«Quien
vive más de una vida
más
de una muerte ha de morir.»
(O.
Wilde)
La sociedad victoriana no habría
sido la misma sin la disidencia de Oscar
Wilde (Dublín, 1854-París, 1900). Autor insustituible, esteta de primera
línea, crítico mordaz unas veces, e ingeniosamente sutil otras, su presencia en
nuestras lecturas sigue siendo necesaria. Es, probablemente, uno de los cinco
mejores escritores de los tiempos modernos. Incombustible e imperecedero,
maestro en el Arte por el Arte, discípulo del esteticismo de Walter Pater,
alumbró verdaderas joyas literarias: El
fantasma de Canterville, El crimen de
Lord Arthur Savile, El gigante
egoísta, El ruiseñor y la rosa, Salomé, El abanico de Lady Windermere, La
importancia de ser Ernesto, El
retrato de Dorian Gray, así como interesantes ensayos dialogados como La decadencia de la mentira, El crítico como artista, y El alma del hombre bajo el socialismo.
El cine ha adaptado algunas de
sus obras con verdadero acierto: El
fantasma de Canterville (Jules Dassin, 1944, con Charles Laughton), El retrato de Dorian Gray (Albert Lewin,
1945, con George Sanders y Hurd Hatfield), El
abanico de lady Windermere (Otto Preminger, 1949, con Jeanne Crain y Madeleine
Carroll), Al margen de la vida
(Julien Duvivier, 1943, con Edward G. Robinson).
Llega ahora una semblanza
biográfica del último Wilde, el exiliado de Inglaterra a Europa (Francia e
Italia). En España se la ha titulado como La importancia de llamarse Oscar Wilde, cuando en el
original es The Happy Prince (El Príncipe Feliz), en referencia al
cuento homónimo, el más bello y emotivo de toda la Literatura, y uno de los más
trágicos y tristes (junto con La pequeña
cerillera, de Hans Christian Andersen). Se trata de una coproducción entre
Reino Unido, Italia, Bélgica y Alemania de 2018, dirigida y protagonizada por Rupert Everett.
El Príncipe Feliz, contado por él mismo a sus propios hijos y a
unos pilletes parisinos, sirve de hilo conductor al relato. De hecho, es cierto
que Wilde relataba oralmente esta historia ya en su visita a Cambridge, en
1885, el año en que nació Cyril, su primer hijo (el segundo, Vyvyan, vino al
mundo un año y medio después). Wilde pasó dos años en la cárcel de Reading, no
muy lejos de Londres, condenado a trabajos forzados (que no cumplió, por su
salud quebradiza) acusado de sodomía, el pecado nefando. Durante el primer año
de encierro un alcalde muy autoritario no le permitió escribir. Sus condiciones
mejoraron en el segundo año, cuando se le permitió redactar De profundis –una larga carta de
despecho—y meditar La balada de la cárcel
de Reading –sobre la suerte de un condenado a la pena capital y la
conmoción que desata entre sus compañeros presos--. Había ido a parar allí por
su querella, en 1895, contra el marqués de Queensberry, quien en una tarjeta le
había acusado de sodomita. El marqués era el padre de Bosie, lord Alfred
Douglas, el amante preferido de Oscar, a quien venía frecuentando desde 1891.
En el juicio, Queensberry fue absuelto de calumnias al probarse el
comportamiento homosexual de Wilde. Su condena no quedó anulada hasta 2017,
junto a las de otros 75.000 homosexuales procesados en Reino Unido.
Tras abandonar la prisión y
partir en transbordador a Dieppe, Oscar no volvió a escribir nada. Su encierro
lo había anulado creativamente, lo había hundido. Adoptó un seudónimo,
Sebastian Melmoth, en honor al personaje creado por su tío abuelo Charles-Robert
Maturin. Se refugió en París, desde febrero de 1898, donde recibía la visita de
amigos y amantes, como Robbie –Robert Ross, promotor de sus publicaciones y
cuyas cenizas reposan desde 1950 en la segunda tumba de Wilde, en
Père-Lachaise--. Vivía de sablear a
amigos y admiradores. Bebía absenta, consumía drogas (como la cocaína) y comía
poco. Tuvo también contactos con Bosie, hasta que la madre del muchacho le
retiró la asignación por conducta depravada. Con su mujer Constance hubo de
guardar las distancias y mantener un sentimiento de amor-odio. Al fin y al
cabo, ella en parte lo mantenía con una pensión; él vivía a expensas de ella. A
sus dos hijos les cambiaron el apellido paterno, para que no vivieran con la
vergüenza de ser descendientes de un réprobo. Tras sufrir una otitis, que se le extendió e infectó, Wilde falleció de una septicemia
el 30 de noviembre de 1900, en el Hotel d’Alsace, tras haber recibido el
bautismo y la extremaunción católica. (A lo largo de su vida, había recibido la
bendición apostólica personal de los Papas Pío IX –en 1877—y de León XIII, en
el mismo año de su muerte en París.)
La película no lo narra, pero
otros escritores se dieron el gusto de saludar a Wilde en esos cafés de París:
el poeta nicaragüense Rubén Darío, el periodista guatemalteco Enrique Gómez
Carrillo, el novelista canario Benito Pérez Galdós (de quien admiraba Wilde su
novela Marianela), el noventayochista
Pío Baroja y los modernistas hermanos Manuel y Antonio Machado.
El largometraje cuenta con una
dirección eficaz, una ambientación precisa y exquisita, y una excelente
interpretación de Everett en el rol
principal, correctamente secundado por Colin
Firth, coproductor también. Especial tono entrañable logra la secuencia de
Wilde cantando sobre una mesa del Calisaya, una cantina americana del Bulevar
de los Italianos. Vemos a un Wilde avejentado, crepuscular, felliniano, que se
da colorete en las mejillas para parecer aceptablemente púdico. Un retrato
cercano, que cala en el espectador, y que se aleja de la áspera semblanza
barojiana: gigante de grandes pies, desproporcionado de cuerpo, cara embobada, con
los bolsillos del abrigo repletos de periódicos.
© Antonio Ángel Usábel, abril
de 2019.
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La relación intensa, pero intermitente, con lord Alfred Douglas, perjudicó
extraordinariamente a Wilde. Douglas sabía que podía manejar al escritor como
quisiera; podía maltratarlo, que aquel comía en su mano.
El primer amante serio de Oscar fue Robert Ross, a quien conoció en 1886, cuando este contaba solo
diecisiete años. A pesar de las muy frecuentes infidelidades del genio, Ross le
fue leal hasta más allá de la muerte, al velar por la correcta publicación de
sus obras y por sus derechos legales. También al darle una segunda sepultura
digna en uno de los mejores camposantos parisinos.
En el verano de 1889, Wilde conoce y se enamora del poeta
joven John Gray, el “Dorian Gray” de
su célebre novela. Serán amantes hasta 1892. En junio de 1891, Oscar conoce a
Alfred Douglas, de veintiún años. Marcha con él a un balneario de Homburg, en
Alemania, en julio de 1892. En 1893, ambos hombres se instalan, por un año
entero, en el Hotel Savoy de París, y Douglas aprovecha para traducir del
francés la Salomé de su amigo. Wilde
discute con Douglas por esa traducción, que considera mala. Ese mismo año,
Robert Hichens escribe El clavel verde,
donde parodia la relación amorosa entre su amigo Oscar y lord Alfred.
Estando en París, Douglas frecuenta a jóvenes menores, y hace
amistad con prostitutos homosexuales. Wilde mantiene a alguno de ellos. En
1894, Douglas abandona a Wilde a instancias de sus padres, quienes lo envían a
la embajada británica de El Cairo. Sin embargo, Alfred lo atosiga con
telegramas y lo amenaza con el suicidio pasional. Oscar, entonces, acepta
volver a ver esporádicamente a Douglas, en Londres y en Brighton. 1895 es el
año de la perdición de Wilde: Douglas odia a su padre y por eso casi fuerza a
Oscar a denunciarlo cuando Queensberry lo acusa de sodomita. Mientras sale el
juicio, Oscar y Alfred se van a Montecarlo. Celebrada la vista, se exonera a
Queensberry y se condena a Wilde, cuyos derechos de autor se confiscan para
afrontar las deudas de la demanda y los costes procesales. También se venden
los libros de su biblioteca y sus manuscritos. Por si fuera poco, Alfred
intenta publicar en París las cartas de amor de Wilde. Los amigos del escritor
lo impiden en el último momento.
Tras el presidio, en agosto de 1897, Oscar se reconcilia con
Alfred y viaja con él a Nápoles. Pero en diciembre de ese año, optan por
separarse, acosados por los impagos tras cancelarse sus respectivas pensiones. En
abril de 1898 muere la esposa de Oscar, y este se queda con una exigua pensión.
En 1900, Alfred hereda de su padre difunto una fortuna de más de veinte mil
libras esterlinas, mas no se acuerda de su amigo Wilde. Tiene la labia, no
obstante, de encabezar su cortejo fúnebre.
Recuerdo la primera máxima de Wilde que verdaderamente me
impactó. Se la escuché a don Emilio
Escartín Núñez (fallecido en septiembre de 2006), mi profesor de Literatura
medieval española en la Universidad Complutense. (La persona a quien, por otra
parte, más honda y sentidamente he oído recitar a García Lorca). Corría el año
1985. Decía así: “Propio es de imbéciles imitar a los genios”. Buena definición
de sus posibilidades, porque lo mejor que siempre tuvo Oscar Wilde –hombre nacido
para los placeres, el arte y el lujo—fue lo que declaró en la aduana al llegar
a Estados Unidos, en enero de 1882: su genialidad.
En 1900, Alfred hereda
ResponderEliminarUna gran cantidad de alegría, es experimentada por un número limitado de personas. Para comparar, es necesario analizar qué películas https://pelisonline.club son más interesantes
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