La del 14 fue la guerra de las
trincheras, de los gases irritantes, de los primeros aviones, vehículos
acorazados y submarinos. La aplicación de la técnica al arte de matar, ese
progreso que obnubilaba al Futurismo de Marinetti y que pronto se vio que
desposeía a la lucha de cierta nobleza, si es que alguna vez la tuvo realmente.
El cinematógrafo se ha ocupado
hasta la saciedad de los nazis, los japoneses y la Segunda Guerra Mundial, pero
bastante menos de la Gran Guerra (como les gustaba llamarla a nuestros abuelos),
pese a que haya algunas obras maestras realizadas sobre ese periodo histórico,
como Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), Sin novedad en el
frente (Lewis Milestone, 1930), Adiós a las armas (Frank Borzage,
1932), El Barón Rojo (Roger Corman, 1971) o Johnny cogió su fusil
(Dalton Trumbo, 1971). La Gran Guerra parece mucho más distante, y hasta cierto
punto, eclipsada por los horrores que vinieron después.
La del 14 fue una guerra dura y
cruenta, como cualquier contienda. Condenaba a los hombres a permanecer varios meses
en un laberinto de trincheras, donde las ratas y los insectos pululaban a sus
anchas. Los combates cuerpo a cuerpo se hacían a bayoneta calada, y las nubes
tóxicas diezmaban las compañías cuando la pólvora y la metralla no eran
suficiente castigo.
Sobre esta guerra nos llega ahora
una de las mejores cintas bélicas que se hayan rodado nunca, 1917, de Sam Mendes.
Con guion del propio director y de Krysty Wilson-Cairns, asistimos durante dos
trepidantes horas al cumplimiento de una misión imposible: atravesar las líneas
enemigas para alertar a un cuerpo de ejército de una emboscada cercana. Y lo
hacen dos cabos ingleses. Salen de su trinchera, reptan entre alambradas de
espino y cráteres de obuses, tocan cadáveres putrefactos de hombres y animales
y se refugian en granjas despobladas. Atraviesan ciudades en ruinas y caen en
corrientes salvajes. Dean-Charles Chapman y George MacKay interpretan
con soltura a ambos soldados protagonistas, acosados por un enemigo al que
apenas vemos en pantalla, a menudo invisible, pero a la vez amenazador y letal.
La película está fotografiada con
cámara al hombro, en largos planos secuencia milimétricamente estudiados y
resueltos. La cámara se mueve sin errar por unas trincheras de giros
interminables, repletas de efectivos y de sacos terreros, de maderas y
uralitas. Ante el objetivo se despliega la acción, segura, rotunda, palpitante,
cruel. 1917 es una historia masculina, con una sola intervención
de mujer (Claire Duburcq), anecdótica, breve, pero efectiva. No es tanto un
relato heroico como sí de supervivencia, de salir libres del horror y de evitar
males mayores a sus camaradas.
La lógica puede llevar a
plantearnos cierta inconsistencia práctica de su misión, pues existían formas
alternativas para llevar un mensaje sensible al frente, como el uso de palomas
mensajeras o de aeroplanos.
Sam Mendes ha demostrado un
talento muy sólido e indiscutible al filmar con maestría esta historia, que no
quedaría al alcance de un realizador menos curtido. Una obra espléndida,
brillante, de absoluta madurez, perfecta tanto en su audacia técnica como en su
aspecto interpretativo. Difícil de igualar, no ya de superar. Colosalismo sometido
a la discreción del detalle. Únicamente Mel Gibson ha demostrado recientemente
cómo se capta con verismo el fragor de la batalla en Hasta el último hombre
(2016), cinta, no obstante, alejada en su guion de la redondez de 1917.
Ganadora de dos Globos de Oro
(mejor drama y mejor director), 1917 es ya un clásico moderno.
© Antonio Ángel Usábel, enero
de 2020.
"1917"_Metropoli.
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