“Dormimos sin saber / qué mundo habrá mañana.
“Dormimos sin saber / si habrá mañana mundo.”
(Juan Mayorga, El Mago, 2018)
Nunca he considerado a Bertolucci (Parma, 1941-Roma, 2018)
como un director especialmente brillante. Sí he de confesar que me cautiva su
mirada penetrante sobre la soledad del hombre, uno de sus constantes
principales. Así, Último tango en París (1972),
película carnal, es la metáfora desasosegante e incómoda del solitario, del
fracasado social que utiliza el sexo no como bien natural de procreación y de
goce, sino como arma destructora y humillante. Solo e irrealizado está también
el trágico emperador Pu-Yi. Solos están esos dos amantes que se buscan y no se
encuentran en El cielo protector (1989).
La sociedad es un decorado por el que transita el individuo. La sustancia
interior puede más que todo lo extraño.
Acabo de ver El Conformista (1970,
Mars Film Produzione), basada en la novela homónima de Alberto Moravia, con
adaptación del propio Bertolucci. Es la historia de Marcello (Jean-Louis
Trintignant), un joven fascista –formado en estudios clásicos-- que en la
Italia de Mussolini es reclutado para matar a su antiguo profesor de Filosofía.
La víctima vive refugiada en París, y desde allí intenta oponerse al fascismo.
A través de varios retrocesos
temporales se nos va contando el pasado de Marcello: el abuso que sufrió de
niño por un chófer al que terminó apuntando con su misma pistola y disparando a
la cabeza; su relación autorizada con una joven burguesa, Giulia (Stefania
Sandrelli), casta y almibarada, quien tras la boda con él le cuenta en un tren,
pormenorizadamente, cómo fue seducida casi a la fuerza por un hombre de sesenta
años, viejo amigo de la familia, y disfrutada hasta la saciedad; los devaneos
de su madura madre con su chófer chino; el coqueteo de Marcello con los medios
de propaganda radiofónica del régimen…
Una vez en París, en casa de
Quadri (Enzo Tarascio), Marcello conoce a la mujer de este, Anna (Dominique
Sanda), y empieza a rondarla. Anna es profesora de baile, y a su academia la va
a visitar Marcello. Ella se le ofrece. Después se produce una emboscada en una
carretera que atraviesa un bosque. El vehículo de Quadri es obligado a
detenerse, y él es apuñalado en una escena que recuerda el asesinato de Julio
César por los conjurados. Anna intenta huir entre la espesura, pero es
tiroteada. Marcello contempla los asesinatos desde la ventanilla de su coche.
No hace nada, ni en un sentido ni en otro.
1943: Benito Mussolini, el Duce,
depone su poder unipersonal ante Víctor Manuel III, rey de Italia. Lo sucede el
general Pietro Badoglio. Malos tiempos para los miembros de la Ovra, la policía
política italiana. Hay que cambiar de color. Marcello quiere blanquearse y se
pone a denunciar en los bajos del Coliseo a unos antiguos colaboradores
fascistas.
El Conformista cuenta con
una fotografía impecable, firmada por Vittorio Storaro. Lo único que se puede
reprochar a la película es no contextualizar demasiado la acción durante la
Segunda Guerra Mundial.
En 1976, con Novecento, Bertolucci volvió al tema del fascismo italiano. Hay un
personaje, Attila Mellanchini (Donald Sutherland), fascista, que es
suficientemente elocuente: “Nunca muerdas la mano que te da de comer”, dice
para justificar la ancestral sumisión del pueblo a los poderosos.
El fascismo es el fracaso de la
democracia. En el primer tercio del siglo XX, los gobiernos débiles de Europa,
incapaces de hacer frente y apaciguar los descontentos sociales, se vieron
sobrepasados por el ímpetu de la teoría fascista, impuesta a la fuerza, con
métodos violentos que incluían el asesinato (como el de Matteotti, socialista,
en junio de 1924). El fascismo implica una autoridad única y suprema, pensar la
sociedad entera como un solo hombre: el caudillo, el duce. Una sola idea de
país. Bajo este prisma, hay que acabar con el caos de los partidos políticos,
porque encarnan tendencias diferentes. Debe construirse un Estado monolítico,
pétreo o marmóreo, impermeable a cualquier variación conceptual, a cualquier
evolución o cambio. Un régimen eterno, que podría durar mil años, como el Reich
inaugurado por Hitler.
Es la “solución final” a todos
los problemas de la sociedad. Todo el mundo remando en la misma dirección.
Patriarcado absoluto, defensa a ultranza de la familia y de la moral
tradicional, cuerpos atléticos y robustos, fidelidad al líder por encima de
intereses personales.
Pero ninguna doctrina, ningún
régimen gubernamental es perfecto ni puede durar mil años.
El extremismo político es
sinónimo de totalitarismo. Es así que fascistas son todos aquellos que tratan
de imponer a los demás su forma de pensar, como algo único e imprescindible, y
sin otras alternativas. Hay que ser “del Partido”; hay que hacer lo que el
Partido ordena. El mayor peligro del extremismo es la antidemocracia. Cuando se
ve a la democracia, y a los demócratas, como un ejercicio inservible y hasta
dañino. La escasa vigilancia de las personas –incluso de las que ejercen el
poder—en un régimen democrático, conduce a menudo a que campe y se extienda la
corrupción, el desbarajuste moral y financiero, que son vistos como abrojos,
mala hierba por los cirujanos implacables de la visión totalitaria del mando.
Ya sean estos comunistas o falangistas. Un caudillo implica orden, control,
sosiego, vigilancia, autoridad, imposición… Estabilidad presumiblemente fuerte.
Incorruptibilidad.
Podríamos admitir la nobleza --en
cuanto al fondo-- de los propósitos falangistas del bien común y el interés
general de España, pero no en su forma, porque apuesta por el espíritu de
rebaño lo mismo que haría cualquier otro concepto autárquico de Estado. Es
difícil desfilar siempre al son de una misma marcha.
La Europa actual que atravesamos
es un continente de desórdenes sociales, de descontentos profundos, de
inestabilidad política, de grandes corrupciones y pocas soluciones. También por
un empleo precario, mal pagado y volátil. La “solución” del Führer y del Duce a
esos problemas fue la guerra. Los señores de los ejércitos lanzaron sus huestes
por Europa y norte y cuerno de África. 50 millones de muertos parecieron acotar
muchas otras miserias: mientras los soldados combatían en el frente, no estaban
en su ciudad incordiando. Adiós desempleo, y bienvenida a una movilidad que no
dejaba centrarse en las cuestiones de un escenario determinado. Se cree que las
Cruzadas obedecieron, en parte, a una maniobra de distracción para tener a
mucha gente “ocupada” y fuera de sus hogares.
Ahora brota en Andalucía un
partido cuya presencia era casi anecdótica: Vox. Vox es un partido de ideología conservadora. Aboga por frenar
el separatismo catalán y la ruptura del Estado español, por suprimir las
autonomías y recuperar el centralismo, por derogar la Ley de Memoria Histórica
para “homenajear conjuntamente a todos
los que, desde perspectivas históricas diferentes, lucharon por España”,
por la igualdad del voto de todos los ciudadanos, por el control de la gestión
de fondos públicos, por la erradicación del apoyo económico estatal a partidos
políticos y sindicatos, por la defensa de la propiedad privada, por el control
de la inmigración, por el derecho al uso del idioma español o castellano sin
restricciones, por no gravar las rentas ni los haberes (aunque sean altos), por
la bajada del IRPF, por la vigilancia y erradicación de doctrinas
fundamentalistas, por la supresión del Tribunal Constitucional y el
fortalecimiento del Tribunal Supremo, por la abolición del jurado, por la
dignificación de las víctimas de actos terroristas, por la derogación de la Ley
de Violencia de Género por injusta y parcial, por la protección a la entidad
familiar, por el apoyo a la natalidad y a las familias numerosas, por la
supervisión de los padres de la educación de sus hijos, por la conciliación de
la vida laboral y familiar y la extensión del permiso de maternidad (a 180
días), por la extensión de la custodia compartida, por un plan de integración
de las personas con síndrome de Down, por el mejor aprovechamiento del agua y
de los recursos hidrológicos, por la reindustrialización de España, por la
liberalización del suelo y de sus calificativos de urbanizable, por el apoyo a
los trabajadores autónomos y a las PYMES, por la defensa de la caza y de la
tauromaquia…
Medidas muy loables –y hasta
necesarias muchas de ellas--, otras discutibles, que nunca deberían llevar, sin
embargo, a una forma única y absoluta de entender nuestro país y sus
ciudadanos, nuestro presente y nuestro futuro.
Si Vox se identifica como una
formación política de derechas ha de tener mucho cuidado en no proclamar
defender posturas autoritarias o antidemocráticas, que impidan o pongan en
peligro el pluralismo de ideas. Exceptuando de tal permisividad, por supuesto,
las que resulten dañinas o atentatorias contra los cimientos del Estado
español. No todas las ideas son igualmente defendibles, ni tolerables a la luz
del sentido común o parecer general de la mayoría de los ciudadanos. La Ley
está para controlar aquellos desvíos que pudieran llevar a una vía muerta.
Aunque siempre ha de ser una Ley consensuada, justa, admisible universalmente, y jamás impuesta contra el sentir global
de los ciudadanos.
Leo en un artículo de fondo del
escritor Javier Marías, “Fomento del
resentimiento” (El País Semanal, nº
2.202) que algunos políticos desean acabar con los problemas sociales a costa
de abrir viejas heridas. Los ejemplos que pone pertenecen todos a la derecha
extrema: Trump, Le Pen, Salvini. Anda por ahí Casado, “dedicado a la misma labor pirómana”. También menciona a Torra, que
defiende la pureza de la raza catalana. Pero tan peligrosos e inadecuados son
los resentimientos sembrados por la derecha, como aquellos que parte de la
izquierda alienta. No es nada bueno encender el odio aireando viejos rencores.
Porque se camina hacia la intolerancia y hacia el intento de destrucción del
rival. No hay oposición si no hay un oponente. Tremendo.
La agonía del parlamentarismo es
la agonía de la libertad. ¿Cómo se percibe, desde el espíritu progresista, esta
dolencia? Reproduzco las expresivas meditaciones de Raúl Quirós, que nos pueden dar la pauta de ello: “No caigamos en asumir que el fracaso del
modelo político actual parte de la ignorancia del ciudadano, que si la gente
leyera más o fuera más al teatro, no votarían a Le Pen o Salvini y sí a gente
normal. Le Pen y Salvini son normales. Farage es un tío normal, son
antipolíticos: acuden a los parlamentos para decir que el parlamentarismo está
muerto. Y además la imbecilidad no es incompatible con una cultura elevada. La
realidad es que ciudadanos perfectamente culturizados pueden votar a líderes
demenciales: ¿es que acaso uno puede creer que todos los que votaron a
Bolsonaro o Le Pen son llanamente unos idiotas? No lo son. El proceso de
construcción de este votante lleva forjándose desde hace décadas. Se ha
violentado al ciudadano hasta reducirlo a cenizas. Lo normal es que un tipo «normal»
(Salvini, Le Pen, Abascal) los represente, porque aún se mantienen ciertas
ruinas de la democracia, ciertos guiños a la política, parlamentos, sindicatos
y demás y se necesita a algún figurante allá, aunque sea porque da pena tirar
abajo el Congreso y construir un Zara en su lugar.”
© Antonio Ángel Usábel,
diciembre de 2018.
No hay comentarios:
Publicar un comentario