Confieso que nunca he sido
almodovariano. Nunca hice cola para ver sus películas de los años de La Movida,
cuando yo era un adolescente aún, pues las situaciones y los alocados
personajes me parecían un canto al exceso, una oda a la desobediencia y un aria
al desorden. La Movida, con su estética punki, heavy o gótica, no solo no me
atraía sino que me horrorizaba. No fui un rebelde ni un seguidor de tribu
urbana alguna. Sin embargo, tengo que reconocer que, si el cine español quebró
horizontes y fue reconocido internacionalmente en la primera andadura de
nuestra democracia, fue especialmente gracias a las películas rompedoras de Pedro Almodóvar, manchego, nacido en Calzada de Calatrava hace
69 años. Países de nuestro entorno, como Francia, comenzaron a prestigiar el
cine innovador de Almodóvar, con su tono kitsch extremadamente hortera y sus
experiencias disparatadas y nada convencionales. No
obstante, antes de su pleno reconocimiento académico fuera de España, el gato
al agua se lo llevaron otros directores, menos audaces y más moderados: José
Luis Garci (Oscar al mejor largometraje extranjero por Volver a empezar, 1983) y Fernando Trueba (igual Oscar por Belle Époque, 1994). Almodóvar, por fin,
se alzó con el Oscar –el premio gordo— a la mejor película en 2000 por Todo sobre mi madre, y se llevó el Oscar
por el guion de Hable con ella, en
2003, pero no lo consiguió como mejor director. Su presencia en las pantallas de medio mundo es,
desde luego, clamorosamente indiscutible. Mencionar un hombre de cine español,
descontando al cada vez más olvidado Luis Buñuel, es recurrir a Almodóvar sin
duda.
Con el rodaje y estreno de Dolor y gloria (2019),
Pedro Almodóvar se retrata a sí mismo y se da un sentido y sentimental
homenaje. Elige al insustituible Antonio
Banderas –actor fetiche—como alter ego. A Banderas lo ha ido fortaleciendo
el tiempo, otorgándole seguridad y señorío. Salvador Mallo (Banderas) es un
realizador aburguesado, coleccionista de arte, sibarita, aquejado de diversos
achaques de oídos, espalda, cabeza y todo lo que haga falta. Además de en la
clínica, se le va a hacer un reconocimiento en la Filmoteca Nacional, donde se
va a proyectar su película mítica. Para el evento, Salvador desea contar con la
asistencia de su actor protagonista, Alberto Crespo (Asier Etxeandia), con el cual mantuvo durante el rodaje una muy
tensa relación. Con ánimo de recuperarlo, Salvador lo visita en su alojamiento
de El Escorial. Crespo es un adicto a los “chinos”, vapor de heroína aspirado.
El director se deja tentar y se aficiona al “caballo”, porque en parte cura sus
dolores y su inmensa soledad. Surgen sus recuerdos de infancia –ambientados en
las cuevas del Batán de Paterna--. Años difíciles en el seno de una familia
modestísima. Una madre cariñosa, Jacinta (Penélope
Cruz), que pretende lo mejor para su niño, lo pone al cuidado de unos
curas, por mediación de la beata del lugar. En el colegio lo tienen cantando,
engatusados por su divina voz, y le aprueban las asignaturas casi sin estudiar.
El relato pasa del pasado al presente. El actor Crespo está dispuesto a
secundar a Salvador en el homenaje si este le presta un texto suyo –La adicción-- para representar un
monólogo teatral. Casi a la vez aparece otra antigua amistad de Mallo, Federico
(Leonardo Sbaraglia).
Dolor y gloria es una
película sobria y elegante, preferentemente
entretenida, lo que viene caracterizando ya al último cine de Pedro
Almodóvar desde justo el cambio de milenio, con Hable con ella y La mala
educación, que luego corroboraron cintas como Los abrazos rotos, Los amantes
pasajeros y Julieta. Almodóvar
parece querer diseñar ahora sus largometrajes para todos los públicos y para
todos los gustos, renegando de los excesos estrambóticos de los años ochenta y
noventa.
De Pedro Almodóvar se ha
diseccionado mucho su cine y poco su biografía, de la cual se conocen retazos.
En Dolor
y gloria ha aprovechado algunos aspectos: su infancia muy humilde,
pasada entre La Mancha y Extremadura (quizá fuese en tierra extremeña eso de la
llegada del proyector y de la pantalla tras la que orinaban los niños, porque
en Calzada no había cine), su mala enseñanza con unos religiosos salesianos
como becario pobre, su salud quebradiza, siempre con altibajos no excesivamente
preocupantes, su amor hacia su madre, a quien aparta de Madrid para no evidenciarla
su homosexualidad.
Almodóvar, es cierto, se
sobrepuso al clima de hastío insalvable del campo manchego, ese paraje
quijotesco donde nunca ocurre nada fuera de lo común. “Los manchegos –apostilló
un día el director—son un pueblo muy reaccionario (…) En sus vidas, la ausencia
de placer es total, absoluta.” Huyó de La Mancha y buscó refugio y
oportunidades en Madrid. En los años sesenta se hizo hippie. En 1969 ingresó de
empleado en la Telefónica, de donde estuvo entrando y saliendo, con algún viaje
a Londres para abrirse a otra realidad. En Londres, donde vivió cinco meses en
1971, Almodóvar se dedicó a lo más variopinto; por ejemplo, cuidador de niños
en casa de los Rothschild, cuya casa daba al cementerio de Highgate y a la
tumba de Carlos Marx. Muy a comienzos de los ochenta, Pedro se sumó a La
Movida, un espacio donde, de repente, no se exigía un currículum maravilloso
para medrar con cualquier cosa que se quisiera hacer pasar por arte. La noche
estruendosa, los conciertos, el rock duro, las drogas… “En aquella época, el caballo llegó fuerte y no había
información, lo que hacía que la gente se fumara un chino de heroína como si
fuera un cigarro” (Asier Etxeandia dixit).
Las plazas de medio Madrid, sumidas en los vapores salvajes de la nocturnidad,
estaban atestadas de camellos y yonquis. Había mucha heroína, y no solo
esnifada, sino también, y sobre todo, inyectada. Pronto llegaría el inesperado
y muy cruel azote del Sida, emboscado en las jeringas desechables reutilizadas.
Desde ciertos sectores políticos progres,
incluso parecía alentarse el consumo de algún estupefaciente, un porro o dos
cuando menos. Eso adormecía a la gente, aletargaba las conciencias en un
momento en que el empleo escaseaba o era muy precario. En la siguiente década,
se abrirían paso “excelsior” las agencias de trabajo temporal. Soy testigo de
que, en los baños de la Complutense, alguien escribió con sorna y sin ambages
“Trabajo temporal… para el abuelo de Froilán”.
Todo parece indicar, pues él
mismo lo ha confesado, que a finales de los sesenta Almodóvar descubrió “la
droga, el alcohol y a Walt Whitman”. La droga es un condimento común, una forma
de socializar en películas como La ley
del deseo (1987), un arranque para la acción en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980), y desde luego una
pieza argumental clave en Entre tinieblas
(1983). Sin embargo, la droga y los adictos han ido suavizándose en su
filmografía reciente, hasta volverse casi anecdótica. En una entrevista para El Cultural (de El Mundo, 8 de marzo de 2019), Pedro Almodóvar –más burgués
gentilhombre—matiza ese cierto coqueteo con los estupefacientes en el pasado: “Hace
muchos años que no me drogo. Nunca he tomado caballo, y Dios me libre de decir
nada bueno de él (…) Nunca tomé porque enseguida vi a dónde te llevaba.” En Dolor
y gloria es un exponente caracterizador de los personajes, que vienen
de los ochenta, de la época dura del consumo en Madrid: “Lo más importante de
La Movida es cómo vivíamos. Un cambio absolutamente radical. Lo que para mí es
muy importante es que los tres personajes masculinos, y ese triángulo que
forman, vienen directamente de los ochenta, se han formado como yo en aquel
periodo. Tienen una relación con el sexo y las drogas que procede de ahí. Creo
que es la película en la que más he hablado de lo que significó vivir en
aquellos años.”
Dolor y gloria es un
importante esbozo biográfico de Pedro Almodóvar y una de las mejores
interpretaciones de Antonio Banderas. La película, al margen de la maestría de
su realizador, del guion y de la idea original, es él.
© Antonio Ángel Usábel, abril
de 2019.
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“Hay mucha preocupación. El
juicio al procés es el testimonio más vivo del fracaso político. Los ciudadanos
tenemos muchas diferencias, pero siempre hay más elementos en común. Lo más
decepcionante es que los problemas de los ciudadanos parece que han
desaparecido de los programas políticos.” (Pedro Almodóvar)
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