Orson, mago de primera.

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viernes, 13 de agosto de 2021

La andadura española de "La diligencia".

Stagecoach fue el primer western serio del maestro John Ford. Producido por Walter Wanger, se estrenó el 3 de marzo de 1939 en Estados Unidos. En el guion intervinieron Dudley Nichols y Ben Hecht, y la historia partía de Ernest Haycox, quien a su vez adaptaba, muy libremente, Bola de Sebo, un relato breve de Guy de Maupassant

En esta película se reúnen los dos alicientes por antonomasia de las aventuras en el Oeste americano: el ataque de los indios, y el duelo entre pistoleros. La mayor parte del metraje lo ocupa el avance de una diligencia por territorio apache, durante un tiempo escoltada por la caballería, y la segunda mitad, concebida a manera de epílogo, con un enfrentamiento a muerte de Ringo Kid (John Wayne), el protagonista, con los malhechores que mataron a su padre y a su hermano.

En el interior del vehículo, tirado por seis caballos que se renuevan a lo largo de las paradas de postas, viajan siete personas, seis sentadas y una en el suelo, el pistolero Ringo, quien se suma a la partida en el camino. La clase “respetable” la constituyen una dama embarazada, Lucy, que va a reunirse con su marido militar, un orondo banquero, Gatewood, y un caballero sureño, jugador de cartas, Hatfield (extraordinario John Carradine). La clase media la forman un representante de whisky, Peacock, y un médico alcohólico, al que aquel le viene al pelo, el doctor Boone (Thomas Mitchell). Boone se hace acompañar por una prostituta de buen corazón, Dallas (Claire Trevor). Dallas representa a “los de abajo”, el último escalafón social, con quien la remilgada Lucy rehúsa sentarse, y a quien Hatfield niega un vaso de plata para que beba agua. Lo paradójico es que será gracias a la intervención de esta mujer pública, y al doctor Boone –con fama de bestia irresponsable--, que Lucy salve su vida al tener que dar a luz a su niña durante el peligroso trayecto. 

Es evidente la intención de los autores del guion de poner de relevancia la dignidad de toda persona por encima de prejuicios sociales anticuados, denigrantes y absurdos. Dallas es amiga del doctor Boone y congenia con el otro desclasado, el joven y apuesto Ringo. Ringo le habla de un rancho que posee al otro lado de la frontera, y en seguida Dallas se ilusiona con la idea de encontrar en él un hogar verdadero. Pero teme mucho al enfrentamiento de Ringo con Luke Plummer y sus dos hermanos. Intenta disuadirlo infructuosamente. Además, el comisario Curley, que va en el pescante, vigila a Ringo, al ser un perseguido de la justicia. Ringo debe pagar sus culpas como delincuente que es. Sin embargo, si los viajeros logran llegar con bien a su destino –menos dos de ellos, uno herido y otro muerto--, es por la intrépida determinación de Ringo de saltar sobre los caballos durante la persecución implacable y feroz de los apaches. Una secuencia memorable, que ha pasado a la Historia del Cine, y que se logró por la pericia sin igual del gran especialista Yakima Canutt. Canutt se vio en la tesitura de doblar a un indio que es arrollado, primero, y a Wayne después. Canutt fue quien coordinó, casi veinte años más tarde, la elogiada carrera de cuadrigas de Ben-Hur (William Wyler, 1959).

La diligencia se rodó en Utah, en Monument Valley, un paisaje que sería emblemático para Ford. Allí había una reserva de navajos, que fueron contratados para la filmación, a razón de diez dólares diarios por extra. Ford se felicitaba por haber salvado a aquella tribu de la miseria, al invertir en ella cerca de medio millón de dólares durante los sucesivos rodajes en Monument Valley. Es así que los navajos no autorizaron a ningún otro director para rodar en aquel paraje majestuoso. Ford fue apadrinado por los indios navajos, y hasta aprendió a comunicarse con ellos en su lengua.

La diligencia catapultó a la fama a un actor nada valorado hasta entonces, protagonista de westerns de serie B, John Wayne. Una figura fetiche para Ford. Obtuvo siete nominaciones a los Oscar de 1940 y triunfó en dos categorías: mejor actor secundario (Thomas Mitchell) y mejor banda sonora adaptada. John Ford ganó el premio del Círculo de Críticos Cinematográficos de Nueva York (1939).

La película presenta algunas innovaciones técnicas, como el uso de la cámara dolly en la presentación de Ringo Kid, ligeramente desenfocada; la imagen del techo de la cantina en un contrapicado, cuando entra en ella el comisario Curley (no se mostraron los primeros techos, pues, en Ciudadano Kane, 1941); y la escena del pasillo en penumbra con la puerta iluminada hacia la que camina Ringo, que adelanta la icónica apertura y cierre de otro filme señero de Ford, Centauros del desierto (The Searchers, 1956).

De la factura de David W. Griffith toma Ford la acción fuera de encuadre: se dispara a Hatfield, vemos resbalar su mano con su pistola, pero no lo vemos caer muerto a él. El impacto contra Peacock es sugerido por el silbido de la flecha, mientras la cámara enfoca a Boone.

La diligencia es la primera obra maestra de su director, y cuyo punto de partida es la narración del francés Maupassant, otra pieza maestra aún mejor si cabe, por ser mucho más cáustica e incisiva, publicada en 1880. Bola de Sebo es el sobrenombre de Elizabeth Rousset, una prostituta tierna y afable que, durante la ocupación de su país por los prusianos, viaja en diligencia junto a otras personas. A diferencia de la versión de Nichols y Ford, no cuenta con el apoyo de nadie. Todos la miran con desdén y desprecio, como a un desecho social. A pesar de los malos gestos, de las bocas torcidas y las ácidas murmuraciones, Bola de Sebo comparte sus deliciosas viandas con sus compañeros de viaje. En una de las paradas, los viajeros son retenidos por un oficial, que habla a la mujer y le propone acostarse con él; de lo contrario, no dejará marchar al grupo. En un principio, la indignación crece entre todos, pero pronto cede paso al egoísmo y a la reflexión interesada: a la mujer se le pedirá que, dado su desvergonzado oficio, se sacrifique en loor del grupo. Total un hombre más o menos, no importa. Y el prusiano es un oficial atractivo. Hasta las dos monjas que viajan hablan de los sacrificios de los mártires por una buena causa. El fin, a veces, justifica los medios.

Pagado el tributo carnal, ninguno de los bien abastecidos viajeros conforta a Elizabeth, quien no ha tenido tiempo de llevar ahora su propia comida. El desenlace es acompañado por el demócrata Cornudet con el canto entre dientes de La Marsellesa.

"Bola de sebo", Guy de Maupassant_Audiolibro

Un relato de decidida crítica social. Cómo los pudientes dependen y se valen, en algún momento de sus respetadas vidas, de las personas marginadas y estigmatizadas.

El tema crudo de la mujer que se debe entregar a un hombre para salvar a un grupo es recuperado por Ford en uno de sus últimos filmes, Siete mujeres (Seven Women, 1966).

A menudo, las mujeres son víctimas de los “salvajes” en la obra de Ford; les toca sufrir: Debbie Edwards, una niña, llegará a ser esposa del jefe Cicatriz, en Centauros del desierto; y en Dos cabalgan juntos (Two rode together, 1961), Elena, que fue capturada por los comanches, es la mujer de uno de ellos.

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Vamos a abordar ahora la trayectoria española de La diligencia. La película obtiene la licencia de importación el 2 de diciembre de 1943, es decir, más de cuatro años después de su estreno en su país de producción. Entra en un lote formado por otros tres largometrajes, también norteamericanos. Se paga por ese lote algo más de medio millón de pesetas de entonces, pero no se abona en efectivo, sino que el material se intercambia por películas de nacionalidad española. De este modo, se evita hacer un desembolso de dinero importante, y se da a conocer cine nacional en los Estados Unidos. Hay que considerar que España estaba en reconstrucción después de nuestra Guerra Civil --que acaba el uno de abril de 1939--, y que en Europa se vivía la Segunda Guerra Mundial. Un tiempo muy convulso todavía.

La película, de diez rollos y 2.500 metros, y su guion, se someten a censura el 27 de marzo de 1944. Para ella intervienen, al menos, tres censores: el de Educación popular, el religioso y el militar. Curiosamente, los dos últimos (representantes del clero católico y la milicia) no ponen ninguna objeción ni a la historia ni al largometraje. El sacerdote anota “Nada contrario a la moral” y el militar “Sin reparo”. Ambos autorizan La diligencia para todos los públicos. No hay que cortar escenas. Todo en orden. Sin embargo, el censor político y de Educación popular consigna la rudeza de la historia y los impulsos primitivos de los personajes, si bien los achaca a la época y ambiente en que se desarrolla la acción –el Oeste americano--. Además, como factor positivo señala que el malhechor es castigado, luego actúa la justicia poética que pone a todos en su sitio. No obstante, sí pone reparos respecto de la edad de la audiencia: la autoriza solo para mayores de dieciséis años. Y así queda, con ese rango de no tolerada. 

También se exige a la distribuidora española del filme que traduzca al castellano la presentación del principio, que está en inglés. Esa presentación (supuestamente, un cartel introductorio a la historia) ha desaparecido de la copia actualmente comercializada en España. Los laboratorios Riera estamparon cuatro copias del negativo de la película, con ese prólogo ya traducido. Desconocemos por qué se ha suprimido; acaso por no considerarse muy relevante hoy.

Los otros tres largometrajes importados junto con La diligencia fueron Las aventuras de Tom Sawyer (Norman Taurog, 1938), El forastero (The Westerner, William Wyler, 1940) y El gánster y la bailarina (The House Across The Bay, Archie Mayo, 1940).

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2021.

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Censura de «La diligencia», filme de John Ford.

Licencia de importación: 417.632

Títulos de las películas: STAGECOACH, THE ADVENTURES OF TOM SAWYER, THE HOUSE ACROSS THE BAY, y THE WESTERNER.

4 duplicados de negativo o copias lavander, bandas sonoras y material propaganda.

Valor: 46.000$ (Ptas. 516.120)

Forma de pago: Intercambio con producción nacional.

País de origen: EE.UU.

Aduana: Barcelona.

Importador: C.E.P.I.C.S.A.

(Avda. José Antonio 31, Madrid)

Exportador: Sr. D. Max R. Borrell.

Cantón Pequeño, 12. La Coruña

Fecha: 2 de diciembre de 1943.

«La diligencia», diez rollos, 2.500 metros.

Informe técnico, político y educación popular.

27 de marzo de 1944.

«Película de tema crudo y pasiones primitivas que se resuelve con el triunfo de la fuerza y donde la justicia se ¿ejecuta? de forma arbitraria y personal. A pesar de ello el ambiente y la época quitan a la película peligrosidad máxime cuando de hecho el criminal queda castigado si bien sea por ese procedimiento primitivo».

Otras consideraciones:

«Autorizada únicamente para mayores de dieciséis años».

(Vocal de Educación popular: camarada Francisco Ortiz).

Informe militar y defensa nacional:

27 de marzo de 1944.

«Sin reparo»

Clasificación: Autorizada.

(Vocal militar: Trinidad Díaz Gómez)


Informe moral y religioso:

27 de marzo de 1944.

«Nada contrario a la moral».

Clasificación: Autorizada.

(Vocal eclesiástico: P. Ramón F. Gascón)


Escenas suprimidas:

«Traducir la presentación de la película que está en inglés».

Documentos censura "La diligencia".


jueves, 29 de octubre de 2015

La bella de Innisfree.


Alta, recia, irlandesa. Ha muerto la pelirroja fuerte como un tronco, Maureen O´Hara (17-08-1920 / 24-10-2015). Uno de los últimos mitos vivos de Hollywood, junto con Kirk Douglas. Dicen las buenas lenguas que, durante el rodaje de El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), Maureen salía por las noches a pasear desnuda por la orilla del río. Debió de ser una visión mágica, aun superior al del Rayo de Luna de la quimera de Bécquer. Esta musa del maestro John Ford aunaba en sí misma sumisión y rebeldía, fuerza, carácter y ternura. Nadie como ella para encarnar a la esposa que no se resigna y a la vez se consagra por entero al hombre que quiere. Maureen llevaba a toda la tradición de la católica Éire ese impulso soterrado, matriarcal, que consigue lo que busca: el aliento de la diosa de la tierra, apabullante soberana en la pletórica majestad de su pelambrera rojiza.
Maureen, en las baladas de Ford, no hablaba: miraba y sonreía. Callaba, para poder escuchar la poesía de sus ojos verdes. A veces también desfilaba. No tenía el talle escultural de Ava Gardner, ni su encendido erotismo, pero era grande y magnífica, hecha para cautivar con pulcritud. No tenía las piernas de Cyd Charisse ni de Jane Russell, Angie Dickinson o Ann Miller; no estaba construida para excitar, pero su rostro y su cabellera los rodeaba una aurora boreal resplandeciente. Maureen era esa mujer legítima, en quien se podía confiar. Y, al mismo tiempo, juvenilmente alegre y sonrosada. La mujer que manejaba la sartén y el florete, que se enfundaba en un chal, iba a la iglesia, o con soltura vestía blusa y pantalones. La mujer del fuego del hogar y la bucanera en pos de riesgo y aventura.
El tándem que formó con John Wayne a las órdenes de Ford está llamado a perdurar en la imaginería colectiva. ¡Qué excepcional pareja! Fuerte y formal él, brava ella. La escena del cementerio, buscando el pecho de Wayne bajo la lluvia, su dorada protección, es de una belleza nítida y de un lirismo balsámico y envolvente. Esas miradas cómplices, esas carreras entre los prados o junto al río, dejando volar el sombrero y esparciendo su cometa escarlata y rizada. Esa traza de niña-mujer, inolvidable.  Cuando trabajó con Tyrone Power en Cuna de héroes (The Long Gray Line, 1955) encarnó a la inocencia entregada, la Mary O’Donnell que construye una familia sin hijos, y que se consagra a su marido y a su suegro. Todo en consonancia con el disciplinado régimen militar de West Point. Las décadas de los cuarenta y cincuenta la ofrecieron en su madura plenitud, pero debutó en Estados Unidos en 1939 al encarnar a la zíngara Esmeralda, de la cual se prenda fatalmente el jorobado de la catedral de París (Charles Laughton). Ahí la vimos recién saboreada la miel de su adolescencia, con diecinueve años. Venía de la fallida Posada Jamaica (1938), la última cinta de Hitchcock en Inglaterra, cuyo rodaje con el perfeccionista y genial Laughton casi acaba con los nervios del Mago del Suspense. Maureen es aún una apetitosa virginal danzarina, pero, a partir de ¡Qué verde era mi valle! (1941), se va robusteciendo, se planta como mujer a la que no tumba un huracán y que, sin embargo, se comba como el junco por un amor romántico. Y su madurez llena y seduce por fin en la sublime historia del maestro tímido que se enfrenta a los nazis, excelentemente entendida y ofrecida por Jean Renoir: Esta tierra es mía (This Land Is Mine, 1943). En efecto, era la profesora Louise Martin, de quien estaba secretamente prendado el personaje del docente Albert Lory, de nuevo encarnado por Laughton en una insuperable construcción humana. Y si ya es difícil destacar en el áspero ámbito de la enseñanza a adolescentes, por lo que tiene de complicado mundo de continuos giros e inciertos vaivenes, Albert Lory lo consigue dejando ver el valiente que lleva dentro. El héroe solitario desdeñado por todos, y mirado con compasión por Louise, que de repente se alza, se despierta para brillar solemnemente en su resistencia firme y democrática contra la tiranía. Lory lee los Derechos del Hombre y del Ciudadano a sus alumnos, en su última clase, antes de ser llevado a la muerte por sus verdugos, también asesinos de la Francia libre. Y Louise lo llora amargamente: tarde descubrió que cerca trabajaba y vivía todo un hombre, no un pusilánime superviviente. Esta tierra es mía es una obra imprescindible.

Después de surcar los mares de Tortuga y Maracaibo en El cisne negro (The Black Swan, Henry King, 1942) y Los piratas del mar Caribe (The Spanish Main, Frank Borzage, 1945), llega por fin su primer y proverbial encuentro con Wayne: Río Grande (John Ford, 1950). Dispuesta a ser conducida a casa en brazos, porque hay que saber darse una segunda oportunidad, la que no llega en otra pieza suculenta y maestra de Ford, Escrito bajo el sol (The Wings of Eagles, 1957), basada en hechos reales, en la vida del aviador y guionista Frank W. ‘Spig’ Wead. En esta película, el personaje de O’Hara abandona a Wayne, después de la muerte del “Comodoro”, su bebé, y de que ‘Spig’ sufra una fatal y aparatosa caída por la escalera de su casa, que lo deja inválido durante una larga temporada. Convertido en escritor de éxito, no consigue atraer de nuevo a su mujer, a la que da libertad para que viva la vida por sí misma, sin ataduras ni obligaciones. Y aún rodará con Wayne una comedia ambientada en el Oeste, El gran MacLintock (1963), en realidad un desenfadado homenaje a sus esplendorosas colaboraciones juntos. Su despedida como homérica pareja llegó con El gran Jack (Big Jack, 1971), empezada por George Sherman y terminada por Wayne, al frente de su productora, Batjac.
Un puñado de cinco o seis títulos que convirtieron a esta mujer, Maureen O’Hara no quizá en un icono, mas sí en la irlandesa perfecta, por antonomasia, y en una estrella del cine, de gran magnitud, brillante por largos, largos años.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2015.
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Entre junio y agosto de 1951, se rodaban los exteriores de El hombre tranquilo en Cong (County Mayo, Irlanda). Los O’Hara / Fitzsimons, los padres y la familia de Maureen, participaron en el rodaje. Un día, durante la filmación de la carrera de caballos, Maureen debía aparecer con la hermosa cabellera al viento. Ford situó ventiladores detrás, pero el cabello golpeaba insistentemente el rostro y los ojos verdes de la actriz. Maureen no conseguía permanecer con ellos abiertos. “Pappy” Ford se enfureció, y comenzó a despotricar y a gritarle. Entonces ella no pudo resistir más y le espetó: “--¿Qué sabrá un calvo hijo de puta como tú?” Todo el set enmudeció de golpe. Nadie le hablaba a Ford de ese modo. “Pappy” también se quedó callado largos segundos, escrutando con su ojo de águila al equipo. Por fin, soltó una carcajada. La tormenta se había alejado. Pero después, ordenó dispersar excrementos de oveja por el césped por donde Wayne tenía que arrastrar a Maureen. La ropa le cogió tal olor que fue casi imposible quitárselo, y hubo que desecharla. Para colmo, Ford, que reía el último, avisó que nada de agua ni toallas.
Maureen O'Hara_Obituario "El Mundo". 
Maureen O'Hara_"El País". 

martes, 11 de septiembre de 2012

La balada de Shinbone.

Se cumplen cincuenta años del estreno, en abril de 1962, de The Man Who Shot  Liberty Valance, la película que más me gusta de JOHN FORD. Ford fue sin duda el narrador que llevó la poesía al Oeste. Sus personajes, héroes que se sacrifican por otros y que pueden no llevarse a la chica. Sus paisajes, naturales, inmensos: los desfiladeros, las colinas, los riscos, la tierra aprisionada y roja de Monument Valley. Sus heroínas, mujeres que sufren por sus maridos o sus hijos, y que en el porche se llevan una mano a la mejilla. Su mirada fuera del plató, contemplando un espejismo. Orson Welles, a quien se atribuyen muchas sentencias, algunas verdaderas, otras apócrifas, preguntado sobre quiénes eran, a su entender, los tres mejores directores de cine, respondió: “John Ford, John Ford y John Ford”.

La película es una visión romántica del Salvaje Oeste americano, cuando la justicia era la ley del revólver y hombres de buen corazón debían medir sus fuerzas con forajidos y facinerosos. Habla de cómo otra ley, la del código del Derecho, viene a imponer orden en una sociedad caótica que se regula a sí misma. Habla de la conversión de un desierto, donde solo crecen las flores de cactus, en un vergel con praderas, regadíos y rosas de verdad. Habla de Hallie, que es una muchacha inocente y sencilla, y de cómo se enamora de un abogado idealista llegado del Este en una diligencia. De Tom Doniphon, un pistolero reconvertido en ranchero emprendedor. De Pompey, su muchacho negro y fiel sirviente. De Dutton Peabody, el periodista sarcástico y borrachín. De Link Appleyard, el comisario cobardica padre de varios mestizos. Habla también del milagro impulsor del ferrocarril, de cómo sustituye a los viejos coches de caballos y expande la civilización, el progreso y la cultura.
La cinta de Ford aparece pletórica de nostalgia. La acción se dispone desde el presente al pasado por medio de un poderoso y largo “flash-back”. El prestigioso senador Ramsom Stoddard, anciano y a punto de la retirada, llega a Shinbone (‘Espinilla’) con su mujer Hallie. Desea rendir tributo al cadáver de un viejo amigo, Tom Doniphon. Unos periodistas le interrogan en un almacén sobre cómo era aquel lugar cuando él llegó por primera vez. Entonces desempolva el nombre del ayer, simbolizado por una diligencia sin ruedas, y parte en el pescante de sus recuerdos. Cómo a mitad de camino fue asaltado y humillado por un matón llamado Liberty Valance, que mantenía aterrorizada a media comarca. Liberty es un golfo muy diestro con la fusta, y mucho más aún con las pistolas. Ramsom está convencido de poder parar eso con la fuerza de sus libros de leyes, mediante la razón, el discurso y la sensatez. Llega a Sinbone y, para pagarse el alojamiento, entra a trabajar en el comedor de los padres de Hallie, a quien pretende Tom, un tirador más rápido que Valance, que se está haciendo un pequeño rancho en las afueras. El espíritu noble y educado de Ramsom conquista pronto el corazón de la chica. Ante la evidencia, pero no sin hondísima amargura y dolor por su derrota, Doniphon decide retirarse de la lid y ayudar en la sombra a Stoddard. Ramsom abre una escuela popular de alfabetización a la que acuden Hallie y otros lugareños. La paz del pueblo se ve una y otra vez quebrantada por las violentas visitas de Liberty y sus dos secuaces, que se abren paso a golpes, insultos y tiros. Stoddard comprende que no podrá parar a Liberty con la sola fuerza de sus palabras. Entonces decide hacerse con un viejo pistolón para entrenar en secreto. Cuando Tom se entera, le demuestra su inutilidad frente a la rapidez de Liberty: “—Entérate de una vez, peregrino, Valance es casi tan rápido como yo”. Y aquí surge la paradoja que plantea Ford sin tapujos: para vencer a la violencia, el Derecho ha de aliarse con los violentos. Solo alguien resuelto y veloz como Tom puede derrotar a Liberty Valance. Nadie más. La paz ha de construirse sobre los restos de la guerra. Así se hizo Estados Unidos: los colonos se independizaron, ganaron terreno a los indios, y liberaron a los negros de la esclavitud.

 
El Oeste parecía hecho para duelistas. Un pistolero no cabía donde ya había otro. Se ve en la maravillosa Raíces profundas (Shane, de George Stevens, 1952), donde también la fuerza se alía con la inocencia de un niño para llevar la calma a unos pobres granjeros. En Shinbone no pueden convivir dos duros como Tom y Liberty. Alguno de los dos tiene que claudicar, marcharse, o perecer. Hay una escena, en la taberna donde sirve Stoddard, que muestra este elevado conflicto: Liberty le pone la zancadilla a Ramsom, y el filete de Doniphon cae al suelo. Tom reta a Valance para que lo recoja: “—Ese era mi bistec. Recógelo, Valance”. Pero el pistolero no está por la labor de obedecer. Entonces “interviene la Ley”:  Ramsom se agacha para recoger lo tirado. Por un momento, Liberty está a punto de desenfundar su arma contra Doniphon, quien aprieta los dientes y masculla: “—Inténtalo, Liberty… Inténtalo”.  Pompey –el chico de Tom (a los negros los blancos les llamaban “boys”, chicos)-- apoya a su amo con su rifle. El matón y los suyos se retiran con una refriega de pólvora en la calle.
Liberty es la sombra alargada de un gobernador corrupto, adalid de los ganaderos y su demanda latifundista. Por eso, no permite asambleas libres en Shinbone. Tampoco quiere que la prensa hable, que se exprese libremente. Dutton Peabody entra una noche bebido en su imprenta y cuando prende un quinqué la llama ilumina a Valance y los suyos, dispuestos a silenciar a golpes al osado editor. La paliza es de antología. Ramsom no puede resistir más y reta a Liberty a un duelo en la calle. Quedan solos los dos. Liberty vuelve a humillar por tercera vez a Stoddard, riéndose de él e hiriéndole en un brazo. Amenaza con que el siguiente disparo irá directamente entre los ojos. Ramsom dispara casi sin apuntar y sorprendentemente acierta. Liberty cae muerto. Los ciudadanos lo celebran y lo cargan en un carro, cual despojo humano. Stoddard alcanza el rango de héroe absoluto: él ha sido quien ha matado a Liberty Valance. Se le propone para representante del condado en las elecciones locales. Hallie no se separa de él, y Tom, desesperado, se embriaga y quema su rancho.
Ramsom acude a las elecciones, donde se le acusa de haber matado a un hombre (lo hace un sujeto que traía un discurso “cuidadosamente preparado” sobre un papel en blanco). Los suyos lo defienden:”--¿Desde cuando es matar a un hombre terminar con Liberty Valance?” Ramsom no se enorgullece de este hecho violento. Se avergüenza de sí mismo y está dispuesto a rechazar su candidatura. Pero interviene Doniphon. En un rincón apartado le cuenta la verdad, no la leyenda: “—Haz memoria, amigo. Tú no mataste a Liberty Valance”. Fue Tom, con el rifle de Pompey, quien terminó en la distancia con Valance. La penumbra de un callejón y lo solitario del entorno acallaron su crimen.  Lo hizo por sentido de nobleza, de justicia… y por Hallie, para que la muchacha tuviera a su chico del Este.
El relato vuelve a la realidad y los periodistas que escuchan al curtido senador permanecen en silencio, asombrados. ¡De manera que Stoddard no mató a Liberty Valance! La historia de emotiva lealtad de Doniphon hacia Hallie y Ramsom les disuade de desvelar la verdad alguna vez: “—Senador, esto es el Oeste, y en él cuando los hechos se convierten en leyenda, no es bueno imprimirlos”.
Ramsom y Hollie se despiden de Pompey y echan una última mirada al ataúd de Tom. Sobre la tapa hay una flor de cactus. En el tren, de regreso al Este, Stoddard le interroga sobre ello a su esposa y le propone mudarse a vivir a Shinbone.  Es Hallie quien, en un arrebato de amor melancólico, ha puesto el cactus sobre la caja de Tom. El encargado del tren mima al ilustre viajero: “—De nada, senador. Todo es poco para el hombre que mató a Liberty Valance”. Hallie y Ramsom se miran en silencio. La cámara sale del vagón y muestra la marcha del ferrocarril dejando tras de sí una nube de humo.
* * *
Si hay algo tan cautivador como las imágenes y los grandes secundarios en las obras de Ford, eso es la música. La banda sonora de El hombre que mató a Liberty Valance es una balada lírica y nostálgica debida a Cyril J. Mockridge, quien repetiría la sensación poética en La taberna del irlandés (Donovan’s Reef, 1963), después de haber entregado también la partitura de Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946). Ford quería ser un bardo, un poeta cinematográfico, y para conseguirlo necesitaba reforzar las secuencias con la música, a menudo, canciones tradicionales piadosas o de la Guerra Civil americana. ¡Qué bien está acompañada la acción en las películas de Ford! Los bailes ceremoniales del regimiento en Fort Apache (1948) o en La legión invencible (1949). El musgo y el muérdago de la verde Eire en El hombre tranquilo (1952), con música de un lirismo imperecedero de Victor Young. Asociamos cada partitura a cada filme, como si fuera la huella del indio o del cazador solitario. Suele ser una melodía cantada en grupo, como el tema principal “She Wore A Yellow Ribbon” (‘Ella llevaba una cinta amarilla’), distintivo del regimiento, escrita por Richard Hageman. O la preciosa “Te llevaré a casa, Kathleen”, incluida en Río Grande (1950), que después cantaría Elvis. La impresión de balada se repite en Centauros del desierto (1956) y El sargento negro (1960).


La mirada nostálgica hacia un pasado dichoso impregna la narrativa de Ford: la sentimos en el rojo atardecer que circunda al capitán Nathan cuando habla a la tumba de su esposa (La legión invencible) o cuando Marthy Maer recuerda a su familia de West Point en Cuna de héroes (1955), creyéndola ver sobre la colina. Ni Ramsom ni Hallie consiguen desprenderse de su pasado y así desean volver a Shinbone, como si debieran eterno agradecimiento a la figura de Doniphon. No es el Shinbone de ahora en el que viven, sino en el enterrado, el del polvo, los cactus, la gente sencilla y las diligencias. Y es que todos deseamos tornar, antes o después, al lugar donde fuimos felices, y que llevamos de ese modo, con nosotros, en el corazón. Si no tenemos otra cosa, que al menos nos quede esa evocación, ese rumor de voces que oímos al ponernos pensativos.

La película es, sobre todo, una maravillosa historia de amor entre Hallie y Stoddard. Hallie, con su mirada tierna al curar a Ramsom, con su sincera entrega y fidelidad, como si fuera un niño necesitado de protección. Un amor que dura una vida entera, sólido, perenne, encomiable, envidiable. Todo el amor que puede sentir una mujer por un hombre queda reflejado en esa secuencia filmada por Ford.

En El hombre que mató a Liberty Valance, rodada después de Dos cabalgan juntos, a partir de septiembre de 1961 y en apenas treinta días (como muchos otros filmes del maestro), no encontramos los grandes espacios de Ford. El blanco y negro (para reducir presupuesto) recrea escenarios reconstruidos en estudio, dando un cariz teatral al argumento de Dorothy  M. Johnson. En efecto, las escenas se circunscriben a ambientes reducidos, cerrados, claustrofóbicos (bien iluminados, sin embargo): el comedor de la cantina, la escuela, el bar, la redacción del periódico, la estrecha sala de la convención. Los espacios son como telones de guiñol: no importan. Lo que interesa es el lado interpretativo: James Stewart en el papel del honrado y pacifista Ramsom Stoddard; inamovible e inconmensurable John Wayne –más comedido y austero que de costumbre-- dando vida a Tom Doniphon; una dulce y angelical Vera Miles como Hallie; el áspero y rudo nervio de Lee Marvin componiendo a Liberty; el gran compadre de Ford, Edmond O’Brien, como Peabody; el recio Woody Strode en la piel de Pompey; el quejoso y obeso Andy Devine en el rol del comisario; el irónico Ken Murray como el doctor. Y varios más, cada uno poniendo su granito de arena para crear esa complicidad, esa familiaridad festiva tan típica de Ford, si acaso reducida aquí por el miedo al sanguinario Valance.
El guion es de Willis Goldbeck (también productor, junto a Ford) y James Warner Bellah, pero la sensibilidad y el romanticismo de la historia son claramente femeninos y parten de la citada señora Johnson. La fotografía la firma William H. Clothier y el montaje Otho Lovering.

 Enlace a Carlos F. Heredero sobre la película.