“No tienes cojones para matarme”. Con esta expresión, que parece
sacada del tremendismo de La familia de Pascual Duarte, se consolida la
tragedia familiar mostrada por Jaime
Rosales en Petra,
una coproducción hispano-franco-danesa de 2018. Una vigorosa historia de
traiciones afectivas que va a culminar en un acto de reconciliación tan lógico
como hermoso, a la vez que hereditario, pues al fin y al cabo lo único genuino
que nos queda, en cuanto al amor con raíces, es la familia.
Nos preguntamos, sin embargo, si
en pos de ese perdón último se justifica tal depravación moral, tal juego
enrevesado de mezquindades desasosegantes e insufribles. La acción se
desarrolla en una finca del Ampurdán, propiedad de un exitoso escultor que se
la compró al hermano mayor, después de que este lo expulsara como la mierda de
casa con catorce años y el muchacho se tuviera que abrir camino con astucia,
bastante ánimo emprendedor, y puede que sobrada falta de escrúpulos. Petra es una joven en busca de sus
orígenes paternos, y los cree encontrar en Jaume Navarro, el artista. Jaume es
un ser cerrado, indolente, marmóreo, que no se solidariza con nada ni con
nadie, y demerita constantemente a su único vástago Lucas. Entre Petra y Lucas
surge una relación amorosa que va a ser cruelmente devastada por Jaume. A
partir de ahí, todo lo inimaginable puede ocurrir, en una espiral de odios y
rencores, de batallas disipadas y giros volatineros. Sin duda, el folletín
decimonónico de novela por entregas tiene la culpa de todo.
Una película bien dirigida, interpretada
con un naturalismo que le da viso de documental, con cámara al hombro
moviéndose diestra y suavemente por el decorado, con escenas sin contraplano
(como le gustaba a Bergman, y está de moda en el cine español actual) y otras
fuera de objetivo, que cuenta con el primer trabajo de Joan Botey (como Jaume), ingeniero químico y agrónomo en la vida
real, Bárbara Lennie (Petra), Alex Brendemühl (Lucas), Marisa Paredes (Marisa, esposa de
Jaume), Carme Pla (Teresa) y Julia (Petra Martínez). El buen empeño
de dirección consigue uniformidad en todos los roles, dando lugar a una acción
creíble y de redonda factura. Nos preguntamos si la idiosincrasia catalana, de
la Cataluña rural, conforma y legitima el relato o si, por el contrario, con la
localización no se ha pretendido insinuar nada en particular y todo podría
haber ocurrido igual en Valencia, Mallorca, Córdoba, Sevilla o Aranjuez.
Una cinta a la que solo se le
puede achacar la carnalidad que brota de las expresiones que se utilizan para
herir, y que acaso quiera reemplazar a la que nunca se ve. El exceso de
amoralidad lastra algo el argumento, para el que cabría aplicar la máxima de Cervantes
hacia La Celestina: “Libro a mi
entender divino, si encubriera más lo humano.”
© Antonio Ángel Usábel, octubre
de 2018.
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