Dos meses lleva en los cines de
Madrid Historia de una pasión
(2016), el firme poema de Terence Davies sobre Emily Dickinson (1830-1886). Este mismo año se exhibía de él
también la suculenta Sunset Song (2015), retrato
descarnado de la supervivencia de una joven en la granja escocesa de su padre.
Vuelve a ser Hurricane Films la
que capitanee este arriesgado proyecto minimalista, cuyo título original es A Quiet Passion, es decir, Una pasión íntima, pues muy discreta fue
la vida de esta poetisa norteamericana, nacida y enterrada en Amherst, Massachusetts.
1.789 poemas que forman el corpus de un monólogo de la ermitaña autora consigo
misma. Solo ocho publicados en vida, y de manera anónima.
Davies reconstruye, con
ambientación impecable de interiores rodados en Bélgica y en la casa museo de
la propia retratada, el microcosmos familiar de los Dickinson, cuya vida de
sociedad giraba en torno a su iglesia, y cuyas conversaciones no solían
trascender del comentario del sermón del domingo. Una estirpe cerrada sobre sí
misma, endogámica, recelosa de la apertura, distante. De los tres hermanos,
solo el varón se casa, y su padre abogado abona los quinientos dólares
oportunos para que no participe en la Guerra Civil. Las dos chicas, Emily y
Lavinia, permanecen solteras. Y no solo solteras, sino célibes –como mandaban
los cánones--, o sea, para vestir santos (si hubieran sido católicas). Sus
monótonas existencias oscilan entre la lectura velada de las Brontë y George Eliot,
las horas muertas de salón y los recitales de música y ópera. Emily,
especialmente, se volvió más excéntrica, más recluida: hablaba a las visitas
desde lo alto de la escalera, para no ser vista. Es muy posible que tuviera
agorafobia. Cuando murió su padre, adoptó como luto el color blanco. Emily era
una mujer de complexión extremadamente delicada, frágil, y enfermiza, pues
sufría del mal de Bright. Esta enfermedad le hacía padecer severamente de la
espalda y los riñones, le hinchaba los pies y las muñecas, y le provocaba
convulsiones severas parecidas a las de la epilepsia. De hecho, fue la dolencia
crónica que acabó con ella a sus cincuenta y cinco años.
“Yo era la más menuda de la casa.
Me quedé con el cuarto más pequeño.
Por la noche, mi pequeña lámpara, un libro
y un geranio.
[…] Nunca hablaba, a no ser que me preguntaran;
y entonces, escuetamente y bajo.
No podía soportar vivir en voz alta;
el bullicio me azoraba tanto…”
En la reconstrucción de Davies,
Emily pide permiso a su padre –hasta cierto punto tolerante—para pasar algunas
noches escribiendo poesía. Es igualmente el padre el que “autoriza” el envío de
alguno de los poemas a un diario. Poco a poco, el espíritu burlón de Emily es
el lenguaje de la poesía, convertida en herramienta reflectante de una
exclusiva de sí misma. Con paciente rigor, Emily se cose sus propios
cuadernillos de papel, donde anota y atesora sus creaciones. Sus grandes
inéditos. Poemas breves, crípticos, enrevesados, de puntuación aleatoria. Y entre una y otra lectura, entre cierta
conversación con el reverendo Wadsworth y alguna chanza con la liberal Vryling
Buffam, muere el padre de Emily, y luego fallece la madre. Emily se queda de
barbacana para fortalecer la otrora inconsistente aquiescencia hacia el látigo
puritano: destierra los flirteos de su hermano Austin con cierta dama casada.
Hoy en día, se sospecha que sus
poemas de amor de inclinación lésbica pudieron urdirse en loor de su cuñada
Susan, compañera de estudios además.
“Me quieres. Estás segura.
No temeré equivocarme.
No me despertaré engañada
una sonriente mañana
para descubrir que la luz del sol
ha desaparecido,
que los campos están desolados,
¡y que mi amada se ha ido!”
En este poema, Emily habla después
de que espera que no llegue esa noche en que las sospechas de abandono le hagan
“correr a casa” y descubrir con horror que no está quien ama. Se da la
circunstancia de que su hermano y su cuñada vivían en la casa de al lado. No se
debe negar lo evidente.
Condenada a la progresiva e
implacable consunción renal, Emily intenta abrirse las puertas de la
inmortalidad y dejar el testigo vivo de su obra a las generaciones futuras.
“No es que morir nos duela tanto.
Es vivir lo que más nos duele.
Pero morir es algo diferente,
un algo detrás de la puerta.”
La “vida segunda de la fama” de
la que hablaba nuestro gran Jorge Manrique, es la que quiere para sí la poetisa
de Amherst. Los egos pronunciados, pindios, soberanos de sus ínsulas extrañas y
desiertas, reclaman eternidad, así en la tierra como en el cielo. Le sucedió,
también, a Juan Ramón.
“Jugarán otros niños en el prado,
dormirán bajo tierra otros cansancios;
pero la pensativa primavera
como la nieve llegará a su tiempo.”
La lectura de Juan Ramón, en “El
viaje definitivo”:
“Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando.
Y se quedará mi huerto con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes el cielo será azul y plácido,
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y lejos del bullicio distinto, sordo, raro
del domingo cerrado,
del coche de las cinco, de las siestas del baño,
en el rincón secreto de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu de hoy errará, nostáljico...
Y yo me iré, y seré otro, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido...
Y se quedarán los pájaros cantando.”
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Si hay una composición
verdaderamente atinada de la poetisa de Amherst, es la numerada como 543, donde
ella confiesa:
“Temo a la persona de pocas palabras.
Temo a la persona silenciosa.
Al sermoneador, lo puedo aguantar;
al charlatán, lo puedo entretener.
Pero con quien cavila
mientras el resto no deja de parlotear,
con esta persona soy cautelosa.
Temo que sea una gran persona.”
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Historia de una pasión es
una película delicada, lenta, perezosa, no apta para todos los paladares. Un
largometraje al que atender por segunda vez, para focalizar mejor cada lectura
de Dickinson en el entorno concreto en que tiene lugar.
Interpretaciones convincentes del
veterano Keith Carradine como Edward, padre de Emily; de Jennifer Ehle como su hermana Lavinia (resplandeciente y perfecta
elección de casting) y de Duncan Duff como Austin Dickinson. En cuanto a
Cynthia Nixon como Emily, sin ser un ajuste desacertado, e inspirador del guion
del filme, no comunica la fragilidad de aquella mujer menuda. Se sobrepone a
ella y la hace entera, fuerte, recia como la palmera que solo se inclina ante
el dolor de la enfermedad.
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De superior factura es el
anterior largometraje de Terence Davies, Sunset Song, basado en un texto clásico de las letras
escocesas, debido a Lewis Grassic Gibbon. A principios del siglo XX, una
familia numerosa levanta su granja en Escocia. El padre es un individuo déspota
y tirano, que amedrenta a sus hijos mayores y no admite más autoridad que la
suya. Tiene a su mujer para yacer con ella y engendrar cuantos hijos le envíe
el Señor. A su hijo Will lo flagela por el simple hecho de disparar su escopeta
sin su permiso. Aquel hogar se convierte en una cárcel, en una olla a presión
que, cuando estalla, da pie a varios cuadros muy trágicos. La muerte de la
madre provoca la soledad y hastío del patriarca, quien desea cometer incesto
con su hija Chris. Afortunadamente, una segunda apoplejía termina con el
desalmado empeño. Chris se casa entonces con un muchacho tímido pero apuesto,
Ewan. Pasan un tiempo de merecida dicha, hasta que sobreviene la Gran Guerra
europea y Ewan es llamado a filas. Durante un permiso, se ve que su carácter ha
cambiado enormemente: traspuesto por los nervios del combate, grita, zarandea y
viola a su mujer. Parece un saqueador y no un esposo. Está en él el animal de
la guerra. Esa bestia humana que desconoce la piedad cuanto más huye de su
propio miedo.
Se ha comparado Sunset
Song con el cine del maestro Ford. No guarda relación. Ford era pleno
lirismo, era un poeta de sentires y sentimientos. La realidad tamizada por la
ficción: la caballería, la camaradería, la música tradicional, los bailes, la
ironía y el guiño a un mundo que estaba desapareciendo. Davies afronta su
relato sobre la Escocia rural sin propósitos mitificadores. Clava la cámara,
eso sí, como hacía Ford, y no saca a los personajes del encuadre, ni permite
que el público contemple otra realidad. El espectador retrocede en el tiempo y
se sumerge de lleno en la historia, sin importarle para nada el presente que
deja atrás.
Con elementos folletinescos, el
relato avanza con enorme buen pulso. Una película pequeña, modesta, que se
acrecienta al exhalar el sabor de lo añejo. Muy a tener presente.
© Antonio Ángel Usábel, diciembre
de 2016.
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