El mundo está lleno de almas
vacías. Y de putones verbeneros esclavizados por el ocio.
Flaubert quiso escribir aquel
bello retrato de la nada, pero nunca lo consiguió.
Roma, fotografiada en 1960 por
Federico Fellini y por Paolo Sorrentino en 2013, es el escenario de una
propiedad condenada. Foro imperial del aburrimiento, la monótona nocturnidad de
una sociedad prisionera de su farsa.
En La Dolce Vita, Marcello
Rubini (Marcello Mastroianni), un joven y atractivo periodista cínico y
vividor, se arrastraba por las catacumbas romanas de una aristocracia y una
burguesía decadentes. Roma vivía para el estrellato, el culto a los divos
extranjeros, pero no sabía en realidad vivir porque no depositaba su creencia
en nada. Rubini, seguido por su troupe de reporteros gráficos, participaba de
figurante en fiestas sin fin ni sentido. Los ricos hacen el amor a todas horas;
no tienen otra cosa que hacer: copulan en el cubil de una hetaira barata,
follan sobre la alfombra de un lujoso salón, o sobre los excrementos de
murciélago de una rotonda abandonada en una villa renacentista. Las
desenfrenadas potrillas bailan desnudas y descalzas, ante potros en celo. La
vida de estos romanos se improvisa cada minuto, se rifa continuamente. El día
no tiene veinticuatro horas; puede alcanzar solo doce, o ampliarse a treinta y
seis o a cuarenta y ocho. Su universo es el manto de la noche, el momento para
el carnaval, el fingimiento, la doble vida y la lujuria.
Marcello Rubini desea convertirse
en escritor, pero carece de disciplina para acometer una sola actividad durante
mucho tiempo. Es un hedonista que bascula entre su arrimada Emma (Yvonne
Furneaux), y Magdalena (Anouk Aimée) y otras amantes ocasionales. Marcello
engaña a Emma cuanto quiere, pero sin embargo se siente ligado a ella. Le atrae
Magdalena, una aristócrata podrida de dinero y frustrada por no poder dirigir
su vida en ninguna dirección. Magdalena ansía ser esa otra María, la pecadora
arrepentida. Pero Marcello no va a atarse firmemente a ningún poste, y será
Ulises arrastrado hacia las sirenas en una tragicomedia sin fin. No va a poder
formar una familia, como ha hecho su amigo, el místico intelectual Steiner
(Alain Cuny). Al fin y al cabo, eso no es un seguro de vida, porque incluso
Steiner vaporiza el mármol: descontento con su rellano burgués, asesina a sus
hijos y se perfora la sien de un tiro.
La Grande Bellezza. Han
pasado cincuenta años. Marcello es ahora Jep Gambardella (Toni Servillo), un
vividor de cerca de setenta, que trabaja como cronista en un periódico dirigido
por una enana. Jep vive y recibe en un lujoso apartamento frente al Coliseo. En
su momento, se hizo famoso con una novela, El
aparato humano, que ya solo recuerdan sus allegados. No ha vuelto a editar
ficción desde aquel éxito.
Jep vive de noche y duerme de
día. Gasta una apostura risueña y desenfadada, a lo David Niven. Monta vacuas
tertulias en su terraza y asiste a múltiples festejos de la Roma elegante.
Cuando es necesario, Jep se acuesta con quien se lo pide, esas millonarias
cincuentonas que guardan fotografías en su portátil. Tiene un amigo heroinómano
que dirige un local de destape, cuya cuarentona y descarriada moza, metida de
lleno en la farándula del espectáculo, está enganchada hasta las cejas. El
padre le pide a Gambardella el tosco favor de encontrar un marido para su pobre
hija. Ni corto ni perezoso, nuestro dandi acompaña a la mujer a encuentros
donde asisten monseñores y matrimonios nobles contratados. Nace cierta química
entre ambos, con el trasfondo felliniano de lo absurdo: magos que hacen
desaparecer jirafas, políticos corruptos y lascivos, vejestorios adictos al
bótox, monjas beatas caricaturizadas, cardenales glotones, presentadoras
prefabricadas, solitarios que se fotografían a diario, poetas excéntricos,
dramaturgos fracasados. La pléyade de lo banal, de lo superficial a más no
saber. Sin motivo aparente, sin por qué, sin rumbo. “En aquellos días, los hombres buscarán la muerte y no la encontrarán;
desearán morir, pero la muerte huirá de ellos” (Ap 9, 6). Personal
indolente y mezquino atrapado en los laberintos de Piranesi, mientras el nuevo
mundo es un aire suave de pausados giros.
La Dolce Vita ya predecía nuestra época de una realidad construida
y cercenada por la imagen. Solo lo capturado por una cámara existe de veras.
Los “paparazzi” a la caza del disparo famoso. En busca del unicornio. Hay que
fabricar un punto de vista, enseñar al público el rostro y el cuerpo de la
gente guapa. El olimpo de los dioses en las noches junto al Tíber.
El rico que no encuentra una
razón para vivir es el más desgraciado de los hombres, porque está prisionero
de su jaula de oro y no se atreve a usar la llave de diamantes para salir de
ella. Como acierta a decir una mujer extranjera durante el falso milagro de La Dolce Vita, “quien busca a Dios, lo encuentra donde quiere”. Quien se fija un
objetivo que vale la pena, pues supera lo suyo y se imbrica en el tejido
social, puede comenzar a darse por satisfecho. No hay mejor voluntad que una de
compromiso. Eso es lo que les falta a los personajes que desfilan por ambas
películas, perennes en su nihilismo, en su caparazón, en su “ser-para-la-muerte”,
en su “noluntad”.
Paolo Sorrentino ha conseguido atrapar en La Grande Bellezza la exquisitez de lo inacabado, de lo espurio. Ha
firmado una obra delicada, única, soberbia en su tributo a la vacuidad de lo
cercano, un testimonio valioso y brillante de lo decadente a cada rato.
Catedral de lo crepuscular, La Grande Bellezza, todo un clásico.
Más sobre La Gran Belleza.
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