Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

jueves, 5 de noviembre de 2020

Un león escocés.

Tenía un fuerte acento de su tierra natal, Edimburgo, como si mascara las palabras antes de dejarlas salir. Con su 1,88 de estatura y su porte robusto, como hecho de hierro, destacó en el culturismo desde joven. Desempeñó oficios variopintos: repartidor de leche, socorrista, camionero, peón de granja, pulidor de ataúdes. Estuvo a punto de dedicarse profesionalmente al balompié, pero la actuación lo tentó más y se enroló en el teatro y en el cine. Fue un autodidacta de la interpretación, para la cual contaba, especialmente, con su físico sobresaliente. Poco más. Los años le fueron dando destreza interpretativa, hasta convertirse, después de la serie de películas de James Bond, en un actor digno y curtido.

En 1962, le llegó la oportunidad de oro de su vida al encarnar, por primera vez, al agente 007. Rápidamente, encajó en este papel, que lo haría mundialmente reconocido, y lo convirtió en un icono de la elegancia, la sofisticación y la virilidad. De la serie, cabría resaltar, por su mayor solidez, Desde Rusia con amor (1963) y Operación Trueno (1965).

Pero Thomas Sean Connery (1930-2020) no se quedó anclado en el rol de agente secreto. Participó en otros rodajes, que aumentaron su proyección profesional, como Marnie, la ladrona (bajo la dirección de Hitchcock), y La colina (Sidney Lumet, 1965). La caracterización de Mark Rutland, marido de Marnie (Tippi Hedren), es uno de los más interesantes que ha hecho: hombre adinerado que desposa a una muy atractiva cleptómana atormentada, a la cual debe ayudar a desentrañar –con paciencia infinita, constancia leal y dejándose robar-- los enigmas de su boscoso pasado en los muelles.

En 1975 Connery incorporó dos personajes protagonistas que ampliaron su registro: el del loco aventurero de El hombre que pudo reinar (a las órdenes de John Huston), un argumento basado en un cuento largo de Kipling, y el del jeque Mulay Achmed Mohammed el-Raisuli, alias “el Magnífico”, quien existió realmente en el reino de Marruecos. En El viento y el león, Connery dotó al caudillo marroquí de un aura de romanticismo. La cinta corrió a cargo de John Milius, fue rodada en España, y cuenta la historia de una viuda raptada por el jeque, con la aviesa intención de buscarle las cosquillas al contumaz Teddy Roosevelt, espléndidamente revivido por Brian Keith.

En 1976, le llegó el turno a Sean de desmitificar a Robin Hood, compartiendo cartel con la entrañable Audrey Hepburn, en Robin y Marian, dirigida por Richard Lester. El guion era de James Goldman, los exteriores se rodaron en Zamora y Navarra, y los decorados fueron diseñados por Gil Parrondo. Una historia de un héroe en su momento más crepuscular, contada a un ritmo parsimonioso, aderezado con buenas dosis de ironía para no aburrir, y con un claro propósito desmitificador del otro Robin del tecnicolor, el de Errol Flynn.

De 1978 es El primer gran asalto al tren, una simpática comedia británica que contó con guion y dirección de Michael Crichton, y donde Sean coincide con Donald Sutherland y la bella Lesley-Anne Down.

En 1986 se le ofreció destacar por uno de los más memorables personajes de su vida: fray Guillermo de Baskerville, en la lograda adaptación europea de El nombre de la rosa, de Umberto Eco. Sean, ya maduro, incorporó a un más que convincente monje franciscano, sagaz y culto como él solo, enamorado de los libros y de las bibliotecas, empírico admirador de Aristóteles, y alter ego del inmortal Sherlock Holmes. Sin duda, su interpretación cumbre.

 Remembering Sean Connery.

Un año después obtuvo un papel secundario que le supuso un Oscar y un Globo de Oro: el del policía Jim Malone en Los intocables de Eliot Ness, de Brian de Palma. Imposible olvidar su uniforme, su porra, y su afán de golpear el suelo con las plantas de los pies para combatir el frío.

En 1989, hizo de historiador padre de Indiana Jones en La última cruzada. Otra secuencia mítica: derribar un aeroplano espantando a las aves con un paraguas.

En 1990, la segunda de sus mejores caracterizaciones, el capitán Marko Ramius –desertor de la Unión Soviética-- en una película de submarinos modélica y de acción trepidante: La caza del Octubre Rojo, de John Mc Tiernan.

Tras ella, haría otras dos películas dignas de reconocerse: Los últimos días del Edén (1992), también con dirección de Mc Tiernan, una historia ecologista de lucha contra el cáncer situada en las selvas de Sudamérica; y Descubriendo a Forrester (Gus Van Sant, 2000), acerca de un ganador del Pulitzer que ayuda a un estudiante con dotes para el deporte y la escritura.

Se oyó decir que iba a participar en una nueva versión de El fantasma y la señora Muir, el clásico impecable de Mankiewicz, donde daría rienda suelta a las acometidas del cascarrabias capitán Gregg, pero la cinta no llegó a materializarse y todo debió de quedar en mero ectoplasma rondando por Sunset Boulevard.

Medio retirado del Cine desde 1994, por un problema serio en las cuerdas vocales, Sean llevó una vida discreta en Bahamas, donde falleció de un infarto mientras dormía el 30 de octubre de 2020, a los noventa años.

Sean dotaba de solidez a las películas en las que intervenía. Su aire veterano las hacía ganar lustre. Era un actor con empaque, algo muy de agradecer en nuestros tiempos, en los que el estrellato ha entrado en imparable declive.

El mitómano Terence Moix abría, precisamente, sus Mis inmortales del Cine: años 60 con una semblanza de este actor.

Descanse en paz Sean Connery.

© Antonio Ángel Usábel, noviembre de 2020.

jueves, 13 de agosto de 2020

La crisis de los cincuenta.

¿Hay vida afectiva y social para una mujer cumplidos los cincuenta? Esa es la gran pregunta que se hacen tres amigas que coinciden todos los jueves en el Parque del Príncipe de Cáceres, para dar paseos y hablar de sus problemas. Invisibles es una película de Gracia Querejeta, con guion de la propia directora y de Antonio Santos Mercero, estrenada en cines el 6 de marzo de 2020. Su lanzamiento se truncó por la alarma por el Covid-19 y el confinamiento generalizado.

Es una comedia ácida, protagonizada por Adriana Ozores (Julia, la profesora de Matemáticas), Emma Suárez (Elsa, obsesionada con su jefe) y Nathalie Poza (Amelia, la insegura). Blanca Portillo, Pedro Casablanc y Fernando Cayo completan el reducido reparto. Toda la acción se desarrolla en el parque, de marzo a mayo. Es una cinta discursiva, y su única localización hace que se resienta de vistosidad. Haber visto a esas tres mujeres, por separado, en sus actividades cotidianas (trabajo, familia, calle) hubiera realzado el interés del espectador para seguir la narración. Invisibles no es La soga, ni La ventana indiscreta o Crimen perfecto, que palían un solo decorado con la fuerte intensidad dramática de la trama. Es así que tanta vuelta por el parque cansa lo suyo, si bien las conversaciones retratan plenamente la situación personal de cada una de las implicadas. Gracia Querejeta ha construido un relato de mujeres y para mujeres, al cual los hombres, sin embargo, no deben permanecer ajenos, pues el otoño de la edad media llega para todos. Se queda, y es la antesala del invierno.

Julia es una profesora de Secundaria frustrada, que empieza a desdeñar –y hasta aborrecer—su trabajo. Se queja de la actitud retadora de los adolescentes, de quienes no soporta, sobre todo, su juventud y alegría de la vida. Se le suicida una alumna, a quien ella no atendía bien. Da clase para los cuatro que quieren aprender, y pasa del resto. No está nada ilusionada ni volcada en su actividad docente. No tiene vida sexual con su marido.

Elsa vive obsesionada con sentirse apetecida. La idea de acostarse con su jefe no se le quita de la cabeza. Una y otra vez está pendiente de cada mensaje que le manda al móvil. Para ella, un buen polvo es siempre necesario. Especialmente, según se van pasando las primaveras. 

Amelia es una mujer muy insegura, que ha pasado por dos divorcios. Vive con un hombre que tiene una hija universitaria que no la acepta. Las trifulcas son constantes, sobre todo, en ausencia del padre de la muchacha. En el parque coincide casualmente con su expareja, que ha tenido mellizas. Ante él, Amelia se ve como fracasada por no vivir una relación estable y consolidada. Al mismo tiempo, contradictoriamente, reivindica el derecho a la soledad (aunque ella misma no sepa estar sola, y esto le lleve a apaños poco exitosos, por lo perecederos). 

El argumento va desgranando los males de la gente madura en nuestra sociedad: menos incentivos profesionales, sensación de aislamiento (aunque se viva junto a alguien), pérdida de ánimos, etc. Un momento de la vida donde las ilusiones entran en crisis. Cuando parece que la solución que queda es lamentarse ante las amigas, y que no habrá ya segundas oportunidades. Por eso, no hay final cerrado para esta película. Todo sigue, y quizá se repite.

Invisibles es un fresco veraz de las mujeres (e indirectamente también, de los hombres) maduros de nuestro tiempo. Un filme necesario, como testimonio, y una película que se agradece, a pesar de ciertos desaciertos en su planificación. Recomendable verla, aunque sea una vez.

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2020.

Paliando la edad madura.

viernes, 7 de agosto de 2020

El cine de Paulino Viota.

Si se es de Santander –o se tiene alguna vinculación con ella--, es imposible no disfrutar el cine de Paulino Viota (Santander, 1948), profesor de Comunicación audiovisual en la Universidad de Barcelona. Paulino comenzó su andadura cinematográfica en su ciudad natal, en 1966, con el cortometraje Las Ferias, rodado con tomavistas en súper 8 y registrando el sonido en un magnetofón, que luego se sincronizaba con la película. Este corto –estrenado entonces en el Ateneo de la capital cántabra-- recoge el montaje de los feriantes en el solar conocido como Plaza de las Estaciones, con motivo de la celebración de la festividad de Santiago apóstol, y también se llega por Reina Victoria hasta el Sardinero, con sus famosas playas atestadas de veraneantes, y los bien recordados avisos por megafonía de “Se ha perdido un niño, de unos tres años, que responde al nombre de **.” También se ve a la banda municipal cuando actuaba junto al acceso de la primera playa, bajo el alero de una conocida terraza típica, mientras se tomaban las consumiciones en las mesas. Es una lástima que no aparezca el Vivarium, construcción de una sola planta que había frente a Piquío, donde se podían ver peces, moluscos, crustáceos, serpientes y otras especies animales, propiedad de un excombatiente alemán que siempre estaba en la puerta con su chimpancé de la mano. 

A ese primer corto, y del mismo año, siguió otro: José Luis. Retrato de un joven de clase media, su familia, sus reuniones con los amigos en las terrazas del Paseo de Pereda, sus guateques animados con singles de aquel tiempo en un tocadiscos portátil.

De 1967 es el tercer corto, Tiempo de busca. Cuenta con el protagonismo de la musa particular de Viota, Guadalupe G. Güemes, actriz del grupo teatral del Ateneo. Cuenta la historia de la chica que se quiere independizar de sus padres, yéndose a trabajar a Londres, donde la aguarda una amiga, para aprender inglés y ganar dinero, y al mismo tiempo, poder contar con mejores expectativas laborales que en una ciudad pequeña como Santander. Hay que tener en cuenta que en Santander solo se podía ser tres cosas, al margen de profesiones liberales como abogado o dentista: o secretaria, o administrativo, o dependiente de comercio. Santander ha sido una ciudad provinciana repleta de pequeños comercios, negocios familiares que se han ido perpetuando. Ante esta perspectiva tan limitada, la protagonista de Tiempo de busca desea aspirar a más. Pero, al final, se impone la sujeción a la familia y el proyecto de Londres se frustra.

El cuarto trabajo amateur de Viota se titula Fin de un invierno (1968), rodado con cámara de 16 milímetros y doblado en estudio, en tiempo real de proyección, con los actores recitando los diálogos y el filme atravesando una puerta de vidrio, hasta una pantalla, para así evitar registrar el ruido del motor del proyector. La historia se centra en una pareja de novios. Ella (de nuevo Guadalupe G. Güemes) desea irse a Barcelona, para labrarse un futuro mejor, con lo cual se plantea el problema de la separación de la pareja. En cierto modo, se repite el mismo tema que en Tiempo de busca: el gran inconveniente de la ciudad provinciana con escasas oportunidades para la realización personal. Al mismo tiempo, defiende la postura de la mujer que quiere ser independiente, ganar su propio jornal, y no someterse a una disciplina de continuismo ni sometimiento tradicionales. 

Seguidamente, ya rodado en Madrid (donde Viota vivió durante veinte años), vino Contactos, también en 16 milímetros. Un mediometraje de 1970, financiado a duras penas con las 75.000 pesetas obtenidas por el realizador de su madre, y que sigue las líneas del cine experimental: cámara fija instalada en la calle, mientras los personajes dan la vuelta a la manzana. Como contraposición, los interiores de la pensión se captan mediante varios travelling a través de las ventanas, captadas desde el patio exterior, en una técnica que recuerda a Jean Renoir en La golfa (1931) y El crimen del señor Lange (1936) y a Hitchcock en La ventana indiscreta (1954). Los protagonistas de Contactos, que se alojan en una pensión, trabajan de camareros en un restaurante. Paulino clava la cámara en la cocina del local, ante la puerta abatible que da al salón comedor, y registra, durante varios minutos, en un plano secuencia, las idas y venidas de los camareros, entrando y saliendo con las bandejas. En cuanto a la acción en la pensión y en la calle es anodina, y bastante confusa: cómo se citan furtivamente los hospedados para tener sus relaciones íntimas, y la llegada de un misterioso paquete, que se une a una trama conspirativa. Una película con sus fallos de continuidad entre secuencias –acaso, deliberados-- y que, en la práctica, buscaba confundir e incomodar a los espectadores. Los errores de continuidad son comunes en estas primeras obras de Viota.

Duración (1970) es un corto rodado en 16 milímetros con un único plano: el de un reloj sin agujas convencionales y con el segundero recorriendo la esfera, así durante varios minutos. Pone a prueba la paciencia del espectador, sus ganas de apartar la mirada por hastío. Sin duda, profundamente experimental.

Jaula de todos (1974) es la historia de un desengaño amoroso. Protagonizada por Guadalupe G. Güemes y Francisco Algora, cuenta la historia de Concha y Eduardo, que trabajan haciendo traducciones y pequeños trabajos editoriales. Ella supeditada y entregada a él. Él aburrido de ella. Una crisis de pareja anticipada por esa famosa definición de Bierce: la unión de un amo a un ama, cuya suma da dos esclavos. Al intento de quite viene José Luis, enamorado de Concha, pero ella no de él. Al final, Concha desaparece, se va a vivir al extrarradio de Madrid, y sus amigos no vuelven a saber de ella. El corto va dedicado, curiosamente, al último trabajo literario de José María de Pereda, Pachín González.

Con uñas y dientes (1977) es el primer largometraje y la primera película comercial de Paulino Viota. El guion es suyo y de su primo Javier Vega Viota (en la actualidad, colaborador de El Diario Montañés). La financiación principal corrió a cargo del padre del director, quien aportó la friolera de doce millones de pesetas de entonces (72.121 euros). Eligio Herrero –propietario de Góndola Producciones, una diminuta distribuidora especializada en porno suave—se comprometió a invertir un 30% de los gastos y a distribuir la cinta. La película contó con unas muy deficientes promoción y distribución y fue un fracaso comercial. Paulino perdió dinero con ella. Es, no obstante, una película muy interesante y muy transparente para conocer la España de los primeros años de la Transición. Su tema es un conflicto obrero: el sindicato enfrentado a la empresa. El gerente (Alfredo Mayo) oculta que ha solicitado un préstamo a cuenta de un stock que no existe. El líder sindical, Marcos (Santiago Ramos), tiene que esconderse, pues ha sido agredido por unos sicarios y está siendo acosado por ellos. Lo acoge en su casa una docente de instituto, Aurora (Alicia Sánchez), profesora de Historia, una mujer comprometida con la lucha obrera. Aurora y Marcos se atraen mutuamente, y se acuestan juntos. Unas muy tórridas escenas que quizá están de más en el filme, que cumplen una función comercial, y que costó mucho aceptar rodar a la actriz Alicia Sánchez, por entonces ya casada. De hecho, estas escenas llevaron al distribuidor a proponer convertir el filme en una película porno, eliminando la sustancia sindical de la historia.

Marcos se entera, por un confidente, de la inexistencia de stock: los almacenes de la empresa están vacíos (un macguffin narrativo ciertamente absurdo, puesto que se dice que ni siquiera existen esos almacenes, y se presenta a los trabajadores como absolutamente ajenos al volumen de producción y ventas de la fábrica). El dilema es si se continúa la huelga, o si se termina, exigiendo únicamente la readmisión de los trabajadores despedidos. Entre los obreros no hay unión completa, y el distanciamiento de su líder de las asambleas del comité de empresa y de la negociación con la dirección, no aúna propósitos, estrategias ni criterios. La información que tiene Marcos hundiría al gerente, pero dos sucesos ciertamente violentos le salen al paso. Uno de ellos es el secuestro y triple violación de Aurora en un coche, mientras este atraviesa unas desiertas tierras de secano. Hay dos referencias a Hitchcock clarísimas: el acoso al personaje de Cary Grant con una avioneta en mitad de una árida explanada en Con la muerte en los talones (1959); y el laborioso asesinato de un miembro de la policía política en Cortina rasgada (1966), apuñalado y lentamente ahogado en un horno de gas por el personaje de Paul Newman, ayudado por una granjera. Si en esa secuencia Hitchcock deseó mostrar cuán difícil es asesinar de forma no premeditada a un hombre, en la suya Viota evidencia lo complicado que resulta reducir y maniatar con un cinturón en un coche a una mujer joven, así como lo terrible y exasperantemente prolongado del triple asalto sexual sufrido por aquella. El campo de secano subraya la situación de indefensión total de la víctima: aunque lograra saltar del vehículo, no podría huir, ni esconderse, ni pedir auxilio a nadie. 

El segundo hecho que extorsiona la comparecencia de Marcos es la intervención de un asesino profesional, un individuo frío, implacable y meticuloso.

Sin duda alguna, Con uñas y dientes es la obra maestra de Paulino Viota, un filme que se puede ver hoy aún con un elevado interés, y que hubiera merecido mucha mejor suerte.

Y así llegamos a Cuerpo a cuerpo (1982), el segundo y último largometraje de Paulino. Su acción se inicia en Santander y sigue en Madrid. En cierto modo, es una continuación de lo narrado en Fin de un invierno. La necesidad de abrirse camino en la capital, por los pocos incentivos profesionales de Santander. Un hombre de mediana edad, Eugenio (Fabio León), infelizmente casado, conoce merced a un entierro a dos chicas jóvenes, Ana (Ana Gracia) y Pilar (Pilar Marco). Los tres coinciden en Madrid algún tiempo después: Eugenio se ha separado de su mujer, y Ana se siente atraída por él y lo tienta, cuando en principio, al conocerlo, le había parecido un simple. Eugenio rechaza a Ana, por la diferencia de edad que hay entre ambos, pero al mismo tiempo envidia profundamente a Jorge (Iñaki Miramón), un joven calavera, quien finge querer fugarse a Marruecos con Ana. Jorge se camela a Ana delante de Eugenio, para contenida exasperación de este. Por otro lado, Mercedes (Guadalupe G. Güemes), amiga de Eugenio, se ha venido de Santander para abrir una librería en Madrid. Eugenio colabora en el proyecto de Mercedes. La película plasma unos momentos de las vidas de estos personajes corrientes, con los cuales no sabemos qué pasará realmente. Cuál será su suerte o su destino en la vida.

La mejor secuencia es en la barca que va a Pedreña, cuando Pilar reconoce a Eugenio y le confiesa que de niña estuvo enamorada de él. El director contó con la improvisación de los intérpretes para lograr la espontaneidad y la naturalidad requeridas.

La película tuvo sus dificultades importantes de financiación y el rodaje resultó abrupto e intermitente.

Paulino Viota ha sido un director en ciernes, que no llegó a despuntar, en gran parte por no haber sido admitido como alumno en la Escuela Oficial de Cinematografía. Las pruebas de acceso eran duras y exigentes. De doscientos aspirantes a director se elegía a un máximo de siete u ocho. Este hecho perjudicó a Paulino, quien siempre hubo de moverse en escenarios amateurs y pseudoprofesionales. Pronto abandonó la dirección de películas y se centró en sus clases de cinematografía en Barcelona. 

© Antonio Ángel Usábel, agosto de 2020.

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La productora Intermedio, en colaboración con la Generalitat Valenciana, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía y el Ministerio de Cultura del Gobierno de España, ha editado un pack de cuatro dvds con la obra cinematográfica completa de este poco conocido cineasta: Paulino Viota: Obras (1966-1982).

Además, como bibliografía básica, se cuenta con Paulino Viota. El orden del laberinto, volumen coordinado por Rubén García López (Santander, Shangrila-Textos aparte, octubre de 2015). Del propio Viota han quedado recogidos sus trabajos sobre cine en La herencia del Cine. Escritos escogidos (edición de Rubén García López, Madrid, Ediciones Asimétricas, diciembre de 2019).

sábado, 18 de julio de 2020

Sombras enamoradas.

“Si el más simple sueño de amor fuera verdad,
entonces, cariño, estaríamos en el Cielo,
y esto es solo la Tierra, querida mía,
donde el amor auténtico no se ofrece.”
(Elizabeth Siddall, 1829-1862)
Desde las tradiciones culturales más primitivas, el hombre ha rendido culto a sus muertos. Objetos familiares depositados en sus tumbas, para que les hagan compañía en el más allá. Flores y exvotos sobre sus lápidas, en señal de recuerdo. No sabemos la vinculación que hay entre la vida y la muerte, si es que alguna hay. Nos gusta pensar que sí, porque, de ese modo, no morimos del todo, sino que pasamos a otro nivel de existencia distinta. Tampoco conocemos si los difuntos velan por nosotros, o si influyen de algún modo en nuestras vidas; o si nosotros, inconscientemente, alteramos las suyas. Houdini –el mayor escapista de la Historia-- todavía no ha vuelto para contarlo. El positivismo de un sepulturero veterano le lleva a opinar que solo hay podredumbre y huesos; que no ha visto nada más en años de vaciar tumbas. 
La Literatura y el Cine han reflejado esta inquietud por la pervivencia del alma humana tras la muerte. Pensemos en el famosísimo caso del espectro del padre de Hamlet, vagando maldito por las almenas de Elsinor, y apremiando a su neurótico hijo a cobrar sangrienta venganza en las personas de su tío y de su madre adúltera. O en el simpático envés de Sir Simon de Canterville, condenado a arrastrar sus cadenas por uxoricida. Hay un extraordinario cuento de Max Aub, La gabardina, gótico cien por cien, cuya acción se desarrolla a principios del siglo XX, en 1902. Es la historia de Arturo, un joven tímido que vive con su madre, recia y controladora. En un baile de carnaval conoce a Susana, una muchacha de dieciocho años, ingrávida, de ojos claros y azules. A la salida, llueve a cántaros y Arturo detiene un coche y arropa con su gabardina a la joven, quien no lleva ropa de abrigo. La acerca a su casa. Al día siguiente, se presenta allí para volver a ver a la chica y recuperar su prenda. Le recibe una anciana, que le muestra una fotografía de Susana. Murió cinco años atrás. Ante la incredulidad de Arturo, la señora lo acompaña al cementerio y le muestra el nicho de Susana, con su misma imagen. A los pies, en el suelo, cuidadosamente doblada y seca, yace también la gabardina. Arturo envejece y muere, soltero y virgen. Su cuerpo recibe sepultura en el nicho contiguo al de Susana. La gabardina recorre mundo, varios rastros y mercadillos, hasta deparar en México, convertida en prenda infantil.
Este relato de Aub tiene interés porque nos aproxima al tema del amor frustrado y al arraigo a la vida que provoca en los entes espirituales. Es evidente que Susana, una muchacha muerta “en la flor de la edad”, ha regresado para invocar de un mortal ese amor no consumado. Y se fija en Arturo, quien tampoco tiene experiencias amorosas previas. Pero, como nueva Cenicienta, todo debe acabar con el baile con el príncipe soñado. No se le permite más, ninguna prolongación. Y Arturo, hombre infantil y de poco carácter, profundamente conmovido por la naturaleza frágil y quebradiza de la joven, quedará marcado por este encuentro y obsesionado con su recuerdo. Hasta el punto de entregar su existencia a esa ensoñación.
El Cine, igualmente, ha aprovechado el umbral entre este mundo y el otro de diferentes maneras: las películas de terror con fantasmas y fenómenos extraños muy destructivos (tipo Poltergeist o La leyenda de la Mansión del Infierno); los dramas (a veces comedias, como Un marido de ida y vuelta, de Jardiel Poncela) donde un ser querido fallece, pero su espíritu queda retenido entre los vivos; y los dramas o comedias donde un ente se resiste a reconocer que ya no está en esta realidad y sale al paso de alguien especialmente receptivo. 
Vamos ahora a obviar el género de terror, y a quedarnos con las historias de aparecidos cuyo objetivo no es hacer daño a los testigos de su materialización, sino que o pretenden ayudar, o tienen sus motivos de queja. 
El primer título del que hablaremos es Sombra enamorada, una película dirigida en 1958 por Jean Negulesco, y protagonizada por Lauren Bacall y Robert Stack. Su título original es The Gift of Love, El don del amor. Es una nueva versión de la película de Walter Lang Sentimental Journey, de 1946, con John Payne y Maureen O´Hara. Ambas parten de un relato breve de la escritora Nelia Gardner White, El caballito (The Little Horse). En la cinta de Negulesco, el guionista se transforma en astrónomo y la actriz en secretaria de un doctor. Son los papeles que incorporan, respectivamente, Stack y Bacall. Cuenta la historia de Bill Beck, un científico solitario, con dificultades para socializar y empatizar, que conoce un día a Julie, una atractiva mujer, que rápidamente se encariña con él. Ambos se casan y se van a vivir a un observatorio astronómico. La pareja no tiene descendencia. Además, la mujer sabe que puede morir en cualquier momento, pues padece una dolencia cardíaca, pero oculta esta limitación a su marido. Consciente de que él no sabe llevar su vida solo, Julie visita un orfanato. Allí se encuentra con una niña rubia muy imaginativa, Hitty, a la que le gusta coleccionar caballos de juguete y hasta imitar sus relinchos. El carácter dulce y tolerante de Julie conquista enseguida a Hitty. Sin embargo, Bill no termina de ganarse a Hitty, a pesar de que intenta tener atenciones con ella. Julie enseña a Hitty las labores imprescindibles de la casa, consciente de que, cuando ella ya no esté, Hitty las pueda seguir haciendo por Bill.  Un día, repentinamente, Julie enferma de gravedad y muere. Cuando desaparece, Bill enloquece de dolor y no hay nada que le aparte de su tumba y de su recuerdo. Hitty, sintiéndose descuidada y abandonada por Bill, pide volver al orfanato, a pesar de que le ha manifestado que Julie nunca se ha ido del todo, y que dialoga con ella frecuentemente. Una vez en el hospicio, Hitty se levanta por la noche y sale con su caballito de juguete hacia los acantilados. Tropieza y cae a la playa. En ese instante, Bill siente una alarma interior y decide llamar al orfanato, para preguntar por el estado de la niña. Le dicen que esta no está en su cama y que ha desaparecido. Bill acude al lugar y se inicia una búsqueda intensa de Hitty. A Bill se le ocurre preguntar por el paraje donde Hitty y Julie se conocieron. Es justo el sitio donde se ha accidentado. Bill la encuentra, la recoge y se la lleva con él. Cuando los dos se alejan, la sombra de Julie los ve partir, definitivamente juntos, tal y como ella deseaba.
Realmente, se hace difícil elegir entre las dos versiones de la misma historia. El personaje de Hitty es interpretado por Connie Marshall en la versión de 1946. Incorpora a una niña muy imaginativa, extremadamente dulce y tierna, que sueña despierta con las leyendas del rey Arturo, Lanzarote y sus damiselas. En la adaptación de Negulesco, es Evelyn Rudie quien da vida a la niña, una Hitty más fría, dolida por anteriores adopciones fracasadas, enamorada de los equinos, y que se oculta en el interior de una taquilla para llorar y desahogarse. 

Ambas pequeñas reciben la visita de Julie, o escuchan su voz en algún momento. Intentan agarrarse a ese ser querido con toda su fuerza, como también sucumbe a su recuerdo perenne el personaje de Bill. Como si la vida no pudiera organizarse de otra manera para ellos; un sentimiento que es favorecido, y hasta alentado, por el ente desde el Más Allá. Julie une a una fantasiosa con un padre con complejo de Peter Pan. 
La gran fordiana Maureen O´Hara era Julie en la versión de Lang, y John Payne su marido. Ambos correctos en sus respectivos papeles. Fueron dos actores que coincidieron en varias producciones de los años cuarenta: Rumbo a las playas de Trípoli (1942), De ilusión también se vive (El milagro de la calle 34, 1947), Trípoli (1950).
Fantasma de amor (Fantasma d´amore), firmada en 1981 por Dino Risi, el autor de la magistral La escapada (Il sorpasso, 1962), y un realizador de producción desigual, especialmente dotado para la comedia y el drama. Protagonizada por el gran galán del cine italiano, Marcello Mastroianni, y por Romy Schneider, narra el encuentro en un autobús de un abogado de éxito, Nino Monti, con una mujer ajada, avejentada y despeinada, a la que en principio no reconoce, y a la que presta una moneda para el viaje, que resulta ser un antiguo amor de juventud, Ana Brigatti. Ambos charlan brevemente y después Nino empieza a recibir llamadas telefónicas de ella en su casa. Nino está casado con Teresa, una mujer beata de vida aburrida y sedentaria. El matrimonio no ha tenido hijos. Nino intenta ocultar su reencuentro con Ana a Teresa. En una comida de placer, un amigo de Nino, médico, le asegura que él certificó la defunción de Ana Brigatti algunos años atrás. El misterio está servido. Nino decide salir de Pavía y visitar la mansión del conde Zighi, marido de Ana. No encuentra en ella al aristócrata, sino a la propia Ana, rejuvenecida casi veinte años, quien le enseña el interior del palacio, decorado con antigüedades y muy oscuro. Durante uno de sus paseos, deciden Nino y Ana tomar un bote de remos. Ana le confiesa su triste pasado, sus relaciones forzadas con un hombre que vivía en su mismo edificio, así como el resultado final. Nino queda consternado. En la travesía, en un movimiento zozobrante, Ana cae al agua y desaparece. Conturbado por lo que cree un accidente, Nino da parte a la policía. Toda Pavía se entera del incidente del bote, incluida su esposa Teresa. Nino vuelve al palacio del conde y comienza a hablarle de Ana y a disculparse ante él. Zighi, totalmente confundido y alterado, lo expulsa de allí. En el jardín, Nino encuentra al ama de llaves, quien le confirma la muerte de su señora hace tiempo, e incluso lo conduce hasta su tumba en el cementerio. De vuelta a Pavía, sobre un puente, Nino se topa de nuevo con Ana Brigatti, cuyo espíritu parece ligado a él y a su triste experiencia mortal. La última secuencia del filme es en un sanatorio mental, a donde Nino ha sido conducido. Hasta la enfermera que se ocupa de cuidarlo tiene el rostro de una Ana juvenil. 
¿Es Nino Monti otro Don Quijote? ¿Ve lo que en realidad no es así? ¿De veras persigue el espectro de Ana a Nino? ¿Se da lo sobrenatural? Desde luego que en la acción ocurren hechos muy extraños: la moneda que presta Monti a Ana para que pague el autobús aparece repentinamente sobre la mesa de su despacho (además de en algún otro lugar); y el doctor que certificó la muerte de Ana fallece inexplicablemente después de consultar los archivos del hospital y justo antes de reunirse con Nino. La figura de un inquietante sacerdote secularizado, Don Gaspare, aficionado al esoterismo --al que interpreta el enigmático bailarín y actor germano Michael Kroecher--, contribuye a sumergir la narración en un ambiente sumamente gótico y espectral. 
Fantasma de amor es un buen filme sobre las obsesiones, sobre el presente doblegado al efecto del pasado, además de un cuento sobrenatural de primer orden, muy bien realizado por Dino Risi. Una película para saborear más de una vez, o para descubrir.
Hay otro tipo de películas que versan sobre espectros que no descansarán tranquilos hasta que hayan encontrado el amor. Por ejemplo, el gran clásico de William Dieterle Jennie (Portrait of Jennie, 1948), basada en la novela de Robert Nathan y con guion de Paul Osborn. Producida por David O. Selznick, guarda similitud, en su atmósfera, con Rebeca, otra historia donde la proyección fantasmal de una mujer muerta condiciona las vidas de los protagonistas. En este caso, es para bien, pues una muchachita (a quien interpreta Jennifer Jones) es motivo de inspiración artística para un pintor bohemio, Eben Adams (recreado magníficamente por Joseph Cotten). Se la encuentra una noche en Central Park. Jennie es una niña misteriosa: va vestida a la moda de principios de siglo, habla del káiser alemán y dice que sus padres trabajan de funambulistas en un teatro desaparecido. Al irse, Jennie se olvida un fular envuelto en un periódico viejo, que contiene noticias y anuncios de muchas décadas atrás. Eben no pintaba retratos hasta conocer a Jennie. Dibuja un boceto de ella que vende bien. En encuentros sucesivos, Jennie va creciendo. Eben investiga sobre ella. Sus padres murieron durante su actuación al romperse el cable, y ella fue recogida por una tía y enviada a un convento. 
Siempre que Eben y Jennie se encuentran están solos. No hay testigos. Eben comienza a pintar un retrato de Jennie. Sus marchantes lo visitan en su estudio cuando el lienzo está sin acabar, un símbolo de que la muchacha no es sino un fantasma. Como reza la canción que canta: “Vengo de un lugar que desconozco y al que, sin conocerlo, todos van.”
Eben sigue el rastro de la joven hasta la costa, a un lugar llamado Cabo Cob, donde en un islote hay un viejo faro abandonado. Tiene la certeza de que allí se repetirá la galerna que se la llevó de este mundo un mismo mes de octubre, veinte años antes. Su idea es tratar de salvarla de las aguas. No lo consigue, pero Jennie puede ver, y sentir, que no está sola esta vez, y que una persona la ama e intenta evitar que se la lleven las olas. La última bobina del filme es en color, en tonos verdes y sepias, hasta el momento final en el Museo Metropolitano, con el retrato de Jennie mostrado en completo esplendor.
Que la visión de Jennie no son alucinaciones de Adams lo demuestra el pañuelo dejado por ella, y que otras personas ven y tocan. Por ejemplo, el mejor amigo de Eben, el taxista Gus O´Toole (David Wayne) y la marchante protectora suya, Miss Spinney (inolvidable rol de solterona sentimental en los enormes ojos almendrados de Ethel Barrymore). 
Al principio de la acción hay un prólogo con brumas y cielos nubosos donde se diserta acerca de la existencia: ¿qué es la vida? ¿qué es la muerte? Se citan unas palabras de Eurípides: “Acaso lo que los mortales conocemos como vida no sea sino muerte, y la muerte sea la vida verdadera.”
Entre la autosugestión y la verdad sobrenatural se sitúa la más deliciosa de las historias de aparecidos: El fantasma y la señora Muir (The Ghost and Mrs. Muir, Joseph Leo Mankiewicz, 1947). Una joven viuda, Lucy Muir (Gene Tierney) y su hija Anna (Natalie Wood) alquilan La Gaviota, una casa en la costa. La sala principal de la mansión está presidida por el retrato de su antiguo propietario, el capitán Gregg (Rex Harrison), un marino ya fallecido. Lucy Muir empieza a escuchar extraños ruidos y una risa perturbadora. El espectro del capitán no desea que nadie habite su casa, y menos una mujer. Visto que no consigue espantar a Lucy Muir, se le aparece. Ella y él llegan a un acuerdo: se podrá quedar en La Gaviota y el fantasma le dictará a Lucy sus memorias de marino experimentado. El libro se publica y es bien acogido por el público. La relación entre el capitán Gregg y la joven viuda supera la simple amistad. Sin embargo, Daniel Gregg no tarda en comprender lo imposible de ese amor. Un buen día desaparece sin dejar rastro.
Pasan los años, Anna crece y se convierte en una muchachita casadera y su madre en una anciana solterona, pero en ningún modo amargada, sino resignada a su vida de retiro. Lucy duda de si, en verdad, alguna vez conoció al quisquilloso capitán Gregg. Probablemente, la casa, la ornamentación marinera –con el catalejo en el mirador—y el mismo retrato del lobo de mar, sugestionaron a Lucy hasta hacerla creer que vio la aparición y que el fantasma le contó su vida.
El epílogo de la película es uno de los más nostálgicos y maravillosos que ha creado el cine. Daniel Gregg regresa para buscar a Lucy, quien rejuvenece al ser llevada de su mano. Ambos descienden las escaleras, esquivan a la anciana criada, salen al jardín y sus sombras enamoradas se pierden envueltas en la bruma. Nunca lo imposible se volvió tan posible por la fuerza visual de la escenografía y el talento de Mankiewicz como genial director. Un filme modélico, una historia preciosa, verdaderamente inolvidable.
Otro espíritu que no descansa, porque la deuda de su pasado se ha hecho intemporal, es el de la joven condenada a desposarse con un viejo monstruoso en Una historia china de fantasmas (Ching Siu-Tung, 1987). A una aldea llega un muchacho torpe y atolondrado, nombrado nuevo recaudador de impuestos. Es tan pobre, que no lleva dinero para pagar una posada. Le hablan de un templo abandonado, escondido en un bosque. En el se adentra, de noche. Una manada de fieros lobos negros lo acosa y al alcanzar el espacio del templo, dos guerreros luchan a muerte a espada. Vence uno de ellos, que desaparece. El recaudador entra en el templo. Extrañas criaturas humanoides comienzan a surgir del polvo sin que él lo aperciba. Se le aparece una joven ataviada de blanco y muy bella, de la cual había visto un retrato en el mercado del pueblo. El recaudador y la chica flirtean. Aparecen en escena otros personajes a quienes la joven teme: un demonio bajo la forma de madre o madrastra, y una hermana melliza, muy parecida a ella en el físico, pero de aviesas intenciones. Estando el muchacho oculto en una tina de agua, conminan a la joven a encontrar un mortal, para ser sacrificado y que su sangre y alma vivifiquen al ente perverso que la ha de desposar. El recaudador se alía con el guerrero vencedor del principio para llevar las cenizas de la infeliz muchacha a su lugar de nacimiento, en un intento de conseguir su reencarnación. 
La película está tratada en clave de comedia dramática. La atmósfera sobrenatural está lograda y un cierto grado de erotismo impregna la relación sentimental entre los dos protagonistas. Más cercana a la fantasía –por sus excesos visuales de saltos, luchas, piruetas, propios de las artes marciales-- que al terror propiamente considerado, Una historia china de fantasmas entretiene y deja cierta impronta en el espectador. Salvo algún efecto ya muy superado debido a la técnica del “stop-motion”, la cinta ha  resistido considerablemente el paso del tiempo. Simpática, sin más, sin llegar a lo entrañable.
Así llegamos a Ghost (Más allá del amor), el gran éxito de 1990 en comedia romántica. Dirigida por Jerry Zucker, cuenta con un guion original de Bruce Joel Rubin. Al parecer, se lo inspiró una representación de Hamlet, por lo del espectro y la venganza. Un ejecutivo de banca –Sam Wheat (Patrick Swayze)-- es asaltado, justamente al salir de un teatro, por un delincuente callejero cuando iba junto a su pareja –Molly Jensen (Demi Moore)--. Se produce un forcejeo y suena un disparo. Entonces, Sam echa a correr tras el asaltante, que huye. Al mirar atrás, ve a Molly tendida sobre su propio cuerpo. Por un momento, se extraña de poder estar en dos sitios a la vez, de ser capaz de verse a sí mismo tendido en el suelo. Pero rápidamente comprende que algo muy serio acaba de ocurrirle: ha fallecido, y su espíritu ha abandonado su soporte material. A partir de ese momento, la acción transcurre en cómo Sam se conciencia de que ha muerto, y que, de manera preventiva, hasta que no descubra por qué le ha sucedido precisamente a él, se le va a permitir quedar atrapado entre dos mundos, el físico y el espiritual. 
Sam da con una timadora experta metida a médium inexperta. Se llama Oda Mae Brown (Whoopi Goldberg). Sorprendentemente, ella tiene poderes extrasensoriales reales y es la única que puede oír la voz de Sam. Este la presiona para que lo ayude a contactar con Molly y despedirse de ella. Pero ambos no cuentan con que un supuesto amigo y compañero de trabajo de Sam, Carl (Tony Goldwyn), fue quien planeó el asalto en la calle y su eliminación, para ocultar una evasión de capitales. Al descubrir esta sucia trama, Sam decide vengarse de Carl y, a la vez, proteger a Molly. 
La película es una comedia dramática con momentos chispeantes, como las sesiones de espiritismo de Oda y el encuentro de Sam con otro fantasma en un vagón de Metro, a quien pide ayuda para aprender a mover los objetos por telequinesia. 
Ghost es un bonito cuento para confiar en la certeza de otra vida, de un Más Allá que nos espera con su haz blanco luminoso, siempre que nuestra conducta haya sido positiva. De lo contrario, los negros demonios del Infierno nos llevarán a las cloacas del inframundo.
© Antonio Ángel Usábel, julio de 2020.

viernes, 19 de junio de 2020

Moulin Rouge.

“Un cartel debe entrar por los ojos con una violencia tal

que el espectador no tenga defensa posible.”

(Toulouse-Lautrec)
El Moulin Rouge es uno de los locales de diversión con más solera en París. Situado al pie de la colina de Montmartre, fue inaugurado el 6 de octubre de 1889. Para entonces, un joven pintor de sangre azul, Henri de Toulouse-Lautrec, llevaba cuatro residiendo en ese barrio obrero de la capital, que acogía a artesanos y artistas bohemios, y que limitaba con un próspero viñedo.
Lautrec era un entusiasta de la vida nocturna. Con su 1,52 de estatura apenas despegaba del suelo, y su cabeza parecía más grande que su cuerpo. Toulouse pintaba a las cantantes y bailarinas de los cabarets, a los camareros, los clientes y las prostitutas. El Moulin Rouge fue producto del convenio entre dos socios: Joseph Oller y Charles Zidler.  El primero, hijo de un comerciante de tejidos catalán, había nacido en Tarrasa (Barcelona) en 1839, pero con tan solo tres años de edad se lo llevaron a vivir a París. El segundo era francés de origen. Oller fue el inventor del juego de apuestas mutuas aplicado a las carreras de caballos, y el constructor de la primera gran piscina cubierta de la capital francesa, en 1885. Padrino de salas de fiestas y de circos estables, Oller y su socio Zidler propusieron a Toulouse-Lautrec la confección de varios carteles para promocionar por toda la ciudad su nuevo local de diversión. La idea cundió, y fueron treinta y uno los carteles realizados por el famoso pintor y dibujante para aquel negocio. El estilo de Lautrec, un apunte rápido pero vigoroso, no solo capta el movimiento, sino también la psicología del personaje retratado. La Goulue -La Codiciosa—y su pareja de baile, Valentin-le-Désossé (Valentín el Deshuesado), quienes empezaron como artistas aficionados, fueron los protagonistas del primer cartel.
La historia de la fundación de aquel mítico local de diversión fue llevada al cine –con algunos cambios y licencias—por Jean Renoir en 1954-55. En French Cancán, Oller pasó a llamarse Henri Danglard, un simpático empresario de costumbres libertinas, frecuentemente endeudado hasta las cejas, pero no por ello menos confiado y optimista, al que dio vida espléndidamente Jean Gabin, el Spencer Tracy galo. Propietario del cabaret El biombo chino, donde danza ligera de ropa su amante, la bellísima Lola de Castro (María Félix), se le ocurre comprar otro garito más popular para derribarlo y en su espacio levantar un nuevo cabaret. En plena construcción se queda sin dinero y ha de venir en su auxilio un príncipe extranjero, enamorado del nuevo valor de Danglard, la joven bailarina Nini (François Arnoul). Danglard fluctúa entre Lola, Nini, y cualquier otra mujer preciosa que se le cruce en el camino. Henri –un alma libre, entregada a los placeres fugaces-- inyecta el veneno del espectáculo en las venas de la humilde panadera Nini, quien va a consagrar su vida entera a él. 
French Cancán es un bello homenaje de Jean Renoir a Montmartre –su barrio natal—y a sus pintores impresionistas. Muchas de las secuencias de la película imitan las composiciones de Degas, Pissarro o el propio Pierre-Auguste Renoir, padre del director: los ensayos de las bailarinas, las terrazas de los cafés de Montmartre, el color intenso del cielo y del césped. Es un Montmartre de estudio, pero ejemplarmente reconstruido. En la historia, llama la atención la decisión de Nini de perder la virginidad con su novio, antes de ser reclutada para el cabaret por Danglard. Existía el convencimiento de que los empresarios del mundo del espectáculo se aprovechaban de sus jóvenes nuevos talentos femeninos. Y no en vano, Nini llega a enamorarse de Danglard y a intimar con él una temporada. Las estrellas de variedades tienen su fecha de caducidad. Por las cuestas del barrio o al pie de sus famosas escaleras transitan antiguas viejas glorias, convertidas en sombras desarrapadas ambulantes, a las que casi nadie recuerda. Salvo Danglard, que siempre guarda una moneda para ellas.

Los veinticinco minutos finales del filme, que corresponden a la inauguración del Moulin Rouge, son verdaderamente apoteósicos. Un canto a la vida, a vivirla con alegría (como lo es toda la película en sí) y un excelso homenaje al universo del entretenimiento. Porque el arte debe, ante todo, entretener, distraer al público; hacer que olvide sus problemas, y que todo el mundo salga del local con una sonrisa y una rosa abierta en el corazón.
La película de ficción más antigua que tiene como escenario el famoso cabaret es, precisamente, Moulin Rouge, una lujosa producción británica dirigida en 1927-28 por Ewald André Dupont. El reparto lo encabeza la esplendente rusa Olga Tschechowa, actriz luego favorita del régimen nazi (aunque, al parecer, ella espiaba para los soviéticos), secundada por Eve Gray y Jean Bradin. Se el filme de Renoir concluía con una apoteosis, el de Dupont se inicia con una gran obertura de varios minutos con las grandes actuaciones del Moulin (rodadas, en realidad, en el Casino de París). Entre el público están la joven Margaret y su prometido André, quienes han ido a ver, sobre todo, a la madre de ella, la deslumbrante vedette Parysia (O. Tschechowa). Madre e hija llevan algunos años sin verse. Cuando Margaret presenta a André a Parysia, brotan antorchas de las pupilas de este. El muchacho, hijo de un aristócrata ajeno y estricto que vive en el campo, cae rendido ante los atractivos de la madre. Todo el argumento –realmente folletinesco, pero muy bien narrado—incide en el dilema que se le plantea a André: si casarse con Margaret –como es el deseo y el sueño de la joven--, o confesar abiertamente su pasión por Parysia. Parysia siente también atracción por André, pero se contiene para no empañar la ilusión de su hija. Cuando Margaret decide visitar al padre de su prometido, para convencerlo de que apruebe su boda, André –en un acto muy cobarde y ruin—estropea los frenos de su coche deportivo. La muchacha se estrella, junto con André, que ha ido a detenerla en otro vehículo. Operada a vida o muerte, logra salvarse. Parysia, decepcionada e irritada con André, le hace recapacitar. El joven decide casarse con Margaret, dando feliz cumplimiento al deseo de esta.
Ewald André Dupont fue uno de los pioneros del expresionismo. Se advierte, especialmente, en la secuencia de la habitación de la clínica. Cuando Parysia se despide de André y de Margaret, vemos su sombra discurriendo por la pared, como si fuera una presencia ya incorpórea, que en verdad desaparece de la vida de su joven enamorado.

Moulin Rouge es una película silente, muy eficazmente restaurada por The British Film Institute a partir de un negativo danés en nitrato. Cuenta con la dirección artística de Alfred Junge y con la fotografía, en excelente blanco y negro, de Werner Brandes. Un filme llamativo, cautivador, que ha resistido bastante bien el paso del tiempo, en el que destaca la subyugadora interpretación de Olga Tschechowa. Para descubrir.
En 1952 se estrenó otro Moulin Rouge, el de John Huston, versión fílmica de la novela de Pierre La Mure, recreación literaria de las andanzas por Montmartre del tullido Toulouse-Lautrec. José Ferrer, en una caracterización magistral, caminaba de rodillas para simular la talla del infeliz pintor. Un ambiente conseguidísimo, con una iluminación y una fotografía en color que recrea fielmente los diseños originales de Lautrec. Un drama intenso, fascinante, brillantemente rodado. Una recuperación de aquellas figuras emblemáticas del cabaret: La Goulue, Valentín, Jane Avril, Chocolat… Las mismas que visitan a Henri en su lecho de muerte, derrotado por la absenta y en la fiebre delirante del alcohólico perdido.
La película hoy más popular ambientada en el emblemático cabaret parisino es, sin duda, el Moulin Rouge de Baz Luhrmann de 2001, con guion propio y de Craig Pearce, y una Nicole Kidman de ensueño, que quita el hipo. Realmente, ver descender del techo a la estrella del espectáculo, Satine / Kidman, sentada en un trapecio y meciéndose en él, al aire las piernas de meridiano de Greenwich, vale casi por todo el irregular planteamiento, nudo y desenlace de este filme. Una Nicole bellísima, quien encandila a un joven escritor, Christian (Ewan McGregor), alojado frente al local. El “propietario” de la joven es la propuesta perversa del príncipe bondadoso de French Cancán, el malvado, posesivo, rancio y envidioso The Duke (Richard Roxburgh). Para sostener entre bambalinas su penoso idilio, Christian ha de improvisar el libreto de un vodevil ante la atónita y confusa mirada del potentado villano. Todo ello sazonado con evocaciones de temas musicales diversos (clásicos de los cincuenta, sesenta, setenta) y un tono de comedia bufa que desconcierta, pero que de hecho no está muy alejado del esquema de teatro cómico musical que se hacía en el París de la Belle Époque, donde, por otra parte, las artistas de moda se convertían en cortesanas de postín, mantenidas por aristócratas y burgueses acomodados. El Lautrec que aparece aquí –interpretado por John Leguizamo—es uno más de la farándula; el verdadero Toulouse, en 1900 exactamente, tenía ya un pie (o los dos) en otro barrio distinto de Montmartre. Bombillas, luz eléctrica por doquier; llega la era moderna. Moulin Rouge se rodó en los estudios de la Fox en Sídney (Australia). Un París recreado digitalmente y unos espacios exagerados para colar unos juegos de cámara y unos encuadres que acrecientan, y agigantan demasiado hiperbólicamente el estilo pop de la historia. Este Moulin Rouge de Luhrmann destila todo su barroquismo antinatural, caminando paralelo a una novela gráfica de nuestro tiempo.

© Antonio Ángel Usábel, junio de 2020.



domingo, 7 de junio de 2020

Plagas de cine.

Quién iba a decirnos a nosotros, hace tan solo un año, que las plagas dejarían de ser un recurso temático del cine de ciencia-ficción o terror, generalmente de serie-B, para convertirse en una amenaza auténtica, en una pesadilla sin fin.
El Covid-19 nos tiene sometidos con toda la fiereza de un supuesto virus procedente del espacio exterior, o quizá liberado por fatal error de los hielos del Ártico. Ahora estamos viviendo, o hemos vivido, situaciones impensables para la vida real, que solo creíamos que sufrirían los héroes de la pantalla. 48.000 víctimas mortales que ha podido causar el coronavirus en España, según estimación del INE (Instituto Nacional de Estadística), entre marzo y junio de 2020. A veces, no hay mayor historia de terror que la de la propia realidad.
Vamos a hacer un repaso a algunos títulos del cine que nos atemorizaron con plagas.
Naturalmente, todo comienza con una historia mítica, la del castigo que envió Yahvé a los egipcios por no dejar salir de su dominio al pueblo elegido. Entre otros asombros, las aguas se tiñeron de rojo, el ganado enfermó y murió, la piel de los hombres se corrompió, los primogénitos perecieron. Lo escenifica Cecil B. DeMille en su largometraje Los diez mandamientos (1956).

Eso pasó antes de Cristo. Pero seis años antes del tributo de DeMille al libro del Éxodo, otro director, Elia Kazan, adaptaba una ficción de Edna y Edward Anhalt a la que llamó Pánico en las calles. Un doctor militar (Richard Widmark) y un policía (Paul Douglas) debían dar caza a un peligroso asesino, Blackie (Jack Palance), que estaba infectado por un virus neumónico letal. Y fueron tras él sin guantes ni mascarilla. A saber las decenas de personas que el angelito habría infectado en cuarenta y ocho horas de persecución. Este drama funciona si nos olvidamos de los condicionantes científicos y nos atenemos a los requisitos del cine negro, parámetros con los que fue rodado.
Por aquellos mismos años cincuenta, un escritor de ciencia-ficción, Richard Matheson, publicaba Soy leyenda. Una pandemia ha convertido a los seres humanos en muertos vivientes, en vampiros torpes que se esconden del Sol y salen con la Luna, para asaltar la casa del único superviviente, Robert Neville, quien ha perdido a su esposa y a su hija. Neville resiste noche tras noche el acoso de los vampiros, y por el día vaga por una ciudad desierta hundiendo estacas en los diablos dormidos, recogiendo sus cadáveres y llevándolos a un vertedero. La novela de Matheson, ambientada en 1976, fue fielmente filmada en blanco y negro por Sidney Salkow en 1964. Tuvo de protagonista a uno de los príncipes del terror, Vincent Price, y su dramática inmolación final en un altar adelantaba a la de La profecía. El último hombre sobre la Tierra o Soy leyenda es una película lograda, de una atmósfera claustrofóbica que mantiene al espectador en tensión. Uno de los mejores trabajos de Price, esta vez en un rol principal. En taquilla fue un fiasco; tampoco satisfizo al autor de la novela, pero la cinta ha ido ganando adeptos con los años.
En 1971, Robert Wise firmó una de las películas de ficción científica más conseguidas y mejor planificadas: La amenaza de Andrómeda. Partía de una novela original de Michael Crichton. Un satélite militar trae a la Tierra un virus mortal que coagula la sangre en el interior del cuerpo. Este efecto algo nos suena, porque el Covid-19 provoca embolia pulmonar y trombosis coronaria. Los afectados son solo los habitantes de un pequeño pueblo de Nuevo México y el satélite es prontamente conducido a una instalación militar secreta para su estudio. Las medidas técnicas de seguridad se basan en experiencias reales y dotan de poderosa credibilidad a la acción.
Menos efectiva es The Crazies (1973), de George A. Romero. Un producto de serie B sobre un virus que enloquece a quienes infecta. El patógeno es un arma biológica que se ha diseminado por una población al estrellarse un avión militar de transporte. El virus se ha filtrado a los acuíferos del valle. Rodada con escasez evidente de medios, la primera media hora del metraje es pésima, con unos actores de segunda que parecen verdaderos aficionados. Sin embargo, la calidad remonta seguidamente y la acción gana en interés. Los disparos y las heridas por impactos de bala están muy bien hechos. Y el guion, del propio director, plantea cuestiones interesantes, que también nos afectan hoy: cómo saber quién está infectado, la necesidad de tomar muestras de sangre a la población, la injerencia de la autoridad pública en el ámbito privado de los individuos, el control de las personas. Un filme que llega al aprobado justito y que por momentos resulta simpático y loable. Contó con una digna nueva versión en 2010, a cargo de Breck Eisner y producida por el propio Romero.
En 1995, se estrena Virus, de Armand Mastroianni, una discreta producción sobre un brote de Ébola en un hospital norteamericano. Parte de un relato del especialista en ficción médica Robin Cook. Alterna la indagación científica con una composición de thriller, pues el brote de virus hemorrágico es provocado por un grupo de médicos que desean consolidar su prestigio dentro de, según ellos, un depauperado sistema de salud. La interpretación de la británica Nicolette Sheridan es muy correcta, y viene muy discretamente secundada por el televisivo “villano” William Devane.

De ese mismo año, es la popular Estallido, dirigida por Wolfgang Petersen, y protagonizada por Dustin Hoffman y Rene Russo. Un mono africano llevado a Estados Unidos porta un virus de fiebre hemorrágica. En tan solo cuarenta y ocho horas puede extenderse por toda la nación. El ejército se adueña del control. Aunque cuenta con un buen reparto (Morgan Freeman, Donald Sutherland), la película es irregular y no resulta.
Más artesanal, pero mucho más intensa e interesante, es la huida de unos supervivientes de una pandemia, planteada como una película de carretera. Se trata de Infectados (2009), de Álex y David Pastor, con guion propio. Cuatro jóvenes escapan en un coche, y en el trayecto se ven obligados a recoger a un padre y a su hija pequeña. La niña resulta ser portadora del virus. Se desata la tensión entre los ocupantes del vehículo. Una de sus paradas es en un hospital donde sobrevive un único doctor, quien ayuda a morir a los niños enfermos. La película refleja muy bien cómo el ser humano pasa de amigo a enemigo, cómo cualquiera puede convertirse en un extraño y una amenaza para los demás por efecto del contagio. Una ruptura de relaciones que recuerda a la cita evangélica: “No he venido a traer paz, sino espada” (Mt 10, 34). Una cinta dura, en la que, por cierto, se ve a un oriental ahorcado y con el cartel “Lo han traído los chinos”. Las interpretaciones son eficaces; a destacar, las de Chris Pine y Piper Perabo. 
Así llegamos a Contagio, la película de Warner Bros. de 2011, obra de Steven Soderbergh, que mejor plasma la situación vivida por nuestra sociedad de hoy. Múltiples escenarios del mundo donde se extiende la pandemia, con doctoras luchando contra ella con medidas de prevención que se antojan insuficientes: mascarillas, guantes, trajes aislantes, geles, etc. El guion se debe a Scott Z. Burns. Un solo toque (a alguien, un objeto), una transmisión. Calles abandonadas, entierros masivos en fosas comunes, etc. Destaca el trabajo de una muy dramática Kate Winslet, arropada por Matt Damon, Jude Law, Laurence Fishburne y Marion Cotillard.

No hay nada como experimentar un drama para apreciar su magnitud. Todas esas amenazas nos parecían exageradas, irreales, cinematográficas, de ciencia-ficción. Y, sin embargo, cuán potentes y auténticas se nos presentan ahora, inmersos en una pandemia que ha cambiado nuestras vidas y que no sabemos a dónde nos llevará y hasta cuándo.
Quizá hasta cuando el destino nos alcance.
© Antonio Ángel Usábel, junio de 2020.