Cuarenta y cinco años después de
su estreno, Romeo y Julieta (1968),
de Franco Zeffirelli, sigue
constituyendo una de las cimas de las adaptaciones shakespearianas y una obra
maestra en lo que a dirección artística se refiere. Aun contando con los
enclaves históricos de Siena, Perugia y Viterbo, la película deslumbra por el
talento de Emilio Carcano y Luciano Puccini, combinados con los interiores
diseñados por Lorenzo Mongiardino
(1916-1998), uno de los cien mejores decoradores de todos los tiempos.
Especialista en los salones del Renacimiento italiano, reprodujo fielmente su
estilo no solo en el filme de Zeffirelli, sino también en suntuosas villas de
millonarios exquisitos. Por si fuera poco, el pasmoso trabajo de Danilo Donati (1926-2001) con el
vestuario nos transporta de hecho a la Verona de la acción. Donati, nacido en
Suzzara (Lombardía), estuvo al servicio de Pasolini y de Fellini en casi todos
sus filmes históricos. Una de sus últimas creaciones fue para La vida es bella (1997). Los vestidos de
gala de los Capuleto, el intenso cromatismo que dimana de la fiesta donde por
primera vez las miradas de Romeo y Julieta se cruzan, es un prodigio de
recreación y de verosimilitud. La fotografía, luminosa, brillante, nítida,
espléndida fue obra de Pasqualino de
Santis (Muerte en Venecia, La caída de los dioses, Confidencias). Alberto Testa se ocupa de
la coreografía y hace brillar la “morisca”, un baile jovial, libremente
recreado con cascabeles, que no se menciona en la obra original.
Zeffirelli es un poeta, y como
tal un esteta que cuida sobre todo la puesta en escena de sus argumentos. En
ese sentido es un perfeccionista, y en el caso que estudiamos ahora, también un
maestro en la selección y dirección del reparto, encabezado por unos entonces
desconocidos Leonard Whiting (Romeo)
y Olivia Hussey (Julieta). Whiting
era un joven londinense de dieciocho años, cantante de profesión desde los
doce, con unos bellos ojos y un rostro que comunicaba serenidad, delicadeza y
dulzura. Lo mismo se puede decir de la expresión de Olivia Hussey, que tenía
solo quince años cuando obtuvo el papel. Hussey nació en Buenos Aires, y era
hija de un cantante de tangos (Andreas Osuna) y de una mujer inglesa. No pudo
asistir al estreno del filme por ser menor de edad, y para la secuencia de su
desnudo parcial (cuando yace en la cama con su amado), Zeffirelli tuvo que
negociar un permiso. Ha sufrido de agorafobia, ha sido nuera de Dean Martin, y
ha venido interpretando largometrajes de contenido católico, como Jesús de Nazaret (Franco Zeffirelli,
1977), El taller del orfebre (Michael
Anderson, 1989) y Madre Teresa
(Fabrizio Costa, 2003). Tiene unos cándidos ojos verdes y es una de las
actrices de mayor belleza, ideal para dramas históricos. Con su debut en Romeo y Julieta, consiguió un Globo de
Oro y el premio David de Donatello.
Pero el acierto no llega solo con
la pareja de retoños, sino con los poco laureados pero excelentes intérpretes
secundarios de Romeo y Julieta: Paul
Hardwick (Lord Capuleto), Natasha Parry (Lady Capuleto), Robert Stephens (el
Príncipe), Milo O’Shea (Fray Lorenzo), Roberto Bisacco (Paris). El irregular
Michael York encuentra en Tibaldo el mejor papel de su vida: irascible, ceñudo
halcón que se ceba en la ronda del joven Montesco. La escocesa Pat Heywood compone un ama
verdaderamente memorable, desenvuelta en su osadía y en sus pullas eróticas.
Igualmente, no hay otro mejor Mercucio que John
McEnery: deslenguado, procaz, abufonado, saltimbanqui, cómico de la legua.
Una de las enormes bazas de la película (y del drama original, pues roba la
escena como ningún otro personaje del autor; incluso hay una tradición que
atribuye a Shakespeare la consideración de verse obligado a matar a Mercucio, a
riesgo de que Mercucio lo matara a él) .
Lejos de parecer aburrido,
artificioso y acartonado, el filme destila una atemporal y rutilante frescura,
merced en gran parte al prodigioso trabajo de los actores, a lo ponderado de la
versión, y al sano humor que ofrecen algunas secuencias, como la del duelo
mortal entre Tibaldo y Mercucio, trazado medio en serio, medio en broma. La
tipología afeminada de los jóvenes muchachos de ambas familias –rasgo que iguala
a Zeffirelli con Pasolini—contribuye a reforzar y a imantar de ambigüedad la
atmósfera cortesana de esta creíble Verona.
Romeo y Julieta es un filme que cautiva, que fascina por su
impecable factura. Ha vencido a la edad y rinde todavía a cualquier edad, pues
hoy entretiene al público juvenil como hace décadas. En efecto, es el
largometraje ideal para introducir a los estudiantes de Secundaria en el
Renacimiento. Se identifican en seguida con la candidez de los amores
prohibidos de los amantes de Verona, así como con la escandalosa ternura incendiaria
de los ojos de Whiting y Hussey.
Un soberbio hito de la casa de De
Laurentiis y de los productores británicos John Brabourne, Richard Goodwin y Anthony Havelock-Allan (mecenas del
gran David Lean en filmes como Cadenas
rotas, La hija de Ryan, Breve encuentro y Sangre, sudor y lágrimas). Un canto al cine de calidad
extraordinaria y afán artístico. Perfecta conjunción sin fisuras de dramaturgia
y cinematografía. Diez para Zeffirelli.
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La secuencia de la fiesta de
disfraces en casa de los Capuleto es indudable que ha influido en otra
celebración con insignes invitados: Mozart y Salieri en Amadeus (Milos Forman, 1984).
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Franco Zeffirelli, sin ser un director de notable trayectoria, sí
que ha alumbrado algún otro largometraje reseñable, como Callas Forever (2002), una sugestiva ucronía sobre los años finales
de la conocida diva, y Jane Eyre
(1996), aceptable adaptación de la novela homónima, con Charlotte Gainsbourg y
William Hurt. Su versión de Hamlet, el
honor de la venganza (1990), interpretada por Mel Gibson, Glenn Close y
Helena Bonham Carter, es sin embargo muy inferior a las acometidas por Laurence
Olivier (1948, Oscar a la Mejor Película) y Kenneth Branagh (1996).
Romeo y Julieta fue el primero de los dramas románticos ideado por William Shakespeare, hacia 1594-95. Se
imprimió en papel de cuarto de mala calidad en 1597, y fue reeditada en 1623,
ya en folio. Parece venir basada en el poema The tragicall Historye of
Romeus and Juliet (1562), de Anthur Brooke, como traducción de la
Novelle (1554) de Matteo Bandello. Sin embargo, los ecos de la española Tragicomedia de Calisto y Melibea (1499)
son también innegables, seguramente merced a un par de traducciones al inglés
(en verso, en 1530, quizá de Juan Rastell; y la de William Aspley, de octubre
de 1598). La Celestina gozó, además,
de varias versiones en francés (entre 1527 y 1599). La obra de Rojas era muy
conocida y alabada en Europa durante todo el siglo XVI, y su ejemplar
traducción al inglés llegó del sublime James Mabbe en 1631. El mismo Marcelino
Menéndez Pelayo admite una posible influencia de La Celestina en Romeo y
Julieta: “Shakespeare había muerto
catorce años antes de publicarse esta versión, y ningún provecho hubiera podido
sacar de la antigua en verso, que sólo comprende cuatro actos. Pero aun
admitiendo, lo cual dista mucho de estar probado, que no supiese el castellano,
pudo leer la Celestina, y es muy verosímil que la leyera, en la versión
italiana, tan difundida, de Ordóñez, o en alguna de las francesas. De este modo
tendrían fácil explicación las semejanzas con Romeo y Julieta, notadas desde
antiguo por la crítica alemana y admitidas a lo menos como posibles por los
hispanistas ingleses”.
Shakespeare, sin embargo,
enaltece la pasión –amor verdadero, y no inmadura lascivia—entre los jóvenes
amantes, quienes se desposan en secreto con la bendición del fraile cómplice.
Es así que Romeo goza a una Julieta completamente dispuesta, convencida y
entregada, sin el concurso de las malas artes de la alcahuetería y la
hechicería (no hay nada más hechiceros que unos ojos bellos). Es solo el odio
entre dos estirpes el que vuelve trágica su unión. La puerta falsa aprovechada
por Calisto no podía llevar a buen término. Su amor es carnal, y a la carne llega
sin ningún pudor: “Señora, el que quiere
comer el ave, quita primero las plumas”, lo que no es sino violación
olímpica o estupro. Otra cosa es que a Melibea le guste el saborcillo del
envite y acepte con reparos el asalto del galán. Pero en una relación comenzada
por el tejado, no por los cimientos, como la que propone Shakespeare.
Romeo y Julieta se conocen y
enamoran en un baile. Cuando la muchacha se retira a sus aposentos, sale al
jardín y allí la oye Romeo suspirar en espontánea declaración: "¡Oh, Romeo!
¿Por qué eres tú, Romeo? ¡Reniega de tu padre y de tu nombre! ¡Y si no jura tan
sólo que me amas para que deje de ser
una Capuleto! ¡Tan sólo tu nombre es tu enemigo! ¡Seas o no seas Montesco, tú
eres tú mismo! ¿Qué es Montesco? No es un pie, ni una mano, ni un rostro, ni
parte alguna de un hombre. ¡Oh, que sea otro tu nombre! ¿Qué hay en un hombre?
Lo que conocemos con el nombre de rosa, con otro nombre nos daría el mismo
aroma. Y si Romeo no se llamara Romeo, conservaría con otro nombre las mismas cualidades
que le adornan. ¡Rechaza tu nombre Romeo, y a cambio de ese nombre tómame a mí!".
En este gentil monólogo, Julieta aborda el problema del parentesco y el honor
del apellido. Para ella lo único que importa es la persona, no como se llame.
Julieta va al referente, no al significante. Por eso, la rosa no dejaría de ser
un don aromático de la Naturaleza aunque se designara de forma diferente. A
menudo el orgullo reviste de importancia lo convencional y redundante. Mas,
¿por qué tiene que ser Romeo quien renuncie a su apellido Montesco, y no al
revés, Julieta al suyo?
En cualquier caso, Julieta ama de
veras a ese doncel y decide derribar las trabas ajenas a las del amor tomado
siempre como decisión personal. Nadie puede tener derecho de interferirse entre
ella y la persona que ella ha elegido. Esto lo comprende muy bien Fray Lorenzo,
quien pone manos a la obra de inmediato para ayudar a la pareja. La decisión de
la joven es irrevocable: “I gave thee
mine before thou didst request it, / and yet I would it were to give again”
(‘Te di mi amor sin que me lo pidieras, / y aún quisiera dártelo de nuevo’). Y
añade que su amor como el mar es de profundo, y tanto tiene que dar a Romeo,
que cuanto más dé, más se llena ella de amor. No hay cabida en el mundo para un
amor tan infinito. Solo el amor de Dios lo es, a condición de sentir su
presencia, pero de no verlo nunca.
Julieta y su Romeo tienen la
madurez que aún no han desarrollado Melibea y Calisto. Calisto es un
consumista, un niño mimado y malcriado que quiere todo lo que le entra por los
ojos. Desea tener a Melibea, gozarla, y no piensa de buenas a primeras en el
matrimonio. Es un cobarde ruin que no visita a Pleberio para hablarle de su
hija. Cuando persigue la justicia a sus criados, mira hacia otra parte, con tal
de no salir señalado él. En cuanto a Melibea, lo mismo le hubiera dado yacer
con Calisto que con otro pretendiente medianamente apuesto y lisonjero. Ella
anhela escapar de la cárcel de la casa de sus padres. Y Calisto es el primero
que llega.
Alguien puede pensar: ¿no es loco
el amor que se lleva hasta el final? Julieta recibe el consejo del ama –mujer
pragmática—de que olvide a Romeo y se solace con Paris. Pero ella no lo sigue y
se arriesga a probar la pócima preparada por Fray Lorenzo. Por su parte, el
gentil Romeo decide acabar con su vida ante la realidad de la amada muerta. Al
despertar de su sueño y descubrir a su Romeo inerte, Julieta hunde el puñal en
su pecho. Ambos –en la flor de su vida—la ponen fin y renuncian a lo que les
depare el futuro. ¿No es esto imprudencia, precipitación, locura? ¿No es el
mismo arrebato que conduce a Melibea a arrojarse desde la torre? La fuerza
oscura de un amor intenso, que parece que solo se va a vivir una vez, y que
hace pensar que los años venideros no merecerán la pena. Como alguien que se
asoma a un cuarto prohibido y, creyendo que ya lo ha visto todo, cierra la
puerta de golpe. Con perfecta correlación anotó William Hazlitt que Shakespeare
“fundó la pasión [y selló el destino,
apostillaríamos] de los dos amantes no en
los placeres que experimentaron, sino en aquellos que no llegaron a disfrutar”.
El sacrificio de los dos jóvenes en
el drama de Shakespeare no resulta del todo en vano, pues sus muertes sellan la
amistad entre Capuletos y Montescos y así puede haber un futuro para otros
enamorados que vengan después. La abortada felicidad de Romeo y Julieta
demuestra, una vez más, que la primera víctima de una guerra es la inocencia.
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Pedro Henríquez Ureña indicó que, en el siglo XV, ya corría por
Italia la historia desgraciada de los dos amantes; concretamente, se halla en
uno de los cuentos de Il novellino,
de Masuccio de Salerno (1476), donde los protagonistas son de Siena y su
destino es trágico. Leone Battista Alberti compuso, al parecer, un relato con
parejita florentina y final feliz. Luigi da Porto es el primero en nombrarlos
Romeo y Julieta y en situarlos en Verona, en su Historia de dos nobles amantes (de hacia 1524). También los vuelve
víctimas de los odios entre familias rivales, los Montecchi y los Cappelletti,
cuyas eternas adversidades recoge Dante en el Canto VI del Purgatorio (Divina Comedia).
Los Montecchi serían veroneses, del partido gibelino (o imperial), mientras que
los Cappelletti vendrían de Cremona y pertenecerían a la facción güelfa (o
pontifical).
Con Luigi da Porto la leyenda se
populariza enormemente; pasa al Infelice
amore de G. Bolderi (1553), a Bandello (1554), a la Hadriana de Luigi Groto (1578), e incluso, como suceso real, a la Historia de Verona, de Girolamo della
Corte (1594).
En España, nuestro gran Lope de
Vega escribió su propia versión, Castelvines
y Monteses, de final dichoso, pero endeble factura.
El recurso al bebedizo –que da la
muerte aparente-- para huir de un matrimonio concertado está en uno de los Relatos efesíacos, de Jenofonte de Éfeso
(s. II).
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