La última película de Ridley
Scott, además de ser “precuela” de Alien,
el octavo pasajero (1979), plantea una fábula moral: ¿de dónde venimos?
¿quiénes somos? ¿por qué estamos aquí? ¿quién nos ha hecho? En cierto modo,
nuestros ocios –la lectura, la escritura, la música, el cine, el deporte—nos
procuran el entretenimiento para no pensar todo el rato en quién nos piensa, a
quién le debemos esta generosa o dolorosa ficción.
Prometeo era un titán que recibió el encargo de crear la humanidad.
Para que los hombres fueran superiores a los animales, caminarían erguidos y
dominarían el fuego, un elemento sagrado. Prometeo aprovechó una chispa del
Carro del Sol para entregar la llama a los hombres, provocando con ello la ira
de Zeus. Como el titán quiso burlar al rey soberano, fue condenado por este a
ser parcialmente devorado por un águila en una gruta del Cáucaso. Las entrañas
se regeneraban una vez y otra, así durante treinta mil años: “Este buitre voraz
de ceño torvo, que me devora las entrañas fiero…” Heracles liberó a Prometeo y
mató a la bestia.
Sabemos cómo se adueña la
criatura alienígena del ser humano: se introduce por su boca, alcanza el
estómago y los intestinos, y comienza el estropicio. El alien lo devora por dentro: desde dentro hacia afuera, casi como el
ave que atormentaba a Prometeo. En la precuela diseñada por Scott, un
millonario fleta una inmensa nave espacial para que vaya en pos de una
civilización perdida, que quizá fuera la responsable de crear la humanidad. La
nave llega a un planeta muy parecido a Saturno, por sus anillos, cuya atmósfera
es rica en nitrógeno y anhídrido carbónico. Los diecisiete exploradores se
topan con una extraña construcción que se parece a un poblado bosquimano: un montículo
en el centro, rodeado de una alta empalizada, todo ello de colosales
dimensiones. Dentro del montículo hay oxígeno, se puede respirar bien, pero
también unas misteriosas cápsulas que parecen guardar materia orgánica. Justo
la misma que surgía de los huevos enormes del filme de 1979. Y, por supuesto,
está el gigantesco e inquietante “Jinete del Espacio”, montado en su butaca y
al frente de su telescopio antiaéreo.
Si aquellos seres que hibernan en
sus cápsulas del tiempo nos crearon, abominaron pronto de nosotros, pues nada
quieren tener con el hombre. ¿Qué nos cabe esperar –parafraseando a Kant—del
Sumo Hacedor? Nada en absoluto según el cuento moralista de Scott. El viaje se
convierte en un riesgo sin esperanza. El nihilismo más destemplado y árido.
Alien, el octavo pasajero, es una obra de precisión (y de
concisión) maestra. Trepidantemente angustiosa y emocionante en su canónica
morosidad. Es una historia de ficción científica bien lograda, ambientada en
las cárceles de la invención del surrealista H. R. Giger, que se curró los
bocetos, los diseños, las maquetas y los decorados del Nostromo palmo a palmo. Llevó el terror al espacio, al
reducto-prisión de una nave. “En el espacio nadie puede escuchar tus gritos”,
rezaba el eslogan promocional. Para conseguir suficiente financiación, y subir
de los cuatro millones de dólares iniciales a ocho, Ridley Scott tuvo que
construir el storyboard de Alien al completo. Eso convenció a los
directivos de Fox para hacer la película tal y como la quería su director. En
la memoria colectiva, la mirada de un felino pardo aterrorizado ante el ataque
del monstruo. El gato va siguiendo con sus ojos el alzamiento cruel en el aire
de una víctima, de un pelele. Una secuencia que marca huella en la Historia del
Cine.
Eran los tiempos en que las
películas del espacio que se preciaran de tener calidad debían rendir culto a
Kubrick y su 2001. En el Cosmos no
existe la prisa, hay un Mar de Tranquilidad. Todo se mueve como a cámara lenta,
despacio, recreándose en la visión de los soles, de las galaxias y las
supernovas. Scott imita esta técnica, pero hace que cunda el pánico en la
inmovilidad titánica de la nave y en sus abigarrados tripulantes. La cámara no
vibra, no corre, no siente el nerviosismo. La acción se toma su tiempo y no peca
de vertiginosa, pero no por ello es menos interesante. En la conclusión, vemos
a la tercera oficial Ripley evitar al monstruo en el diminuto módulo de
emergencia, y cuando creía haberlo dejado atrás para siempre, la criatura se
despereza a su lado. Y hasta en ese momento crítico de asombrosa tensión, Ripley,
con entera calma, se pone su escafandra aislante, su casco, y descompresiona la
nave para que el alien salga rebotado al exterior. Este tempo moderado denota la imitación del academicismo de David Lean
en Lawrence de Arabia, homenajeada
por cierto en una escena de Prometheus.
Hasta los héroes de grandes gestas deben tomarse el té de las cinco con
parsimonia áulica. Se puede ir disfrazado de beduino, pero ante todo se debe ser
inglés y caballero. Como Ian Holm, que borda a Ash, el impávido androide
flemáticamente enfrentado a sus camaradas. Ash es la clave de la partitura que
transcribe Jerry Goldsmith, con guiños al clasicismo mozartiano, que pasa al
piano de Chopin en la precuela.
Ford decía que había que clavar
la cámara en el suelo y dejar que todo sucediera delante del objetivo.
Probablemente, tenía razón. Un filme resulta más serio si prescinde del
movimiento. Porque eso conlleva la precisa planificación previa de las escenas
con mínimo montaje posterior. Los movimientos marean, aturden al espectador,
que no se centra así en lo que se le ofrece. Prometheus, la precuela, adolece del ritmo de hoy día: desbocado, lóbrego,
difuso. Y aun así, contiene la huella manierista de Scott en esas anchas
panorámicas de ríos, de cascadas, de montañas, de suelos agrietados. La técnica
digital se perfecciona aceleradamente y va siendo capaz de crear escenarios
tangibles, que Scott ordena hacer y que aprovecha con soltura y mecenazgo. Prometheus no es una mala película, pero
sí es un filme distinto a Alien.
Ahora el público no es tan paciente, no desea las secuencias shakespearianas,
sino la rapidez insustancial, lo efímero y consumible. Hoy un aparato no se
repara: se tira y se compra otro. Estamos programados para consumir y quemar.
Scott lo sabe, pero no se rinde del todo a ello. Por tal motivo, organiza Prometheus con calibrado empaque: hay
acción en movimiento, pero también manierismo, impronta clásica: por ejemplo,
en el lento deambular de David, sosias del coronel Lawrence, delgado, esbelto y
rubio como él, afeminado si se desea. En el pulcro hieratismo, dificilísimo de
igualar en todas las escenas, del personaje encarnado por Charlize Theron, sin duda, junto a Michael Fassbender, uno de los mayores aciertos del casting. Una
mujer altanera, indolente y fría, de una frigidez insultante. Sin embargo,
estos logros no cuajan en un conjunto final lastrado por emanaciones de Avatar y afines. Así como Alien se notaba enseguida que era una
buena historia y una monumental película, Prometheus
requeriría de más de un visionado para descubrir en ella el brillo de lo fascinante
e imperecedero.
* * *
Alien, el octavo pasajero se basa, a mi juicio, en dos filmes
clásicos de ciencia ficción: Planeta sangriento
(Queen of Blood, 1966) y El enigma de otro mundo (The Thing From Another World, 1951).
Planeta sangriento es una producción de Roger Corman que aprovecha
algunas tomas de dos películas rusas inacabadas. Su director fue Curtis
Harrington, y cuenta en el elenco protagonista con John Saxon, Basil Rathbone
(otrora Sherlock Holmes) y Dennis Hopper. Así mismo, una impecablemente
perturbadora Florence Marly –gélida actriz checa de cine y tv-- interpreta a la
criatura, con una impronta de malevolencia únicamente igualada por Judith
Anderson en Rebeca y por Ann Savage
en Detour, el meritorio filme negro
de serie B rodado en 1945 por Edgar G. Ulmer.
Un centro espacial terrícola
recibe una extraña comunicación del espacio exterior. Cuando se descifra, se ve
que es una petición de ayuda. Aprovechando la Luna como lanzadera, se manda una
nave que rescata a una mujer extremadamente delgada, de tez verdosa y cabello blanco
flamígero. Este ser está muy débil. Pero pronto cunde la alarma entre los
tripulantes de la misión al comprobar que se alimenta de sangre humana. Como
los vampiros, hipnotiza a sus víctimas y les succiona sangre de las venas de
las muñecas. Los astronautas comunican este descubrimiento a la base. El jefe científico
de turno ordena preservar la vida de la alienígena a toda costa. Para este fin,
se termina con las reservas de plasma de la nave. Cuando la mujer sigue
atacando, es arañada en el hombro por una tripulante, lo que la lleva a la
muerte al padecer hemofilia. Se desangra sobre un charco de clorofila, el
componente principal de su sangre. Pero ahí no termina el peligro: la criatura
ha sembrado de huevos vivos la nave. Al regresar a la Tierra, los científicos
se harán cargo de esos huevos, sembrando de incertidumbre el destino de la
especie humana.
Como se ve, las semejanzas de
guion con Alien resultan muy
evidentes: el mensaje de vida inteligente, la amenaza de la criatura dentro de
la nave, el propósito de protegerla aun a costa de las vidas de los tripulantes
humanos, los huevos que palpitan y encierran futuros seres… Incluso las
imágenes psicodélicas de John Cline usadas en los títulos de crédito de Planeta sangriento, el colosalismo de
sus estructuras y un centro de control similar a lo que en Alien será el Jinete del Espacio.
El enigma de otro mundo es un filme mucho más alabado y conocido.
Fue una producción de Howard Hawks, el gran artesano del cine del Oeste y de
aventuras. Su director,
Christian I. Nyby. Parte de Who Goes
There? (‘¿Quién anda ahí?’), un relato breve de Don A. Stuart
–seudónimo de John W. Campbell, JR--, publicado en una revista de ciencia
ficción en 1938. Cerca de una base polar, un equipo de científicos rescata del
hielo un platillo volante y una extraña criatura congelada. Al trasladarla al
campamento, la criatura –un humanoide de dos metros y medio—se descongela y
vuelve a la vida, sembrando el pánico entre sus rescatadores. Los
claustrofóbicos y cegados pasadizos de la estación serán el escondite del
monstruo, que va eliminando a los miembros del equipo. Uno de ellos se empeña
en mantenerlo con vida en pro de la Ciencia y de la Humanidad. Su recompensa:
la rotura de cuello. Los acorralados supervivientes se valen de un contador
Geiger para predecir la presencia de la criatura, que es al final abrasada
mediante electrocución. El enigma de otro
mundo es una cinta modélica, apasionante en su sobriedad, magníficamente
interpretada por un reparto de buenos secundarios, inolvidable en su suspense.
Su remake llegó en 1982 de la mano de John Carpenter con el título La Cosa (The Thing), y fue protagonizado por Kurt Russell. El guion se debió
a Bill Lancaster –hijo de Burt Lancaster—y es mucho más fiel al relato original
de Campbell, ya que la criatura alienígena no solo se posesiona del cuerpo de
la víctima, sino que imita su forma y sus rasgos físicos. El suspense dimana de
saber quién es humano y quién no. Los efectos de maquillaje se encargaron a Rob
Bottin, quien estuvo trabajando sin salir del estudio de Universal dieciocho
horas diarias durante varias semanas para conseguir lo requerido. Acabó en el
hospital, pero hizo un excelente trabajo todavía no superado hoy. Sus efectos,
sumados a los de Albert Whitlock, han convertido esta película en una cinta de
culto que no pasa de moda. Recientemente se ha vuelto a rodar y a estrenar un
lamentable subproducto basado en ella.
Alien tomaría de El enigma de
otro mundo, el largometraje de 1951, su ambiente opresivo y cerrado, el
misterio que esconde la oscuridad de los recovecos. También, la increíble
estatura del monstruo, el detalle del instrumento para tenerlo localizado y la
persistencia de un científico en salvarlo.
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