Orson, mago de primera.

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sábado, 14 de septiembre de 2013

Hannah Arendt, disidente.

En 2012, la realizadora Margarethe von Trotta estrenó en Alemania esta su visión de la pensadora judía Hannah Arendt y su relación con el mal. Von Trotta parece querer expurgar de sentido de culpabilidad a los alemanes por haber tolerado la shoa durante el nazismo. La vieja excusa, mil veces oída, de la obediencia debida. La mejor forma de quitarse una espina histórica. Obedecer órdenes no conlleva –según esta línea de disculpa—estar de acuerdo con ellas. Incluso se pueden acatar sin tan siquiera cuestionárselas a nivel ético. Uno es un peón en una larga cadena de mando, y si le conminan a matar, hay que hacerlo con eficacia y estilo, y con la asepsia de un guerrero autómata. Sin plantearse ningún problema moral, puesto que lo que se persigue es recibir gratificaciones del mando superior y justificar los medios por alcanzar un fin. Esto es lo que hizo un individuo como Adolf Eichmann cuando programó las deportaciones de judíos en masa hacia sus lugares de exterminio. Eichmann resultó eficaz sin más.

 
Hannah Arendt fue una pensadora hebrea que dio clases en Estados Unidos. Fue discípula y amante de Martin Heidegger, y Karl Jaspers dirigió su tesis doctoral sobre San Agustín. En 1961, al enterarse del secuestro del criminal nazi Adolf Eichmann en Argentina, se ofrece a la revista New Yorker para cubrir su juicio en Israel. Hannah pasa cuatro años documentándose sobre el Holocausto y la colaboración de Eichmann en él. El antiguo oficial nazi es condenado a muerte y ahorcado. Pero las conclusiones del trabajo de Hannah levantan ampollas entre la comunidad judía de Jerusalén y de Norteamérica. Porque, a su entender, Eichmann llegó a actuar sin pensar, siguiendo instrucciones superiores, sin atribuirles un sino ético o incivil. Al dejar de obrar sujeto a intenciones propias, dejó de ser persona, y en consecuencia no tomó conciencia de sus acciones. El pensamiento es el solo guardián de la conciencia, y el que nos dota de nuestra personalidad y dimensión humana. No debemos apartarnos de él, si no queremos cometer barbaridades.


Por otra parte, Arendt concluyó que los líderes hebreos en Europa, durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, no se opusieron con fuerza al régimen de Hitler, llegando a colaborar –consciente o inconscientemente—en las operaciones de limpieza étnica.

Su Eichmann en Jerusalén. Informe sobre la banalización del mal, publicado primero en artículos y pronto en forma de libro, no sentó nada bien a las autoridades israelíes de David Ben Gurión, quienes presionaron fuertemente a Hannah para que lo retirara del mercado. Esta se negó a aceptar cualquier injerencia, y fue apoyada por sus alumnos universitarios, aunque no por sus compañeros académicos. Recibió duros anónimos, algunos de los cuales la tildaban de “putita nazi”, en clara alusión a su pasada relación amorosa con Heidegger, un hombre casado y permisivo con las ideas racistas del Tercer Reich. De hecho, cabría la glosa de asimilar la disculpa de Eichmann como el perdón de Arendt hacia Heidegger, amante, filósofo que admiraba sobremanera, y cálida proyección de su pasado en su presente.
La película de Von Trotta plantea un doble juicio: el penal de Eichmann en Israel en la primera parte del metraje (sobrecogedoras las imágenes reales recuperadas y restauradas); y el popular y político contra la intelectual hebrea, al publicar ella su dictamen sobre lo ocurrido con el gestor de los trenes de la muerte. 

 
Arendt parece creer que, en algún momento de nuestro quehacer, presionados por el miedo o la necesidad de salvar nuestra circunstancia, podemos llegar a cumplir con lo que no nos gusta. Es más, que podemos “deshumanizarnos”, alienarnos por completo, y convertirnos en bestias que no somos. Una suerte de “máquinas indolentes”. Quizá para salvar el cuello se haga lo impensable. Los nazis se sirvieron de “favoritos” entre los judíos que ejercieron de guardias en los guetos, o de chivatos y “capos” en los barracones de los campos. Un comando judío operaba en las “duchas” de gas y en el crematorio para posponer así su propio exterminio. Cuando se forma parte de un engranaje, es difícil escapar de él. Decir no. Eso también pudo sucederles a muchos oficiales y suboficiales alemanes, sin llegar a disculpar su participación directa en los hechos criminales.

“Conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar” (Descartes). Pero el pensamiento no puede existir sin el SENTIMIENTO. No cabe pensar sin al mismo tiempo sentir, para bien o para mal. Aun cuando hacemos algo malo que no pretendemos, y precisamente porque eso no sale de nosotros, sino por coacción externa, no podemos dejar de enjuiciarlo o valorarlo bajo la óptica de nuestra CONCIENCIA como un acto negativo e indeseable. De ahí surge el sentido de la culpa, del malestar ante un hecho que nos inquieta y preocupa. Incluso podemos llegar a confesarlo a alguien, porque no estamos en paz. Pensar o concebir un Eichmann sin sentimientos, sin sentido de culpabilidad es como alumbrar un monstruo autómata que solo se moviera por órdenes sin valorar ninguna. Una máquina programada para la obediencia extrema. Si a Eichmann le hubieran mandado exterminar a su propio padre, por el bien del Reich, tendría que haber obedecido como ser despersonalizado que no se hace preguntas. Una manera de conseguirlo es hacer ver que acabar con alguien no supone mal alguno, sino todo lo contrario: un bien social deseable, un beneficio común. En el momento en que se decreta la abolición de la dignidad del pueblo judío, se da pie para que se actúe contra él, por el bien del Estado. Es como combatir una plaga, ajena, incluso enemiga, de cualquier derecho fundamental.


 Hannah Arendt parecía tomarse en serio la posibilidad de un dualismo en toda persona: un virtuoso y su monstruo. La disciplina de partido, la jerarquía y las órdenes sustituyen a la droga que operaba ese cambio radical en la novela tenebrosa de Stevenson. Mas en el relato breve del autor escocés, Hyde nunca dejó de ser Jekyll, pues aun cuando escribía lo hacía con los rasgos caligráficos y la conciencia del buen doctor. Ese reguero de benignidad es lo que le conduce al suicidio con cianuro, su “solución final”.
En Saló o las 120 jornadas de Sodoma (1975), la dura pesadilla de Pasolini sobre la obra de Sade, interpretada en clave fascista, una de las comulgantes pasivas del drama orgiástico, humillante y destructivo, que se dedica a amenizar cada entreacto con una melodía al piano, se tira por una ventana. No puede soportar su complejo de culpa por ese espanto continuado que antes la dejaba indiferente, o con el que tal vez disfrutara. No se puede vivir sin alma, sin amor, sin conciencia ni sentimiento.
Muchos ex oficiales nazis escapados a Sudamérica parecieron, sin embargo, vivir sin conciencia. Reuniéndose y saludando con el brazo en alto a los antiguos camaradas, como si lo que hicieron hubiera sido lo correcto. Quizá estaban convencidos de que en verdad eran una raza superior, y que los demás hombres no tenían cabida en este mundo.

No deseo terminar mi artículo sin recordar la secuencia final de una gran película de Stanley Kramer, Vencedores o vencidos (El Juicio de Nuremberg, 1961). Cuando el juez norteamericano Daniel Haywood –personaje que encarna Spencer Tracy—acude a ver a la cárcel a su homólogo nazi, Ernst Janning (Burt Lancaster), condenado por él por crímenes contra la Humanidad. La cita ha sido concertada por Janning, quien desea justificarse, pedir perdón y entregar una confesión detallada de su actividad de magistrado prevaricador. Este es el diálogo, con la respuesta contundente de Haywood, que deja literalmente clavado a Janning:
JANNING.- Aquella pobre gente… aquellos millones de personas… Jamás supuse que se iba a llegar a eso. Debe creerme. ¡Debe usted creerme!
HAYWOOD.- Señor Janning, se llegó a eso la primera vez que usted condenó a muerte a un hombre, sabiendo que era inocente.
Más sobre "Hannah Arendt" (2012).

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