Forrest Silva “Woody” Tucker fue
un ladrón y asaltante de bancos nacido en Miami, en 1920, y fallecido en 2004,
en prisión, en Fort Worth (Texas). Comenzó su carrera delictiva con quince
años, robando automóviles. Con dieciséis años, protagonizó su primera evasión.
A partir de la primavera de 1936, fue detenido en innumerables ocasiones,
principalmente por asalto a entidades bancarias (de las que llegó a llevarse
cuatro millones de dólares en total). Casi tan incontables como sus capturas,
fueron sus reiteradas fugas: dieciocho. Con otros doce intentos que no
cuajaron. Su escapada más audaz la realizó en San Quintín, en una balsa
inflable, por él apañada, que bautizó con mucha sorna “Al agua patos”. Porque
lo que no le faltaban a Forrest Tucker eran la ironía y el sentido del humor.
Se tomaba el crimen como una gran aventura emocionante, una manera de vivir la
vida que merecía la pena: el riesgo calculado, las huidas, las persecuciones
por la policía… Hasta cuando robaba un banco era un tipo amable y sonriente,
una especie de caballero del delito. Para él, todos tenían su rol, como en un
juego de mesa. Y lo importante era jugar bien su papel.
David Lowery y David Grann
decidieron llevar su historia al cine. O al menos, inspirarse en ella para
escribir el guion de esta joya que es The Old Man and the Gun (El anciano de la pistola, 2018), una
película que fluye sola deliciosamente en su escasa hora y media de metraje, y
que uno desea que no acabara nunca. En parte por la enorme habilidad en contar los
hechos, pero sobre todo por presentar el gran trabajo de dos astros del cine,
reunidos aquí con química perfecta: Robert
Redford y Sissy Spacek. El filme
no es una historia de robos al uso, sino un romántico vals austriaco entre el
pícaro seductor Tucker y la viuda Jewel. La caballerosidad, las formas, la
gentileza, la presencia aun cuando se obra el mal seducen a Jewel, quien cae
extasiada, rendida por la sonrisa y la paz interior de Forrest. Pero es que el
personaje de Robert Redford –uno de los mejores de su carrera—encandila igualmente
a los espectadores; se los mete en el bolsillo. Y certifica que sigue
funcionando el viejo modo de hacer cine: el mejor efecto especial –y el único
eterno y efectivo—es una buena interpretación.
Los años setenta del pasado siglo
fueron la época dorada de Tucker, cuando todavía no había detectores de metales
a la entrada de los bancos. Llegaba Forrest, sonreía, se abría la chaqueta, mostraba
la culata del revólver, y educadamente solicitaba que le llenaran la bolsa de
billetes. Después se iba como había venido: por la puerta, con tranquilidad.
Repetía la misma operación una y
otra vez, en diversos estados. No le motivaba tanto el botín, como sí la emoción
de perpetrar un delito con estilo, con elegancia. Llevaba un audífono conectado
a un receptor de radio que le avisaba de los movimientos de la policía. Así,
hasta que el FBI intervino y puso fin a sus incómodas andanzas.
Robert Redford –si de verdad se
va—no ha podido escoger mejor relato para despedirse de la gran pantalla.
Porque esta es una película para verla varias veces, para emocionarse con sus
dos caracteres protagonistas y reconocer: “Así es, chapeau! Esto es cine.”
© Antonio Ángel Usábel, febrero
de 2019.
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