Orson, mago de primera.

Orson, mago de primera.

domingo, 15 de abril de 2012

La pasión de descubrir.


En 1998 me enteré por la prensa de la publicación, a cargo del Consejo de Seguridad Nuclear, de Marie Curie y la Radiactividad. El libro se distribuiría gratuitamente por bibliotecas, centros de investigación y personas relacionadas de alguna manera con aspectos científicos. Rápidamente, escribí a su autor, el físico, investigador e historiador de la Ciencia D. José Manuel Sánchez Ron, hoy también académico de la Lengua (sillón G). Le expuse que yo era un investigador (me estaba doctorando en esos días), pero no de Ciencias, sino de Letras, y que, desde niño, había sentido admiración por la figura de María Sklodowska, a raíz del visionado de un clásico, Madame Curie (1943), dirigido por Mervyn LeRoy, e interpretado por la pareja Greer Garson y Walter Pidgeon. De hecho, yo era un enamorado de esa película, y Greer Garson, a quien después vi en Adiós, Mr Chips, La señora Miniver y Niebla en el pasado, se convirtió en una de mis actrices favoritas. D. José Manuel debió de coincidir con mi entusiasmo, pues no habían transcurrido quince días cuando me llegó por correo el ansiado ejemplar de su libro, que hoy guardo como oro en paño, con inmenso recuerdo y cariño hacia María y hacia él.


Madame Curie representaba para mí una gran aspiración: ser útil a la Ciencia, y formar tándem con alguien con mis mismas inquietudes descubridoras. En la película, María está sola al principio, pero da pronto con Pierre Curie, quien la acoge y le presta su laboratorio. Poco a poco, los trabajos iniciados por María atraen a Pierre, que se siente inclinado a colaborar en ellos, al tiempo de sentir también algo afectivo por María. Así vemos cómo dos almas inquietas se transfiguran en almas gemelas, y unen sus vidas en pos de su felicidad y en beneficio del progreso científico. Saber, descubrir, y amar. ¿Quién puede pedir más?

La vida no ha sido generosa conmigo y todavía no me ha permitido encontrar el beneficio del que disfrutó Pierre Curie. Pero esa es otra historia.

Llevar una historia de Ciencia al cine no es tarea fácil. Hay que sintetizar muy bien la realidad para volverla atractiva y comprensible al espectador. Hemos podido comprobar ese acierto en cintas como El aceite de Lorenzo (1992) y Una mente maravillosa (2006). El drama personal en ambos casos contribuye a reforzar el guion, uniéndose en simbiosis al eficaz tratamiento didáctico de la parte técnica. El antiguo Hollywood era especialmente hábil en recrear biografías de gente interesante. Se quedaban con lo bonito del biografiado, exagerándolo o maquillándolo, hasta conseguir la identificación plena del espectador con las actitudes y aptitudes de alguien modélico. Es lo que se conoce como biopic, es decir, biografía edulcorada. Así surgieron largometrajes de ensalzamiento de talento y virtudes, como El joven Lincoln (con Henry Fonda), Edison, el hombre (con Spencer Tracy), Noche y día (el falsísimo retrato de Cole Porter, con Cary Grant), El trompetista (con un excelente Kirk Douglas), Música y lágrimas (The Glenn Miller Story, con James Stewart), Tu mano en la mía (con Danny Kaye) y Eddy Duchin (con Tyrone Power). La fórmula a veces sigue funcionando, como en la excelente De-Lovely (2004, de Irwin Winkler), con Kevin Kline, uno de los más sólidos y portentosos actores de nuestro momento.

Con Madame Curie, Mervyn LeRoy extrajo las mayores virtudes interpretativas de la sobria Greer, quien sabía captar la atención del público al no pestañear en largos planos medios y enarcar la ceja, al tiempo de materializar un doble objetivo: el emocional y el didáctico. Madame Curie es una película que deberían ver todos los preadolescentes y adolescentes, porque va sobre uno de los más fascinantes impulsos del ser humano, aquel que atrapó a María y Pierre Curie, a Irene y Joliot Curie, a Santiago Ramón y Cajal y a Severo Ochoa, a Santiago Grisolía y Margarita Salas: la pasión de descubrir. Los secretos de la Naturaleza, que acaso una Inteligencia Suprema ha puesto en ella. Becquerel pensaba que un mineral llamado pechblenda –es decir, mineral de hulla extraído en Sajonia y Bohemia—encerraba elementos capaces de almacenar la energía de la luz del sol. Y que esos elementos, como bien se muestra en la película, impresionaban con ella placas fotográficas, reproduciendo el negativo de los objetos cercanos. Este poder –acaso una módica muestra de la energía que deja el Creador a su paso—fascinó de entrada a María Sklodowska, quien decide intentar aislarlo para determinar sus aplicaciones benéficas. 


Pierre Curie era muy diestro en el manejo y calibración del electrómetro de cuarzo piezoeléctrico, instrumento que mejoró él mismo en 1900. Este medidor es el que María utiliza para diseccionar cien gramos de pechblenda y comprobar la carga eléctrica de sus constituyentes. La pechblenda, con el uranio y el torio ya reconocidos, marca ocho. Sin embargo, medidos uranio y torio por separado, aislados de la pechblenda, se obtiene una lectura de dos para cada uno, o sea, cuatro en total. Eso quiere decir que la hulla sajona contiene algún otro componente, aún más poderoso que el uranio y el torio juntos. Ese será el componente que María se aplica en aislar, con ayuda de Pierre. Un componente activo que apenas llega a una milésima del uno por ciento del análisis químico de la pechblenda. Por supuesto, el radio. Hoy sabemos que contiene otros principios activos, como el polonio, el bario y el actinio, pero el guion los simplifica en el radio.


El matrimonio Curie comunica su suposición a la junta de la Universidad de París, quien solo les cede un destartalado cobertizo, a modo de invernadero, que fue antes usado como sala de disección. Adquieren la ingente cantidad de ocho toneladas de pechblenda, que ellos mismos van disolviendo con ácidos para separar de ella el uranio y el torio, e ir filtrando otros componentes mediante largas y numerosísimas cristalizaciones. Las manos de María se resienten y se llagan, por efecto de esa energía desconocida. Pueden adquirir el rango fatal de cancerosas, pero ella no desfallece ni flaquea y decide continuar en beneficio de la Ciencia. Horas y horas, días y días, meses y meses entre vahos de sulfuros y decenas de platillos donde se cristalizan las sales. Por fin se llega a la cristalización final, que ha de mostrar el aspecto del ansiado componente. Pero lo único que queda es una mancha en el fondo, un minúsculo residuo inconsistente. Desalentados, los Curie marchan a casa. En apariencia, han fracasado en su empeño. Pero María piensa: ¿y si esa huella impalpable es el radio, el elemento soñado? Convence a su marido para volver al cobertizo: llegan de noche, el laboratorio permanece a oscuras; entonces, a través de una ventana, se obra el milagro: del platillo solitario, al fondo de la sala, emerge una intensa fosforescencia. Con emoción, los Curie penetran en el laboratorio y se aproximan a la extraña luz. Como figuras en un lienzo de pintura flamenca, quedan ambos sumidos en un reflejo tenue. Ante ellos, el radio.

Es así como lo cuenta Eva Curie en La vida heroica de María Curie descubridora del radio (contada por su hija):

“La jornada de trabajo había sido ruda, y lo más razonable hubiera sido que los dos sabios se tomaran un reposo bien merecido. Pero los Curie, por lo general, no son razonables. Se ponen los abrigos, advierten al doctor Curie [padre de Pierre] de su fuga, y se van […] Llegan a la calle Lhomond y atraviesan el patio. Pedro pone la llave en la cerradura. La puerta rechina […]
--No alumbres—dice María, en la oscuridad, y luego añade con una leve sonrisa--: ¿Recuerdas el día que me dijiste: ‘Quisiera que el radio tuviese un buen color?’

[…] El radio tiene algo más que un ‘buen color’. Es espontáneamente luminoso. Y, en el hangar sombrío, […] sus siluetas fosforescentes, azuladas, brillantes, aparecen suspendidas en la noche.

--¡Mira! ¡Mira! –murmura María.

Se adelanta con precaución, busca, encuentra a tientas una silla de enea. Se sienta, en la oscuridad, en silencio. Las dos miradas se tienden hacia las pálidas luces, las misteriosas fuentes de los rayos, hacia el radio: ¡su radio!”

Lo que los Curie contemplan esa noche de 1902 es un decigramo de radio puro. Cuarenta y cinco meses después del anuncio oficial de su más que probable existencia.


Post tenebras spero lucem, rezaba el lema de Juan de la Cuesta, impresor del Quijote. ‘Tras la oscuridad, espero la luz’. Y la luz llega a los ojos de María, esos ojos cansados, forzados, que también herirá la radiación implacable.

Premio Nobel de Física de 1903 para Henri Becquerel y María y Pierre Curie, descubridores de la radiactividad.

Seguidamente, tras el momento de gloria, la tragedia: la desaparición de su compañero de fatigas y amante esposo Pierre. El jueves 19 de abril de 1906, un camión con más de cuatro toneladas de material militar arrolla en la calle a Pierre Curie, matándolo en el acto. El hecho hunde en primera instancia la moral de su viuda, quien, no obstante, anota en su autobiografía: “Me es imposible expresar la profundidad e importancia de la crisis que trajo a mi vida la pérdida de quien había sido mi más cercano compañero y mi mejor amigo. Destrozada por el impacto, no me sentí capaz de afrontar el futuro. No podía olvidar, sin embargo, lo que mi esposo solía decir a veces, que, incluso desprovista de él, debía continuar mi trabajo.”


Y, para bien del espíritu científico, María continuó trabajando. En 1911, nuevo Nobel, el de Química.

La versión de Mervyn LeRoy se cierra majestuosamente con un solemne discurso de María ante la Academia de Ciencias. Su belleza nos invita a reproducirlo aquí:

“Porque si ninguno de nosotros puede abarcarlo todo, cada uno, sin embargo, puede alcanzar algún ‘destello’ de la Ciencia que, aunque modesto e insuficiente de por sí, puede añadirse al sueño humano de la verdad. Y gracias a estas pequeñas luces entre nuestras tinieblas vamos distinguiendo, cada vez más, la silueta vaga todavía de este grandioso plan que constituye todo el Universo. Yo estoy siempre entre aquellos que creen que por esta razón la Ciencia encierra una gran belleza y con su gran fuerza espiritual llegará, con la ayuda del Tiempo, a arrojar de este mundo la maldad que hay en él, su ignorancia, su pobreza, las tristezas, las guerras y las dolencias.

Sigue tras la clara luz de la verdad, sigue nuevos senderos aún no hollados; cuando la vista del hombre llegue donde aún no puede llegar, jamás podrá faltarle el divino milagro. Cada edad tiene sus propios sueños. Deja entonces los sueños que ya son del ayer, ven, coge la ígnea antorcha de la Ciencia y edifica el palacio del futuro.”


 El guion de Madame Curie se basa en el texto biográfico de su hija Eva, y en él trabajaron Paul Osborn, Paul H. Rameau, Walter Reisch y el escritor de ficción Aldous Huxley. El proyecto partió de la célebre Anita Loos, y Huxley, que se había mudado a Hollywood en 1937, comenzó a desarrollarlo al año después. Pero sus resultados fueron demasiado literarios, y la Metro ordenó rehacer el guion. La versión que se aceptó no oculta la dificultad de María Sklodowska, como mujer, para abrirse camino en el mundo académico del París de 1900, pero suprime elementos reales importantes, como el apoyo que tuvo de su hermana, igualmente entregada a la investigación, y compañera suya en París. Evidentemente, se subrayan de manera didáctica inconmensurable los valores de tesón, entrega a un ideal noble y constructivo, el amor amigo, profundo y sincero en la adversidad, la búsqueda infatigable de la verdad.

Se ha realizado una versión más reciente de la epopeya de los Curie, protagonizada por la siempre gélida e inquietante Isabelle Huppert  (Los méritos de Madame Curie, 1997, de Claude Pinoteau), pero el resultado no le llega ni de lejos a este clásico de 1943, que contaba, además, con la colaboración de eternos secundarios de los años treinta y cuarenta: Henry Travers (Clarence, el ángel de ¡Qué bello es vivir!), Robert Walker (pérfido asesino misógino e intrigante homosexual en Extraños en un tren), C. Aubrey Smith (héroe de batallita en Las cuatro plumas), un casi desconocido y jovencísimo Van Johnson y una todavía muy pequeña Margaret O’Brien (ambos coincidirían de nuevo, con Mervyn LeRoy, en Mujercitas).

* * *

Greer Garson se llamaba así realmente. Nació en County Down (Irlanda del Norte) el 29 de septiembre de 1908. Se preparó para maestra de escuela y estudió Bellas Artes en la Universidad de Londres. Al mismo tiempo, se inició en el teatro, llegando a compartir cartel con Laurence Olivier en una versión de Romeo y Julieta, de Shakespeare. Actuando en Londres la descubrió una noche de 1938 el mismísimo Louis B. Mayer, quien se la trajo a la MGM. En 1939 le llegó su primer papel importante, el de esposa de un despistado profesor de Latín y Griego, Robert Donat –ganador del Oscar—en Adiós, Mr Chips. El maestro se la encuentra por casualidad durante la subida a una montaña; y ahí está ella, esperando. Seguidamente protagonizó Más fuerte que el orgullo, basada en una novela de Jane Austen. El guion era de Aldous Huxley, contaba con Laurence Olivier, y contiene diálogos de gran efecto y calidad. En 1941 se inició su relación profesional con Walter Pidgeon (a quien las malas lenguas tachan de homosexual discreto), con quien hace la muy endeble De corazón a corazón, historia de un orfanato. En 1942, amanece su primer triunfo rotundo, La señora Miniver, cuando incorpora al prototipo de esposa valiente, resuelta, abnegada y luchadora en quien se creen reflejar todas las madres anglosajonas durante la Segunda Guerra Mundial. Greer ganó su Oscar y lo agradeció con un discurso inmensamente largo. De ese mismo año es Niebla en el pasado (Random Harvest, de Mervyn LeRoy), uno de los más potentes y nostálgicos melodramas del viejo estilo, con un Ronald Colman carente de identidad y una sufrida esposa, nuevamente, que le ayuda a reconocerla. En 1943, filma Madame Curie, un papel que había sido antes rechazado por Greta Garbo y que Joan Crawford codiciaba. En 1945, hace de sirvienta enamorada de señorito en El valle del destino. A partir de 1948, su estrella declina y sus películas pierden notoriedad. En 1953, le llega un pequeño papel, la Calpurnia de Julio César, de Mankiewicz. En 1960 acometió su última interpretación importante, y su séptima candidatura al Oscar, el rol de Eleanor Roosevelt en Amanecer en Campobello. Casada desde 1949 con un magnate del petróleo, falleció en Dallas (Texas) el 6 de abril de 1996.
Mervyn LeRoy era un artesano de los estudios, especializado en el melodrama. Debutó en el cine negro, en Warner Bros., con producciones baratas, pero efectivas, como Hampa dorada (Little Caesar, 1931, con Edward G. Robinson) y Soy un fugitivo (1932, con Paul Muni). En 1932, dirigió a Humphrey Bogart en dos de sus primeros filmes: Big City Blues y Three on a match (junto a Bette Davis). En 1940, ya en MGM,  realiza uno de sus dramas cumbre, El puente de Waterloo, con Robert Taylor y Vivien Leigh, plagado de romanticismo y nostálgica ensoñación. Durante la Segunda Guerra Mundial, filma Niebla en el pasado y Madame Curie. De 1949, es su adaptación, en color, de Mujercitas (con June Allyson y Elizabeth Taylor). De 1951, es su película más espectacular y ambiciosa: Quo Vadis?, rodada en Cinecittá entre majestuosos decorados de la Roma clásica, con un no superado Peter Ustinov en la piel de Nerón. En 1952, dirige a la nadadora Esther Williams en La primera sirena, la mejor película de esta, con excelentes coreografías acuáticas. En 1962, desnuda a Natalie Wood en La reina del vodevil.

Para saber más acerca de la vida y los trabajos de María Sklodowska de Curie, pulsar aquí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario