Orson, mago de primera.

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sábado, 14 de mayo de 2016

Fanatismo y brujería.

“Y pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y su simiente; él te herirá en la cabeza, y tú lo herirás en el calcañar.” Esta cita del Génesis (3, 15) ilustra perfectamente la síntesis argumental de la película La bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015). Por si supiera a poco, deberíamos completarla con este otro vaticinio de guerra: “No penséis que he venido para meter paz en la tierra; no he venido para meter paz, sino espada. Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra. Y los enemigos del hombre serán los de su propia casa.” (Mt 10, 34-36) Porque tan malo es que el hombre quede atrapado por el conflicto religioso, como la reducción de lo humano y de lo natural al nihilismo absoluto.
Robert Eggers –ganador por esta cinta del premio al mejor director en Sundance—nos ofrece un anticipo de lo que sería después el episodio de histeria colectiva disfrazado de brujería más famoso del Nuevo Mundo: los juicios de Salem (1692-93). Aquí, hacia 1630, una familia puritana es expulsada de su aldea de Nueva Inglaterra por discrepancias teológicas con la comunidad. Se trasladan a vivir a una cabaña en los límites de un bosque. Un día, mientras la hija mayor, Thomasin, jugaba con su hermano pequeño, este desaparece. El bebé es utilizado en un ritual de magia negra. La tensión entre los miembros de la familia va en aumento. Los peligros que los acechan, también. Thomasin bromea con su hermana pequeña sobre sus supuestos poderes demoníacos. Cuando otra nueva tragedia se abate sobre la familia, aquellas chanzas dejan de tomarse como tales, y se pasa a una acusación seria.
La mayor virtud de La bruja es la sobriedad narrativa y la austeridad formal. El relato está contado sin artificios, y se hace que la pulsión dramática surja de la condensación y rigor del encuadre. Sin embargo, el resultado final es irregular. No comprendemos las cinco estrellas que Luis Martínez, el crítico de El Mundo,  ha concedido a esta película, pues si bien los planteamientos pueden ser legítimos, ni la atmósfera es efectiva (que no efectista), ni los personajes vienen desarrollados ni cincelados adecuadamente desde el guion (firmado por el propio realizador). El padre (Ralph Ineson) parece un Alberto Durero pasmado –todo el día cortando leña y soltando discursos de catecismo--, y la madre (Kate Dickie) está y no está, entra y sale, hasta que se deja llevar por las pataletas histéricas de sus mellizos, y entonces explosiona. Si acaso tiene mayor interés Anya Taylor-Joy como Thomasin, una jovencita criada entre Argentina y el medio anglosajón –como ya le ocurrió en su día a la bellísima Olivia Hussey--, que puede tener mucho futuro. No se queda nada lejos, asimismo, Harvey Scrimshaw como su hermano Caleb.
El largometraje de Eggers no es una buena película sobre brujería. No hace nada creíble, para el espectador de hoy, el temor atávico que hasta llegaría a vivirse entre los puritanos de Nueva Inglaterra hacia los brujos, brujas y hechiceros. Las risas acompañaban a ciertas secuencias de la proyección, convirtiendo en chirigota un asunto presuntamente inquietante. La bruja no asusta, más bien se deja asustar por la impericia de un guion soso y falto de brío. La historia desemboca en el convencionalismo más absurdo. Hay pasajes que son guiños de carnaval a Hansel y Gretel, Fausto y Caperucita Roja. Un pobre trasgo tizón que pasaba por allí carga con la culpa de esconder a Satanás. La escena del aquelarre mujeril, con la banda levitando entre los árboles, parece un espectáculo de barraca. Una jovencita que acudía con su novio a pasar un poco de miedo, salía diciendo: “—A mí no me traes de nuevo a una película tan gilipollesca”.
La bruja se queda a años luz de una pieza verdaderamente maestra sobre calvinismo y brujería: la excepcional y cautivadora Dies irae (1943), del danés Carl Theodor Dreyer. Ha pasado al imaginario colectivo la pobre anciana primero torturada y luego atada a una escalera e impulsada sobre la pira.
Menos documentales, pero sí más atrayentes, son las recreaciones hechicerescas de Mario Bava (La máscara del demonio, 1960) y John Moxey (El hotel del horror / The City of the Dead, 1960).
Por supuesto que penosa resultó Las brujas de Zugarramurdi (2013), de Álex de la Iglesia.
Tampoco se puede decir que Eggers haya construido ningún canto contra las indolencias del fanatismo. Sin ir muy lejos, es muy superior el alegato implacable de ese cuento de terror de lo anómalo impuesto como normal que se ve en Camino de la cruz (Dietrich Brüggemann, 2014). Rodada con cámara fija y en completos planos-secuencia, Camino de la cruz es una obra suculenta, sin aristas, con la turbadora intervención de Franziska Weisz como la madre despótica.
A los espectadores que alberguen algún interés por ver La bruja, les recomendamos que aguarden tranquilamente a su pase televisivo. Que la graben, le quiten la publicidad, y listo.
© Antonio Ángel Usábel, mayo de 2016.

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