Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 12 de enero de 2014

Catedrales de lo crepuscular.

El mundo está lleno de almas vacías. Y de putones verbeneros esclavizados por el ocio.
 
Flaubert quiso escribir aquel bello retrato de la nada, pero nunca lo consiguió.
Roma, fotografiada en 1960 por Federico Fellini y por Paolo Sorrentino en 2013, es el escenario de una propiedad condenada. Foro imperial del aburrimiento, la monótona nocturnidad de una sociedad prisionera de su farsa.
En La Dolce Vita, Marcello Rubini (Marcello Mastroianni), un joven y atractivo periodista cínico y vividor, se arrastraba por las catacumbas romanas de una aristocracia y una burguesía decadentes. Roma vivía para el estrellato, el culto a los divos extranjeros, pero no sabía en realidad vivir porque no depositaba su creencia en nada. Rubini, seguido por su troupe de reporteros gráficos, participaba de figurante en fiestas sin fin ni sentido. Los ricos hacen el amor a todas horas; no tienen otra cosa que hacer: copulan en el cubil de una hetaira barata, follan sobre la alfombra de un lujoso salón, o sobre los excrementos de murciélago de una rotonda abandonada en una villa renacentista. Las desenfrenadas potrillas bailan desnudas y descalzas, ante potros en celo. La vida de estos romanos se improvisa cada minuto, se rifa continuamente. El día no tiene veinticuatro horas; puede alcanzar solo doce, o ampliarse a treinta y seis o a cuarenta y ocho. Su universo es el manto de la noche, el momento para el carnaval, el fingimiento, la doble vida y la lujuria.
Marcello Rubini desea convertirse en escritor, pero carece de disciplina para acometer una sola actividad durante mucho tiempo. Es un hedonista que bascula entre su arrimada Emma (Yvonne Furneaux), y Magdalena (Anouk Aimée) y otras amantes ocasionales. Marcello engaña a Emma cuanto quiere, pero sin embargo se siente ligado a ella. Le atrae Magdalena, una aristócrata podrida de dinero y frustrada por no poder dirigir su vida en ninguna dirección. Magdalena ansía ser esa otra María, la pecadora arrepentida. Pero Marcello no va a atarse firmemente a ningún poste, y será Ulises arrastrado hacia las sirenas en una tragicomedia sin fin. No va a poder formar una familia, como ha hecho su amigo, el místico intelectual Steiner (Alain Cuny). Al fin y al cabo, eso no es un seguro de vida, porque incluso Steiner vaporiza el mármol: descontento con su rellano burgués, asesina a sus hijos y se perfora la sien de un tiro.
La Grande Bellezza. Han pasado cincuenta años. Marcello es ahora Jep Gambardella (Toni Servillo), un vividor de cerca de setenta, que trabaja como cronista en un periódico dirigido por una enana. Jep vive y recibe en un lujoso apartamento frente al Coliseo. En su momento, se hizo famoso con una novela, El aparato humano, que ya solo recuerdan sus allegados. No ha vuelto a editar ficción desde aquel éxito.

Jep vive de noche y duerme de día. Gasta una apostura risueña y desenfadada, a lo David Niven. Monta vacuas tertulias en su terraza y asiste a múltiples festejos de la Roma elegante. Cuando es necesario, Jep se acuesta con quien se lo pide, esas millonarias cincuentonas que guardan fotografías en su portátil. Tiene un amigo heroinómano que dirige un local de destape, cuya cuarentona y descarriada moza, metida de lleno en la farándula del espectáculo, está enganchada hasta las cejas. El padre le pide a Gambardella el tosco favor de encontrar un marido para su pobre hija. Ni corto ni perezoso, nuestro dandi acompaña a la mujer a encuentros donde asisten monseñores y matrimonios nobles contratados. Nace cierta química entre ambos, con el trasfondo felliniano de lo absurdo: magos que hacen desaparecer jirafas, políticos corruptos y lascivos, vejestorios adictos al bótox, monjas beatas caricaturizadas, cardenales glotones, presentadoras prefabricadas, solitarios que se fotografían a diario, poetas excéntricos, dramaturgos fracasados. La pléyade de lo banal, de lo superficial a más no saber. Sin motivo aparente, sin por qué, sin rumbo. “En aquellos días, los hombres buscarán la muerte y no la encontrarán; desearán morir, pero la muerte huirá de ellos” (Ap 9, 6). Personal indolente y mezquino atrapado en los laberintos de Piranesi, mientras el nuevo mundo es un aire suave de pausados giros.

 La Dolce Vita ya predecía nuestra época de una realidad construida y cercenada por la imagen. Solo lo capturado por una cámara existe de veras. Los “paparazzi” a la caza del disparo famoso. En busca del unicornio. Hay que fabricar un punto de vista, enseñar al público el rostro y el cuerpo de la gente guapa. El olimpo de los dioses en las noches junto al Tíber.
El rico que no encuentra una razón para vivir es el más desgraciado de los hombres, porque está prisionero de su jaula de oro y no se atreve a usar la llave de diamantes para salir de ella. Como acierta a decir una mujer extranjera durante el falso milagro de La Dolce Vita, “quien busca a Dios, lo encuentra donde quiere”. Quien se fija un objetivo que vale la pena, pues supera lo suyo y se imbrica en el tejido social, puede comenzar a darse por satisfecho. No hay mejor voluntad que una de compromiso. Eso es lo que les falta a los personajes que desfilan por ambas películas, perennes en su nihilismo, en su caparazón, en su “ser-para-la-muerte”, en su “noluntad”.
 
Paolo Sorrentino ha conseguido atrapar en La Grande Bellezza la exquisitez de lo inacabado, de lo espurio. Ha firmado una obra delicada, única, soberbia en su tributo a la vacuidad de lo cercano, un testimonio valioso y brillante de lo decadente a cada rato.
Catedral de lo crepuscular, La Grande Bellezza, todo un clásico.
Más sobre La Gran Belleza.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario