Orson, mago de primera.

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domingo, 7 de octubre de 2018

El tiempo, las canciones.

Cold War (2018) es la historia de dos idiotas, quienes, pudiendo haber llevado una vida feliz juntos –o relativamente feliz--, se condenan a una separación y a un reencuentro intermitentes. Es una película escrita y rodada en 35 mm y en blanco y negro por Pawel Pawlikowski, ganador con ella de la Palma de Oro al mejor director en Cannes 2018. Su largometraje Ida (2013), excepcional, también filmado en tonos grises, se alzó con el Oscar a la mejor cinta extranjera en 2015.
Cold War cuenta con mayores medios, al ser una coproducción polaco-franco-británica. La historia se sitúa a inicios de la década de 1950, con una sugestiva revisión del folclore polaco. La idea de las autoridades es formar un grupo de coros y danzas que recorra el país, e incluso que viaje a escenarios extranjeros. Un proyecto similar al que hubo en la España franquista, bajo los auspicios de la Sección Femenina y el Ministerio de Exteriores.
Wiktor (Tomasz Kot) es pianista y uno de los encargados de efectuar la selección de talentos. Se fija en una bella muchacha rubia, Zula (Joanna Kulig), quien ha estado en prisión por acuchillar a su padre. La razón que Zula ofrece es que su padre la confundió con su madre. Pronto Wiktor y Zula se enamoran, mientras el espectáculo se levanta, no sin serias concesiones a la propaganda estalinista. Durante una parada en Berlín oriental, Wiktor le propone a Zula escapar a Occidente. Será él solo quien dé ese paso. Marcha a París, donde hace arreglos musicales y se convierte en pianista de una banda de jazz en el café bar El Eclipse (importante guiño a Antonioni). Tiene amores con una poetisa, pero Zula vuelve a aparecer en su vida, aunque nunca de un modo definitivo.
Con esos vaivenes de ambos amantes se construye la trama de la película, cuyos momentos más logrados son los del principio, con unos vistosos números de folclore eslavo. Después, la historia decae y se torna convencional. No aburre ni mucho menos. Pero se espera más de ella, y ni la originalidad ni la maestría remontan. Solo la escena final recupera un toque conmovedor y sublime. 
No obstante, es una cinta que deja en general buena sensación de solidez, aunque se puede salir de la sala sin entender la actitud de Wiktor y Zula, él obsesionado con ella, y ella torturándolo con sus huidas y sus promiscuidades manifiestas. Un juego erótico de cariz claramente sadomasoquista, donde unas veces se premia y otras se hiere.
A la relación romántica le faltan los diálogos, aquellas sentencias emocionales de los clásicos del género. Vibra la atracción sin más, el recorrido tórrido por las simas de la inconsciencia. El amor adúltero, no consumado, de Breve encuentro, emula en Cold War el de otras relaciones equívocas: Jules et Jim (1962), El eclipse (1962), Belle de Jour (1967), Bubú de Montparnasse (1971), El último tango en París (1972), Henry y June (1990), El cielo protector (1990), Días tranquilos en Clichy (1990). Paris Blues (1961) puede inspirar la pasión por los garitos de jazz parisinos, ese arte por el arte, vivir por y para la música.
Wiktor y Zula crean arte y se recrean en ellos dos mismos. La frialdad de los rostros, la hoja afilada de la traición, el distanciamiento del espectador no cómplice con algo parecido, son los que pueden hacer que esta película se deguste en círculos afines, e incluso en ellos se la rinda culto.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2018.

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