Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

miércoles, 9 de octubre de 2019

Cazadores de perdices.

“Mientras dure la guerra” fue esa coletilla que la Junta militar quiso poner, como condición, a Franco a la hora de asumir el poder supremo, y que una mano amiga de los intereses del Generalísimo suprimió bondadosamente del documento final que se firmó. Es decir, a todos los efectos, Francisco Franco Bahamonde iba a ser Jefe del Ejército y del Estado --Caudillo de España—una vez terminara la contienda incivil, en abril de 1939. Nada de depuración del régimen republicano, ni de reinstauración de la monarquía borbónica: un poder autárquico, unipersonal, y dictatorial en suma. El falangismo era la inspiración ideológica del Alzamiento Nacional; José Antonio hablaba de la “unidad de destino en lo universal”, o lo que es lo mismo, que cada español –católico como manda la tradición—trabajara por un interés común, una forma de pensar única e inequívoca, asumida como propia y alejada de toda disquisición partidista. Los partidos políticos –la diversidad de pensar—no tenían cabida en una España nacionalcatólica, porque la diferencia, la divergencia, no creaba sino desunión y enfrentamiento de intereses. El Fascismo italiano –con su Duce a la cabeza—había demostrado que se podía levantar un imperio de sus cenizas, como un Ave Fénix renaciendo. Hitler, en Alemania, hacía otro tanto. España había entrado en decadencia en el último tercio del siglo XIX: la pérdida de su autoridad colonial, de su presencia en ultramar. Esto llevó a intelectuales, políticos y militares al desánimo y la melancolía, a las ansias de “regeneración” con ese gran “cirujano de hierro” del que hablaba Joaquín Costa. España estaba enferma y había que sanarla. Primero lo intentó el brazo castrense de Miguel Primo de Rivera, después –soslayando nuevos experimentos dialectales-- la sublevación armada de julio de 1936.
La II República española no había conseguido ningún entendimiento: la radicalización de posturas cundía por doquier. La izquierda quería acabar con los privilegios de clase: con los terratenientes, la sumisión a la aristocracia, los tejemanejes de la Iglesia católica. La derecha no estaba dispuesta a dejarse pisar el callo: ni admitía injerencia en la propiedad, ni toleraba el laicismo ni la sombra del comunismo soviético. Nadie trabajó por lograr un equilibrio, por buscar un punto medio --por otra parte muy difícil--, por lo irreconciliables de las posturas, al conllevar dos modos opuestos de entender la vida. Lerroux y Largo Caballero no podrían haber comido en la misma mesa. Por eso, cuando los conservadores formaron gobierno, llegó la Revolución de Asturias de 1934, auspiciada por las formaciones de izquierda, sofocada marcialmente por Franco, y negro preludio de la Guerra del 36.

Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-Salamanca, 1936) había militado en el socialismo en su juventud. Incluso esa militancia pudo valerle para medrar en los círculos académicos e intelectuales (como también a Antonio Machado su vinculación a la masonería). Unamuno pasó, en muy pocos años, de dar clases particulares, a profesor de instituto primero, y a catedrático de Griego en la Universidad de Salamanca y rector vitalicio de la misma no mucho después. La cátedra de Griego se la ganó a pulso frente a un tribunal conservador, presidido por don Marcelino Menéndez Pelayo, y con Juan Valera como vocal. Era junio de 1890. El carácter combativo de Unamuno cristalizó al oponerse a la dictadura de Primo de Rivera, hecho por el que fue desterrado a Fuerteventura. Acogió con vítores la proclamación de la II República y encabezó manifestaciones multitudinarias en Madrid. Pero pronto se desengañó del giro extremista del nuevo Estado, y de la imposibilidad de consensuar esfuerzos políticos y posturas sociales. La República estaba perdida (como ya ocurrió en diciembre de 1874, con el pronunciamiento del general Martínez Campos). Es así que, cuando estalló la sublevación militar, Unamuno la acogió como una solución posible y válida. Creía que la milicia iba a reinstaurar sabiamente el orden. Y en poco tiempo. Lo que no sospechaba era que se tratara del inicio de un serio conflicto bélico que sumiría a España en la destrucción y en un baño de sangre. De ahí su famosa elucubración de “vencer no es convencer”, luego adornada con un discurso pomposo y redondo, supuestamente pronunciado en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, ante las autoridades del Ejército, el 12 de octubre de 1936, “Día de la Raza”.

En octubre del 36, en Salamanca, ya había comenzado a escucharse “la dialéctica de los puños y de las pistolas”, por más que a Unamuno, ingenuamente, le parecieran tiros de cazadores. Habían iniciado los falangistas y los sublevados sus purgas, deteniendo y ejecutando sin juicio previo a opositores políticos, como los dos grandes amigos del rector, el pastor protestante Atilano Coco Martín –maestro de la Logia Helmántica, fusilado el 8 de diciembre de 1936-- y de su exalumno y colega, rector de la Universidad de Granada, Salvador Vila –ejecutado en el barranco de Víznar, el 23 de octubre del mismo año--.

Fue, precisamente, en el reverso de la carta que le escribió Enriqueta Carbonell –esposa de Atilano Coco-- a Unamuno, rogándole mediara por su esposo, donde el rector toma sus notas para su intervención improvisada en el paraninfo salmantino. Son frases sueltas, cuya verdadera textura desconocemos hoy, pues el discurso de Unamuno no fue grabado. Las anotaciones dicen:

“Guerra internacional occidental cristiana independencia.

Vencer y convencer.

Odio y compasión ni la mujer.

Odio inteligencia que es crítica diferenciadora inquisitiva no inquisidora que es examen.

Lucha unidad catalanes y vascos.

Cóncavo y convexo.

Imperialismo lengua.

Rizal.”

Este discurso ha sido investigado y reconstruido, con la mayor imparcialidad crítica e histórica posible, por Severiano Delgado Cruz en su ensayo Arqueología de un mito (Ed. Sílex, 2019). Al parecer, Unamuno respondió a Francisco Maldonado, quien arremetió contra una “España roja” dueña del “primitivismo y barbarie”, en la que catalanes y vascos vivían a sus anchas, “a costa de los demás españoles (…) en un paraíso de fiscalidad y de altos salarios”. Estos términos fueron rubricados por el poeta José María Pemán, quien habló de España como “pueblo nacido para la universalidad y para el imperio”.
Unamuno aplaudió el papel del ejército nacional para salvar “la civilización occidental cristiana”, pero negó el antiespañolismo de catalanes y vascos (él mismo lo era, y asimismo español) y apeló a la necesidad de convencer y no solo de vencer por la fuerza de las armas. Seguidamente, criticó a esas damas católicas que asistían a los fusilamientos con el crucifijo al cuello, y justificó que el Imperio español (su expansión americana) se basaba en la extensión de la lengua, no en la raza. Mencionó como muestra a José Rizal, líder del independentismo filipino, quien usaba el español para expresarse. Esta alusión a Rizal fue lo que más enfureció a Millán-Astray, veterano de aquella pérdida colonial, quien golpeó la mesa y exclamó “¡Muera la intelectualidad traidora!” El auditorio festejó y aplaudió al fundador de la Legión. Un docente gritó que estaban todos en “la casa de la inteligencia”, a lo que Pemán respondió “¡No digamos muera la inteligencia, digamos mueran los malos intelectuales!”

No es cierto que Unamuno tuviera que ser conducido por Carmen Polo, en su coche, hasta su casa. El propio rector optó por irse andando, porque vivía muy cerca del paraninfo. Por la tarde, en su visita al casino, sí resultó abucheado por algunos socios. El 13 de octubre, Unamuno fue expulsado de la corporación municipal, y el 14, destituido como rector por sus compañeros de claustro. Se le recluyó en su casa, aunque sus simpatías por los militares golpistas no parecieron aminorar. Unamuno fue un mar de contradicciones toda su vida: en 1925 abogaba por la supresión del Ejército español (por inmiscuirse en la política del país); en el 36, declara que “el Ejército es el único armazón sobre el que puede construirse algo verdaderamente serio en España.”

Miguel de Unamuno falleció el 31 de diciembre de 1936. El 1 de enero del 37, tuvo un entierro falangista.
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Mientras dure la guerra, el largometraje de Alejandro Amenábar (España, 2019), se centra en la amistad entre Unamuno y sus compañeros de tertulia: Atilano Coco y Salvador Vila. Toman los militares sublevados Salamanca, y a Unamuno le llegan rumores de desaparecidos y encarcelados. Tal cosa, sin duda exageraciones. Sus críticas al gobierno republicano conllevan su rápida destitución como rector, a la par que su adhesión a la Cruzada por la salvación de España le reporta su readmisión en el puesto, y su nombramiento como concejal en el Ayuntamiento.
Cuando se detiene a Atilano Coco, Unamuno media por su liberación inmediata; se trata de una buena persona, que no ha hecho el mal a nadie. Pero no le hacen caso, por ser Atilano protestante y masón.

Enriqueta, la esposa de Coco, increpa a Unamuno por su parcialidad: el sabio bilbaíno ha donado cinco mil pesetas a la causa del alzamiento militar. 

Desaparece también Salvador Vila, y Unamuno va a ver a Franco y a su mujer, Carmen Polo. Estos le reciben cortésmente, y Unamuno argumenta que el bando sublevado, que viene a traer el orden a España, no puede hacer lo mismo con los detenidos que la zona fiel a la República. En un alarde de sangre fría y de pragmatismo inusitados, el general ferrolano y su mujer le responden que ellos no hacen lo mismo que los rojos; que, en la zona nacional, a los presos se les permite, primero, confesar y recibir el perdón de sus pecados, cosa que no contemplan los ateos bolcheviques. Unamuno ve que ha topado con un muro, el de Ávila, bien firme y señero.

La película desarrolla la admiración incondicional, enfermiza, de José Millán-Astray hacia su casi paisano y compañero de armas y de fortuna Francisco Franco Bahamonde. Millán-Astray lo propone ante la Junta militar como Jefe del Ejército y del Estado. Franco, prudente, taimado, recibe en el oído las consejas de su intrigante hermano Nicolás. Se sugiere que el futuro Caudillo decidió prolongar adrede la guerra, evitando el asalto definitivo a Madrid, para poder hacer limpieza a fondo, exterminando a los oponentes antiespañoles. 
De Millán-Astray no se ofrece una visión completamente atrabiliaria y negativa. En una escena, aclara a Unamuno una gran verdad: “Para ustedes, los intelectuales, es muy fácil hablar; lo agitan todo, y luego somos nosotros, los militares, quienes tenemos que reinstaurar el orden y la sensatez.”

La narración tiene buen pulso, y el eje del guion de Amenábar y Alejandro Hernández se vertebra en torno a la rivalidad entre Unamuno y Millán-Astray.

Karra Elejalde construye un Unamuno convincente, confundido por su ingenuidad, buen amigo de sus amigos, intelectual –no político, ni héroe barojiano de acción--. Eduard Fernández vertebra un Millán-Astray enérgico, poderoso, determinado, irónico por momentos. Su caracterización es magnífica y facilita la convicción de su discurso. Santi Prego compone un Franco acartonado, de opereta, en parte por una mala caracterización de museo de cera. Es de lo más endeble del filme.

Hay una secuencia sobradamente elocuente, muy bien esbozada: cuando Millán-Astray, en la carretera, desde su vehículo en marcha, jalea a sus tropas que avanzan a pie. La cámara se sale del camino y enfoca un trigal, y entre las mieses, aún pudibundos sus cuerpos como para no sobrecoger, los primeros represaliados, muertos en el silencio de un manto nocturno.
La película de Amenábar, aun con su ambientación impecable, no obstante, es parcial, pues olvida que en la Guerra “Incivil” se vivió un proceso de barbarie colectiva. No era una lucha de buenos contra malos. Sin justificar la rebelión militar, la II República estaba herida de muerte por su falta de compromiso con la moderación y el entendimiento entre españoles. En ambos bandos hubo muchos asesinatos, muertes de inocentes. Una realidad que no se puede esconder ni disimular, y que debe mostrarse sin tapujos a nuestras jóvenes generaciones, para que tan sangriento desencuentro nunca se repita.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2019.

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La determinación de fijar un mando único para el ejército sublevado fue alentada por el general Alfredo Kindelán, y secundada por la oficialidad de Mola, Orgaz, Yagüe y Millán-Astray. Naturalmente, aplaudida también por Nicolás Franco y por los jefes de Falange y de requetés. Se celebró una reunión en un barracón del aeródromo de San Fernando, a unos treinta kilómetros de Salamanca, el 12 de septiembre de 1936.

Se acordó un documento conciso, de cuatro artículos. En el tercero, se ligaba el mando militar supremo a la jefatura del gobierno, con la apostilla “mientras dure la guerra”.
El 29 de septiembre de 1936, el acuerdo se hizo oficial en Burgos, firmado por Miguel Cabanellas. Contenía cinco artículos, no cuatro, y ya en el primero se nombraba a Franco “Jefe del Gobierno del Estado Español”, sin restricciones.

El más reticente a que Franco asumiera la Jefatura del Estado y el mando absoluto del Ejército fue, precisamente, el masón Cabanellas, quien sabía de la ambición de su antiguo subordinado. Y así lo declaró: