Cold War (2018) es la historia de dos idiotas,
quienes, pudiendo haber llevado una vida feliz juntos –o relativamente feliz--,
se condenan a una separación y a un reencuentro intermitentes. Es una película
escrita y rodada en 35 mm y en blanco y negro por Pawel Pawlikowski, ganador con ella de la Palma de Oro al mejor
director en Cannes 2018. Su largometraje Ida
(2013), excepcional, también filmado en tonos grises, se alzó con el Oscar a la
mejor cinta extranjera en 2015.
Cold War cuenta con mayores medios, al ser una coproducción
polaco-franco-británica. La historia se sitúa a inicios de la década de 1950,
con una sugestiva revisión del folclore polaco. La idea de las autoridades es
formar un grupo de coros y danzas que recorra el país, e incluso que viaje a
escenarios extranjeros. Un proyecto similar al que hubo en la España
franquista, bajo los auspicios de la Sección Femenina y el Ministerio de
Exteriores.
Wiktor (Tomasz Kot) es pianista y uno de los encargados de efectuar la
selección de talentos. Se fija en una bella muchacha rubia, Zula (Joanna Kulig), quien ha estado en
prisión por acuchillar a su padre. La razón que Zula ofrece es que su padre la
confundió con su madre. Pronto Wiktor y Zula se enamoran, mientras el
espectáculo se levanta, no sin serias concesiones a la propaganda estalinista.
Durante una parada en Berlín oriental, Wiktor le propone a Zula escapar a
Occidente. Será él solo quien dé ese paso. Marcha a París, donde hace arreglos
musicales y se convierte en pianista de una banda de jazz en el café bar El Eclipse (importante guiño a
Antonioni). Tiene amores con una poetisa, pero Zula vuelve a aparecer en su
vida, aunque nunca de un modo definitivo.
Con esos vaivenes de ambos
amantes se construye la trama de la película, cuyos momentos más logrados son
los del principio, con unos vistosos números de folclore eslavo. Después, la
historia decae y se torna convencional. No aburre ni mucho menos. Pero se
espera más de ella, y ni la originalidad ni la maestría remontan. Solo la
escena final recupera un toque conmovedor y sublime.
No obstante, es una cinta que
deja en general buena sensación de solidez, aunque se puede salir de la sala
sin entender la actitud de Wiktor y Zula, él obsesionado con ella, y ella
torturándolo con sus huidas y sus promiscuidades manifiestas. Un juego erótico
de cariz claramente sadomasoquista, donde unas veces se premia y otras se
hiere.
A la relación romántica le faltan
los diálogos, aquellas sentencias emocionales de los clásicos del género. Vibra
la atracción sin más, el recorrido tórrido por las simas de la inconsciencia.
El amor adúltero, no consumado, de Breve
encuentro, emula en Cold War el
de otras relaciones equívocas: Jules et
Jim (1962), El eclipse (1962), Belle de Jour (1967), Bubú de Montparnasse (1971), El último tango en París (1972), Henry y June (1990), El cielo protector (1990), Días tranquilos en Clichy (1990). Paris Blues (1961) puede inspirar la
pasión por los garitos de jazz parisinos, ese arte por el arte, vivir por y
para la música.
Wiktor y Zula crean arte y se
recrean en ellos dos mismos. La frialdad de los rostros, la hoja afilada de la
traición, el distanciamiento del espectador no cómplice con algo parecido, son
los que pueden hacer que esta película se deguste en círculos afines, e incluso
en ellos se la rinda culto.
© Antonio Ángel Usábel, octubre de 2018.
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