Un periodista atractivo pero sin
suerte pasea junto a las ruinas del foro romano. Encuentra a una muchacha
tumbada sobre un murete. Está sola, somnolienta y parece que ha bebido. El
periodista se interesa por ella. Intenta reanimarla, pero la chica no suelta
prenda. Se halla desorientada y suelta cosas inconexas. El hombre decide parar
un taxi y llevársela a su pensión, a su mismo cuchitril. A la mañana siguiente,
la joven aún no ha despertado y Joe Bradley –que así se llama el corresponsal
norteamericano de la historia—marcha a trabajar. Cuando llega a la redacción se
entera por la foto de portada del periódico que quien ha recogido de la calle
es, ni más ni menos, que una princesa extranjera de paso por la Ciudad Eterna.
En seguida ve la magnitud de la oportunidad: tiene en su casa a la gallina de
los huevos de oro. Ni corto ni perezoso traza un día entero de diversión con la
muchacha: calles, plazas, museos, monumentos, bailes… La princesa, en exclusiva para el
corresponsal Bradley.
Ese es el epicentro de Vacaciones en Roma (Roman Holiday, Paramount, 1953), la eternamente fresca y magistral
comedia romántica de William Wyler,
a la sazón productor y director. Se cumplen ahora sesenta años del estreno de
la película, y continúa tan maravillosa como siempre. Imperecedera. Gracias,
sobre todo, al ritmo juvenil y trepidante de la historia, y a las naturales y
espléndidas interpretaciones de Audrey
Hepburn y Gregory Peck. Sí,
decimos bien, hay que ponerla a ella primero, pues su contrato para este filme
supuso el amanecer de un icono del cine: una muchacha delgada, espigada, de
mirada dulce, angelical; de sonrisa simpatiquísima, y aire frágil pero
desenvuelto y lozano. Hoy en día, su rostro y su figura rivalizan con los de
Marilyn Monroe en la decoración de bolsos, bolsas y camisetas. Audrey no pasa
de moda. Su rostro comunica, llena, seduce, está ahí.
Cuando Gregory Peck, un actor
consagrado, conoció a Audrey y rodó las primeras secuencias con ella,
inmediatamente llamó a los estudios de California para exigir que el nombre de
la desconocida actriz figurara con honores junto al suyo en los títulos de
crédito. Intuía que esa chica iba a ganar un Oscar, y no se equivocó lo más
mínimo. Audrey se alzó con el premio de la Academia a la mejor intérprete
protagonista por Vacaciones en Roma.
Había sido un auténtico descubrimiento. Una bailarina profesional, con alguna
diminuta aparición en el cine, a la que la escritora Colette recomendó sin
titubeos para la versión teatral de Gigi.
Era agradable, era guapa y fotogénica, tenía poderoso glamour, un porte de la fina aristocracia europea, y además sabía
actuar. A William Wyler le hablaron bien de ella por su debut en Broadway,
representando Gigi, y decidió
probarla. Wyler no dirigió su prueba de cámara, en los estudios Pinewood
(18-09-1951), pero pidió al realizador (Thorold Dickinson) y al operador que
siguieran rodando después de cortar para que así la promesa se relajara y
mostrara su faceta más tierna. Durante esta prueba, Audrey resume su vida: sus
estudios preparatorios, la Guerra Mundial, su aportación a la Resistencia con
el dinero que donaba.
Audrey debió de debutar en el
West End londinense en 1948, cuando se subió al escenario de la revista Salsa picante. En 1951 estaba rodando
los exteriores de Americanos en
Montecarlo (Nous irons a Montecarlo)
cuando la descubrió Colette.
Vacaciones en Roma es una de las cinco mejores comedias de la
Historia del Cine norteamericano, junto con Con
faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959), La costilla de Adán (George Cukor, 1949), Adivina quién viene esta noche (Stanley Kramer, 1967) e Historias de Filadelfia (George Cukor, 1940).
Hay quien añadiría otras tres por lo menos: La
fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938), El
príncipe y la corista (Laurence Olivier, 1957) y Sucedió una noche (Frank Capra, 1934).
Fue la primera vez que se tomaba
a una ciudad en serio y se la convertía en la tercera en discordia. Nada de
transparencias fingidas mediante retroproyección detrás de los actores. Wyler
se metió Roma en el bolsillo. Escudriñó todos sus rincones y la hizo aparecer
mejor que ningún otro filme. Roma está bellísima. Una ciudad longeva pero
divertida, abierta, receptiva, luminosa, encantadora. La iniciativa de escapar
de palacio y rodar en vivo, en exteriores, vino de Stanley Donen y Gene Kelly,
quienes retrataron como nunca antes la ciudad de los rascacielos en Un día en Nueva York (On the Town, 1949). A los italianos les
convino la propuesta, pues además de ser un reclamo turístico importante (un
país que necesitaba dinero tras la guerra), supuso un espaldarazo de Hollywood
a Cinecittà, los amplios estudios a las afueras de Roma creados por el
fascismo. Ya allí se había rodado el colosal péplum Qvo Vadis? (Mervyn LeRoy, 1951). Rodar en la calle era antes un
sinónimo de serie B: bajo presupuesto, neorrealismo o cine negro. A partir de
entonces, significaría una cosa distinta: otorgar veracidad y viveza a la
imagen. “Desteatralizarla” para ganar autenticidad. Otras películas en clave de
comedia siguieron la estela dejada por Vacaciones
en Roma, pero no la igualaron. Por ejemplo, Creemos en el amor (Three
coins in the fountain, Jean Negulesco), una producción de la Fox de 1954.
Otras veces, Roma alumbró un ejercicio de metacine, como en el extraordinario
drama Dos semanas en otra ciudad
(Vincente Minnelli, 1962), y en Entrevista (Intervista, Federico Fellini, 1987).
Vacaciones en Roma parte de un relato original de Dalton Trumbo (1905-1976). El genial
guionista acababa de ser interrogado y señalado por el macartismo, sospechoso
de filiación comunista (es decir, izquierdista, en el argot de la Guerra Fría).
Tuvo que acceder a que su nombre se disfrazara con un pseudónimo en la cabecera
del filme. Trumbo pasó un año encarcelado, y su firma no fue rehabilitada en
Hollywood hasta varias décadas más tarde. En la restauración de Vacaciones en Roma, se insertó con
justicia el nombre de Dalton Trumbo. La labor creativa, el derecho de tomar
parte en la creación de una obra meritoria,
debe quedar por encima de diferencias partidistas o ideológicas, igualmente
legítimas y enriquecedoras. Gregory Peck contrató, por ejemplo, a Charlton
Heston para darle la réplica en Horizontes
de grandeza (The Big Country,
William Wyler, 1958). Ideológicamente enfrentados, eran amigos y se respetaban
mutuamente. Dalton Trumbo escribió luego los guiones de Espartaco (1960), Éxodo
(1960), Los valientes andan solos
(1962), Hawaii (1966), Johnny cogió su fusil (1971), Papillón (1973). Kirk Douglas fue quien
más le apoyó y confió en él.
Edith Head (California, 1897-1981) fue la diseñadora del vestuario.
Head era uno de los grandes valores de Paramount, y acumuló ocho Oscar en su
trayectoria. Era una mujer con personalidad, que solía esconder su mirada tras
unas lentes azul oscuro. Era el azul oscuro el tamiz de color que se probaba
con los decorados de una película en blanco y negro. Los directores, fotógrafos
y operadores siempre llevaban una lente azul oscuro para contemplar la escena
antes de rodar sobre ella. Querían apreciar los contrastes de los tonos y los
objetos. Head llevó el lujo y la sofisticación de la alta sociedad a más de
cuatrocientos treinta y seis títulos, la forma de vestir los escaparates de la
Quinta Avenida, que no era raro que copiaran sus diseños. Largometrajes como Días sin huella (Billy Wilder, 1945), El extraño amor de Martha Ivers (Lewis
Milestone, 1946), La heredera (William
Wyler, Oscar al mejor vestuario, 1949), El
crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950), Cuando los mundos chocan (Rudolph Maté, 1951), Raíces profundas (George Stevens, 1953), Cuando ruge la marabunta (Byron Haskin, 1954), La rosa tatuada (Daniel Mann, 1955), Duelo de titanes (John Sturges, 1957), Tu mano en la mía (Melville Shavelson, 1959), Un gángster para un milagro (Frank Capra, 1961), El hombre que mató a Liberty Valance (John
Ford, 1962), Los insaciables (Edward
Dmytryk, 1964), Los cuatro hijos de Katie
Elder (Henry Hathaway, 1965), El
Dorado (Howard Hawks, 1966), Topaz
(Alfred Hitchcock, 1969), Aeropuerto
(George Seaton, 1970), El golpe
(George Roy Hill, 1973).
Pero, sin duda alguna Edith Head
vistió a dos mujeres con una belleza nacida para brillar en el olimpo de
Hollywood: Elizabeth Taylor y Grace Kelly. A la primera en Un lugar en el sol (George Stevens,
1951) y La senda de los elefantes (William
Dieterle, 1954). A la segunda (su favorita), en La ventana indiscreta (1954) y Atrapa
a un ladrón (1955), ambas de Hitchcock. Por si fuera poco, cuando al
maestro del suspense le dejó Grace en ídem, para convertirse en princesa de
verdad, Head se encargó de diseñar los modelos que luce su sustituta, Kim
Novak, en Vértigo (1958).
A Head le gustaba, sin embargo,
vestir más a los hombres que a las mujeres. A Cary Grant, sin ir más lejos, o a
Danny Kaye, para quien preparó traje, zapatos y calcetines de un precioso y
novedoso gris azulado para su singular baile con Vera-Ellen, en Navidades blancas (Michael Curtiz,
1954).
En el caso de Audrey Hepburn y Vacaciones en Roma, preparó varios diseños de un sport elegante,
pero sencillo y cómodo. Aconsejó a la actriz cubrir su cuello con pañuelos
anudados, para disimular la delgadez de sus hombros. Por eso siempre vemos un
pañuelito en torno a su cuello durante el metraje.
Si tengo que elegir dos películas
por las que adoro a Audrey, me pido esta y Sabrina
(Billy Wilder, 1954). Creo que son sus dos mejores papeles, donde aparece más
radiante y simpática. Su talento interpretativo volvió a manifestarse
grandemente después en Guerra y paz
(King Vidor, 1956), Historia de una monja
(Fred Zinnemann, 1959) y en la deliciosa My
Fair Lady (George Cukor, 1964). En el papel de Eliza Doolitle te enamoras
definitivamente de ella, de su versatilidad y adaptación sorprendentes. Gregory Peck estaba fascinado con ella
y sabía que la frescura de la película dependía de su espontaneidad. Había que
trabajar en un clima muy distendido para que la tímida Audrey, de veinticuatro
años, se sintiera a gusto. Cuando se preparaba la escena de la Boca de la
Verdad, que se come la mano de los mentirosos, Peck se llevó aparte a Wyler y
le pidió permiso para ensayar con Hepburn un truco que había visto hacer muchas
veces al cómico Red Skelton: esconder la mano dentro de la manga del traje. El
director accedió, pero rogó que no avisara a la chica de lo que haría. Se rodó
la escena a la primera, con Peck perdiendo la mano literalmente en la Boca de
la Verdad, y Audrey dando un grito espantoso. Como Wyler no mandó cortar hasta
varios segundos después, los dos tuvieron que mantener el tipo ante algo que no
estaba en el guion.
Hay otra secuencia al principio
del filme, extraordinariamente divertida y que anticipa lo que va a pasar:
Cenicienta pierde su zapato durante el saludo a los embajadores. Le pica un pie
y se queda descalza bajo el vestido. Por esto sabemos que Anya pronto
encontrará a su media naranja. Lástima que, por deberes de estado, le dure tan
poco.
William Wyler era un director muy meticuloso y serio. El preferido
de Bette Davis, y con eso casi queda dicho todo. Meditaba sus proyectos durante
meses, y no admitía ningún guion con fisuras. Era un perfeccionista. Con Peck
fue duro en más de una ocasión, pero suavizó mucho sus formas con Audrey. A sus
dos hijas pequeñas las “contrata” por mil liras (un dólar y medio) para la
escena de la cámara de fotos junto a la fuente. Bradley necesita conseguir una
cámara para retratar a la princesa en la peluquería. Entonces, trata de
arrebatársela a una niña que va en grupo, con su profesora. La niña no se deja
y otra compañera avisa a la maestra. Bradley desiste, avergonzado. Esas dos
niñas eran las hijas del director. A las demás niñas del grupo, que no
intervienen, se les pagó treinta dólares a cada una.
Fue muy duro para Wyler rodar en
las calles de Roma, porque a él le gustaba la paz del estudio y repetir
bastantes veces la misma toma. Se fue mucho dinero en sobornos para agilizar
los permisos de rodaje, cortar el tráfico, y evitar las bandas de fascistas y
comunistas que asaltaban las calles. Bajo un puente del Tíber, a poco de llegar
el equipo, se desactivaron cinco cargas explosivas. El verano de 1952 fue
especialmente caluroso. Las estrellas sudaban. Si se eligió negativo en blanco
y negro fue por tres motivos: abaratar presupuesto, darle un ligero toque de
documental al relato, y favorecer el revelado y conservación del filme en su
traslado por avión a los estudios centrales.
Los interiores principescos se
rodaron en los palacios Colonna, Brancaccio y Barberini, y para la fiesta del
baile Wyler contrató a verdaderos aristócratas locales, como haría después en Ben-Hur. La princesa Ruspoli convocó a
los nobles, que cedieron su jornal a obras de caridad.
Al término de la película, en la
recepción que ofrece la princesa Anya a la prensa, aparecen dos auténticos
corresponsales españoles: Julián Cortés-Cavanillas, de ABC, y Julio Moriones, de La
Vanguardia. El primero –fundador de la reaccionaria Acción Española-- era
un monárquico convencido, autor del best-seller
La caída de Alfonso XIII (1931), que
llegó a vender más de cincuenta mil ejemplares. El segundo, toda una
institución en Roma, pues trabajó en ella hasta su muerte, en 1977. Treinta y
ocho corresponsales de prensa se interpretaron a sí mismos para dar
autenticidad a la historia.
Si hay algo que se ha grabado en
mi memoria desde que vi por primera vez el filme cuando era un adolescente, no
son los diálogos –que no tienen nada de especiales--, sino un sonido. Un claro
sonido al final de la historia, cuando Gregory Peck abandona el salón y camina
solo hacia los espectadores: el retumbo de sus suelas sobre el suelo de mármol;
el clamor de un llanero solitario.
Vacaciones en Roma se llevó tres estatuillas de la Academia: mejor
actriz (Audrey Hepburn), mejor vestuario en blanco y negro (Edith Head) y mejor
guion (no reconocido a Dalton Trumbo hasta diciembre de 1992). Estuvo, además,
nominada en los apartados de mejor película, director, actor de reparto (Eddie
Albert), dirección artística en blanco y negro, fotografía en blanco y negro y
edición. Cary Grant rechazó el papel del periodista Bradley, porque notó que el
papel estelar recaía en la princesa Anya. Él prefería ser el centro de
atención. Antes que a Audrey Hepburn se pensó en ofrecer el protagonismo
femenino a Elizabeth Taylor y Jean Simmons, pero no estaban disponibles.
La película se estrenó en el
Radio City Music Hall de Nueva York el 27 de agosto de 1953. Costó 750.000
dólares. En parte por su final amargo (no oyeron el consejo del señor Mayer),
fue un fracaso en Estados Unidos, donde solo recaudó 300.000 en ocho meses. Se
habían esperado cinco millones. Sin embargo, en Europa funcionó bien, y
compensó con creces la inversión.
Mervyn LeRoy ya se había fijado en las amplias posibilidades de
Audrey Hepburn como actriz. Mandó probarla para el papel de Ligia en Qvo Vadis?, pero la Metro se opuso
porque quería jugar la baza segura de un rostro conocido. Ligia fue a parar a Deborah
Kerr.
Cuando estaba interpretando Gigi en Broadway, Audrey estaba
prometida a James Hanson, con quien pensaba casarse en septiembre de 1952, nada
más ultimado el rodaje en Italia. La Paramount quería regalar a su nueva
estrella todos los modelos de Edith Head usados en el filme. Pero diferencias
con Hanson por su carácter impositivo y el despegar de Audrey a una nueva
dimensión del panorama cinematográfico anularon el enlace.
Gregory Peck y Audrey Hepburn se
conocieron en una recepción en el hotel Excelsior de Nueva York, la tarde del
31 de mayo de 1952. Con muy buen humor, Peck le dio el tratamiento de alteza
real. Él tenía treinta y seis años y era un actor de primera. A las pocas
horas, sin haber descansado de Gigi, Audrey
salía en avión para Roma.
Fue en la casa de Gregory Peck,
en mayo de 1953, donde Audrey conoció a un buen amigo de este, el también actor
Mel Ferrer, quien se convertiría en su esposo hasta 1968. Peck y Audrey fueron
amigos íntimos el resto de sus vidas. Audrey, enferma de un cáncer de colon,
murió en Tolochenaz (Suiza), a las siete de la tarde del 20 de enero de 1993.
Se la enterró el 24. Su modisto, Hubert de Givenchy, fue uno de los portadores
del féretro. Volcada en la UNICEF y en la ayuda de los niños africanos, sus
últimas palabras fueron: “Mis queridos
niños de Somalia”. Su altruismo quedó constatado en unas declaraciones de
1991: “Nací con una enorme necesidad de
afecto y una terrible necesidad de darlo”.
Gregory Peck falleció el 12 de
junio de 2003, en Los Ángeles (California), a los ochenta y siete años.
El guion de Vacaciones en Roma fue escrito por Ian McLellan Hunter y Dalton Trumbo mediada la década de 1940. Frank
Capra lo compró, pero al no conseguir el reparto que deseaba, aparcó el
proyecto. Wyler lo leyó en 1951 y obtuvo el permiso de Paramount para iniciar
la búsqueda de exteriores en Italia.
La historia de cuento de hadas –princesa
europea enamorada de plebeyo—se materializó aquellos días del rodaje y estreno
de la película, con la aventura fracasada de Margarita de Inglaterra, hermana
de la reina Isabel, con el capitán Peter Townsend.
No hay comentarios:
Publicar un comentario