Apenas sesenta años antes el
hombre había aprendido a volar. En 1969, el hombre se subió a un cohete y llegó
a pisar la Luna. Fue, sin duda, la mayor proeza hasta la fecha de la especie
humana. Emocionante, único, insólito e irrepetible, ese momento se grabó en la
retina de millones de televidentes (más de cuatrocientos en todo el mundo,
según las estadísticas). Hubo muchos que lo cuestionaron, que no lo creyeron
(ni lo creen) como real. Pero ahí está. Y ahora nos llega, por fin, la
recreación filmada no solo de aquel instante, sino de la larga trayectoria de
prototipos, cálculos, preparaciones físicas y ensayos que lo hicieron posible.
Con muertos por el camino. Como Edward Higgins White, el primer astronauta
norteamericano en realizar una caminata espacial (1965). Edward se abrasó junto
a dos compañeros al incendiarse una cabina de vuelo en fase de pruebas.
First Man (El
primer hombre, 2018) está correctamente dirigida por Damien Cazelle (ganador del Oscar al mejor realizador por esa tarta
empalagosa titulada La, La, Land),
pero irregularmente interpretada por un reparto desigual. El inexpresivo Ryan Gosling se ha quedado con el papel
protagonista de Neil Armstrong, el primer hombre en pisar suelo lunar. Su
interpretación está carente de matices; es así que en los momentos más
dramáticos parece que sigue viendo la televisión con la familia. Corey Stoll,
como Buzz Aldrin, es otro que se queda lejos de hacer época con su versión del
personaje. Los mejores roles recaen en una seria, seca, pero ajustada Claire Foy y en el excelente actor
australiano Jason Clarke (El hombre del corazón de hierro, 2017).
La acción comienza a finales de
la década de 1950, cuando Armstrong era un piloto de pruebas de la base aérea
de Edwards, en California. En aquellos aviones cohete se traspasaba la atmósfera
y se corría el riesgo de no conseguir la reentrada. Por aquel tiempo, Neil
perdió a su hija pequeña por un cáncer cerebral. En 1961 es reclutado por la
NASA, tras presentarse él voluntario a la selección de futuros tripulantes de
vuelos espaciales. Se le asigna el proyecto Géminis, que fue el precursor de
los cohetes Apolo. Vamos asistiendo a las fases de preparación de las salidas
al espacio, en una carrera en la que los soviéticos llevaban la delantera.
Conocemos a los amigos y compañeros de Armstrong, personas que intuimos que van
a morir. Y en esto está lo más inquietante del relato. La película rebosa de
primeros planos, con la cámara siempre encima de los actores, sin enseñar el
entorno. Es la misma escala o proporción que cuando se hallan abordo, enlatados
literalmente en su cápsula de vuelo. A nosotros nos parece estar encerrados con
ellos, en ese ambiente claustrofóbico del que no se sabe si se saldrá con vida.
Los primeros astronautas fueron
aventureros natos. Sabían el altísimo riesgo que corrían en las pruebas y
misiones, y aun así no se arredraron. Cuando alguien va dentro de una cápsula,
donde no te puedes ni girar, a merced de los instrumentos de mando, y cuando
cualquier error, por mínimo que parezca, te puede volatilizar, te ves lo
pequeño que eres en el Universo, lo poco que cuentas, lo solo que estás, y
probablemente te preguntas por qué haces eso, qué te ha llevado allí, cuál es
el sentido o significado último de aquello y de tu propia vida, si lo tiene.
El mayor mérito de First Man reside en acertar a crear muy
eficazmente lo que se experimentaba durante un vuelo espacial y en resumir bien
diez años de trabajos conducentes a lograr lo más difícil: alcanzar nuestro
satélite, volver realidad el sueño de un visionario, Julio Verne.
Una película didáctica recomendable
para toda la familia (si los niños tienen más de doce años). Probablemente el
Apolo se contemple, dentro de tres siglos, con igual curiosidad tierna a como
nosotros vemos las réplicas de las carabelas de Colón. Sic transit gloria mundi.
© Antonio Ángel Usábel, octubre
de 2018.
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