MARILYN… MONROE… Sea cual sea la
combinación, juntos o por separado, estos dos antropónimos identifican al ser
mítico, al sex-symbol por excelencia
de la Historia del Cine. Una actriz que eligió ese trabajo para huir de sí
misma, sin poder nunca dejar de ser la chica del calendario.
Hace unos cuantos meses veíamos
en la 2 de TVE (7-01-2012) un excelente documental francés (Marilyn. Últimas sesiones, de Patrick
Jeudy) que nos certificaba que Marilyn, nuestra Marilyn, la Marilyn de todos
merced a la magia de este arte de masas, ardió en deseos de ser otra. Pero era
Marilyn. La que la catapultó a la fama y que sin embargo no quería representar.
No podía huir de sí misma ni siquiera por la ficción. Era la diosa rubia
codiciada, el objeto envidiado por taxistas y enfermeros, por escritores y
jugadores de béisbol, por cretinos y presidentes. Ser actriz era la oportunidad
de salir de sí misma, una forma simulada de huida. Marilyn se pasó sus treinta
y seis años de vida escapando de su pasado –una selva sin amor--, pero sobre
todo de un presente eterno, que se hacía futurible. Su encasillamiento como
rubia tonta que busca millonario, que es justo lo representado en uno de sus
últimos e inmortales papeles, la Sugar de Con
faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959), la marcó con la cicatriz indeleble
del reclamo sexual. Nadie la veía dotada para el drama, como quizá otras
artistas más maduras, más hechas, como Ava Gardner, “el animal más bello del
mundo”. Sí, en cambio, para la comedia o el musical. Era graciosa, abierta,
simpática, a la par que inmensamente frágil y aniñada. Su aterciopelada voz era
la de una niña traviesa y golosa. Una Wendy exuberante que no quería crecer y
hacerse mayor. Marilyn quedó estancada en una infancia que no disfrutó, una
infancia cruel, áspera, dura, ingrata. Su madre, una montadora de los estudios,
era “Madre” a secas, como podía serlo la de Norman Bates. No conoció tampoco el
amor de un padre, lo que se tradujo después en su definición del amor como una
cadena de relaciones fracasadas. El vacío de cariño de la niñez y adolescencia
se convirtió en pulsión masoquista, y en una ausencia completa de autoestima,
que la conducía a buscar el dolor en lo efímero y superficial. Entendía a los
hombres como unas fieras sedientas de su cuerpo. No la miraban, se la comían
con los ojos. Lo cual puede ser cierto en la medida en que ella misma así lo
creyera y en que no se diera a valer de otro modo. Tal vez no acertó o no
pretendió acercarse al hombre idóneo. Tal vez Hollywood era demasiado poderoso
como para aspirar a otra cosa. Las revistas, los chismes, las fiestas, la
frivolidad, el glamour y los focos.
Un mundo artificial, irreal, pero omnipresente e impositiva fábrica de sueños.
Marilyn era demasiado bella, demasiado opulenta. Judy Garland, de fabulosa voz
y talento artístico, era un coquín: bajita, fea, chata, con orejillas de
ratona, aunque piernas más que decentes, que a menudo exhibía en los
espectáculos. Las dos, esclavas de los barbitúricos y los sedantes: una por
guapa y codiciada; la otra por niña prodigio sin asomo de belleza. Ambas
prisioneras de esa jungla de luces. Objeto de masas, producto fabricado marca
ACME. Speculum al joder.
Su amigo Robert Mitchum –uno de
los pocos sinceros con los que contó—decía que Marilyn nunca se tomó en serio
su parte de icono sexual. Lo interpretaba, porque el público y los estudios lo
pedían, pero ella no podía entenderlo. La actriz Celeste Holm, que no la
soportaba, la veía más bien como una oportunista con gracejo; una imitadora de
Betty Grable hábil para añadir gráciles guiños de cosecha propia.
Marilyn no era una buena actriz,
era una diosa de celuloide. No era mala, porque su físico imponía, te dejaba
atónito, y su simpatía y carácter frágil resultaban envolventes y seductores. Como
cantante, tenía una voz melosa y aterciopelada, dulce al oído. Todos queremos a
Marilyn. La miramos con cariño, con ternura, como la joven tímida invitada a la
fiesta a la que hay que sacar a bailar. Nos hubiera gustado que hubiese
encontrado la felicidad, en su casa, rodeada de hijos, comprendida, y al fin
amada y respetada.
Hizo buenas películas, pese a que
ella no lo comprendiera así. Trabajó
con los mejores: Billy Wilder, George Cukor, Otto Preminger, Fritz Lang, John
Huston, Howard Hawks, Joseph Leo Mankiewicz, Henry Hathaway, Tay Garnett, John
Sturges, Jean Negulesco, Edmund Goulding, Henry Koster, Walter Lang. Para
la mayoría, ella fue un instrumento de tortura: llegaba tarde a los rodajes,
hacía perder el tiempo, como se demoraba también en las citas. Otra forma de
llamar la atención, de sentirse deseada, de hacerse de rogar, y de que hablaran
de ella unos y otros. Marilyn era un futuro imperfecto.
Norma Jean Baker, luego
Mortenson, por su padrastro. Gladys Baker había intentado abortar de ella. La
niña nació, pero su abuela, una Monroe, estuvo a punto de acabarla con una
almohada. Vino al mundo en Los Ángeles, California, un primero de junio de
1926. Murió en la misma ciudad, un 5 de agosto de 1962. O acaso nunca vivió
realmente; acaso nunca dejó de morir, perdida en su icono, ser humano relegado.
Madre y abuela locas, carne de manicomio. Ella de casa en casa, viendo cómo
mataban a tiros a su perrito Tippy, o siendo poseída por el diablo de un
padrastro febril. Cuando rodaba su última película, The Misfits (Vidas rebeldes,
1961), se acercó a Clark Gable, en quien veía la figura de un padre protector.
El que jamás tuvo.
Comentaré los seis papeles que
más me gustan de Marilyn. En principio, uno como actriz de reparto: la
cabaretera que emparenta con la familia Donahue, en Luces de candilejas (Walter Lang, 1954), la historia de los actores
de vodevil, todo el día viajando de una ciudad a otra. La música, maravillosa
de Irving Berlin, con ese tema de cierre que da nombre al título original: There’s No Business Like Show Business.
La matriarca de la troupe es Ethel
Merman, intérprete de poderosa voz, invitada varias veces al programa
televisivo de Frank Sinatra. El patriarca, afable, obediente, es Dan Dailey. El
afortunado novio de Marilyn es el excepcional bailarín Donald O’Connor. La
historia, del eficaz Lamar Trotti. Los cómicos de la legua han dado camino a
notables filmes: Cómicos (1954), de
Juan Antonio Bardem, y El viaje a ninguna
parte (1986), de Fernando Fernán-Gómez, obra maestra (aunque sin la Monroe),
y una de las piezas-clave del cine español. En esta última, el personaje de
José Sacristán también sueña y especula con el gran actor que pudo haber sido y
no fue.
Pero hay otras películas también
excelentes de Marilyn que siempre recordaré: Río sin retorno (1954), de melancólica balada, una de las mejores
entonadas por su voz; Niágara, donde
alcanzó cotas dramáticas muy valiosas que después pulirá en Nueva York, junto a
Lee Strasberg en el Actor’s Studio; y, por supuesto, porque nadie es perfecto, Con faldas y a lo loco (1959),
posiblemente la mejor comedia de la Historia del Cine. Esta obra de Wilder es
un eterno regalo para la salud. Una Noche Buena sin complejos. Marilyn
coincidió en ella con su amigo Tony Curtis, con quien compartiera cama cuando
ambos eran desconocidos. Cuando canta I
Wanna Be Loved By You (Quisiera ser
amada por ti), los censores exigieron que los focos dejaran en penumbra su
generoso escote. Como la censura siempre ha sido torpe y tonta, se consiguió el
efecto opuesto: los senos de Marilyn, más osados y turgentes si cabe.
Un cariño muy especial lo guardo
para El príncipe y la corista (The Prince and The Showgirl, 1956), cuyo
accidentado rodaje en los estudios Pinewood de Inglaterra ha quedado
documentado en los diarios del novelista y realizador Colin Clark, por entonces
muy joven tercer ayudante de dirección de Lawrence Olivier. Clark relata que
mantuvo una relación de amor platónico, consentido por la actriz, cuando esta
se acababa de casar con Arthur Miller. Marilyn se llevó consigo a Paula
Strasberg, su asistente artística y consejera, porque sus constantes
inseguridades la hacían apoyarse siempre en alguien. Marilyn exigía alabanzas,
necesitaba certificarse a sí misma que era algo más que la máquina de hacer
dinero ideada por Hollywood. Llegaba una hora tarde a las escenas, ante la
exasperación del portentoso Olivier (quien, sin embargo, terminó encomiándola),
pero recibía a menudo el afecto de algún compañero de plató, como ocurrió con
la bondadosa Dame Sybil Thorndike. Este episodio de su biografía personal y
artística ha sido brillantemente recreado en el largometraje Mi semana con Marilyn (My week with Marilyn, Simon Curtis,
2011), donde Michelle Williams (ganadora del Globo de Oro) interpreta a la
rubia genial, y Kenneth Branagh remeda a la perfección los ademanes
principescos de Olivier.
En El príncipe y la corista Marilyn seduce con su glamour, pero más que como vulgar sex-symbol destaca por la
dulzura, afabilidad y ternura que desprende su personaje de chica humilde,
sencilla y espontánea. Pienso que es uno de sus papeles mejor trabajados, y un
verdadero acierto que fuera ella, y no Vivien Leigh, quien hiciera la película.
No en vano, es una Marilyn Monroe
Productions, otra razón por la que Sir Lawrence tuvo que tragarse su
orgullo.
Finalizo recordando Vidas rebeldes, dirigida por John
Huston, el bello testamento cinematográfico de Marilyn. Escrita para ella por
su marido, Arthur Miller, nos presenta a la verdadera Monroe, la mujer frágil,
de delicadeza y sensibilidad extremas que había detrás del mito. Una chica
ingenua, sin aspiraciones, emocionalmente inestable, cariñosa, tierna, amante y
protectora de los seres vivos y la Naturaleza, que no puede ver cómo apresan a
unos caballos para luego convertirlos en pienso. Consigue que los suelten, y
con ello da una lección a los rudos hombres de la pradera. Gable se queda sin
unos cuantos billetes, pero se lleva a Marilyn bajo un cielo estrellado. Como
suele suceder en los filmes de Huston, lo importante no es lo que al final se
escapa, sino el aprendizaje y autodescubrimiento que se alcanza en el
transcurso de los hechos narrados.
Así pues, recuerdo a Marilyn por cinco
o seis películas. Pero también recuerdo a Greta Garbo por cuatro ejemplos (Margarita Gautier, Ana Karenina, La reina
Cristina de Suecia y Ninotchka) y,
sin embargo, me quedo con Marilyn. Garbo era la Divina. Especialmente
dotada para el drama. Pero no tenía el porte de Marilyn, ni su gracia, ni su
inocente halo de fragilidad. Marilyn Monroe fue una excepcional actriz de
comedia, pues daba en la pantalla todo el cariño y la ternura que de niña nunca
recibió. Elogiada por maestros como Billy Wilder o Joshua Logan, su
tempranísima desaparición nos dejó sin ver la segunda parte de su carrera:
quizá una actriz más temperamental, más dramática, más hecha. Solo quizá, pues
no nos atrevemos a asegurar que Marilyn pudiera dejar de ser alguna vez ella
misma. En su domicilio, la casa donde apareció muerta, había un escudo en el
suelo con una inscripción latina muy reveladora: “Cursum perficio”. ‘Mi carrera ha terminado’.
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