
A las películas de sustos les
aqueja, por ende, otro virus contagioso: el de la repetición. Homenajes
sentidos y revelados al pasado, que a menudo encubren pobremente la falta de
ideas, la escasa innovación, la inclemencia del hastío o un gusto discutible.
La famosa pelotita roja que bajaba rebotando los tristes peldaños en Al final de la escalera (1980) –un
ejercicio de horror clásico magistralmente filmado por Peter Medak—vuelve a
aparecer aquí, en La Cumbre Escarlata.
Solo que esta vez no sale de las aguas turbias, sino del prosaico y baldío fondo
del pasillo. También está la silla de ruedas victoriana, por si algún fan la
echaba en falta. Y la bañera con inquilino de Lo que la verdad esconde (2000).
El filme de Guillermo del Toro se
complace en presentar a una jovencita aspirante a escritora, simple e ingenua
hasta la irrealidad extrema, hija de papá, a quien seduce un mentecato
inventor. El susodicho se la lleva a su depauperada gran mansión inglesa, una
especie de casa catedral, de enorme y sombrío vestíbulo, desde donde corren las
galerías de Piranesi. El oportunista vive con su hermana, y por la rancia
vivienda –desde el sótano hasta el techo-- culebrean a placer esos espectros de
tinta, soberanamente esqueléticos y desmejorados. Los fantasmas no nos dejan en
paz. Salen por aquí y por allá, debajo del techo, de un armario, detrás de una
puerta… Son como los aparecidos de Poltergeist
(1982), pero más patéticos y pesados todavía. El primero –con un aspecto
embetunado horrible—no es, ni más ni menos, que el de la madre de la
protagonista, que murió de cólera. El fantasma, como el del padre de Hamlet,
quiere advertir, prevenir de un mal mayor: “Guárdate
de la Cumbre Escarlata” (casi repitiendo el eco shakespeariano de “César, guárdate de los idus de marzo”).
Si es el espíritu de una madre bondadosa, que quiere y añora a su hija Edith (Mia Wasikowska), no se entiende por qué
tan mal hábito y aspecto. Se supone que es un ser benigno, positivo, no un
antagonista. Primer fallo garrafal de guion.
El segundo y lamentable error
estriba en que los intérpretes no se creen a sus personajes. Quizá por lo
inconsistentes, insustanciales, panolis, y más propios de una opereta que de
una película de intriga. Se exceptúa la ejemplarizante actuación de Jessica Chastain, en su papel
inquietante y perverso de mujer fría y tempestuosa (Lucille). Tom Hiddleston (Thomas) saluda, se
inclina, pasa por ahí, va de príncipe a mendigo. La atmósfera, lejos de ser
aterradora, es de un barroquismo artificioso. Se ha buscado la hipérbole, lo
deslumbrante, para, no obstante, merodear el límite de la iluminación impostada
y el cartón piedra. Sobra orientalismo y falta naturalidad, verosimilitud,
espacio geográfico, campo abierto, coordenadas exteriores. Error parecido al
que ya hubo en el Drácula (1992) de
Coppola, con todas esas alturas enormes, esos ángulos sin definir, y esos
vestidos bucólicos de jardín japonés. Todo para distraer al espectador de lo
esencial: el intríngulis de la novela de Stoker, mucho mejor recreado en las
versiones libres de la productora Hammer. A Guillermo del Toro le ha faltado
recurrir a The Innocents (Suspense, 1961), y más le hubiera
valido, pues el filme de Clayton
–académico y sobrio al máximo en su toque británico—es de lo mejor que se puede
encontrar en adaptaciones de relatos de misterio y terror. La gasa usada para
recortar el campo de captura del cinemascope, la escala de grises para añadir
distancia y toque decimonónico al ambiguo cuento largo de Henry James, son
aciertos de un cuidadoso admirador del texto como verdadero y venerable
escenario dramático.
La Cumbre Escarlata es una historia medianamente entretenida,
sumamente aburrida en lo previsible, que mezcla matricidio, uxoricidio e
incesto a partes iguales. Y en la imbricación del relato las múltiples
influencias citadas, e incluso otras: La
heredera (Washington Square:
joven apocada e inocente, padre desconfiado), todo el “Giallo” de Dario Argento,
y el neogótico de Mario Bava.
En el jardín la nieve se tiñe de sangre,
y la casa, apuntalada por el cielo en mitad de la nada, es una lúgubre Reata
sin las reses ni la aridez de Texas. Como en un sueño, vuelve la tierra roja de
Tara, sin manglares ni magnolias, sin algodón, sin Sur… El lugar orillado desde
el mito que acaso nunca conoció tiempos mejores.
© Antonio Ángel Usábel,
octubre de 2015.
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