Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

viernes, 13 de agosto de 2021

La andadura española de "La diligencia".

Stagecoach fue el primer western serio del maestro John Ford. Producido por Walter Wanger, se estrenó el 3 de marzo de 1939 en Estados Unidos. En el guion intervinieron Dudley Nichols y Ben Hecht, y la historia partía de Ernest Haycox, quien a su vez adaptaba, muy libremente, Bola de Sebo, un relato breve de Guy de Maupassant

En esta película se reúnen los dos alicientes por antonomasia de las aventuras en el Oeste americano: el ataque de los indios, y el duelo entre pistoleros. La mayor parte del metraje lo ocupa el avance de una diligencia por territorio apache, durante un tiempo escoltada por la caballería, y la segunda mitad, concebida a manera de epílogo, con un enfrentamiento a muerte de Ringo Kid (John Wayne), el protagonista, con los malhechores que mataron a su padre y a su hermano.

En el interior del vehículo, tirado por seis caballos que se renuevan a lo largo de las paradas de postas, viajan siete personas, seis sentadas y una en el suelo, el pistolero Ringo, quien se suma a la partida en el camino. La clase “respetable” la constituyen una dama embarazada, Lucy, que va a reunirse con su marido militar, un orondo banquero, Gatewood, y un caballero sureño, jugador de cartas, Hatfield (extraordinario John Carradine). La clase media la forman un representante de whisky, Peacock, y un médico alcohólico, al que aquel le viene al pelo, el doctor Boone (Thomas Mitchell). Boone se hace acompañar por una prostituta de buen corazón, Dallas (Claire Trevor). Dallas representa a “los de abajo”, el último escalafón social, con quien la remilgada Lucy rehúsa sentarse, y a quien Hatfield niega un vaso de plata para que beba agua. Lo paradójico es que será gracias a la intervención de esta mujer pública, y al doctor Boone –con fama de bestia irresponsable--, que Lucy salve su vida al tener que dar a luz a su niña durante el peligroso trayecto. 

Es evidente la intención de los autores del guion de poner de relevancia la dignidad de toda persona por encima de prejuicios sociales anticuados, denigrantes y absurdos. Dallas es amiga del doctor Boone y congenia con el otro desclasado, el joven y apuesto Ringo. Ringo le habla de un rancho que posee al otro lado de la frontera, y en seguida Dallas se ilusiona con la idea de encontrar en él un hogar verdadero. Pero teme mucho al enfrentamiento de Ringo con Luke Plummer y sus dos hermanos. Intenta disuadirlo infructuosamente. Además, el comisario Curley, que va en el pescante, vigila a Ringo, al ser un perseguido de la justicia. Ringo debe pagar sus culpas como delincuente que es. Sin embargo, si los viajeros logran llegar con bien a su destino –menos dos de ellos, uno herido y otro muerto--, es por la intrépida determinación de Ringo de saltar sobre los caballos durante la persecución implacable y feroz de los apaches. Una secuencia memorable, que ha pasado a la Historia del Cine, y que se logró por la pericia sin igual del gran especialista Yakima Canutt. Canutt se vio en la tesitura de doblar a un indio que es arrollado, primero, y a Wayne después. Canutt fue quien coordinó, casi veinte años más tarde, la elogiada carrera de cuadrigas de Ben-Hur (William Wyler, 1959).

La diligencia se rodó en Utah, en Monument Valley, un paisaje que sería emblemático para Ford. Allí había una reserva de navajos, que fueron contratados para la filmación, a razón de diez dólares diarios por extra. Ford se felicitaba por haber salvado a aquella tribu de la miseria, al invertir en ella cerca de medio millón de dólares durante los sucesivos rodajes en Monument Valley. Es así que los navajos no autorizaron a ningún otro director para rodar en aquel paraje majestuoso. Ford fue apadrinado por los indios navajos, y hasta aprendió a comunicarse con ellos en su lengua.

La diligencia catapultó a la fama a un actor nada valorado hasta entonces, protagonista de westerns de serie B, John Wayne. Una figura fetiche para Ford. Obtuvo siete nominaciones a los Oscar de 1940 y triunfó en dos categorías: mejor actor secundario (Thomas Mitchell) y mejor banda sonora adaptada. John Ford ganó el premio del Círculo de Críticos Cinematográficos de Nueva York (1939).

La película presenta algunas innovaciones técnicas, como el uso de la cámara dolly en la presentación de Ringo Kid, ligeramente desenfocada; la imagen del techo de la cantina en un contrapicado, cuando entra en ella el comisario Curley (no se mostraron los primeros techos, pues, en Ciudadano Kane, 1941); y la escena del pasillo en penumbra con la puerta iluminada hacia la que camina Ringo, que adelanta la icónica apertura y cierre de otro filme señero de Ford, Centauros del desierto (The Searchers, 1956).

De la factura de David W. Griffith toma Ford la acción fuera de encuadre: se dispara a Hatfield, vemos resbalar su mano con su pistola, pero no lo vemos caer muerto a él. El impacto contra Peacock es sugerido por el silbido de la flecha, mientras la cámara enfoca a Boone.

La diligencia es la primera obra maestra de su director, y cuyo punto de partida es la narración del francés Maupassant, otra pieza maestra aún mejor si cabe, por ser mucho más cáustica e incisiva, publicada en 1880. Bola de Sebo es el sobrenombre de Elizabeth Rousset, una prostituta tierna y afable que, durante la ocupación de su país por los prusianos, viaja en diligencia junto a otras personas. A diferencia de la versión de Nichols y Ford, no cuenta con el apoyo de nadie. Todos la miran con desdén y desprecio, como a un desecho social. A pesar de los malos gestos, de las bocas torcidas y las ácidas murmuraciones, Bola de Sebo comparte sus deliciosas viandas con sus compañeros de viaje. En una de las paradas, los viajeros son retenidos por un oficial, que habla a la mujer y le propone acostarse con él; de lo contrario, no dejará marchar al grupo. En un principio, la indignación crece entre todos, pero pronto cede paso al egoísmo y a la reflexión interesada: a la mujer se le pedirá que, dado su desvergonzado oficio, se sacrifique en loor del grupo. Total un hombre más o menos, no importa. Y el prusiano es un oficial atractivo. Hasta las dos monjas que viajan hablan de los sacrificios de los mártires por una buena causa. El fin, a veces, justifica los medios.

Pagado el tributo carnal, ninguno de los bien abastecidos viajeros conforta a Elizabeth, quien no ha tenido tiempo de llevar ahora su propia comida. El desenlace es acompañado por el demócrata Cornudet con el canto entre dientes de La Marsellesa.

"Bola de sebo", Guy de Maupassant_Audiolibro

Un relato de decidida crítica social. Cómo los pudientes dependen y se valen, en algún momento de sus respetadas vidas, de las personas marginadas y estigmatizadas.

El tema crudo de la mujer que se debe entregar a un hombre para salvar a un grupo es recuperado por Ford en uno de sus últimos filmes, Siete mujeres (Seven Women, 1966).

A menudo, las mujeres son víctimas de los “salvajes” en la obra de Ford; les toca sufrir: Debbie Edwards, una niña, llegará a ser esposa del jefe Cicatriz, en Centauros del desierto; y en Dos cabalgan juntos (Two rode together, 1961), Elena, que fue capturada por los comanches, es la mujer de uno de ellos.

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Vamos a abordar ahora la trayectoria española de La diligencia. La película obtiene la licencia de importación el 2 de diciembre de 1943, es decir, más de cuatro años después de su estreno en su país de producción. Entra en un lote formado por otros tres largometrajes, también norteamericanos. Se paga por ese lote algo más de medio millón de pesetas de entonces, pero no se abona en efectivo, sino que el material se intercambia por películas de nacionalidad española. De este modo, se evita hacer un desembolso de dinero importante, y se da a conocer cine nacional en los Estados Unidos. Hay que considerar que España estaba en reconstrucción después de nuestra Guerra Civil --que acaba el uno de abril de 1939--, y que en Europa se vivía la Segunda Guerra Mundial. Un tiempo muy convulso todavía.

La película, de diez rollos y 2.500 metros, y su guion, se someten a censura el 27 de marzo de 1944. Para ella intervienen, al menos, tres censores: el de Educación popular, el religioso y el militar. Curiosamente, los dos últimos (representantes del clero católico y la milicia) no ponen ninguna objeción ni a la historia ni al largometraje. El sacerdote anota “Nada contrario a la moral” y el militar “Sin reparo”. Ambos autorizan La diligencia para todos los públicos. No hay que cortar escenas. Todo en orden. Sin embargo, el censor político y de Educación popular consigna la rudeza de la historia y los impulsos primitivos de los personajes, si bien los achaca a la época y ambiente en que se desarrolla la acción –el Oeste americano--. Además, como factor positivo señala que el malhechor es castigado, luego actúa la justicia poética que pone a todos en su sitio. No obstante, sí pone reparos respecto de la edad de la audiencia: la autoriza solo para mayores de dieciséis años. Y así queda, con ese rango de no tolerada. 

También se exige a la distribuidora española del filme que traduzca al castellano la presentación del principio, que está en inglés. Esa presentación (supuestamente, un cartel introductorio a la historia) ha desaparecido de la copia actualmente comercializada en España. Los laboratorios Riera estamparon cuatro copias del negativo de la película, con ese prólogo ya traducido. Desconocemos por qué se ha suprimido; acaso por no considerarse muy relevante hoy.

Los otros tres largometrajes importados junto con La diligencia fueron Las aventuras de Tom Sawyer (Norman Taurog, 1938), El forastero (The Westerner, William Wyler, 1940) y El gánster y la bailarina (The House Across The Bay, Archie Mayo, 1940).

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2021.

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Censura de «La diligencia», filme de John Ford.

Licencia de importación: 417.632

Títulos de las películas: STAGECOACH, THE ADVENTURES OF TOM SAWYER, THE HOUSE ACROSS THE BAY, y THE WESTERNER.

4 duplicados de negativo o copias lavander, bandas sonoras y material propaganda.

Valor: 46.000$ (Ptas. 516.120)

Forma de pago: Intercambio con producción nacional.

País de origen: EE.UU.

Aduana: Barcelona.

Importador: C.E.P.I.C.S.A.

(Avda. José Antonio 31, Madrid)

Exportador: Sr. D. Max R. Borrell.

Cantón Pequeño, 12. La Coruña

Fecha: 2 de diciembre de 1943.

«La diligencia», diez rollos, 2.500 metros.

Informe técnico, político y educación popular.

27 de marzo de 1944.

«Película de tema crudo y pasiones primitivas que se resuelve con el triunfo de la fuerza y donde la justicia se ¿ejecuta? de forma arbitraria y personal. A pesar de ello el ambiente y la época quitan a la película peligrosidad máxime cuando de hecho el criminal queda castigado si bien sea por ese procedimiento primitivo».

Otras consideraciones:

«Autorizada únicamente para mayores de dieciséis años».

(Vocal de Educación popular: camarada Francisco Ortiz).

Informe militar y defensa nacional:

27 de marzo de 1944.

«Sin reparo»

Clasificación: Autorizada.

(Vocal militar: Trinidad Díaz Gómez)


Informe moral y religioso:

27 de marzo de 1944.

«Nada contrario a la moral».

Clasificación: Autorizada.

(Vocal eclesiástico: P. Ramón F. Gascón)


Escenas suprimidas:

«Traducir la presentación de la película que está en inglés».

Documentos censura "La diligencia".


jueves, 5 de agosto de 2021

Te veré en la carretera.

 “See you down the road” es la despedida que se dirigen los nómadas de Estados Unidos cada vez que cambian de lugar. Son personas que viven en sus furgonetas y caravanas, que subsisten con trabajos esporádicos y temporales, y que se desplazan de un lugar a otro del país. Viven en contacto con la “madre Tierra”, se reúnen en torno a un fuego y se cuentan historias y experiencias vitales. La escritora Jessica Bruder ha contado su realidad. El libro ha sido adaptado a la gran pantalla por la realizadora Chloé Zhao, con el título de Nomadland (2020). Su coproductora y protagonista es Frances McDormand, ganadora del Oscar a la mejor actriz 2021 por su interpretación. La película obtuvo, además, los Oscar al mejor largometraje y a la mejor dirección. Aparte, consiguió otros doscientos treinta galardones más, de distintas asociaciones y festivales.

Nomadland es un maravilloso poema sobre otro mundo que también existe, aunque no pensemos en él. Rodada en estilo documental, cuenta con un elenco mayoritariamente no profesional, constituido por nómadas reales, por cientos de personas que van de un sitio a otro y hacen su vida en las áreas de descanso y en los descampados. El hilo conductor es la historia de Fern, una viuda de sesenta años cuya fábrica de yeso cerró. Ella lio el petate y se echó a la carretera con sus pocas pertenencias. Así conoce a Linda y Dave, y a otros nómadas, cada cual con su sino particular; alguno desahuciado por los médicos y con un cáncer terminal. No forman ni grupos ni comunidades, no son ni beats ni hippies. 

La película transcurre a través del quehacer de la vida cotidiana: unidad empaquetadora de Amazon, limpieza de retretes y de zonas comunes, visitas a lavanderías, estancias en aparcamientos, etc. Los nómadas plantan sus sillas playeras y se ponen a conversar. Tienen también sus líderes, que lanzan sus arengas y defienden su estilo de vida frente al consumismo sedentario. Cuando a Fern se le estropea la furgoneta, ha de pedir un préstamo de más de dos mil dólares a su hermana, con quien tiene poco trato. Cuando Dave (David Strathairn) enferma de diverticulitis, ha de restablecerse en casa de su hijo, a donde quiere llevar a Fern. 

Así, entre charlas y viejas canciones que suenan por la radio, pasan los días y las estaciones. Cambia el paisaje: de las laderas con nidos de golondrina a las escolleras con gaviotas, de las llanuras a las montañas, del secano a la nieve o la escarcha. Los rostros son los mismos --aunque unos y otros van cayendo--, pero el entorno es diferente. Rostros jóvenes y viejos, bisoños y curtidos. Muchos no han de rendir cuentas, ni encontrarán otro refugio, puesto que están solos, como los perros abandonados o los indigentes de los suburbios.

El espectador descubre otro mundo, que está allí afuera. Y queda fascinado por seguir a esta mujer sencilla, que no se queja, que comparte lo suyo, y que esmeradamente repara su vajilla de loza cuando se quiebra contra el suelo. Nomadland cuenta con el poder hipnótico de la cotidianeidad y de la simpleza, con la apoteosis de la sinceridad y el coraje del testimonio.

Si tuviéramos que pensar en antecedentes cinematográficos, nos vendrían a la memoria no pocas películas menores, road movies de cine minoritario. Pero hay uno muy grande, otro hermosísimo filme: Vidas rebeldes (The Misfits, 1961), de John Huston. Sobre todo, por la figura de Perc Howland, el vaquero errante que incorpora Montgomery Clift. Vidas rebeldes transmite la misma sensación de trashumancia, de no parar demasiado en ningún sitio, de ir de aquí para allá, sin un objetivo claro, sin una razón determinada ni única. Y, mientras, sus personajes viven de otro modo, el hoy, y no el mañana, que se hace insustancial e irrelevante. Nadie sabe si al día después seguirá vivo. Nadie apuesta por un porvenir que no se pueda cambiar. Pero queda mucho campo abierto bajo las estrellas.

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2021.

jueves, 29 de julio de 2021

El control de la información.

La información es lo más importante que hay. Estamos rodeados de noticias, antes solo a través de la radio, la televisión y la prensa en papel; hoy, por medio de Internet se descargan miles de datos informativos en nuestros terminales móviles. En las redes sociales se cuelan las noticias falsas, y se reproducen muchas veces sin comprobar su veracidad. Nos pueden estar engañando constantemente sin apenas enterarnos. A veces, es difícil distinguir lo real de lo manipulado. Quien controla los canales informativos, controla la realidad y el mundo; puede hacer que un rebaño humano se incline hacia lo que se le diga, si se le persuade para ello. Y no se necesita de una extraordinaria habilidad. Las imágenes se trucan, los comentarios se adaptan a lo que convenga en cada momento. Orwell hablaba de ello en 1984. La Historia se reescribe constantemente, e incluso el propio presente se cuenta como interesa. Los principios morales han quedado al margen. El fin –que es también ese principio oscuro-- interviene en el medio para alcanzarse a sí mismo. 

De una poderosísima organización que nos espía a todas horas y en todo lugar versa el guion de Spectre (Sam Mendes, 2015). Estimamos que es la entrega más sólida de la serie de cuatro filmes con Daniel Craig como James Bond. Las secuencias de acción trepidante y vertiginosa es lo que ahora más se potencia en las aventuras de 007, descuidando los parlamentos y el glamour. Comienza la película en ciudad de México, durante la celebración del Día de los Muertos. En apenas veinte minutos, vemos volar un edificio y cómo Bond disputa el control de un helicóptero a sus pilotos justo encima de una plaza atestada de gente. En las producciones Broccoli aún se apuesta por las escenas reales frente al diseño o trucaje digital, lo cual el espectador exigente agradece sobremanera. Lo que vemos en pantalla está rodado por especialistas en escenarios auténticos, sin trampa ni cartón. 

De México pasamos a Roma, con una excelente persecución automovilística junto al Tíber y por las calles de la ciudad (Via della Conciliazione y alrededores de la Plaza de San Pedro incluidas). Después a Austria, para finalizar en el norte de África, con la voladura de un futurista gran complejo en el desierto. Blofeld (Christoph Waltz) es el siniestro e histriónico líder supremo de Espectra, en realidad, hermanastro resentido del propio agente 007. Ha logrado infiltrar a secuaces suyos en altas esferas de la inteligencia británica, con el fin de unificar las agencias gubernamentales de los países más poderosos del globo. Si lo consigue, tendrá acceso a secretos insospechados. Pero, además, tiene ojos en todas partes, cámaras por doquier, que captan y graban cualquier hecho que sucede, incluso en entornos privados. Bond, apoyado por el nuevo M (Ralph Fiennes), tendrá la obligación de truncar los malévolos planes de Espectra en defensa de la democracia y demás valores éticos de la civilización occidental. Un Bond de acero, inquebrantable, saltimbanqui exagerado que más parece un Terminator o un Robocop que un agente secreto de carne y hueso. En cuanto a los villanos, se alcanza ahora, y desde la entrega anterior (Skyfall, Sam Mendes, 2012, con Silva, Javier Bardem teñido de rubio) el máximo histrionismo, después de abandonar esa contención clásica que todavía tenía Mads Mikkelsen como Le Chiffre, en Casino Royale (Martin Campbell, 2006). 

Daniel Craig es un buen Bond. No es el mejor, pero creemos que por lo menos iguala a Pierce Brosnan; más recio Craig, aunque carezca de la finura y solera británica de aquel. Las chicas Bond son la ya madura Monica Bellucci, y las bellas Léa Seydoux y Naomie Harris, como nueva Moneypenny. 

Craig –nacido en Chester, Cheshire, Inglaterra, el 2 de marzo de 1968-- tiene alguna interpretación mejor, como la del irónico detective Benoit Blanc en Puñales por la espalda (Knives out, Rian Johnson, 2019). Cuando iba a rodar su segunda participación como 007, aseguró su integridad física en nueve millones y medio de dólares USA. Para el 8 de octubre de 2021 está previsto el estreno en España de No Time to Die (No hay tiempo para morir), la quinta entrega de Craig como James Bond, dirigida esta vez por Cary Fukunaga. 

© Antonio Ángel Usábel, julio de 2021.

sábado, 24 de julio de 2021

El lazo conyugal.

William Inge, el autor de Esplendor en la hierba, firma Come Back, Little Sheba (Vuelve, pequeña Sheba), un drama de una pareja madura, estrenado en Broadway en 1950, y por cuya representación la actriz Shirley Booth recibió un Premio Tony. Booth era una intérprete de teatro, que vio su oportunidad de debutar en la gran pantalla precisamente gracias a la adaptación cinematográfica de esa obra, debida al director Daniel Mann y a Ketti Frings, como autora del guion. Come Back, Little Sheba se estrenó en Nueva York el 23 de diciembre de 1952, y en Los Ángeles dos días después. Al resto de Estados Unidos llegó en febrero de 1953. La película permaneció inédita en las carteleras españolas, aunque sí vio la luz en México y Argentina, al poco de su estreno original. En España la película se dio a conocer en un pase televisivo, el 27 de febrero de 1975.

Shirley Booth y Burt Lancaster,
en Come Back, Little Sheba.

Por este filme, Shirley Booth ganó el Oscar de 1952 a la mejor actriz, y el Globo de Oro. Un año más tarde, obtuvo el galardón a la mejor interpretación femenina en Cannes, donde la cinta fue reconocida también como mejor drama.

Los Delaney –Doc y Lola—son una pareja otoñal que no tiene hijos y cuya perra, Sheba, ha desaparecido. Lola está muy encariñada con ella, porque le hacía buena compañía. Doc (Burt Lancaster) es quiropráctico y tiene un problema de alcoholismo. Un día se presenta en su casa una muchacha, Marie Buckholder (Terry Moore), alumna de Bellas Artes, que quiere alquilarles un cuarto del piso bajo, con mucha luz, para utilizarlo también como incipiente estudio de pintura. Doc se muestra, en principio, reticente, pero acaba cediendo ante la ilusión de su mujer por tener a alguien más en la casa. Lo que no prevé es que, poco a poco, irá sintiendo algo especial hacia Marie: primero, un sentimiento paternalista, y luego una atracción física, amorosa. El hecho de que Marie traiga a algún compañero a su habitación, para retratarlo y tontear con él, desquicia el escaso temple de Doc, quien muestra sus celos y vuelve a beber, ausentándose del hogar. Cuando regresa, muy ebrio, la emprende con Lola, a quien amenaza con un cuchillo (una muy cruda escena, que hoy aquí sería calificada como violencia de género). La llegada de unos compañeros del hospital coincide con el desmayo de Doc, que es internado. Mientras se restablece en la clínica, Marie se marcha y se casa con su prometido. Al retornar a casa, Doc se disculpa con Lola y le ruega que nunca lo abandone. Ambos se abrazan, y se dan cuenta de que solo se tienen el uno al otro.

El argumento evidencia la crisis de un matrimonio que ha superado la cincuentena, y que no vive felizmente. Por lo menos, Doc Delaney, un hombre introvertido y silencioso que acude a las sesiones de Alcohólicos Anónimos, que guarda una botella de whisky sin abrir en un armario de la cocina, y que parece haber perdido el interés por su esposa. Lola, por el contrario, es una mujer alegre y jovial, amante de la música y el baile (constantemente necesita y agradece escuchar melodías en la radio). Es la que lleva el hogar, hecho que se manifiesta en la primera escena, cuando baja las escaleras y da cuerda al reloj de pared. Le gusta hablar con las vecinas, es extrovertida, y añora a su perrita extraviada. 

Doc se casó muy enamorado de Lola, a quien en tiempos idolatraba. Pero los años no pasan en balde, y la intromisión de una jovencita atractiva le hace ver que Lola ya es una flor marchita. Por momentos ansía poseer lo que no tiene: un cuerpo joven junto al suyo maduro. Entonces, comienza a despreciar a Lola y a recaer en el vicio destructivo de la bebida. Lola, sin embargo, ama a Doc, a quien llama cariñosamente “papá”. De hecho, su relación con su progenitor real le costó ser expulsada de su familia, y que no exista ya para su padre. Su madre la ha visitado en fugaces escapadas, pero su padre no desea volver a verla. Lola está volcada en Doc, porque lo respeta y es lo único con que cuenta en el mundo.

Los Delaney son un matrimonio de clase media-baja. Ni Doc tiene dinero, ni lo gana con facilidad, ni ha obtenido ninguna dote por Lola. Son dos personas del común. Y es aquí donde conviene introducir la explicación sugerida por Simone de Beauvoir en El segundo sexo, porque viene muy a propósito de cómo los humildes solventan sus diferencias: 

“Cuanto más poderoso social y económicamente se siente el hombre, con mayor autoridad desempeña el papel del pater familias. Una pobreza común, por el contrario, hace del lazo conyugal un lazo recíproco. (…) El paso de la familia patriarcal a una familia auténticamente conyugal, se realiza de preferencia a partir del vasallaje feudal. El siervo y su esposa no poseían nada, pues solo tenían el goce común de su casa, de los muebles y utensilios: el hombre no tenía entonces razón alguna para querer hacerse amo de la mujer, que nada tenía; en desquite, los vínculos de trabajo e intereses que les unían elevaban a la esposa al rango de una compañera. Cuando la servidumbre es abolida, permanece la pobreza; en las pequeñas comunidades rurales y entre los artesanos es donde se ve vivir a los esposos en un pie de igualdad; la mujer no es una cosa, ni una sirvienta; esos son lujos de hombre rico; el pobre siente la reciprocidad del lazo que le une a su cónyuge en el trabajo libre, la mujer conquista una autonomía concreta, porque encuentra un papel económico y social”.

“Más quiero yo a Peribáñez, con su capa la pardilla, que no a vos, Comendador, con la vuesa guarnecida”, que diría Lope. Salvando las evidentes distancias, Doc Delaney es un artesano del cuerpo: ajusta en él lo que está mal o descompensado. Su mujer no se emplea fuera del hogar, y se esfuerza por tenerlo acogedor. Doc, además, necesita apoyarse en Lola por la dependencia hacia el alcohol. Lola lo acompaña a algunas sesiones de Alcohólicos Anónimos. Ambos son maduros y entran en su otoño de forma más o menos resignada. Lola consiguió junto a su marido la estabilidad que no tuvo con su familia. Los dos se hacen buena compañía. Están instalados en una rutina cordial que únicamente la llegada de la joven Marie viene a turbar. 

Shirley Booth brilló en este papel de Lola Delaney, y el resto de su carrera fílmica fue discreta. Burt Lancaster cumple en su caracterización de Doc Delaney, aunque no es de sus mejores intervenciones. El actor neoyorquino contaba con treinta y ocho años entonces, y se suponía que era un hombre otoñal. La película incorpora, también, a un secundario notable, un primerizo Richard Jaeckel, quien da vida a Turk Fisher.

Richard Jaeckel y Terry Moore,
en Come Back, Little Sheba.

Inge vuelve a poner de manifiesto las lacras e imperfecciones en el seno de la familia norteamericana de la posguerra, lo mismo que hiciera en sus dramas desgarradores el gran Tennessee Williams. 

© Antonio Ángel Usábel, julio de 2021.


martes, 20 de julio de 2021

La bruma de la senectud.

La pérdida de la memoria es la entrada del yo en un banco de niebla. De lo que puede asaltar dentro de ese estado difuso de la consciencia trata la película El padre (The Father, Florian Zeller, 2020), basada en la obra teatral homónima del propio director, novel, y adaptada cinematográficamente por el aclamado guionista Christopher Hampton.

La trama no es ninguna historia de…, sino una historia desde…, desde dentro del personaje protagonista, Anthony (Anthony Hopkins), un hombre mayor, jubilado, ingeniero de profesión, y aquejado de demencia senil o de Alzhéimer. El autor del drama ha querido que el espectador se convierta en Anthony, que vea como él lo que cree ser la realidad, que experimente si lo que sucede a su alrededor ocurre de verdad o solo en parte; si lo escuchado decir se ha pronunciado, o no. La acción es como una historia de suspense: nos preguntamos si Anthony está perdiendo la cabeza, o si alguien lo quiere confundir aposta, tal que Luz de gas. Surgen personas que no son quienes a Anthony le parece, individuos que cambian de rol. Su gran piso en Londres se modifica casi constantemente: el color de las paredes, la disposición del mobiliario, la luz que entra por las ventanas. Estamos tan confusos como lo está Anthony, y nos preguntamos dónde estará la salida de la espesa bruma, cuál será el final de todo aquello.

La réplica a Anthony se la da su hija, Anne, interpretada por una risueña Olivia Colman, cómoda y eficaz en su papel. Anne ama a su padre, pues ha recibido mucho cariño de él en la vida, y le quiere corresponder en su momento más difícil. Pero sufre al asistir a su deriva, y por los efectos de su mal genio: su ironía perversa y enrevesada que ha puesto en fuga a varias cuidadoras solventes. Anne tiene, además, el problema de que se va a ir a residir a París, y que no puede dejar a su padre solo. Pero, ¿se va a marchar a París Anne, o es una falta que le achaca Anthony? Laura, la última cuidadora, ¿se llama realmente así, o tiene otro nombre, o ni siquiera le ha sido presentada? El espectador está tan extrañado ante lo que aparece en escena como Anthony. 

Si tuviéramos que proponer un equivalente gráfico a lo que nos asalta en este drama, el ideal sería las Cárceles de la invención, de Piranesi. Un intrincado de escaleras que suben y bajan y se superponen por unos sótanos cegados, de donde no hay salida. 

Ha habido otros filmes análogos que también extrañan con secuencias entre la realidad y el delirio: El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920), Vampyr (Carl Theodor Dreyer, 1932), El lobo estepario (Fred Haines, 1974), Spider (David Cronenberg, 2002). Quizá sean los dos últimos títulos los más similares a la experimentación realizada con el público por Florian Zeller.

El padre se alzó con dos Oscar de 2021: al mejor actor principal (Sir Anthony Hopkins, segundo para él) y al mejor guion adaptado (para Zeller y Hampton). Dos premios BAFTA 2021 en iguales categorías, un premio Goya 2021 a la mejor película europea, y Premio del Público en San Sebastián 2020, además de otros múltiples galardones entre asociaciones de críticos cinematográficos, como la de Boston. 

El padre es una cruda manifestación de los efectos devastadores de la senilidad. Un drama bastante sólido, implacablemente frío, un testimonio auténtico de un mal cotidiano.

© Antonio Ángel Usábel, julio de 2021.


domingo, 18 de julio de 2021

El diseño, la calentura.

William Motter Inge (1913-1973) fue un dramaturgo estadounidense de éxito en la década de los cincuenta del pasado siglo. A él se debe, por ejemplo, Picnic, llevada al cine por Joshua Logan, con Kim Novak y William Holden, en 1955, y Premio Pulitzer en 1953. O Bus Stop (1956), del mismo Logan, con Marilyn Monroe y Don Murray. Inge fue un alcohólico depresivo, profesor universitario de Literatura, admirador de Tennessee Williams, y que se acabaría suicidando con monóxido de carbono tras el fracaso de sus dos últimos dramas.

En 1960, escribió su primer guion original para el cine, que le valdría el Oscar: Esplendor en la hierba (Splendor in the Grass). Fue filmado bajo el sello Warner por Elia Kazan en Nueva York y estrenado el filme el 10 de octubre de 1961. Le supuso el Globo de Oro a Warren Beatty como mejor actor revelación, y una nominación al Oscar a la protagonista, Natalie Wood

Inge aparece como personaje secundario, el reverendo Whitman, un muy discreto papel.

La acción arranca en 1928, en una modesta ciudad de Kansas. Dos estudiantes de Secundaria, Bud Stamper y Dennie Loomis se quieren y tontean en el coche de él. Bud es hijo de un nuevo potentado, Ace (maravilloso y único Pat Hingle), un granjero que se ha enriquecido con un pozo de petróleo. La familia de Dennie es modesta, pero muy puritana, sobre todo la madre, que interpreta Audrey Christie. Esta mujer interroga a su hija cada que vuelve de estar con su novio: “—Dime, Dennie, ¿has ido demasiado lejos? ¿No habrás ido demasiado lejos? ¿No tendrás motivos para avergonzarte, verdad?” La vigilancia sexual es exasperante y convierten a Dennie en una “nice girl”, una chica casta y pura. Una buena muchacha, cuya vida sin mancha contrasta con la alocada y libertina de Ginny, la desvergonzada hermana de Bud. Pero Dennie afronta el paso a la madurez, evidenciado en el acto rebelde de arrojar desde la cama su viejo peluche al suelo. Además, reverencia a Bud Stamper; lo tiene entronizado, y ha construido un altar en su dormitorio con sus mejores fotografías.

Por su parte, Ace, el engreído padre de Bud, es igualmente controlador con él. Desea que sea el primero, que destaque en todo, y que haga su licenciatura en Yale. Bud no desea ir a la universidad, sino hacerse granjero, como lo fue antes su padre. Además, ir a estudiar fuera le apartaría de Dennie por varios años. Él también ha madurado, y experimenta los picores hormonales propios de la juventud. Se encuentra en un dilema: ser fiel a Dennie, o satisfacerse sexualmente con chicas más fáciles y no tan recatadas. Ace le promete que, si va a Yale y se gradúa, le pagará un viaje de recién casado a Europa con Dennie. Pero Bud no quiere esperar tanto. Prefiere permanecer en la ciudad, trabajar la vieja granja de su padre, y pedir en matrimonio a Dennie. 

Bud es muy atractivo, y despierta el interés de otras compañeras de instituto, como Juanita Howard (Jan Norris). Dennie, entonces, se siente desplazada y decide cambiar de imagen: se corta ella misma el pelo y se viste con un estilo más seductor. El cambio, sin embargo, la desvirtúa a la vista de los demás y no funciona. Tontea con otro muchacho, pero ama profundamente a Bud. 

Bud claudica a las exigencias de su mentor y marcha a Yale. Dennie se sume en una profunda depresión autodestructiva e intenta suicidarse arrojándose a unos rápidos, de donde es rescatada. Su familia la interna en un psiquiátrico, donde hace una buena amistad con un joven que estudia Medicina. Mientras tanto, Bud conoce en Yale a una chica italiana, que sirve en el comedor. 

Llega pronto el fatídico año 29: el desplome de la Bolsa de Nueva York, que arrastra a los mercados de medio mundo. Ace quiere convidar a Bud a que se complazca con una bailarina que se parece mucho a Dennie. “—Tómala, hijo, el mundo es tuyo. Haz con ella lo que quieras”. Es su última bravata antes de suicidarse, tirándose por una ventana del hotel.

Pasa el tiempo. Dennie es dada de alta y regresa a su ciudad, junto a sus padres, con quienes mantiene una relación de amor-odio. Quiere saber qué ha sido de Bud, y comprobar si continúa sintiendo algo profundo e íntimo hacia él. Sus amigas la llevan a la granja de los Stamper, donde está Bud, no solo, sino felizmente casado con Angelina (Zohra Lampert), la camarera angloitaliana de Yale. Bud presenta a Dennie a su mujer. Ella espera su segundo hijo. Dennie y Bud se separan amistosamente, y es de suponer que Dennie vaya ahora al encuentro de su amigo médico. Fin de la historia.

Evidentemente, el mensaje del excelente guion de Inge es que la vida de los demás no se puede diseñar. Cada uno ha de ser libre de escoger su camino, bien sea en los estudios, o en la vida sentimental. Tanto la señora Loomis como el señor Stamper se equivocan de medio a medio y seguramente estropean las vidas de sus respectivos hijos. Si Dennie no hubiera sido dichosa junto a Bud, es algo que no lo podemos saber, porque no sucedió. Si Bud no hubiese ido a Yale, y se hubiera quedado en la ciudad, acaso tampoco habría hecho feliz a su novia. Inge defiende el derecho de todo el mundo a acertar o a equivocarse, sin interferencias de padres, hermanos o demás familia.

Tal vez yerra fatídicamente, y por sí misma, el personaje de la mordaz y desinhibida Ginny, la hermana de Bud, de quien se dice que murió en un accidente de coche. ¿Justicia poética por su despendolada peripecia? 

Otra gran cinta muy posterior, El Club de los Poetas Muertos (Peter Weir, 1989), con guion de Tom Schulman, incide también en el tema del conflicto de deseos entre padres e hijos. El señor Perry es un metódico del orden y de la autodisciplina, como demuestra el detalle de alinear perfectamente sus zapatillas junto al lecho. Considera una nimiedad el desaliento de su hijo Neil ante la imposición de estudiar una sólida carrera universitaria en vez de arte dramático, que sería una estúpida idea metida en su cabeza por el irresponsable profesor de Literatura, el señor Keating. El resultado es que, una noche, el muchacho se suicida. Ahí termina todo el orden, el meticuloso orgullo, el diseño arquitectónico de un proyecto de vida. Ha ganado en aquella casa el principio de autoridad, pero se ha perdido, para siempre, un hijo.

Esplendor en la hierba es una magnífica disección del amor en la adolescencia, y una fiel radiografía de muchos padres que llevan la sobreprotección demasiado lejos, y con ello impiden madurar a sus hijos. La dirección de Kazan es firme, potente. La interpretación de Natalie Wood, magnífica, natural y a la vez entregada; quizá la más consistente de su carrera. 


El título de este drama, que tiene de todo menos un verdadero amanecer sexual sobre el césped, proviene de un poema del romántico inglés William Wordsworth (1770-1850), que nosotros traducimos del siguiente modo:



© Antonio Ángel Usábel, julio de 2021.

miércoles, 27 de enero de 2021

La ley del talión.

Proverbial es la venganza del Conde de Montecristo hacia quienes lo encarcelaron. Quizá sea la mejor tramada de la Historia literaria: meticulosa, ardua, compleja, espaciada en el tiempo, y, sobre todo, implacable.

La ley del talión (que equipara la proporción de la pena a la del delito cometido, sin mayor castigo) se remonta, cuando menos, al Código de Hammurabi, en el 1753 a. C., aunque hay un primer apunte de la misma en el Código de Shulgi, rey sumerio fallecido hacia 2047 a .C. En esta legislación primitiva, solo el asesinato es respondido con la muerte del asesino.

En el derecho hitita, no pareció existir la ley del “ojo por ojo”, mientras que en el asirio sí. En Roma, estuvo vigente hasta aproximadamente el siglo V a. C., siendo sustituida, poco a poco, por el derecho de compensación. Es decir, por lo más humanitario de un pago económico ante una pérdida o perjuicio significativos.

En Israel, era preceptiva la ley de la pérdida igual hasta el siglo I de nuestra era, cuando surgieron voces discordantes contra ella, como las de Jesucristo y Pablo de Tarso. Varios capítulos del Éxodo, Levítico y Deuteronomio recogen la ley del talión.

En Grecia, la aceptaron Pitágoras y Solón (siglos VII-VI a. C.)

En la Edad Media castellana, tendió a ser abolida, ya que se prohibía la venganza personal, porque la justicia dimanaba del rey. En un texto literario como el Poema de Mio Cid, de finales del siglo XII, el héroe de Vivar pide justicia al rey Alfonso VI, y evita vengarse él directamente de los maltratadores de sus hijas, los infantes de Carrión.

En el teatro lopesco del Barroco, sí era dado mostrar –en comedias ambientadas en épocas pasadas—la venganza personal por afrentas de honor y honra, si bien contando con la aquiescencia posterior de los monarcas. Ello sucede en Peribáñez y el comendador de Ocaña, y en Fuenteovejuna. Al público le agradaba ver que la sangre con sangre se paga.

Así pues, mientras la ley del talión desaparecía de la realidad legal de los países occidentales, se mantenía sin embargo como motivo de ficción. En las narraciones literarias la venganza es justificada por un gran oprobio, y suele encontrarse la disculpa o justificación fácil para quien la emprende. En el ánimo del lector se despierta cierta complicidad, un alivio, cierto regusto catártico porque el perverso reciba su merecido de manos del héroe.

Vamos a hablar ahora de dos largometrajes cuya trama encierra la aplicación de esta antigua ley.

El primero se debe a Todd Field, y se titula En la habitación (In The Bedroom, 2001). Es un drama familiar basado en un relato de Andre Dubus (Killings). Ganó el Globo de Oro a la Mejor Actriz (Sissy Spacek) y tuvo cinco nominaciones a los Oscar. La película tiene una primera parte de comedia costumbrista norteamericana: familia de clase media cuyo padre, médico, sale a pescar langostas en compañía de su hijo, preuniversitario, quien mantiene una relación con una mujer madura, Natalie (Marisa Tomei), separada y con pequeños a su cuidado. El joven Frank Fowler (Nick Stahl) es encantador, y confraterniza muy bien con los niños de su nueva pareja. En su fuero interno, planea marcharse a la Universidad, a estudiar arquitectura, por lo que contempla su unión con Natalie como algo circunstancial, y así se lo participa a su madre Ruth (Sissy Spacek).

Pero pronto aparece un personaje en discordia: Richard, el marido de Natalie. Pretende volver junto a ella y comienza a visitarla, y a presionarla con sus hijos. Frank interviene y, en una primera riña, le caen unos golpes. La segunda vez, sin embargo, se lleva algo bastante peor: un tiro en un ojo. Es así como la comedia del principio (simpática y llena de vida risueña) deriva en tragedia: los Fowler pierden a su único descendiente, Frank.

Se celebra el juicio. A falta de un testigo que presenciara la muerte del muchacho, la defensa alega homicidio accidental. El abogado de los Fowler les dice que, probablemente, la pena aplicada será menor. Ruth no perdona el “desliz” sentimental de Natalie y la abofetea. 

En consecuencia, Matt Fowler (Tom Wilkinson) planea su propia venganza: secuestra a Richard –en libertad bajo fianza—y le hace creer que lo hará salir del condado para que quebrante la condicional. Richard acabará en un fardo, en un bosque de Maine, a un metro bajo tierra.

La película se cierra, precisamente, “en la habitación”, después que Matt regrese de cometer su crimen, se duche, y se meta en la cama, junto a Ruth.

Lo que les sucede a los Fowler es un torbellino de contingencias que ellos no dominan. Su hijo es único; no tienen más. Iba a ir a la Universidad, con todo un porvenir por delante. De repente, se cruza con él una señora en una compleja situación, con un marido violento e impulsivo. En un abrir y cerrar de ojos, se cercena la vida de Frank y se acaba toda esperanza de futuro tanto para él, como para sus maduros padres.  

¿Haríamos nosotros lo mismo que Matt Fowler con Richard, si viésemos que la Justicia no nos compensa como sería de esperar? ¿Nos tomaríamos la justicia por nuestra mano –sangre por sangre—y mataríamos al homicida? Es una decisión que depende de cada uno, pero una cosa es pensarlo y otra muy distinta hacerlo. Porque tenemos conciencia, y podemos discernir los límites entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo adecuado y lo reprobable. Asesinar a un asesino, ¿no nos iguala a él? ¿No nos convierte en asesinos? Dilema moral que el filme de Todd Field parece no lanzarnos, al dar por sentado que Matt y Ruth se quedan mejor con lo obrado, como respuesta “justa” a una aplicación injusta de la ley.

El segundo largometraje que también versa sobre la ley del talión es una película alemana de juicios, El caso Collini (Marco Kreuzpaintner, 2019). En cierto modo, bebe de fuentes inspiradoras previas, potentes filmes como La caja de música (Costa-Gavras, 1989, con guion de Joe Eszterhas, autor de Instinto básico) y Veredicto final (Sidney Lumet, 1982, sobre un argumento de Barry Reed y un guion de David Mamet). Por supuesto, no alcanza a sus modelos, aunque se trata de una película muy digna, llevada con soltura, bien interpretada por sus dos protagonistas principales: Elyas M'Barek (abogado Caspar Leinen) y Franco Nero (acusado Fabrizio Collini).

De  La caja de música toma la historia del padre venerado, con un pasado negro y oculto. Para más inri, Caspar fue criado por el tal, y ha de defender a su asesino, el italiano Fabrizio, asignado a su caso como letrado de oficio.

De Veredicto final, copia la situación del abogado humilde (en este caso, además, joven y principiante) que termina dando una lección grande al prestigioso jurista.

Caspar se crio de niño con la hija del magnate Hans Meyer, Johanna (Alexandra Maria Lara), con quien mantiene una relación sentimental. Al ser asesinado Hans en su despacho por un inmigrante apellidado Collini, Caspar debe asumir su defensa. El detenido se niega a declarar, enmudece y se cierra en sí mismo. La acusación particular está dispuesta a pactar una condena aligerada, en vez de cadena perpetua. Caspar investiga en el pasado de Collini. Viaja hasta su pueblo italiano de origen, y descubre que la localidad fue represaliada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. El resto es fácil de suponer: quién es Collini, quién fue en verdad el honorable Hans Meyer –su víctima—y por qué se produce la muerte alevosa y violenta de este.

La acción deriva hacia una “sorpresa” que, en realidad, parte de un hecho histórico real: la ley alemana que, a finales de la década de 1960, hacía pasar los asesinatos de civiles durante la contienda por homicidios (los cuales prescribían a los veinte años allí; en España lo hacen a los quince). 

Es así que el caso Collini no encontró justicia una primera vez, por lo que, en la segunda, se suscita la venganza.

El tremendo dolor sufrido de niño por Fabrizio Collini, a causa de un crimen de guerra, parece animarnos más a aceptar como justa la resolución que toma de adulto de liquidar a Hans Meyer.

Sin embargo, es el mismo dilema planteado por En la habitación: ¿es justa la ley del talión cuando no se obtienen compensaciones por un delito?

Einstein dijo que el mundo no está amenazado por las malas personas, sino por aquellas que permiten la maldad.

Ahí queda la cosa. Si matamos, podemos actuar contra nuestra propia conciencia moral, y delinquimos, pues vamos contra la ley. Si no matamos, no obramos mal alguno, pero la pena por no lograr lo justo nos reconcome y nos provoca malestar e ira por dentro. La solución cristiana es el perdón de las ofensas. Lo más difícil: olvidar con la ayuda del tiempo el delito, buscar la paz del corazón, y, sin disculpar al delincuente, estar dispuestos a perdonarlo. Grande será la recompensa, si hay un Dios que nos reciba en el Cielo. Oscar Wilde aconsejaba perdonar por otro motivo: no hay nada que ofenda más a tu enemigo que tu perdón.

Muchos sacerdotes, religiosas y hombres de fe supieron bendecir y perdonar en sus momentos finales a sus ejecutores, quienes obraban movidos por el odio u obedeciendo órdenes de arriba.

Pero no es fácil, porque es una cuestión de fe, y solo con fe se puede conseguir manifestar perdón por determinadas infamias. El instinto natural conduce a la venganza.

© Antonio Ángel Usábel, enero de 2021.