A menudo se dice que los vascos
no han tenido literatura. La han tenido, pero mayoritariamente oral, anónima y
folclórica. Esto es debido a dos razones principales: la extraordinaria
complejidad del euskera, en realidad no una lengua natural unitaria, sino un
conjunto de dialectos; y la relegación política del vascuence, sobre todo a
partir del siglo XVIII, a una lengua exclusivamente familiar. Sin embargo, las
provincias vascongadas han sido un territorio irregularmente abierto a su propio
idioma. En Álava, por ejemplo, siempre se hablaba castellano, por estar próxima
a su área de creación y de extensión como lengua de intercambio y arbitraje
comercial. El castellano favorecía el entendimiento en las transacciones, y era
más fácil de entender, aprender y manejar que el euskera. Mis abuelos paternos
eran los dos del área de Vitoria, y ninguno hablaba vascuence. Mi abuelo se
esforzó en su senectud por aprenderlo, pero apenas dominaba un corto
vocabulario. Mi bisabuela materna era de Elorrio, un pueblecito de Vizcaya.
Como queda limítrofe con Guipúzcoa, ella tuvo que aprender ambos dialectos
mayoritarios, vizcaíno y guipuzcoano, de los que se valía con mucha soltura.
Sus dos hijas --una de ellas mi abuela-- aprendieron solo vizcaíno. Las dos
hermanas seguían utilizándolo con frecuencia en Madrid, cuando querían hablar
sin que ninguno las entendiésemos. Eran muy pillas. A veces yo le preguntaba: “—Pero, abuela, ¿qué has dicho?” Y ella,
riéndose, me traducía. Las he visto usar el vizcaíno cuando iban a grandes
almacenes y se ponían a comparar los precios de los artículos; así las
dependientas no se enteraban ni del No-do.
El vascuence arrastró su mala
fama desde la Edad Media. De la primera mitad del siglo XII data una primera
compilación de términos vascos, que recogió sin mucho amor un clérigo francés,
Aymerico Picaud, en una obra que se le atribuye, el Liber Sancti Jacobi, guía de peregrinación a Santiago de
Compostela. Aquí, sin ningún remilgo o aspereza, el monje escribe: “Si vieras comer [a los vasco-navarros],
los tomarías por perros o cerdos
comiendo. Y si los oyeses hablar, te recordarían al ladrido de los perros, pues
su lengua es completamente bárbara. A Dios le llaman urcia; a la Madre de Dios,
andrea María; al pan, orgui; al vino, ardum; a la carne, aragui; al pescado,
araign; a la casa, echea; al dueño de la casa, ioana; a la señora, andrea; a la
iglesia, elicera; al presbítero, belaterra, lo que quiere decir bella tierra;
al trigo, gari; al agua, uric; al rey, ereguia; a Santiago, iaona domne Iacue”.
Sin embargo, al tratar de Castilla y sus moradores, Aymerico tampoco se queda
corto: los tacha de malvados y viciosos. Salva a los gallegos y su territorio,
por ser parecidos a los galos, pero condena todos los comestibles animales
españoles por causar estragos entre la salud de los extranjeros.
La “barbarie” de la entonación
vascuence la siguió propagando, en el siglo XVI, el Padre Mariana: “[El
euskera] es una lengua bárbara e incapaz
de cultivo”. Sin embargo, el toledano gramático Sebastián de Covarrubias
Orozco, también sacerdote, inserta este encendido elogio en su Tesoro (1610): “La Cantabria, Guipúzcoa, Álava, Vizcaya y las demás partes del reino
de Navarra, que han participado y participan desta lengua, es de la gente más
antigua y más noble y limpia de toda España”. Covarrubias alababa y
subrayaba el aislamiento en que habían vivido esas gentes desde tiempo de los
romanos, lo que garantizaba su hidalguía por llevar sangre “no contaminada”. En
la época de la Ilustración, mientras algunos nobles navarros obtenían carta
blanca del rey de España para expoliar los bosques de sus paisanos con destino
a los astilleros, dejando a los lugareños sin un medio de vida, el Padre
Larramendi, jesuita guipuzcoano, invocaba las excelencias de las tradiciones
vascas y animaba a los clérigos a predicar en euskera, pero con fervor, para
que la lengua madre, enaltecida y mimada, llegara al alma. Su estímulo lo
potenciaron otros miembros de la Compañía de Jesús, como Agustín de Cardaveraz
y Sebastián de Mendiburu, a quienes se unen los franciscanos Juan Antonio de
Ubillos y Pedro Antonio de Añíbarro, y el carmelita Fray Bartolomé de
Madariaga.
Entre 1545 y 1879, se escriben,
directamente en dialecto vizcaíno, catorce libros; y en dialecto guipuzcoano,
cuarenta y siete. El guipuzcoano era la variante con mayores visos de éxito en
el mercado editorial. El primer libro impreso en euskera es una Gramática de
1545; su autor proclama con orgullo: “Bertze
jendek uste zuten/ ezin skriba zaiteien/orai dute phorogatu engaina zirela/
Heuskara jalgi hadi mundura!” (‘Las otras gentes creían/ que no se te podía
escribir,/ que sepan ahora que se habían engañado:/ ¡Euskera sal al mundo!’)
Así pues, el vascuence lo tenía
difícil para convertirse en lengua literaria. Entre otras cosas que acabamos de
ver, porque eran los rústicos quienes habían de enseñar la lengua a los
doctores y letrados. En las escuelas no existían cánones ni directrices de
enseñanza; quienes querían escribirlo, dudaban mucho sobre su ortografía, pues
el euskera se aprendía de oídas.
El hecho de que se utilizara la memoria, y de que hubiera sustanciales diferencias entre valles, circunscribió toda la creación popular a la poesía. En el siglo XV, había dueñas que improvisaban panegíricos en vascuence en los duelos y entierros. Al parecer, se les prohibió pronto esta actividad. Los pastores solían componer poesías mientras cuidaban el ganado (recordemos que así comenzó a cantar el gran tenor navarro Julián Gayarre). Hoy día, en el País Vasco, unas justas poéticas son capaces de convocar en un polideportivo a más de catorce mil personas, entusiasmadas de escuchar a los bertsolari, los poetas de la tierra. Estos rapsodas deben improvisar una poesía, de determinada medida, a propósito de un tema que se les dice en el momento. Tienen veinte segundos para entonarla, porque además de la rima perfecta, han de cuidar el ritmo melódico, hasta casi convertirla en una canción. Para que salga bien la experiencia, el truco está en tener clara la coda, el final que se va a dar al poema. Además, varios bertsolaris parten de agrupaciones de palabras rimadas dentro de un mismo campo semántico. De este modo, escogen mentalmente las que mejor casan o coinciden con el tema asignado. Días antes de una competición pública, se evaden del mundo ajetreado, y se rodean de naturaleza y soledad. Practican mucho, e incluso aprovechan textos de otros autores adaptándolos libremente al euskera y a su circunstancia. La gente lo vive como algo suyo, auténtico, profundo, como la pelota vasca, las danzas, el levantamiento de piedras y otras tradiciones. En Madrid, sería impensable que unos poetas populares congregaran a tanto público entregado. En el País Vasco, es un espectáculo que se mira con respeto y orgullo. Los bertsolaris son héroes de la palabra, maestros del lenguaje lírico, intérpretes de lo universal en lo vasco. Porque la composición del bertsolari nos habla a todos, y no tiene nada que ver con la política, sino con las emociones y con nuestra común condición de seres humanos.
Asier Altuna ha dirigido Bertsolari, un valiente documental
presentado en el Festival de Cine de San Sebastián en septiembre de 2011. El
realizador se centra en las vidas de varios poetas populares vascos, en su
forma de entender las raíces de una tradición y en su apuesta por el futuro de
la misma. No en vano, parte del metraje está rodado en Estados Unidos, y cuenta
con la participación de un folclorista experto norteamericano (John Miles
Folley). Salvando las distancias, sería como el “rap” del pueblo vasco. Pero no
es rap, ni se le parece, pues el bertsolari no busca la monotonía, sino la
versatilidad melódica. Más aún, la sublimación en el final del poema. La
sorpresa y el goce de lo inesperado. Las palabras se miman, se eligen con
criterio formal, y se procura lo digno, pese a que todo sea improvisado en
medio minuto, y no dé para pretender fijar la brillantez maestra de lo meditado
y corregido. El bertsolari es un nuevo trovador. Tradicionalmente, solían ser
hombres quienes actuaban de poetas. En la década de 1960, con la dictadura, se
les permitía, pues era algo muy local y recitaban en un idioma que muy pocos
entendían. Las autoridades franquistas no ponían atención a ese tipo de
acontecimientos restringidos. Hoy día, hay más mujeres bertsolaris, y alguna se
lleva el palmarés en la competición. En 2009, ganó el certamen de Barakaldo Maialen Lujanbio, que si bien puede
parecer a primera vista una mujer ruda, antipática y severa, se trasmuta en
ternura cuando se deja invadir por el duende de la poesía.
El País Vasco es parte de la
Historia de España. Los españoles tenemos el deber de conservar sus bienes
culturales, e incluso acrecentarlos, como los de los demás territorios del
estado. Hubo un hombre que quería a España, que creía en su riqueza cultural, y
que no lo pudo expresar mejor en sus proféticas palabras de despedida: “No
cejéis en alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de
España y haced de ello vuestro primordial objetivo. Mantened la unidad de las
tierras de España exaltando la rica multiplicidad de las regiones como fuente
de fortaleza en la unidad de la Patria.”
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[En las fiestas de Vitoria, la Virgen Blanca, me contaba mi abuelo
paterno que se cantaban canciones populares en castellano, como estas que él me
enseñó:
“A Celedón le picaron los
mosquitos
y se compró sombrero de tres
picos.
Hombre grande, patas de
alambre,
chiquillo por melón, se llevó
un… coscorrón.”
* * *
“En Madrid la carrera del cerdo,
en Madrid la carrera del cerdo,
es un espectáculo muy singular,
es un espectáculo muy singular:
se le corta y el rabo al cochino,
se le corta y el rabo al cochino,
y se le echa al estanque a nadar,
y se le echa al estanque a nadar.
¡Como se divierte la gente del pueblo,
como se divierten los que allí están!”]
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2013.
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