Ha pasado el tiempo, y Cantet (y
su coguionista, Robin Campillo)
vuelven a la carga con otra sencillez excepcional, una cinta que arranca en su
primera media hora con pobres expectativas, pero que luego remonta con una
profundidad de captación tal que sumerge al público en la vida misma, hasta
hacerle olvidar que está siguiendo una trama cinematográfica. El taller de escritura
(L’Atelier, 2017) es un gran documento,
un canto a la composición literaria como terapia para jóvenes en situación de
marginalidad, bien por etnia o religión, situaciones familiares demoledoras, e
incluso por fanatismo. Aun así, y como el propio filme demuestra, no hay mejor
redención que la del trabajo. El muchacho protagonista es Antoine (Matthieu Lucci), hijo de clase humilde,
un amante de los videojuegos violentos, del culto al cuerpo, que, en su
imperecedera soledad, se ha dejado captar por ideas xenófobas y radicales de
extrema derecha. Antoine refleja en sus composiciones narrativas el apego a la
violencia que lleva dentro. Por otra parte, la instructora del grupo de jóvenes
aspirantes a escritor, Olivia Dejazet (Marina
Foïs) es autora de novelas negras donde también priman las escenas crudas. Se
junta el hambre con las ganas de comer. Devota probable de Bret Easton Ellis, Olivia
cree que, últimamente, sus personajes carecen de sentires y sentimientos
reales, por lo que un individuo hosco, misterioso e impredecible como Antoine
le viene que ni de perlas. Sería un modelo muy conveniente. En realidad, el
chico se ha enamorado de ella, pero no se lo dice. En las conversaciones del
grupo se perfila una novela policiaca, pero a la vez afloran los odios y rencores
hacia quienes no son como uno mismo, ni piensan como “cabría esperar”.
Como era una norma en Pasolini, Cantet
recluta a actores debutantes para que la historia gane en espontaneidad y, con
ello, en credibilidad. Matthieu Lucci compone un personaje inquietante, al
mismo tiempo que complejamente seductor. La veterana Marina Foïs (La tormenta interior) equilibra el
encuadre.
De telón de fondo, el pasado de
Marsella con sus clausurados astilleros, donde se botaban petroleros que
levantaban olas tremendas, y lo que ello provocó en 1989: cincuenta suicidios,
paro, alcoholismo, drogadicción y divorcios. Hoy en día se reparan en el puerto
embarcaciones de recreo y se restauran viejos barcos.
©
Antonio Ángel Usábel, junio de 2018.
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