Historias de represaliados,
generalmente por razones étnicas o religiosas, nos han llegado a cientos a
través del cine y de la literatura. Pero menos hemos recibido de sus verdugos,
y casi ninguna de que, incluso, hubo víctimas que se convirtieron en verdugos,
igualando o incluso superando a estos en el ejercicio del arte de masacrar en
una vorágine de violencia desatada.
El capitán (Der Hauptmann, 2017) apuesta por ofrecer una visión del lado más
oscuro de la condición humana. Realizada y escrita en pleno estado de gracia
por un director “comercial”, Robert
Schwentke, y soberbiamente protagonizada por Max Hubacher, la cinta nos sumerge en los quince días plomizos previos
al final de la contienda. Un mundo caótico para los perdedores, algunos aún
aferrados tétricamente a la esperanza última del Führer, donde la incertidumbre
es total: granjas saqueadas, ciudades destruidas, vehículos abandonados, un
ejército en constante retirada donde abundan las deserciones. Un mundo sin Dios
que acoge a unos supervivientes que vagabundean entre el polvo y la sangre. El
hombre es un ser condenado a la existencia, con las consecuencias de su
circunstancia, y sin ningún auxilio para él. Al fin y al cabo, todos
construimos el infierno.
El soldado raso Willi Herold
escapa de sus filas y encuentra una maleta con un uniforme de un oficial nazi.
Decide ponérselo y comienza a ensayar su papel improvisado de capitán; ensaya
su altanería, su autoritarismo, su orgullo patrio, su obcecada lealtad, su
crueldad con una pistola en la mano. En esas está cuando lo descubre un
soldado, Freytag (Milan Peschel),
quien se cuadra ante él en la creencia de que es su superior. A partir de ese
momento, el bulo crece como la bola de un escarabajo pelotero. A la pareja de
comandante y chófer se unen partidas de soldados diseminadas por el frente. A
Herold se le da muy bien simular, mentir, improvisar contactos y
recomendaciones del más alto nivel, hasta verse convertido en el máximo
responsable de la represión en un campo que acoge a desertores del ejército
germano. Allí, su brutalidad hacia los prisioneros es de tal grado que asusta a
los otros custodios del recinto.
La suerte del buen impostor hace
del país derrotado un escenario dramático perfecto. A don Quijote nadie le tomaba
en serio en su atuendo de caballero andante, pero a Willi Herold todo el mundo
lo teme, respeta y hasta reverencia. La ironía es que no es nadie. Solo un
fugado, un evadido del sistema; otro más como los que él ordena golpear, vejar
y ejecutar.
El guion de Schwentke parece una
traslación muy libre de El corazón de las tinieblas, la obra maestra de
Conrad (que también iluminó Apocalypse
Now), con ese lugar ideal donde es posible cometer salvajadas como la
reacción más natural del civilizado. La fotografía en blanco y negro (Florian
Ballhaus, premiado en San Sebastián) acera el dramatismo, volviéndolo casi
documental, y aislando el pasado del presente. La desolación conseguida iguala
a The Road (John Hillcoat, 2009). La
violencia que impregna el aire reproduce la de Peckinpah en Grupo salvaje (1969) y La Cruz de Hierro (1977).
De nuevo, después de El
hundimiento (2004) y La cinta blanca
(2009), los alemanes revisitan su pasado reciente. Un filme duro, cortante,
meritorio; otra forma de contar la Segunda Guerra Mundial desde dentro, con sus
héroes de tragedia clásica, recortados frente a un horizonte de cenizas donde
el sol se ha ocultado para un largo invierno.
© Antonio Ángel Usábel, septiembre de 2018.
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