En México, Iglesia y estado andan
reñidos desde que Benito Juárez comenzó la expropiación de los latifundios que
pertenecían a las órdenes religiosas para dárselos, no al pueblo, como cabría
esperar, sino a los ricos comerciantes de las ciudades, que eran los únicos que
tenían plata para comprar tierras. Eso sucedía en julio de 1859. La Iglesia
montó en cólera pues se vio desprovista de sus privilegios: además de heredera
de bienes raíces, intervenía hasta entonces en los asuntos de gobierno. Todo
eso se acabó, porque iba a comenzar la secularización de la sociedad mexicana,
al menos de las clases medias, mientras el pueblo llano, mísero e ignorante,
quedaba al abrigo de unos cuantos clérigos de aldea, tan humildes como el que
más.
Cuando se desató la revolución
zapatista, la oligarquía reinante advirtió que el altruismo podía llegar
demasiado lejos. El de Morelos se negaba a entregar su arsenal hasta que no se
repartieran tierras entre los campesinos. Con armas, se podía exigir; sin
ellas, se estaba vendido. En 1910, había 840 hacendados en el país, dueños
ellos solos de setenta y ocho millones de hectáreas. El 95% de los agricultores
no tenía propiedad. Un 1% de terratenientes concentraba el 97% de la tierra
cultivable. Quince haciendas señoreaban millón y medio de hectáreas
productivas. Si bien la Iglesia había ejercido de poder fáctico, guardaba
cierta lealtad a ciertos principios evangélicos. Los oligarcas herederos de las
reformas constitucionales la temían, pues tras ellos se parapetaban los
intereses creados de los terratenientes. Hablaban del pueblo, pero no sabían lo
que era, o no querían saberlo. La mayoría, por miedo o por ambición, hacía el
juego al potentado de turno. En el mensaje cristiano, bien entendido y puesto
en práctica, había mucho peligro. Como escupe cierta emisora de radio en las
páginas finales de Bajo el volcán, de
Malcom Lowry: “--¿Quiere usted la
salvación de México? ¿Quiere usted que Cristo sea nuestro Rey? –No.”
(Roberto Bolaño también recoge la cita en Los
detectives salvajes). En esa misma novela famosa de Lowry se lee que Cristo
no murió en la cruz, sino en Cachemira.
Los estadistas que surgieron de
la revolución habían elaborado en 1917 una interesante Constitución que abogaba
por la devolución de las tierras a sus legítimos propietarios --los campesinos--,
la reducción de la jornada laboral a ocho horas, el derecho de huelga, y el
freno a la intervención extranjera en el control de los recursos naturales.
Cuando, en 1924, Plutarco Elías Calles
llegó al poder, se empeñó en subrayar la laicidad del estado, emprendiéndola
contra el proselitismo católico y prohibiendo la libertad de su culto. Comenzó
una contundente persecución religiosa: los curas no podían distinguirse en
público, se hizo un censo de ellos así como inventario de los bienes de las
parroquias. Se les apartó de la enseñanza en las escuelas rurales, y José de
Vasconcelos envió en su lugar a maestros laicos, dependientes del gobierno. La
Iglesia católica reaccionó decretando unilateralmente el cese del culto en los
templos. A la par, se recogían firmas para someter la “ley Calles” a
plebiscito. El congreso mexicano rechazó la solicitud, y en enero de 1927, en
toda la meseta del noroeste, desde el Bajío a Michoacán, se alzaron en armas
importantes grupos de peones y aparceros al grito de “¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!” Eran los cristeros,
católicos decididos a defender sus derechos. Entre sus filas, varios sacerdotes,
y antiguos villistas y zapatistas. Su distintivo era una cruz que colgaba sobre
su pecho. El gobierno contraatacó obligando a la tropas federales a ensañarse:
muchos cristeros fueron ahorcados de postes de telégrafos. Esto encrespó a las
masas y el movimiento cristero ocupó también el centro del país. Los
guerrilleros católicos necesitaban un líder, y lo encontraron en Enrique Gorostieta, un ex caudillo
revolucionario. Bajo el mando de Gorostieta como general en jefe, los cristeros
ocuparon Durango en abril de 1929. Los soldados de Cristo la emprendieron
contra hacendados y maestros de escuela, a quienes se consideraba acólitos del
régimen impío.
Los norteamericanos no vieron con
buenos ojos la progresión de una nueva guerra civil en México. Estados Unidos
tenía muchos intereses económicos allí. Nada menos que 794 millones de dólares
invertidos en 1911. Gran Bretaña no se quedaba corta tampoco, con sus 130
millones de libras esterlinas. ¿En qué se metió dinero? En minería, vías
férreas y petróleo. México producía el 22,7 % del crudo mundial. Cuatro
millones de barriles en 1910, y hasta ciento cincuenta y siete millones en
1920. Los ingleses eran los más interesados en controlar el petróleo, porque
ellos, a diferencia de los norteamericanos, tenían menos. No obstante, la
iniciativa para parar el conflicto llegó de la Casa Blanca. Washington actuó de
intermediario entre Plutarco Calles y el Vaticano, dejando de lado a los
cristeros. La Iglesia se avino a esta mediación, pues no quería que la
identificaran con la violencia. Y así, mientras Gorostieta combatía con unos
veinte mil voluntarios en nombre de Cristo Rey, la Iglesia pactó un acuerdo con
Calles: se respetaría el culto y la Iglesia como institución, pero la enseñanza
quedaría bajo control laico. Los cristeros tuvieron que deponer las armas. Por
el camino, ochenta mil vidas en tres años. Su insurrección rebrotó en 1932, e
incluso alcanzó el año 1938. Lauro Rocha fue su último gran caudillo.
El problema de la revolución
mexicana, su laicismo y demagogia, lo sintetizó muy adecuadamente Octavio Paz al explicar que “los hombres que encabezaban los movimientos
de liberación, salvo unas cuantas excepciones como la de Bolívar, se
apresuraron a tallarse patrias a su medida: las fronteras de los nuevos países llegaban
hasta donde llegaban las armas de los caudillos. Más tarde, las oligarquías y
el militarismo, aliados a los poderes extranjeros y especialmente al
imperialismo norteamericano, consumarían la atomización de Hispanoamérica. Los nuevos
países, por lo demás, siguieron siendo las viejas colonias: no se cambiaron las
condiciones sociales, sino que se recubrió la realidad con la retórica liberal
y democrática. Las instituciones republicanas, a la manera de fachadas,
ocultaban los mismos horrores y las mismas miserias” (v. Los hijos del limo). La revolución fue
popular y auténtica en sus principios, con Villa y sobre todo con Zapata, pero
pronto se torció por la falsa demagogia política, cuyo entramado no tenía nada
que ver con lograr una parcela con la que quitar el hambre. En palabras del
propio Emiliano Zapata: "El
campesino tenía hambre, padecía miseria, sufría explotación y si se levantó en
armas fue para obtener el pan que la avidez del rico le negaba... Se lanzó a la
revuelta no para conquistar ilusorios derechos políticos que no dan de comer,
sino para procurar el pedazo de tierra que ha de proporcionarle alimento y
libertad, un hogar dichosos y un porvenir de independencia y en agradecimiento".
La separación irreconciliable entre poder y caudillos populares fue
magníficamente reflejada en el poderoso guion que el novelista John Steinbeck
escribió para el filme de Elia Kazan ¡Viva
Zapata! (1952).
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Ahora llega a los cines un
largometraje de casi dos horas y media, For Greater Glory. The True Story of
Cristiada (‘A mayor Gloria. La
verdadera historia de la Cristiada’, 2012). Está dirigido por un técnico en
efectos especiales, Dean Wright, y
protagonizado por Andy García en el
papel del héroe Enrique Gorostieta. En los últimos tiempos, estamos asistiendo
a un repunte del cine religioso de vertiente dogmática. En 2011, la blanda Encontrarás dragones (There Be Dragons), de Roland Joffé, una
hagiografía del joven Josemaría Escrivá de Balaguer durante la Guerra Civil
española y su huida por el Pirineo. Lo único reseñable de aquella cartilla
panfletaria del Opus era la belleza apabullante de Olga Kurylenko.
For Greater Glory ha sido saludada como película de obligado
visionado por ABC (Juan Manuel de
Prada) y La Gaceta (José Javier
Esparza). El Mundo (Francisco
Marinero) se desvincula totalmente de este criterio y la pone a parir, hablando
de su “martirologio de estampita” y
de su concepto masoquista de la experiencia de la fe. En cierto modo, apoyo
esta moción, pues la primera parte del filme se resiente de la omnipresencia de
los signos ostensibles del credo: tallas votivas y Jesucristos con el Sagrado
Corazón a diestro y siniestro. Parece como si las imágenes piadosas fueran el
principal estímulo. No olvidemos, sin embargo, que estamos en Hispanoamérica,
donde la tendencia es ver representado a Dios para creer en Él (un efecto del
sincretismo cultural y cultual de antaño).
Ahora bien, For Greater Glory no es un filme vacuo, fallido e inconsistente,
como sí lo era Encontrarás dragones.
Es, probablemente, la mejor película de Andy García en un papel central, pese a
que al comienzo su personaje se parezca demasiado a Alfredo Landa con bigote.
No estamos de acuerdo con Francisco Marinero en que las escenas de acción no
estén bien resueltas, y que sean “malas
imitaciones de westerns”. A nuestro parecer, son serias, creíbles, duras y
efectivas. De hecho, lo mejor del metraje. Mantienen la tensión dramática de un
duelo atroz. Las secuencias de tortura infantil sí se las podían haber
ahorrado, porque recuerdan demasiado a Fabiola
del Cardenal Wiseman y similares. Pero es del todo evidente que la defensa de
la libertad de fe tiene sus mártires y que dicha libertad religiosa no se
consigue fácilmente: “Bienaventurados
seréis cuando os insulten y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de
calumnias por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque será grande vuestra
recompensa en los cielos” (Mt 5, 11-12). Hoy en día, los cristianos son
acosados brutalmente y represaliados en muchas partes del mundo, y aun en
nuestra propia sociedad occidental –con una base indudablemente cristiana—se
mira a menudo con malos ojos (ojos de desconfianza) a quien profesa su fe. Hoy
solo se puede ser laico, pues la práctica del catolicismo es una lacra intolerable
de un pasado represor. Ahí está de triste muestra la animadversión hacia las
capillas de la Ciudad Universitaria de la Complutense de Madrid. Las quieren
cerrar como incómodo residuo del pasado antidemocrático.
Esparza atina al establecer que
el valor de For Greater Glory reside
en el levantamiento popular para cambiar una mala política. Al fin y al cabo, “la salvación no nos vendrá de los obispos,
ni de los generales, ni de los banqueros y, menos aún, de los políticos, sino
de la capacidad de compromiso del pueblo con su fe y sus principios”. El
que algo quiere, algo le cuesta. De no ser por los cristeros, la Iglesia
católica hubiera sido expulsada de México, y su culto extraviado. Fue la
contundente respuesta popular a esa fuerte amenaza la que condujo a Calles a
replantearse su actitud ominosa. Ahora bien, como segunda parte, ¿es lícito
emprender una guerra para defender al Príncipe de la Paz? ¿Es correcto recurrir
a la violencia en nombre de Dios y de la religión? ¿Puede Dios estar con un
bando determinado, el de los “justos”? Años después, Gandhi diría: “No hay camino para la paz. La paz es el
camino”. Cuando Abraham Lincoln decidió devolver la afrenta de la
Confederación, lo hizo creyendo hallarse del bando protegido por el Creador en
aras de una causa noble: la abolición de la esclavitud. Creía en los designios
divinos, que Dios dirigía e intervenía los asuntos humanos. Es más, Lincoln
temblaba por su país al recordar que “Dios es justo”. Un dilema difícil y
polémico.
La figura del anciano Padre
Christopher, fusilado en los primeros minutos de película, representa muy bien
el deber de un sacerdote católico: dar la vida por Cristo si es necesario. Un
ministro del Señor no puede tomar las armas; puede acoger al perseguido, pero
nunca matar.
For Greater Glory ha costado cerca de 110 millones de pesos y es la
película más cara realizada en México. El guion es de Michael Love, y la
producción de Pablo José Barroso, artífice también de El gran milagro (2011) y Guadalupe
(2006). Según rezan los títulos de crédito, hubo sacerdotes en el plató, sin
duda para obrar de asesores y atender las inquietudes devotas de los
participantes.
Merece que destaquemos, así
mismo, la correcta interpretación del compositor, cantante y actor Rubén Blades como el presidente Elías
Calles. Diez minutos de un demacrado Peter
O’Toole como el Padre Christopher demuestran que la veteranía no se
extingue ni en los peores momentos.
Hay una secuencia del filme de
Wright que debió de resultar muy dura de rodar si se es sensible y creyente:
los federales asaltan una iglesia, sacan al exterior una gran talla de Jesús
crucificado y la arrojan a una hoguera, para que se consuma. Recuerda mucho la
del Cristo que se salva del templo románico expoliado e incendiado por los
almorávides en El Cid (Anthony Mann,
1961). En aquella ocasión, fue Rodrigo Díaz de Vivar quien ejerció de salvador
de la fe. En esta, serán los cristeros los nuevos cruzados.
La película de Wright –de ritmo
vigoroso-- no es hagiográfica, aunque incide muy poco en algunos desmanes
cometidos a las órdenes del cura José Reyes, como el incendio de los vagones de
un tren con los pasajeros dentro, hecho que se liquida en unos segundos y con
escaso dramatismo. Tampoco se ven los asesinatos de los maestros de escuela
enviados a las provincias por el gobierno, y que constituían una amenaza tanto
para los latifundistas como para los opuestos a la secularización educativa.
Digamos que la trama es poco equilibrada, sin pecar –ya que hablamos de
Iglesia—de tendenciosa del todo.
Al final se dice que muchos de
los martirizados fueron beatificados por Juan Pablo II y Benedicto XVI.
En definitiva, un filme
entretenido, con cierto pulso vibrante en la acción bélica, aunque sometido a
una tesis que aborda sin los suficientes equilibrio y distanciamiento, lo que
lastra el guion y el encuadre con una retórica visual demasiado añeja y
trasnochada.
Críticas de "For Greater Glory" (2012)
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