“Mientras dure la guerra”
fue esa coletilla que la Junta militar quiso poner, como condición, a Franco a
la hora de asumir el poder supremo, y que una mano amiga de los intereses del
Generalísimo suprimió bondadosamente del documento final que se firmó. Es
decir, a todos los efectos, Francisco Franco Bahamonde iba a ser Jefe del
Ejército y del Estado --Caudillo de España—una vez terminara la contienda
incivil, en abril de 1939. Nada de depuración del régimen republicano, ni de
reinstauración de la monarquía borbónica: un poder autárquico, unipersonal, y
dictatorial en suma. El falangismo era la inspiración ideológica del Alzamiento
Nacional; José Antonio hablaba de la “unidad de destino en lo universal”, o lo
que es lo mismo, que cada español –católico como manda la tradición—trabajara
por un interés común, una forma de pensar única e inequívoca, asumida como
propia y alejada de toda disquisición partidista. Los partidos políticos –la
diversidad de pensar—no tenían cabida en una España nacionalcatólica, porque la
diferencia, la divergencia, no creaba sino desunión y enfrentamiento de
intereses. El Fascismo italiano –con su Duce a la cabeza—había demostrado que
se podía levantar un imperio de sus cenizas, como un Ave Fénix renaciendo.
Hitler, en Alemania, hacía otro tanto. España había entrado en decadencia en el
último tercio del siglo XIX: la pérdida de su autoridad colonial, de su
presencia en ultramar. Esto llevó a intelectuales, políticos y militares al
desánimo y la melancolía, a las ansias de “regeneración” con ese gran “cirujano
de hierro” del que hablaba Joaquín Costa. España estaba enferma y había que
sanarla. Primero lo intentó el brazo castrense de Miguel Primo de Rivera,
después –soslayando nuevos experimentos dialectales-- la sublevación armada de
julio de 1936.
La II República española no había
conseguido ningún entendimiento: la radicalización de posturas cundía por
doquier. La izquierda quería acabar con los privilegios de clase: con los
terratenientes, la sumisión a la aristocracia, los tejemanejes de la Iglesia
católica. La derecha no estaba dispuesta a dejarse pisar el callo: ni admitía
injerencia en la propiedad, ni toleraba el laicismo ni la sombra del comunismo
soviético. Nadie trabajó por lograr un equilibrio, por buscar un punto medio --por
otra parte muy difícil--, por lo irreconciliables de las posturas, al conllevar
dos modos opuestos de entender la vida. Lerroux y Largo Caballero no podrían
haber comido en la misma mesa. Por eso, cuando los conservadores formaron
gobierno, llegó la Revolución de Asturias de 1934, auspiciada por las
formaciones de izquierda, sofocada marcialmente por Franco, y negro preludio de
la Guerra del 36.
Miguel de Unamuno (Bilbao,
1864-Salamanca, 1936) había militado en el socialismo en su juventud. Incluso
esa militancia pudo valerle para medrar en los círculos académicos e
intelectuales (como también a Antonio Machado su vinculación a la masonería).
Unamuno pasó, en muy pocos años, de dar clases particulares, a profesor de
instituto primero, y a catedrático de Griego en la Universidad de Salamanca y
rector vitalicio de la misma no mucho después. La cátedra de Griego se la ganó
a pulso frente a un tribunal conservador, presidido por don Marcelino Menéndez
Pelayo, y con Juan Valera como vocal. Era junio de 1890. El carácter combativo
de Unamuno cristalizó al oponerse a la dictadura de Primo de Rivera, hecho por
el que fue desterrado a Fuerteventura. Acogió con vítores la proclamación de la
II República y encabezó manifestaciones multitudinarias en Madrid. Pero pronto
se desengañó del giro extremista del nuevo Estado, y de la imposibilidad de
consensuar esfuerzos políticos y posturas sociales. La República estaba perdida
(como ya ocurrió en diciembre de 1874, con el pronunciamiento del general
Martínez Campos). Es así que, cuando estalló la sublevación militar, Unamuno la
acogió como una solución posible y válida. Creía que la milicia iba a
reinstaurar sabiamente el orden. Y en poco tiempo. Lo que no sospechaba era que
se tratara del inicio de un serio conflicto bélico que sumiría a España en la
destrucción y en un baño de sangre. De ahí su famosa elucubración de “vencer no
es convencer”, luego adornada con un discurso pomposo y redondo, supuestamente
pronunciado en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, ante las
autoridades del Ejército, el 12 de octubre de 1936, “Día de la Raza”.
En octubre del 36, en Salamanca,
ya había comenzado a escucharse “la dialéctica de los puños y de las pistolas”,
por más que a Unamuno, ingenuamente, le parecieran tiros de cazadores. Habían
iniciado los falangistas y los sublevados sus purgas, deteniendo y ejecutando
sin juicio previo a opositores políticos, como los dos grandes amigos del
rector, el pastor protestante Atilano Coco Martín –maestro de la Logia
Helmántica, fusilado el 8 de diciembre de 1936-- y de su exalumno y colega,
rector de la Universidad de Granada, Salvador Vila –ejecutado en el barranco de
Víznar, el 23 de octubre del mismo año--.
Fue, precisamente, en el reverso
de la carta que le escribió Enriqueta Carbonell –esposa de Atilano Coco-- a Unamuno,
rogándole mediara por su esposo, donde el rector toma sus notas para su
intervención improvisada en el paraninfo salmantino. Son frases sueltas, cuya
verdadera textura desconocemos hoy, pues el discurso de Unamuno no fue grabado.
Las anotaciones dicen:
“Guerra internacional
occidental cristiana independencia.
Vencer y convencer.
Odio y compasión ni la mujer.
Odio inteligencia que es
crítica diferenciadora inquisitiva no inquisidora que es examen.
Lucha unidad catalanes y
vascos.
Cóncavo y convexo.
Imperialismo lengua.
Rizal.”
Este discurso ha sido investigado
y reconstruido, con la mayor imparcialidad crítica e histórica posible, por Severiano
Delgado Cruz en su ensayo Arqueología de un mito (Ed. Sílex, 2019).
Al parecer, Unamuno respondió a Francisco Maldonado, quien arremetió contra una
“España roja” dueña del “primitivismo y barbarie”, en la que
catalanes y vascos vivían a sus anchas, “a costa de los demás españoles (…)
en un paraíso de fiscalidad y de altos salarios”. Estos términos fueron
rubricados por el poeta José María Pemán, quien habló de España como “pueblo
nacido para la universalidad y para el imperio”.
Unamuno aplaudió el papel del ejército nacional para salvar “la civilización occidental cristiana”, pero negó el antiespañolismo de catalanes y vascos (él mismo lo era, y asimismo español) y apeló a la necesidad de convencer y no solo de vencer por la fuerza de las armas. Seguidamente, criticó a esas damas católicas que asistían a los fusilamientos con el crucifijo al cuello, y justificó que el Imperio español (su expansión americana) se basaba en la extensión de la lengua, no en la raza. Mencionó como muestra a José Rizal, líder del independentismo filipino, quien usaba el español para expresarse. Esta alusión a Rizal fue lo que más enfureció a Millán-Astray, veterano de aquella pérdida colonial, quien golpeó la mesa y exclamó “¡Muera la intelectualidad traidora!” El auditorio festejó y aplaudió al fundador de la Legión. Un docente gritó que estaban todos en “la casa de la inteligencia”, a lo que Pemán respondió “¡No digamos muera la inteligencia, digamos mueran los malos intelectuales!”
Unamuno aplaudió el papel del ejército nacional para salvar “la civilización occidental cristiana”, pero negó el antiespañolismo de catalanes y vascos (él mismo lo era, y asimismo español) y apeló a la necesidad de convencer y no solo de vencer por la fuerza de las armas. Seguidamente, criticó a esas damas católicas que asistían a los fusilamientos con el crucifijo al cuello, y justificó que el Imperio español (su expansión americana) se basaba en la extensión de la lengua, no en la raza. Mencionó como muestra a José Rizal, líder del independentismo filipino, quien usaba el español para expresarse. Esta alusión a Rizal fue lo que más enfureció a Millán-Astray, veterano de aquella pérdida colonial, quien golpeó la mesa y exclamó “¡Muera la intelectualidad traidora!” El auditorio festejó y aplaudió al fundador de la Legión. Un docente gritó que estaban todos en “la casa de la inteligencia”, a lo que Pemán respondió “¡No digamos muera la inteligencia, digamos mueran los malos intelectuales!”
No es cierto que Unamuno tuviera
que ser conducido por Carmen Polo, en su coche, hasta su casa. El propio rector
optó por irse andando, porque vivía muy cerca del paraninfo. Por la tarde, en
su visita al casino, sí resultó abucheado por algunos socios. El 13 de octubre,
Unamuno fue expulsado de la corporación municipal, y el 14, destituido como
rector por sus compañeros de claustro. Se le recluyó en su casa, aunque sus
simpatías por los militares golpistas no parecieron aminorar. Unamuno fue un
mar de contradicciones toda su vida: en 1925 abogaba por la supresión del
Ejército español (por inmiscuirse en la política del país); en el 36, declara
que “el Ejército es el único armazón sobre el que puede construirse algo
verdaderamente serio en España.”
Miguel de Unamuno falleció el 31
de diciembre de 1936. El 1 de enero del 37, tuvo un entierro falangista.
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Mientras dure la guerra, el
largometraje de Alejandro Amenábar (España, 2019), se centra en la
amistad entre Unamuno y sus compañeros de tertulia: Atilano Coco y Salvador
Vila. Toman los militares sublevados Salamanca, y a Unamuno le llegan rumores
de desaparecidos y encarcelados. Tal cosa, sin duda exageraciones. Sus críticas
al gobierno republicano conllevan su rápida destitución como rector, a la par
que su adhesión a la Cruzada por la salvación de España le reporta su
readmisión en el puesto, y su nombramiento como concejal en el Ayuntamiento.
Cuando se detiene a Atilano Coco,
Unamuno media por su liberación inmediata; se trata de una buena persona, que
no ha hecho el mal a nadie. Pero no le hacen caso, por ser Atilano protestante
y masón.
Enriqueta, la esposa de Coco,
increpa a Unamuno por su parcialidad: el sabio bilbaíno ha donado cinco mil
pesetas a la causa del alzamiento militar.
Desaparece también Salvador Vila,
y Unamuno va a ver a Franco y a su mujer, Carmen Polo. Estos le reciben
cortésmente, y Unamuno argumenta que el bando sublevado, que viene a traer el
orden a España, no puede hacer lo mismo con los detenidos que la zona fiel a la
República. En un alarde de sangre fría y de pragmatismo inusitados, el general
ferrolano y su mujer le responden que ellos no hacen lo mismo que los rojos;
que, en la zona nacional, a los presos se les permite, primero, confesar y
recibir el perdón de sus pecados, cosa que no contemplan los ateos
bolcheviques. Unamuno ve que ha topado con un muro, el de Ávila, bien firme y
señero.
La película desarrolla la
admiración incondicional, enfermiza, de José Millán-Astray hacia su casi
paisano y compañero de armas y de fortuna Francisco Franco Bahamonde.
Millán-Astray lo propone ante la Junta militar como Jefe del Ejército y del
Estado. Franco, prudente, taimado, recibe en el oído las consejas de su intrigante
hermano Nicolás. Se sugiere que el futuro Caudillo decidió prolongar adrede la
guerra, evitando el asalto definitivo a Madrid, para poder hacer limpieza a
fondo, exterminando a los oponentes antiespañoles.
De Millán-Astray no se ofrece una
visión completamente atrabiliaria y negativa. En una escena, aclara a Unamuno
una gran verdad: “Para ustedes, los intelectuales, es muy fácil hablar; lo
agitan todo, y luego somos nosotros, los militares, quienes tenemos que
reinstaurar el orden y la sensatez.”
La narración tiene buen pulso, y
el eje del guion de Amenábar y Alejandro Hernández se vertebra en torno a la
rivalidad entre Unamuno y Millán-Astray.
Karra Elejalde construye
un Unamuno convincente, confundido por su ingenuidad, buen amigo de sus amigos,
intelectual –no político, ni héroe barojiano de acción--. Eduard Fernández
vertebra un Millán-Astray enérgico, poderoso, determinado, irónico por
momentos. Su caracterización es magnífica y facilita la convicción de su
discurso. Santi Prego compone un Franco acartonado, de opereta, en parte
por una mala caracterización de museo de cera. Es de lo más endeble del filme.
Hay una secuencia sobradamente
elocuente, muy bien esbozada: cuando Millán-Astray, en la carretera, desde su
vehículo en marcha, jalea a sus tropas que avanzan a pie. La cámara se sale del
camino y enfoca un trigal, y entre las mieses, aún pudibundos sus cuerpos como
para no sobrecoger, los primeros represaliados, muertos en el silencio de un
manto nocturno.
La película de Amenábar, aun con
su ambientación impecable, no obstante, es parcial, pues olvida que en la
Guerra “Incivil” se vivió un proceso de barbarie colectiva. No era una lucha de
buenos contra malos. Sin justificar la rebelión militar, la II República estaba
herida de muerte por su falta de compromiso con la moderación y el
entendimiento entre españoles. En ambos bandos hubo muchos asesinatos, muertes
de inocentes. Una realidad que no se puede esconder ni disimular, y que debe
mostrarse sin tapujos a nuestras jóvenes generaciones, para que tan sangriento
desencuentro nunca se repita.
© Antonio Ángel Usábel, octubre
de 2019.
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La determinación de fijar un mando único para el ejército
sublevado fue alentada por el general Alfredo Kindelán, y secundada por la oficialidad de Mola, Orgaz, Yagüe y Millán-Astray. Naturalmente, aplaudida también
por Nicolás Franco y por los jefes de Falange y de requetés. Se celebró una
reunión en un barracón del aeródromo de San Fernando, a unos treinta kilómetros
de Salamanca, el 12 de septiembre de 1936.
Se acordó un documento conciso, de cuatro artículos. En el
tercero, se ligaba el mando militar supremo a la jefatura del gobierno, con la
apostilla “mientras dure la guerra”.
El 29 de septiembre de 1936, el acuerdo se hizo oficial en
Burgos, firmado por Miguel Cabanellas. Contenía cinco artículos, no cuatro, y
ya en el primero se nombraba a Franco “Jefe del Gobierno del Estado Español”,
sin restricciones.
El más reticente a que Franco asumiera la Jefatura del Estado
y el mando absoluto del Ejército fue, precisamente, el masón Cabanellas, quien
sabía de la ambición de su antiguo subordinado. Y así lo declaró:
barracón del aeródromo de San Fernando
ResponderEliminarDisfruta siempre de todo, como del https://peliculasonline.cloud cine, de la vida, del amor.
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