No podía pasar yo sin rendir un
pequeño homenaje a uno de los actores-fetiche de nuestro cine español: aquel
señor bajito, pícaro, simpático, aparentemente desinhibido, dicharachero, patriota,
optimista, y amigo de las suecas. Nuestro gran Alfredo Landa (Pamplona, 3 de marzo de 1933-Madrid, 9 de mayo de
2013).
Landa dio origen, y a mucha
honra, al “landismo”: comedia
española de señor que busca esparcimiento. A partir de la década de 1960, el
régimen de Franco aflojó el puño y se permitió quitarse el corsé en la
cinematografía. Al fin y al cabo, se trataba de mostrar un desengaño, como en
el Barroco: España es diferente… pero es mejor; no vayas a perseguir fuera lo
que tienes aquí, ¿eh? En el fondo, las comedias landistas exaltaban lo nacional
hasta lo infinito. Landa nos enseñaba a apreciar más lo nuestro, lo que quizá
no valorábamos lo suficiente: la fidelidad, las playas y el sol mediterráneo,
la paella y la tortilla de patatas, el seiscientos, la partida de cartas, el
servicio militar, el pueblo y Bonet de San Pedro.
Landa ha sido un actor
imprescindible. No se puede entender nuestro cine sin él. Como Tony Leblanc
(con quien coincidió en Una vez al año
ser hippy no hace daño, 1969), destilaba optimismo, pero lo hacía con el
aspecto del hombre corriente, feucho, que le ponía sal y pimienta a lo
cotidiano. Ver una interpretación de Landa se agradece, porque viene de alguien
que ama la vida y transmite al cien por cien ese amor, esa alegría de vivir.
Landa iba a por todas, y al final se quedaba como estaba, pero seguía sacando
la felicidad de dentro. Ha sido un lujo tenerlo con nosotros y que nos haya
acompañado tantos años, a lo largo de más de ciento treinta largometrajes,
deleitándonos y comunicándonos su fuerza. Ya no hay actores así, de esta talla,
que estén presentes en nuestras vidas y que nos hablen de ese modo. Se
merecería estar ya en el Olimpo de los dioses y que desde él dé esperanza a
esta sociedad oscura y triste. Necesitamos fanales, farolillos chinos como el
suyo: esas sonrisas que nos sacaban de la miseria.
Las películas de Landa eran
intrascendentes, sí… ¿Y qué? No se va a poner uno siempre serio.
Recuerdo No desearás al vecino del quinto (Ramón Fernández, 1970), con guion
de Juan José Alonso Millán (Cristóbal
Colón, de oficio… descubridor), la historia del modisto Antón, que dirige
su tienda femenina en una ciudad pequeña y las atrae a pares. No es un dandy,
es un homosexual, con una pluma como un castillo que resulta simpático a las
chavalas y señoras con sus ademanes de vodevil. Como reza la presentación del filme,
Antón es un hombre de confianza porque “todos
los maridos tienen la seguridad de que el peligro sería que Antón les tomase a
ellos las medidas”. Pero el extraviado modisto modestamente esconde un
secreto: ¿es realmente Antón ese homosexual inofensivo de la peluca y la
perrita?
En Vente a Alemania, Pepe (Pedro Lazaga, 1971), Alfredo nos dijo que
no se podía esperar demasiado del extranjero. Encarna a Pepe, un lugareño con
muchas ganas de marcha que viaja a Alemania a hacer fortuna. Pronto se dará
cuenta de que con tanto empleo de relleno, no le quedan ni tiempo ni fuerzas
para ligar. La película descalificaba la iniciativa de algunos españoles que
iban a Francia, Bélgica, Holanda y Alemania en pos de un empleo digno y bien
remunerado. Gracias a ellos, el régimen se recompuso durante los años sesenta,
pues mandaban dinero a sus familiares y era capital que venía bien a la
economía nacional.
En 1976, Juan Antonio Bardem consigue estrenar una cinta muy peculiar, una road movie a la española, de orientación
tragicómica: El puente. Estaba basada
en varios relatos breves de Daniel Sueiro. Abordaba las peripecias de Juan,
mecánico y esquirol, apasionado de las motos, quien prefiere ser un espectador
de la vida. Durante un “puente”, y al haberle abandonado su chica, decide
subirse a La Poderosa, su
motocicleta, y marcharse desde Madrid de juerga a Torremolinos. Pero durante el
largo trayecto, de más de quinientos kilómetros, diversa gente le va saliendo
al paso: dos mujeres que van a visitar a un preso vasco, una compañía de
actores ambulantes que representa una farsa sobre los ídolos nacionales, unos
amigos emigrantes que han hecho fortuna en Alemania, un estrafalario inventor,
unos jornaleros y un argelino sin trabajo, un torero que no quiere torear, una
furgoneta de hippies que fuman marihuana (y con los cuales se desfoga sexualmente).
Cuando Juan se planta al final en Torremolinos es de noche y casi tiene que
volver. Pero reflexiona sobre los acontecimientos del viaje, y se despierta en
él una conciencia social y obrera que antes no tenía. Juan era un individuo
egoísta que ni siquiera iba al pueblo, a visitar a su madre. Cuando regresa a
Madrid, al taller, acepta reunirse con sus compañeros de Comisiones Obreras,
que están planeando una huelga.
En Las autonosuyas (Rafael Gil, 1983), con guion de Fernando Vizcaíno
Casas, Landa interpreta al alcalde de Rebollar de la Mata, provincia de Madrid,
quien a la vista del pingüe negocio que es montar una autonomía –como la
catalana o la vasca--, propone al pleno y a otros ayuntamientos locales
constituir el Ente Autonómico Serrano. La iniciativa cobra forma, ante la atónita
mirada de un viejo militar franquista (Ismael Merlo). Como todo buen territorio
autonómico, Rebollar requiere una lengua propia, que no puede ser el español o
castellano como tal, sino el “farfullo”, una forma de hablar distinguida que
cambia las pes en efes, por defecto de frenillo del señor alcalde. Como es
lógico, el proyecto de autonomía acaba en hundimiento, con una velada
justificación al golpe de estado de Tejero. Este largometraje tiene un
magnífico tema musical, compuesto por Gregorio García Segura.
Pese a la tendenciosidad del guion
hacia el autoritarismo, la película pronostica el afán independentista de las
llamadas provincias con fuero histórico, tal y como vemos hoy que está
sucediendo. A algunos les da vergüenza ser españoles, y prefieren ser otra cosa
(sin dejar de ser, en realidad, lo que no pueden negar, lo que son). Claro que,
sopesando cómo está hoy la corrala, no es de extrañar tanto cantonalismo.
En 1984, llegó la gran
oportunidad de Alfredo Landa de demostrar su valía como actor dramático. Antes
ya lo había hecho el genial José Luis López Vázquez con Mi querida señorita (Jaime de Armiñán, 1972). Nos referimos a la
adaptación de una novela de Miguel Delibes, sobre la miseria de los aparceros
extremeños: Los santos inocentes
(Mario Camus, 1984). Alfredo era Paco el Bajo, a las órdenes de los señores,
los ricos hacendados. Paco tiene que hacer de sabueso durante las cacerías y
tener vigilado al Azarías (Francisco Rabal), un retrasado que se alivia por los
rincones y domestica pájaros. El tándem formado por estos dos formidables
actores –Landa y Rabal—causó conmoción en el Festival de Cine de Cannes; los
franceses se rindieron a ellos y les otorgaron a ambos la Palma de Oro a la
mejor interpretación masculina. Rabal preparó el papel con meticulosidad:
compró ropa vieja, rota y raída a un lugareño y se hizo fabricar una prótesis
para presentar una dentadura estropeada.
En 1994, Landa rodó, a las
órdenes de José Luis Garci, el remake
de Canción de cuna, basada en la obra
dramática homónima de Gregorio Martínez Sierra y María Lejárraga. Era una
historia blanda, cursi, lacrimógena, sobre la adopción de una niña por unas
monjas de clausura y una priora joven condenada a morir por una dolencia incurable.
Landa era el médico que coquetea platónicamente con ella y que ayuda a las
hermanas y a la niña cuanto puede. Es una de las caracterizaciones más humanas
del actor navarro. Una composición única, redonda, entrañable; lo mejor del
filme (que se alzó con cinco premios Goya).
Se nos ha ido un grandísimo actor,
sólido y profesional como el que más. Una verdadera gloria nacional a la que,
cuando revisemos sus mejores películas, siempre vamos a echar en falta.
Descanse en paz nuestro bello y bueno Alfredo Landa.
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Alfredo Landa nació en pleno centro de Pamplona (Navarra, España),
en marzo de 1933. Era hijo de un oficial de la Guardia Civil y un estudiante
travieso e inquieto, pero muy aplicado. Trasladada la familia a Figueras
(Gerona) tras la Guerra Civil, Alfredo debutó como intérprete infantil en una
obra del colegio. Tenía solo siete años. El éxito alumbró en su ánimo el deseo
de ser cómico. Vivió después en Madrid y San Sebastián, siempre sin abandonar
el teatro aficionado y gastarse la paga en cine y tabaco. Su padre murió a los
cuarenta y siete años de un cáncer de garganta. En San Sebastián, Landa cursó
estudios de Derecho y fundó en su facultad un grupo de teatro universitario. No
se licenció de abogado. Llegó a Madrid en octubre de 1958, con siete mil
pesetas ahorradas, para participar en una prueba de doblaje que le consiguió un
amigo. Quedaron satisfechos con él, y así empezó su andadura profesional en el
ramo. En 1960 debutó en el teatro profesional. Poco más tarde, interpretó su
primer éxito: La felicidad no lleva
impuesto de lujo, de Alonso Millán. Se casó con una titulada en Filología
Hispánica, Maite Imaz, con la que había coincidido en el campus de Donosti, y
que había formado parte de su grupo teatral. El matrimonio tuvo tres hijos
–Idoia, Alfredo y Ainhoa--, ninguno de ellos actor.
Landa hacía Eloísa está debajo de un almendro, en el María Guerrero, cuando le
propusieron el guion de Atraco a las tres
(José Mª Forqué, 1962), trabajo por el que ganó diez mil pesetas. Tuvo un papel
más que discreto en la magnífica El
verdugo (Luis García Berlanga, 1963), haciendo de monaguillo. Al año
siguiente, repitió con Forqué en Casi un
caballero, basada en la comedia de Carlos Llopis ¿De acuerdo, Susana?, donde tuvo de compañeros a Alberto Closas,
Concha Velasco, Gracita Morales y José Luis López Vázquez. Contaba la historia
de una ladrona aficionada y sus dos torpes compinches, enfrentados a todo un
experto de guante blanco. La situación da un giro cuando la pequeña delincuente
se enamora del apuesto ladrón.
A lo largo de los sesenta, se
sucedieron los títulos discretos. Pero ya en sus mejores momentos (1970-1976),
el actor llegó a rodar hasta siete filmes anuales.
Landa ha trabajado en 137
largometrajes con los mejores realizadores españoles: Berlanga, Forqué, Camus, Bardem,
Garci, Lazaga, Ozores, Gutiérrez Aragón (serie El Quijote de Miguel de Cervantes, 1991-92), Cuerda…
Con 74 años, y después de
sobreponerse a un cáncer de colon, anunció su retirada. Se dedicaría a leer,
jugar al mus y a asistir a tertulias (era un hombre de extraordinaria cultura).
En 2007, recibió un Goya honorífico al conjunto de su carrera. En 2009, un
ictus le dejó mal parado, en una silla de ruedas. Luchó por reponerse, objetivo
que solo consiguió a medias, porque los ataques cerebrales se repitieron. En
los últimos tiempos, apenas razonaba ya. Ha fallecido en Madrid a los ochenta
años.
Su compañero y amigo José Sacristán ha declarado: “Alfredo era para mí como un hermano. Nos
conocimos en el año 60 en el Teatro Infanta Isabel. Yo era el meritorio y él
hacía un papelito. Se portó muy bien conmigo. Fue curioso lo amigos que nos
hicimos siendo él hijo de un capitán de la Guardia Civil y yo hijo de un
militante del Partido Comunista, y compartiendo ambos las ideologías de
nuestros progenitores. Eso nunca fue un problema (…) Y cuando cumplimos los 25 años como amigos se presentó con un llavero
con una cadenita y una lengüetita de plata que ponía: ‘1960-1985.
Pepe-Alfredo’, como si fuéramos maricones. Y eso que Alfredo tenía el hombre su
punto de vista respecto a los homosexuales. Era muy navarro para eso.
(…) Decía siempre lo que pensaba. Recuerdo aquellos paseos que nos dábamos
por la calle Barquillo y los cafés que nos tomábamos. Siempre los pagaba él,
porque él también hacía doblaje y por aquel entonces iba mejor de dinero que
yo. Comentábamos entre función y función si merecía la pena esto de ser actor
con dos funciones diarias siete días a la semana y el ensayo a mediodía. Él
decía que igual nos lo teníamos que pensar, que si esto era un coñazo…”
Memorable Fren de Testas y en Los Santos Inocentes... gran actor.
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