alien resultan muy evidentes: el mensaje de vida inteligente, la amenaza de la criatura dentro de la nave, el propósito de protegerla aun a costa de las vidas de los tripulantes humanos, los huevos que palpitan y encierran futuros seres… Incluso las imágenes psicodélicas de John Cline usadas en los títulos de crédito de Planeta sangriento, el colosalismo de sus estructuras y un centro de control similar a lo que en Alien será el Jinete del Espacio.
El enigma de otro mundo es un filme mucho más alabado y conocido. Fue una producción de Howard Hawks, el gran artesano del cine del Oeste y de aventuras. Su director, Christian I. Nyby. Parte de Who Goes There? (‘¿Quién anda ahí?’), un relato breve de Don A. Stuart –seudónimo de John W. Campbell, JR--, publicado en una revista de ciencia ficción en 1938. Cerca de una base polar, un equipo de científicos rescata del hielo un platillo volante y una extraña criatura congelada. Al trasladarla al campamento, la criatura –un humanoide de dos metros y medio—se descongela y vuelve a la vida, sembrando el pánico entre sus rescatadores. Los claustrofóbicos y cegados pasadizos de la estación serán el escondite del monstruo, que va eliminando a los miembros del equipo. Uno de ellos se empeña en mantenerlo con vida en pro de la Ciencia y de la Humanidad. Su recompensa: la rotura de cuello. Los acorralados supervivientes se valen de un contador Geiger para predecir la presencia de la criatura, que es al final abrasada mediante electrocución. El enigma de otro mundo es una cinta modélica, apasionante en su sobriedad, magníficamente interpretada por un reparto de buenos secundarios, inolvidable en su suspense. Su remake llegó en 1982 de la mano de John Carpenter con el título La Cosa (The Thing), y fue protagonizado por Kurt Russell. El guion se debió a Bill Lancaster –hijo de Burt Lancaster—y es mucho más fiel al relato original de Campbell, ya que la criatura alienígena no solo se posesiona del cuerpo de la víctima, sino que imita su forma y sus rasgos físicos. El suspense dimana de saber quién es humano y quién no. Los efectos de maquillaje se encargaron a Rob Bottin, quien estuvo trabajando sin salir del estudio de Universal dieciocho horas diarias durante varias semanas para conseguir lo requerido. Acabó en el hospital, pero hizo un excelente trabajo todavía no superado hoy. Sus efectos, sumados a los de Albert Whitlock, han convertido esta película en una cinta de culto que no pasa de moda. Recientemente se ha vuelto a rodar y a estrenar un lamentable subproducto basado en ella.
Alien tomaría de El enigma de otro mundo, el largometraje de 1951, su ambiente opresivo y cerrado, el misterio que esconde la oscuridad de los recovecos. También, la increíble estatura del monstruo, el detalle del instrumento para tenerlo localizado y la persistencia de un científico en salvarlo.

domingo, 20 de mayo de 2012

El jinete solitario de Santa Fe.

El pasado viernes, 18 de mayo de 2012, celebramos un grupo de amigos en el Café Comercial de Madrid un cinefórum en torno al clásico El tercer hombre (Carol Reed, 1949). La animada tertulia que suscitó la película prueba que las grandes películas nos estimulan y nos siguen hablando eternamente.
El tercer hombre es una historia actual de perdedores, algunos honrados y otros sinvergüenzas. También es un retrato de falsas amistades y de obsesiones afectivas. Además de una reflexión nada baladí sobre el egoísmo consustancial a los mecanismos del poder y a las oscuras y perversas ambiciones que rigen la condición humana.

A la destruida Viena de la posguerra llega Holly Martins, jinete solitario de Santa Fe, escritor fracasado de novelas del Oeste baratas. Ha recibido invitación de su único “gran” amigo, Harry Lime. Pero cuando llega al domicilio de Lime, el portero le avisa de que ha fallecido víctima de un atropello. Holly se pone a hurgar y poco a poco le sale al paso una negra trama relacionada con el tráfico de penicilina adulterada. Harry no ha muerto, y está implicado. Hay una chica de por medio, Anna Schmidt, una refugiada checa con pasaporte falso, enamorada de los huesos del criminal Harry, que complica la determinación de Holly de colaborar con la policía en su detención. Anna sabe que Lime es un delincuente, responsable de las taras o de las muertes de numerosas personas. Pero no puede dejar de amarlo y de protegerlo… Mi buena amiga Catalina T. nos hizo observar el carácter obsesivo, malsano y enfermizo de esta dependencia de Anna hacia Harry, parecida a la que siente Holly por su amigo de siempre. Holly es un llanero solitario, pobre y sin amigos, que reverencia a Lime por sus dotes de supervivencia y de adaptación. Le cree un amigo verdadero y fiel, cuando en realidad de niños traicionó su confianza varias veces, y ahora sería capaz de asesinarlo si las circunstancias lo requirieran. En la famosa secuencia de la noria, en el Prater, Harry abre la portezuela de la cabina cuando más alto están y amenaza a su “amigo”: “--Si te cayeras desde aquí arriba, a nadie le daría por buscar un agujero de bala en tu cuerpo”. Martins, entonces, le revela que la policía ha abierto su ataúd y ha descubierto que sigue vivo. Si la autoridad ya conoce su secreto, Harry no tiene ya ninguna necesidad de matar a Martins. Pueden continuar como “amigos”. Lime incluso está dispuesto a que Holly le encubra y que participe en su negocio vil de medicamentos letales. Hay mucho dinero en juego, libre de impuestos. Total qué importa que muera gente, esos insignificantes puntitos negros que se ven desde la noria. Cuando uno cobra distancia respecto de sus semejantes es más fácil matar. Es más fácil matar con un cañón o con un rifle, o con una bomba arrojada desde un avión, que en la proximidad, cuerpo a cuerpo, con una pistola, un cuchillo, o con las manos. La conciencia parece aletargarse, quedarse más tranquila. Hitchcock nos recordó lo difícil que es matar a quien se tiene delante en la famosa escena de Cortina rasgada (1966), cuando al dogo de la policía política deben asesinarlo en el horno de gas de una granja el físico Armstrong y una colaboradora. Recordemos el violento y prolongado forcejeo de la víctima, el titubeo de la mujer para hundir el cuchillo de cocina en el lugar preciso, la lenta y drástica operación de arrastrarlo hasta la espita de gas y dejar que se ahogue; sus manos crispadas convulsionándose. Esto no lo hace cualquiera.

¿Es Harry Lime un criminal compulsivo, un psicópata? Desde luego, era un tramposo desde crío, cuando simulaba tener fiebre para no ir a un examen del colegio. Como los psicópatas, no alberga conciencia de culpa por los desmanes que su acción está cometiendo. Ahora bien, de haber podido encontrar otra manera menos dañina de hacer dinero fácil, ¿la hubiera preferido a esta del comercio ilegal de penicilina? Posiblemente sí. Quizá su faceta más repulsiva no hubiera aflorado nunca. Sin embargo –no lo olvidemos--, Harry se sonríe sardónicamente, como un niño travieso. Es como si se tomara la vida –y a los demás-- a chirigota. Harry es un cínico, un fingidor, y un mentiroso. Una cloaca humana, dispuesto a emular a los más baratos y silenciosos extras de la película, los roedores de las alcantarillas de Viena. Como muy bien señaló Jaime M., Harry es una rata. Un ser asqueroso. Pero una rata alimentada desde el sector soviético de la ciudad. Porque, a pesar de los ajustes de cuentas que se producen tras una contienda, también se protege a muchos seres abyectos que se ofrecen a colaborar con el vencedor. El fin, ya se sabe, justifica los medios, y la política a menudo no conoce límites para pactar. La democracia es una cortina de humo que no deja ver la roña que hay detrás, sosteniéndola. Quien crea en su honestidad como sistema, es un ingenuo, un idealista. “Ya no hay héroes”, se encarga de recordar Harry a su “amigo”.

Ahora bien, Harry ni es un neurótico, ni mucho menos un psicótico. Anna y Holly sí que dan la imagen de neuróticos, al estar prisioneros de un impulso de dependencia obsesiva que no admiten ni ven. Holly vence esa esclavitud al final, cuando se rinde a la evidencia de la escalada criminal de Lime. Pero Anna no; continúa enamorada profundamente de Harry, y por eso no acepta reunirse con Martins. Holly es el responsable del final del hombre de sus sueños, el nuevo Judas.

Para algunos, El tercer hombre coincide con nuestros tiempos en la profunda crisis existencial y de valores éticos que se han padecido y se padecen. La intensidad aguda de la cítara de Anton Karas –extrema en los momentos de mayor clímax—es como un grito estridente en la niebla. Estamos rodeados de podredumbre. Nadie defiende los derechos de nadie, y el mundo es ese carro de heno del Bosco, del cual cada uno toma lo que puede. Quienes piensan así se contagian del pesimismo nihilista del propio Lime, quien al bajar de la noria (otro símbolo de la rueda fatal de la Fortuna) comenta esta verdad incómoda:


En el mundo no hay hombres buenos y nobles que construyan. Solo construyen (y destruyen) los criminales, los pragmáticos, los ególatras. “El mundo se arregla pegando fuerte”, como decía el otro, el Espadón de Loja.

Para otros, la democracia todavía se puede salvar. Aún hay esperanza. Ahí está la labor impecable de la policía militar británica, haciendo justicia con Harry. No todo está perdido. La virtud sale enaltecida, y el vicio condenado.

***

*MITOLOGÍA:

El tercer hombre fue un proyecto de Carol Reed en colaboración con el novelista Graham Greene. Greene presentó un guion, que Reed y Orson Welles fueron retocando a conveniencia. Por su parte, los productores, Alexander Korda y David O’Selznick, exigieron supervisar los cambios, e impusieron el desenlace antirromántico del filme.

La película se rodó entre Viena y los estudios londinenses Shepperton. La escena de la llegada de Martins a la estación de Viena –dividida entonces en cuatro sectores aliados—no fue autorizada por los soviéticos, que cancelaron el permiso. Tuvo que rodarse improvisadamente, mientras unos miembros del equipo distraían a los policías rusos.

El verdadero comienzo, en el cementerio de la ciudad austriaca, anticipa el final, en el mismo camposanto y con parecidos planos. Es una determinación cíclica del universo, como redonda es la gigantesca noria del Prater, que hubo de reconstruirse para la película, pues estaba muy dañada por los bombardeos.

La fotografía es de Robert Krasker (ganador del Oscar) y los encuadres hacen hablar a la cámara, mediante sucesivas tomas en escorzo, picados y contrapicados, planos y contraplanos. Los momentos de honda tensión dramática vienen resaltados por  la cítara de Anton Karas, un músico callejero al que Reed escuchó un día por casualidad y al que contrató para poner música a la cinta. El tema principal de El tercer hombre encumbró y a la vez eclipsó a su compositor, al que siempre se pedía que volviera a la película.

El primer encuentro de Holly con Harry, de noche, en la calle, no está rodado en Viena, sino en una plazoleta de Londres, donde se pudo conseguir el efecto mágico de un haz de luz cenital intensa incidiendo en el rostro irónico de Lime, refugiado en el portal de una casa. Es un plano para la Historia del Cine, el mejor momento de Orson Welles como intérprete.

La persecución en las cloacas de Viena, excelentemente filmada y montada, fue alargada por el director, a quien gustó el efectismo y la intensidad de un delincuente atrapado como una rata en su propio medio. Los dedos que alcanzan con dificultad la cumbre, la tapa enrejada de la salida, no son los de Welles, sino los de Reed. Hay quien dice que el gran Orson, cansado de correr entre tanta porquería, se fugó de la ciudad antes de terminar la secuencia. Otras versiones, más verosímiles, explican que los dedos de Welles no cabían por los huecos de la tapa, y que por eso hubo de doblarlo el propio director.

Sin duda, El tercer hombre es el mejor trabajo tanto de Joseph Cotten –espléndido en su sobriedad—como de Orson Welles. Mucho más entretenido, emocionante, emotivo, sugerente y redondo que Ciudadano Kane (1941), El cuarto mandamiento (The Magnificient Ambersons, 1942), El extraño (1946), La dama de Shangai (1948) o Sed de mal (1958). Welles esgrimía un talento intelectual que no era aceptado como comercial por los estudios. Por eso fue un proscrito toda su vida, un mercenario que acabó vendiéndose en Europa a precios bajos en producciones sin calidad, con el fin de obtener dinero que invertir en sus proyectos locos, casi siempre inacabados.

Alida Valli, actriz italiana “descubierta” por Selznick, participa en El proceso Paradine (1947), una de las más flojas obras de Hitchcock. Más tarde rueda a las órdenes de L. Visconti Senso (1954).

En cuanto a Trevor Howard, había regalado su figura de galán sacrificado en la excelente Breve encuentro (1945), de David Lean. Consiguió sus mejores papeles al interpretar al cruel capitán Bligh en Rebelión a bordo (Lewis Milestone, 1962) y a Richard Wagner en Ludwig (1972), de Visconti.

Carol Reed concede protagonismo a los objetos: el cuchillo se detiene al trinchar el asado; el vapor del tren vela una ventana de estación; unas batientes se mueven y un abrigo cae al suelo. Son las sombras de los seres humanos, la huella fugaz y evanescente de sus acciones.


El largo, largo plano secuencia del final, cuando Anna rebasa la línea del expectante Holly, e incluso el mismo puesto de la cámara, pudo inspirar –a mi ver-- el también plano general que emplea David Lean en la secuencia del pozo de Lawrence de Arabia (1962), cuando T. E. ve llegar desde lejos al beduino sobre su dromedario, hasta alcanzar su posición.

A nuestro juicio, El tercer hombre debe ocupar espacio entre las diez o quince mejores películas de la Historia del Cine. La revista Cinemanía, en su nº especial 200 (mayo de 2012), la relega injustamente al puesto 120, por detrás de Los siete samuráis, de Kurosawa, y por delante de El exorcista y Los 400 golpes. ¿Cuáles serían, según esta revista, los diez mejores títulos del Séptimo Arte? Anotad: 1º. El Padrino (1972); 2º. El Caballero Oscuro (2008); 3º. Pulp Fiction (1994); 4º. El retorno del rey (2003); 5º. El Padrino II (1974); 6º. El imperio contraataca (1980); 7º. Casablanca (1942); 8º. La lista de Schindler (1993); 9º. El club de la lucha (1999); 10º. Cadena perpetua (1994). En fin, se comprende alguna, pero otras…

domingo, 6 de mayo de 2012

FINALES DE CINE-I: "The Eddy Duchin Story" (1956).


De cuantas biopics dedicadas por Hollywood a compositores esta y Música y lágrimas (‘The Glenn Miller Story’, Anthony Mann, 1954) son las mejores. Las más intensas en su romanticismo, la de más completa y bonita banda sonora, las más glamourosas.

Aunque Morris Stoloff ya se había ocupado de musicar la vida de Frederic Chopin en Canción inolvidable (1945), también para Columbia, no hay película en que su célebre Nocturno (Mi Bemol Mayor, op. 9/2) haya alcanzado cotas más altas de emotividad que en Eddy Duchin. To Love Again, en efecto, es evocado eternamente por Carmen Cavallaro, que es quien dobla a Tyrone Power en el filme de George Sidney. Cavallaro (1913-1989) era un pianista neoyorquino de música ligera, contemporáneo del homenajeado Duchin (1909?-1951), conocido por sus arpegios, que casi emulaba en el piano la sinfonía de los dioses. En cierto modo, se asemejaba al estilo de Eddy, pero exagerando la sublimación del lirismo. Sin embargo, sus versiones no cansan, son un gozo para el alma, y se pueden escuchar apaciblemente durante horas. Fue un niño prodigio, que tocaba canciones en un piano de juguete con tres años. Carmen era conocido como el poeta del piano, porque sus arreglos acrecientan el tono envolvente de melodías de siempre, como Fascinación, Bailando en la oscuridad, El humo ciega tus ojos, Cocktail para dos, Siempre en mi corazón, La vida color de rosa, Eres mía, Si yo te tuviera, y otras más.

Eddy Duchin era un farmacéutico que abandonó con acierto la botica por las orquestas de música ligera de 1930-40. Colmado de sueños, se fue de Cambridge (Massachussetts) al Casino de Central Park, donde debutó en la formación de Leo Reisman. Pronto se hizo cartel, por su habilidad de cruzar las manos sobre el teclado, y usar solo un dedo con la solapada. Seguía el swing más que el jazz. Conoció a Marjorie Oelrichs, una joven de la alta sociedad, que será su esposa. Marjorie (Kim Novak) –temerosa del viento que trae frío y desgracias-- muere al dar a luz a su hijo Peter (1937). Ese terrible hecho, distancia a Eddy de su hijo, y Peter queda al cuidado de sus abuelos maternos. Estalla la Segunda Guerra Mundial, y Duchin sirve en un destructor, en el Pacífico. A la vuelta, decide reconciliarse con el pasado y recupera la relación con el niño. Conoce a su tutora, Chiquita, de la que se enamora y con la que forma pareja. Pero pronto el infortunio vuelve a golpear a los Duchin: Eddy enferma de una forma de leucemia, y sus manos se debilitan.

Y es aquí donde llega la escena que nos interesa, y que cierra la película. Eddy se lleva a Peter (Rex Thompson) a dar un paseo por Central Park, al lugar donde se alzaba en otro tiempo el Casino de sus éxitos. Necesita decirle lo inevitable: que se va a tener que ir una vez más, pero no a una nueva gira, sino en contra de su voluntad, y para siempre. Que va a morir pronto. El niño termina aceptando este don amargo de la vida, y ambos regresan al hogar, donde los recibe Chiquita. Eddy le hace un gesto, para indicarle que Peter ya lo sabe. Ambos, padre e hijo, se quedan un momento solos.
--Yo cuidaré de ella, papá –dice Peter.
--Vamos a tocar con los dos pianos, ¿eh? –responde Eddy—Los Duchin al piano
Entonces se sientan, frente a frente, cada uno a su piano de cola, y Eddy inicia el tema principal del filme, To Love Again. El niño le sigue. Viene Chiquita. Eddy se levanta, va hacia ella, y le da un beso, mientras su mejilla roza la suya y su rostro se torna grave en un gesto de despedida. Luego se acerca a Peter y le dice: --Eres un gran pianista, hijo. Es difícil saber dónde termino yo y dónde empiezas tú.
Eddy vuelve a su piano, y siguen tocando, hasta que su mano se contrae, paralizada, y sale fuera de plano. La cámara se alza y muestra a Peter tocando solo, y a Chiquita detrás. Eddy ya no está con ellos. Pero vive en el talento de su hijo.
Es un final con una elipsis preciosa. Creo que no he saboreado un final más emotivo que este (solo el de Música y lágrimas se le parece).
Aquí lo tenéis:

Aunque se ha tildado la película de excesivamente sentimental y lacrimógena, el público reconoció sus méritos haciéndola una de las más rentables de 1956, junto con los musicales Ellos y ellas, El rey y yo, y Alta sociedad. El guion de Samuel Taylor, que adaptaba un relato de Leo Katcher, estuvo nominado al Oscar. La historia de Eddy Duchin recibió otras nominaciones: fotografía en color, sonido (lo ganó El rey y yo) y banda sonora (de nuevo El rey y yo). Para el Oscar a la mejor canción no estaba nominada --como es natural-- la pieza de Chopin, sino True Love (de Alta sociedad), compuesta por Cole Porter.
Peter Duchin siguió la trayectoria musical de su padre. Fue, también, escritor de novelas de misterio. En 1985, se casó con la actriz y escritora Brooke Hayward, hija de su productor musical y de la intérprete Margaret Sullavan.

miércoles, 2 de mayo de 2012

De fantasmas.


El folclore británico abunda en historias de fantasmas. Los fantasmas son una idiosincrasia, una tradición que no puede faltar en las islas. Cuando uno visita cualquier mansión inglesa o escocesa, lo primero que se pregunta es quién y dónde se aparece esta vez. Y seguro que la vieja casa tiene su fantasma. Es imposible equivocarse.

Oscar Wilde se encargó de desmitificar este mito en la maravillosa novelita El fantasma de Canterville, que parece un cuento cómico para niños, pero que, en realidad, tiene poco de inocente y sí mucho de juego irónicamente perverso, temiblemente burlón contra la moral victoriana; porque, al fin y al cabo, ¿qué hacen Sir Simon y la adorable Virginia cuando están a solas, que el espectro queda tan “encantado” que acaba regalando una valiosa colección de joyas a la niña? ¡Dios me libre, no quiero pensar mal!

Hay buenas colecciones de relatos ingleses de fantasmas. Y el cine terminó por incorporar esa tradición. Pero conseguir rodar una buena historia sobrenatural no es tarea fácil. Es muy corriente caer en los tópicos o en el ridículo, por no decir en el tedio del metraje soso y desaprovechado, donde solo pasa que no pasa nada.

La mejor película inglesa de fantasmas la filmó Jack Clayton en 1961, The Innocents, que en España se titulo ¡Suspense! Era una adaptación de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, escrita para la pantalla por Truman Capote, quien, para evitar equívocos sobre la presencia real de los aparecidos, ideó una secuencia memorable en la biblioteca de la casa: el espectro llora, y sus lágrimas, veraces, quedan sobre una mesa. No cabía duda: la institutriz, Deborah Kerr, no sufría alucinaciones de señorita insatisfecha con picores, y veía verdaderos espíritus. Unos espíritus que venían del lado oscuro, del universo del Mal, para pervertir el alma de dos hermanitos con sus juegos lascivos y salvajes.

Sin embargo, los dos mejores largometrajes que yo conozco sobre fantasmas no son ingleses: se deben a Paramount y Universal Pictures. Me estoy refiriendo a The Uninvited (Lewis Allen, 1944), y a Al final de la escalera (Peter Medak, 1980).


Al final de la escalera (The Changeling) parte de un magnífico guion de William Gray y Diana Maddox, y está soberbiamente bien interpretada por George C. Scott y Trish Van Devere. Como es una película que está en la mente de todos, no me voy a entretener mucho con ella. Es la historia de un compositor que ha perdido trágicamente a su mujer y a su hija. Alquila una enorme y solitaria mansión para alejarse del mundo, descansar y componer. Pero la casa es asaltada por extraños ruidos acompasados, y el profesor escribe una nana que luego descubre que ya existía, en una vieja caja de música del desván. Un niño ha muerto en esa mansión. Un inocente que no puede descansar tranquilo. La escena más brillante y sobrecogedora, de las muchas que contiene la película, es cuando la escalera devuelve la pelotita infantil que el profesor acaba de tirar al río.

The Uninvited, que podríamos traducir como Los intrusos, es una impactante cinta de espectros, muy poco reseñada y vista, interpretada por Ray Milland, Gail Russell, Ruth Hussey y Donald Crisp. El guion es de Frank Partos y Dodie Smith, que adaptan una novela de Dorothy Macardle. La atmósfera es plenamente romántica. También hay una escalera, por donde descienden vaporosamente los fantasmas, realizados con una técnica que se adelanta a parecidas escenas de Poltergeist. Recuerdo una secuencia con un libro abierto sobre una mesa. Cuando los protagonistas abandonan la estancia, las hojas del libro comienzan a pasar solas. Un efecto copiado después en Al final de la escalera, cuando la tecla del piano desciende sola, sin que nadie la pulse. En The Uninvited, un compositor y su joven hermana compran un caserón de la costa inglesa. Pronto se escuchan unos extraños sollozos de mujer y se perciben aromas de flores en el interior. Dos espíritus se disputan el terreno: el de dos hembras que amaron al mismo hombre. Aunque inicialmente la película iba a evitar mostrar apariciones, la Paramount ordenó insertar varias, muy efectistas aún hoy, en posproducción. La banda sonora, maravillosa y envolvente, era de Victor Young, quien terminó popularizando suelto el tema “Stella by Starlight”, una melodía interpretada por Frank Sinatra, Tony Bennett, Ella Fitzgerald, Miles Davis y Ray Charles.

The Uninvited solo se ha comercializado en el mercado anglosajón en copias en VHS. Ahora, para este mayo de 2012, se espera una edición en DVD en Reino Unido. Quizá pronto llegue a España. Merece la pena hacerse con un ejemplar de esta película. Creo que ha sido voluntariamente relegada al olvido para que no hiciera sombra a cintas modernas, como Poltergeist y Lo que la verdad esconde (ambas, no obstante, muy buenas en su género, sin duda).
Después de estos dos títulos maestros que he comentado, merecería destacar otros dos más: La leyenda de la casa del infierno (John Hough, 1973) e Historia macabra (Ghost Story, John Irving, 1981). La primera se basa en una novela (Hell House) y un guion de Richard Matheson. Es la producción póstuma (falleció durante el rodaje en Inglaterra) de James H. Nicholson, fundador, junto a Samuel Z. Arkoff, de American International Pictures, que a partir de 1955 produjo filmes de terror de muy bajo presupuesto –a razón de 15.000 euros cada uno--, rodados en inglés en Italia y exportados a Estados Unidos. La leyenda de la casa del infierno cuenta la tétrica historia de cuatro especialistas de lo paranormal que se encierran en la mansión Belasco. El ambiente es plenamente victoriano. La atmósfera, gótica y sofocante. El propietario, Belasco, era un ser peculiar, con extrañas parafilias. Su alma inquieta ronda la casa y perturba el descanso de sus moradores. Es una película teatral, con deslumbrantes efectos interpretativos, a cargo, sobre todo, de Roddy McDowall y Pamela Franklin. Los brillantes ojos negros de una Franklin alucinada e hipnótica construyen lo mejor del filme. Los espíritus acosan sexualmente a las dos mujeres del grupo, hasta posesionarse de una de ellas. Los gritos y sonidos agudos abundan en el metraje. Hay muertos encadenados tras las paredes, pasadizos y habitaciones secretas.  Pero no se fundamenta en lo visual, puesto que el presupuesto era modesto y no daba para muchos excesos, sino en el excelente hacer de los actores (a los que hay que sumar a Clive Revill y Gayle Hunnicutt). Hay un “remake” de 1999, House on Haunted Hill, dirigido por William Malone, producido, entre otros, por Robert Zemeckis, e interpretado por el gran Geoffrey Rush.

Historia macabra se debe a Universal y fue escrita por Lawrence D. Cohen. La fotografía es de Jack Cardiff, y los efectos visuales, de Albert Whitlock. Como en el filme anterior, su mejor baza son las excelentes presencias de Fred Astaire, Melvyn Douglas (secundario de lujo en Al final de la escalera), Douglas Fairbanks Jr., John Houseman, Patricia Neal y Alice Krige. Cuatro ancianos se reúnen cada semana para contarse cuentos de miedo. Inesperadamente, por las noches empiezan a sufrir las terribles pesadillas de un espectro de mujer que les acosa. Una mujer real, con la que en el pasado todos tuvieron que ver… Una presencia espeluznante y mortífera, que irá dando cuenta de los cuatro amigos.

Es una película resueltamente inquietante, muy bien diseñada y realizada. Lo que verdaderamente cuenta en un largometraje de terror es la atmósfera y las interpretaciones, más que los efectos especiales en sí. Una ambientación esmeradamente gótica ya supone un treinta por ciento del filme; las interpretaciones, otro treinta por ciento; lo mismo que el guion; la dirección, posiblemente más de ese diez restante. Las películas de la Hammer se gozaban de suculentos decorados góticos, y de secundarios ingleses con formación teatral. Algo muy bueno.

Hoy día, el cine británico de fantasmas está intentando recuperar esa ambientación gótico-victoriana. La muestra más reciente, meritoria, aunque sin llegar a la altura de los ejemplos mencionados, es la producción de la BBC La maldición de Rookford, estrenada en nuestro país el viernes, 27 de abril de 2012. Está dirigida y coescrita por Nick Murphy. Los intérpretes son Rebecca Hall, Dominic West e Imelda Staunton. La joven mozuela Florence Cathcart, colaboradora de la policía británica, emula a Houdini y se dedica a desenmascarar a médiums y espiritistas. Es requerida por un tácito profesor de Historia –extraordinario Dominic West, con su rostro modelado a navaja-- para que investigue la presencia paranormal de un niño en un internado de la campiña inglesa. Las primeras secuencias del filme son flojas, pues Rebecca Hall (Vicky Cristina Barcelona) no consigue transmitir solidez y seriedad a su personaje. Después, una vez en la casa de marras, su interpretación mejora, se crece, levanta el vuelo, hasta hacerse verdaderamente insana como el propio decorado. Rebeca Hall es una actriz que se parece físicamente a nuestra fabulosa Maribel Verdú. Abundan los anchos pasillos, las habitaciones vacías, los huecos sin rellenar más que con los elementos de la imaginación. Si existe un objeto que destacar, este se sitúa en el ángulo opuesto de una estancia amplia y desocupada, jugando con los metros para llegar hasta él. La cinta aprovecha muy bien la antipatía de los caracteres representados (los hombres que enseñan en el colegio son unos reprimidos), el laconismo, la frialdad del espacio interior. Hay mucha economía de medios, y esto beneficia a la historia.


Olvidamos lo que no nos interesa recordar. Y nuestro pasado proyecta a veces fantasmas en nuestro presente. La maldición de Rookford es una historia sobrenatural, sí, pero también un relato de locura, de esquizofrenia paranoide, y de sutil crueldad malsana. Cómo no, hay la presencia de una gobernanta extrañamente diminuta, que redondea la actriz de El secreto de Vera Drake, Imelda Staunton; hay una casa de muñecas, en cuyos habitáculos se representa lo mismo que está sucediendo a escala natural. Hay pasadizos secretos, fotografías de difusas apariciones, curvaturas entre el pasado y el presente. El desvelamiento del misterio del internado apunta hacia múltiples direcciones: la proyección de los deseos fuertemente arraigados en uno mismo, el secreto familiar de alcoba, la búsqueda de un heredero, la deshonra por bastardía, la venganza del repudiado. Un juego de habitaciones clonadas al infinito, como cárceles de Piranesi, convierten el destino de Florence en un imposible laberinto de Creta. Y el Minotauro la va a devorar…