Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

viernes, 19 de junio de 2020

Moulin Rouge.

“Un cartel debe entrar por los ojos con una violencia tal

que el espectador no tenga defensa posible.”

(Toulouse-Lautrec)
El Moulin Rouge es uno de los locales de diversión con más solera en París. Situado al pie de la colina de Montmartre, fue inaugurado el 6 de octubre de 1889. Para entonces, un joven pintor de sangre azul, Henri de Toulouse-Lautrec, llevaba cuatro residiendo en ese barrio obrero de la capital, que acogía a artesanos y artistas bohemios, y que limitaba con un próspero viñedo.
Lautrec era un entusiasta de la vida nocturna. Con su 1,52 de estatura apenas despegaba del suelo, y su cabeza parecía más grande que su cuerpo. Toulouse pintaba a las cantantes y bailarinas de los cabarets, a los camareros, los clientes y las prostitutas. El Moulin Rouge fue producto del convenio entre dos socios: Joseph Oller y Charles Zidler.  El primero, hijo de un comerciante de tejidos catalán, había nacido en Tarrasa (Barcelona) en 1839, pero con tan solo tres años de edad se lo llevaron a vivir a París. El segundo era francés de origen. Oller fue el inventor del juego de apuestas mutuas aplicado a las carreras de caballos, y el constructor de la primera gran piscina cubierta de la capital francesa, en 1885. Padrino de salas de fiestas y de circos estables, Oller y su socio Zidler propusieron a Toulouse-Lautrec la confección de varios carteles para promocionar por toda la ciudad su nuevo local de diversión. La idea cundió, y fueron treinta y uno los carteles realizados por el famoso pintor y dibujante para aquel negocio. El estilo de Lautrec, un apunte rápido pero vigoroso, no solo capta el movimiento, sino también la psicología del personaje retratado. La Goulue -La Codiciosa—y su pareja de baile, Valentin-le-Désossé (Valentín el Deshuesado), quienes empezaron como artistas aficionados, fueron los protagonistas del primer cartel.
La historia de la fundación de aquel mítico local de diversión fue llevada al cine –con algunos cambios y licencias—por Jean Renoir en 1954-55. En French Cancán, Oller pasó a llamarse Henri Danglard, un simpático empresario de costumbres libertinas, frecuentemente endeudado hasta las cejas, pero no por ello menos confiado y optimista, al que dio vida espléndidamente Jean Gabin, el Spencer Tracy galo. Propietario del cabaret El biombo chino, donde danza ligera de ropa su amante, la bellísima Lola de Castro (María Félix), se le ocurre comprar otro garito más popular para derribarlo y en su espacio levantar un nuevo cabaret. En plena construcción se queda sin dinero y ha de venir en su auxilio un príncipe extranjero, enamorado del nuevo valor de Danglard, la joven bailarina Nini (François Arnoul). Danglard fluctúa entre Lola, Nini, y cualquier otra mujer preciosa que se le cruce en el camino. Henri –un alma libre, entregada a los placeres fugaces-- inyecta el veneno del espectáculo en las venas de la humilde panadera Nini, quien va a consagrar su vida entera a él. 
French Cancán es un bello homenaje de Jean Renoir a Montmartre –su barrio natal—y a sus pintores impresionistas. Muchas de las secuencias de la película imitan las composiciones de Degas, Pissarro o el propio Pierre-Auguste Renoir, padre del director: los ensayos de las bailarinas, las terrazas de los cafés de Montmartre, el color intenso del cielo y del césped. Es un Montmartre de estudio, pero ejemplarmente reconstruido. En la historia, llama la atención la decisión de Nini de perder la virginidad con su novio, antes de ser reclutada para el cabaret por Danglard. Existía el convencimiento de que los empresarios del mundo del espectáculo se aprovechaban de sus jóvenes nuevos talentos femeninos. Y no en vano, Nini llega a enamorarse de Danglard y a intimar con él una temporada. Las estrellas de variedades tienen su fecha de caducidad. Por las cuestas del barrio o al pie de sus famosas escaleras transitan antiguas viejas glorias, convertidas en sombras desarrapadas ambulantes, a las que casi nadie recuerda. Salvo Danglard, que siempre guarda una moneda para ellas.

Los veinticinco minutos finales del filme, que corresponden a la inauguración del Moulin Rouge, son verdaderamente apoteósicos. Un canto a la vida, a vivirla con alegría (como lo es toda la película en sí) y un excelso homenaje al universo del entretenimiento. Porque el arte debe, ante todo, entretener, distraer al público; hacer que olvide sus problemas, y que todo el mundo salga del local con una sonrisa y una rosa abierta en el corazón.
La película de ficción más antigua que tiene como escenario el famoso cabaret es, precisamente, Moulin Rouge, una lujosa producción británica dirigida en 1927-28 por Ewald André Dupont. El reparto lo encabeza la esplendente rusa Olga Tschechowa, actriz luego favorita del régimen nazi (aunque, al parecer, ella espiaba para los soviéticos), secundada por Eve Gray y Jean Bradin. Se el filme de Renoir concluía con una apoteosis, el de Dupont se inicia con una gran obertura de varios minutos con las grandes actuaciones del Moulin (rodadas, en realidad, en el Casino de París). Entre el público están la joven Margaret y su prometido André, quienes han ido a ver, sobre todo, a la madre de ella, la deslumbrante vedette Parysia (O. Tschechowa). Madre e hija llevan algunos años sin verse. Cuando Margaret presenta a André a Parysia, brotan antorchas de las pupilas de este. El muchacho, hijo de un aristócrata ajeno y estricto que vive en el campo, cae rendido ante los atractivos de la madre. Todo el argumento –realmente folletinesco, pero muy bien narrado—incide en el dilema que se le plantea a André: si casarse con Margaret –como es el deseo y el sueño de la joven--, o confesar abiertamente su pasión por Parysia. Parysia siente también atracción por André, pero se contiene para no empañar la ilusión de su hija. Cuando Margaret decide visitar al padre de su prometido, para convencerlo de que apruebe su boda, André –en un acto muy cobarde y ruin—estropea los frenos de su coche deportivo. La muchacha se estrella, junto con André, que ha ido a detenerla en otro vehículo. Operada a vida o muerte, logra salvarse. Parysia, decepcionada e irritada con André, le hace recapacitar. El joven decide casarse con Margaret, dando feliz cumplimiento al deseo de esta.
Ewald André Dupont fue uno de los pioneros del expresionismo. Se advierte, especialmente, en la secuencia de la habitación de la clínica. Cuando Parysia se despide de André y de Margaret, vemos su sombra discurriendo por la pared, como si fuera una presencia ya incorpórea, que en verdad desaparece de la vida de su joven enamorado.

Moulin Rouge es una película silente, muy eficazmente restaurada por The British Film Institute a partir de un negativo danés en nitrato. Cuenta con la dirección artística de Alfred Junge y con la fotografía, en excelente blanco y negro, de Werner Brandes. Un filme llamativo, cautivador, que ha resistido bastante bien el paso del tiempo, en el que destaca la subyugadora interpretación de Olga Tschechowa. Para descubrir.
En 1952 se estrenó otro Moulin Rouge, el de John Huston, versión fílmica de la novela de Pierre La Mure, recreación literaria de las andanzas por Montmartre del tullido Toulouse-Lautrec. José Ferrer, en una caracterización magistral, caminaba de rodillas para simular la talla del infeliz pintor. Un ambiente conseguidísimo, con una iluminación y una fotografía en color que recrea fielmente los diseños originales de Lautrec. Un drama intenso, fascinante, brillantemente rodado. Una recuperación de aquellas figuras emblemáticas del cabaret: La Goulue, Valentín, Jane Avril, Chocolat… Las mismas que visitan a Henri en su lecho de muerte, derrotado por la absenta y en la fiebre delirante del alcohólico perdido.
La película hoy más popular ambientada en el emblemático cabaret parisino es, sin duda, el Moulin Rouge de Baz Luhrmann de 2001, con guion propio y de Craig Pearce, y una Nicole Kidman de ensueño, que quita el hipo. Realmente, ver descender del techo a la estrella del espectáculo, Satine / Kidman, sentada en un trapecio y meciéndose en él, al aire las piernas de meridiano de Greenwich, vale casi por todo el irregular planteamiento, nudo y desenlace de este filme. Una Nicole bellísima, quien encandila a un joven escritor, Christian (Ewan McGregor), alojado frente al local. El “propietario” de la joven es la propuesta perversa del príncipe bondadoso de French Cancán, el malvado, posesivo, rancio y envidioso The Duke (Richard Roxburgh). Para sostener entre bambalinas su penoso idilio, Christian ha de improvisar el libreto de un vodevil ante la atónita y confusa mirada del potentado villano. Todo ello sazonado con evocaciones de temas musicales diversos (clásicos de los cincuenta, sesenta, setenta) y un tono de comedia bufa que desconcierta, pero que de hecho no está muy alejado del esquema de teatro cómico musical que se hacía en el París de la Belle Époque, donde, por otra parte, las artistas de moda se convertían en cortesanas de postín, mantenidas por aristócratas y burgueses acomodados. El Lautrec que aparece aquí –interpretado por John Leguizamo—es uno más de la farándula; el verdadero Toulouse, en 1900 exactamente, tenía ya un pie (o los dos) en otro barrio distinto de Montmartre. Bombillas, luz eléctrica por doquier; llega la era moderna. Moulin Rouge se rodó en los estudios de la Fox en Sídney (Australia). Un París recreado digitalmente y unos espacios exagerados para colar unos juegos de cámara y unos encuadres que acrecientan, y agigantan demasiado hiperbólicamente el estilo pop de la historia. Este Moulin Rouge de Luhrmann destila todo su barroquismo antinatural, caminando paralelo a una novela gráfica de nuestro tiempo.

© Antonio Ángel Usábel, junio de 2020.



domingo, 7 de junio de 2020

Plagas de cine.

Quién iba a decirnos a nosotros, hace tan solo un año, que las plagas dejarían de ser un recurso temático del cine de ciencia-ficción o terror, generalmente de serie-B, para convertirse en una amenaza auténtica, en una pesadilla sin fin.
El Covid-19 nos tiene sometidos con toda la fiereza de un supuesto virus procedente del espacio exterior, o quizá liberado por fatal error de los hielos del Ártico. Ahora estamos viviendo, o hemos vivido, situaciones impensables para la vida real, que solo creíamos que sufrirían los héroes de la pantalla. 48.000 víctimas mortales que ha podido causar el coronavirus en España, según estimación del INE (Instituto Nacional de Estadística), entre marzo y junio de 2020. A veces, no hay mayor historia de terror que la de la propia realidad.
Vamos a hacer un repaso a algunos títulos del cine que nos atemorizaron con plagas.
Naturalmente, todo comienza con una historia mítica, la del castigo que envió Yahvé a los egipcios por no dejar salir de su dominio al pueblo elegido. Entre otros asombros, las aguas se tiñeron de rojo, el ganado enfermó y murió, la piel de los hombres se corrompió, los primogénitos perecieron. Lo escenifica Cecil B. DeMille en su largometraje Los diez mandamientos (1956).

Eso pasó antes de Cristo. Pero seis años antes del tributo de DeMille al libro del Éxodo, otro director, Elia Kazan, adaptaba una ficción de Edna y Edward Anhalt a la que llamó Pánico en las calles. Un doctor militar (Richard Widmark) y un policía (Paul Douglas) debían dar caza a un peligroso asesino, Blackie (Jack Palance), que estaba infectado por un virus neumónico letal. Y fueron tras él sin guantes ni mascarilla. A saber las decenas de personas que el angelito habría infectado en cuarenta y ocho horas de persecución. Este drama funciona si nos olvidamos de los condicionantes científicos y nos atenemos a los requisitos del cine negro, parámetros con los que fue rodado.
Por aquellos mismos años cincuenta, un escritor de ciencia-ficción, Richard Matheson, publicaba Soy leyenda. Una pandemia ha convertido a los seres humanos en muertos vivientes, en vampiros torpes que se esconden del Sol y salen con la Luna, para asaltar la casa del único superviviente, Robert Neville, quien ha perdido a su esposa y a su hija. Neville resiste noche tras noche el acoso de los vampiros, y por el día vaga por una ciudad desierta hundiendo estacas en los diablos dormidos, recogiendo sus cadáveres y llevándolos a un vertedero. La novela de Matheson, ambientada en 1976, fue fielmente filmada en blanco y negro por Sidney Salkow en 1964. Tuvo de protagonista a uno de los príncipes del terror, Vincent Price, y su dramática inmolación final en un altar adelantaba a la de La profecía. El último hombre sobre la Tierra o Soy leyenda es una película lograda, de una atmósfera claustrofóbica que mantiene al espectador en tensión. Uno de los mejores trabajos de Price, esta vez en un rol principal. En taquilla fue un fiasco; tampoco satisfizo al autor de la novela, pero la cinta ha ido ganando adeptos con los años.
En 1971, Robert Wise firmó una de las películas de ficción científica más conseguidas y mejor planificadas: La amenaza de Andrómeda. Partía de una novela original de Michael Crichton. Un satélite militar trae a la Tierra un virus mortal que coagula la sangre en el interior del cuerpo. Este efecto algo nos suena, porque el Covid-19 provoca embolia pulmonar y trombosis coronaria. Los afectados son solo los habitantes de un pequeño pueblo de Nuevo México y el satélite es prontamente conducido a una instalación militar secreta para su estudio. Las medidas técnicas de seguridad se basan en experiencias reales y dotan de poderosa credibilidad a la acción.
Menos efectiva es The Crazies (1973), de George A. Romero. Un producto de serie B sobre un virus que enloquece a quienes infecta. El patógeno es un arma biológica que se ha diseminado por una población al estrellarse un avión militar de transporte. El virus se ha filtrado a los acuíferos del valle. Rodada con escasez evidente de medios, la primera media hora del metraje es pésima, con unos actores de segunda que parecen verdaderos aficionados. Sin embargo, la calidad remonta seguidamente y la acción gana en interés. Los disparos y las heridas por impactos de bala están muy bien hechos. Y el guion, del propio director, plantea cuestiones interesantes, que también nos afectan hoy: cómo saber quién está infectado, la necesidad de tomar muestras de sangre a la población, la injerencia de la autoridad pública en el ámbito privado de los individuos, el control de las personas. Un filme que llega al aprobado justito y que por momentos resulta simpático y loable. Contó con una digna nueva versión en 2010, a cargo de Breck Eisner y producida por el propio Romero.
En 1995, se estrena Virus, de Armand Mastroianni, una discreta producción sobre un brote de Ébola en un hospital norteamericano. Parte de un relato del especialista en ficción médica Robin Cook. Alterna la indagación científica con una composición de thriller, pues el brote de virus hemorrágico es provocado por un grupo de médicos que desean consolidar su prestigio dentro de, según ellos, un depauperado sistema de salud. La interpretación de la británica Nicolette Sheridan es muy correcta, y viene muy discretamente secundada por el televisivo “villano” William Devane.

De ese mismo año, es la popular Estallido, dirigida por Wolfgang Petersen, y protagonizada por Dustin Hoffman y Rene Russo. Un mono africano llevado a Estados Unidos porta un virus de fiebre hemorrágica. En tan solo cuarenta y ocho horas puede extenderse por toda la nación. El ejército se adueña del control. Aunque cuenta con un buen reparto (Morgan Freeman, Donald Sutherland), la película es irregular y no resulta.
Más artesanal, pero mucho más intensa e interesante, es la huida de unos supervivientes de una pandemia, planteada como una película de carretera. Se trata de Infectados (2009), de Álex y David Pastor, con guion propio. Cuatro jóvenes escapan en un coche, y en el trayecto se ven obligados a recoger a un padre y a su hija pequeña. La niña resulta ser portadora del virus. Se desata la tensión entre los ocupantes del vehículo. Una de sus paradas es en un hospital donde sobrevive un único doctor, quien ayuda a morir a los niños enfermos. La película refleja muy bien cómo el ser humano pasa de amigo a enemigo, cómo cualquiera puede convertirse en un extraño y una amenaza para los demás por efecto del contagio. Una ruptura de relaciones que recuerda a la cita evangélica: “No he venido a traer paz, sino espada” (Mt 10, 34). Una cinta dura, en la que, por cierto, se ve a un oriental ahorcado y con el cartel “Lo han traído los chinos”. Las interpretaciones son eficaces; a destacar, las de Chris Pine y Piper Perabo. 
Así llegamos a Contagio, la película de Warner Bros. de 2011, obra de Steven Soderbergh, que mejor plasma la situación vivida por nuestra sociedad de hoy. Múltiples escenarios del mundo donde se extiende la pandemia, con doctoras luchando contra ella con medidas de prevención que se antojan insuficientes: mascarillas, guantes, trajes aislantes, geles, etc. El guion se debe a Scott Z. Burns. Un solo toque (a alguien, un objeto), una transmisión. Calles abandonadas, entierros masivos en fosas comunes, etc. Destaca el trabajo de una muy dramática Kate Winslet, arropada por Matt Damon, Jude Law, Laurence Fishburne y Marion Cotillard.

No hay nada como experimentar un drama para apreciar su magnitud. Todas esas amenazas nos parecían exageradas, irreales, cinematográficas, de ciencia-ficción. Y, sin embargo, cuán potentes y auténticas se nos presentan ahora, inmersos en una pandemia que ha cambiado nuestras vidas y que no sabemos a dónde nos llevará y hasta cuándo.
Quizá hasta cuando el destino nos alcance.
© Antonio Ángel Usábel, junio de 2020.